Sahel: nueva amenaza y viejos problemas

La región no es ni la zona tribal paquistaní ni Afganistán; podría llegar a serlo si no se resuelven los viejos problemas que enfrentan a la población con los Estados.

Lakhdar Benchiba

Puede compararse la extensión del Sahel (tres millones de kilómetros cuadrados) a la zona tribal paquistaní en la que un movimiento islamista armado (los talibanes paquistaníes) aliado a Al Qaeda pone a prueba con dureza al Estado central y a los americanos que están esforzándose por pacificar Afganistán? El “periodismo de seguridad” del entorno no duda en calificar al Sahel de “nuevo Afganistán”. La tentación de tomar este atajo es fuerte, ya que hay algunos ingredientes propios del Afpak (Afganistán-Pakistán), incluso la anomia somalí, que se pueden encontrar en la zona del Sahel. No obstante, los supuestos ingredientes “afgano-paquistaníes” no tienen nada de nuevo. Al igual que Pakistán con su “zona tribal”, los Estados de la región tienen, en diversos grados, muchas dificultades a la hora de controlar las actividades ilegales que se practican allí desde hace muchos años.

Podemos citar a grandes rasgos el contrabando de todos los géneros y el tráfico de drogas y armas sobre un fondo de inestabilidad ligada a movimientos de rebelión tuareg que afecta a varios Estados, a saber: Mali, Níger y Chad. Tenemos, por tanto, varios elementos de comparación: factores tribales o étnicos y una debilidad de los Estados, corolario de la ausencia de integración de las poblaciones afectadas, principalmente los tuaregs. Estos factores de disturbio existen desde hace al menos dos décadas y los Estados de la región, entre represión y acuerdos, se han adaptado a ellos. No tomaron un cariz “explosivo” hasta después del 11 de septiembre de 2001. Cabe destacar que los grupos islamistas armados argelinos comenzaron a desplegarse en el Gran Sur y en la zona del Sahel desde principios de los años noventa, lo que tan sólo preocupó al gobierno argelino.

El Sahel es una de las rutas de transporte de armas a la guerrilla islamista que se instaló en el país tras la anulación en 1992 del proceso electoral que dio la victoria a los islamistas. El gran interés mediático por el Sahel está directamente vinculado al hecho de que Estados Unidos declarara en 2002 que la región albergaba un potencial en el que el terrorismo islamista podía encontrar un santuario y que pasaba a ser un “nuevo frente en la guerra global contra el terrorismo”. EE UU se implicó impulsando en diciembre de 2002 la Iniciativa Pan Sahel, destinada a ayudar a los Estados de la región a garantizar la protección de las fronteras, el seguimiento de la circulación de personas, la lucha contra el terrorismo y la cooperación regional.

El prisma americano y la ideología de la seguridad

Desde entonces el interés americano no ha cesado. La Iniciativa Pan Sahel, que contaba con la módica dotación de 60 millones de dólares, se convirtió en 2005 en la Alianza Antiterrorista Trans- Sahariana (Trans-Sahara Counter-Terrorism Partnership o TSCTP), dotada de un presupuesto 10 veces superior, 600 millones de dólares. Esta iniciativa amplió su campo geográfico, incluyendo a Libia, Senegal y Nigeria. El programa tiene como objetivo detener “la amenaza” en el Sahel por medio de una estrategia integrada que aúna la colaboración antiterrorista, una ayuda dirigida al desarrollo e iniciativas de diplomacia destinadas a privar a los grupos terroristas de cualquier asilo seguro. No se presta más que a ricos y a poderosos.

El paralelismo, un poco vago, entre el Sahel y la zona tribal paquistaní se ha vuelto sistemático con la creciente implicación de EE UU, donde la ideología de la seguridad ha pasado a ser dominante. La transformación del Grupo Salafista para la Predicación y el Combate (GSPC) en Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) en 2007 –cuya existencia todavía siguen poniendo en duda los responsables argelinos– pasó a confirmar esta percepción de forma casi definitiva. Cabe mencionar que The New York Times publicó el 1 de julio de 2008 una entrevista con Abdelmalek Drudkel, jefe del GSPC-AQMI, honor al que no ha tenido derecho ningún jefe de Estado de la región Magreb-Sahel. El contenido de la entrevista es de tal banalidad que no justifica, en principio, que el periódico del establishment americano la publicara. Salvo, obviamente, que se tratara de alimentar el sentimiento de amenaza en el seno de la opinión pública americana que justifica las expediciones exteriores siguiendo el método de “Al Qaeda está en todas partes”.

En este sentido, Abdelmalek Drudkel les fue muy útil al declarar: “Si la Administración americana considera que su guerra contra los musulmanes es legítima, ¿quién puede hacernos creer que nuestra guerra en su territorio no lo es? […] Todo el mundo debe saber que no dudaremos en poner en nuestro punto de mira los intereses americanos siempre que podamos y en cualquier lugar del planeta”. El GSPC-AQMI adoptó, gracias a esta entrevista, una dimensión planetaria. Se le supone un peso y una presencia desmedidos en comparación con sus “territorios” reales, que son algunas wilayas en medio de Argelia y una presencia en la zona del Sahel, sobre todo al norte de Mali, con algunas operaciones, sangrantes –bien es verdad– en Mauritania.

Todo transcurre como si todas las realidades de la zona del Sahel conocidas y levemente combatidas por los Estados (tráficos, contrabando, inmigración clandestina, rebeliones endémicas) se hubieran vuelto secundarias en comparación con la presencia de AQMI, grupo al que a veces se atribuye una infraestructura y unas redes que harían que los jefes de Al Qaeda se murieran de envidia.

Una visión desmesurada del peso de los ‘yihadistas’

Algunos análisis aseguran que prácticamente tienen bajo su mando a los actores multiformes que existen en la región. AQMI adopta por tanto el aspecto de una organización tentacular que, al parecer, controla completamente el tan jugoso contrabando en la región y ha incluido bajo su influencia a los movimientos de rebelión tuareg. Esta imagen exagerada del peso de AQMI y de la amenaza que representa está muy lejos de la realidad. La cifra más alta anunciada en la prensa, que probablemente reproduce las estimaciones de los servicios de seguridad, es la de 200 yihadistas.

Esto no es nada despreciable si sabemos que las estimaciones oficiales argelinas sitúan el número de terroristas en Argelia entre 600 y 1.000. No obstante, las estadísticas lo demuestran claramente: el activismo yihadista sigue estando concentrado en Argelia y las operaciones llevadas a cabo al sur del Sáhara, por muy espectaculares que sean, no dejan de ser marginales. En ellas se puede ver sencillamente la función atribuida a los yihadistas en la región: traer armas y recaudar dinero a través de las actividades de contrabando y, cuando es posible, de secuestros de occidentales que liberan a cambio de un rescate. Así que, aunque la presencia del GSPC-AQMI en la región está demostrada, la imagen desmesurada que se le atribuye se corresponde, por parte de los que la difunden, con inquietudes reales, pero también con objetivos políticos o de propaganda.

Los informes oficiales americanos sobre terrorismo, sin exagerar en términos de presentación de los hechos, insisten constantemente en el “potencial” de extensión de las actividades de Al Qaeda en la región. Y dentro de la lógica de la “acción preventiva”, este potencial requiere un tratamiento rápido e inmediato. Otra forma de instrumentalizar esta imagen exagerada del peso de Al Qaeda en esta zona la propuso Marruecos, de forma sibilina cuando acusó a Argelia de apoyar al Frente Polisario y de hacer aumentar “los peligros de la balcanización en la región del Magreb y del Sahel”, y de forma más directa (y más grosera, cabría decir) por parte de otros responsables de la dinastía reinante y de la prensa marroquí. A modo de ejemplo, el 10 de marzo de 2007, el ministro de Justicia marroquí, Mohamed Buzubab, habló en una entrevista con el semanario independiente Al Ayam de una “colusión” entre Al Qaeda y el Frente Polisario. “Ahora mismo existe coordinación y cooperación entre Al Qaeda, en concreto el GSPC argelino, y la Salafia Yihadia marroquí, que mantiene una acción común con el Frente Polisario”. Y, según él, esta coordinación entre el Frente Polisario y Al Qaeda está “corroborada por informes de los servicios de espionaje internacionales”.

La tesis pierde peso en tanto que es difícil imaginarse al Frente Polisario, que se apoya en Argelia y está librando una batalla diplomática para conseguir que se convoque un referéndum de autodeterminación, implicándose en una “colusión” que lo dejaría al margen de la comunidad internacional. Aunque a este discurso, reproducido muy a menudo por la prensa marroquí, que en ocasiones encuentra “investigadores” europeos para ahondar en este sentido, le falta sutilidad, trata de “hacer fructificar” el interés americano por una zona que todavía no presentan como una copia de la zona tribal paquistaní pero que podría llegar a serlo si no se inician acciones al respecto. Está claro el beneficio que Marruecos podría obtener de una “relación” entre el Polisario y Al Qaeda. Lo que pasa es que el riesgo de colusión entre el Frente Polisario y AQMI es nulo, ya que ésta es contraria al interés del Polisario.

¿El quid está entonces en los tuaregs rebeldes?

No hay una respuesta clara, pero nos encontramos en el meollo de la cuestión. Las posibilidades de vínculos y acuerdos –y no de alianza– entre los activistas islamistas y las rebeliones tuaregs son probabilidades reales. Todos los movimientos de rebelión tuareg, por miedo a un aislamiento internacional, niegan toda vinculación con los islamistas armados. Esto denota un conocimiento perfecto de los límites que, de ser traspasados, los situarían en el punto de mira tanto de los regímenes locales como del de EE UU o Europa. Sin embargo, podemos suponer que los activistas islamistas, nuevo elemento perturbador en la zona, han comprendido que su implantación depende de los acomodamientos que tejan con los actores ya presentes, rebeliones, contrabando organizado…

Es una condición para la supervivencia en una zona en la que los actores ilegales o fuera de la ley tienen vínculos con los servicios de los Estados de la región. Amari Saifi, alias Abderezak “El Para” o Abu Haydara, famoso por haber secuestrado a 32 europeos cuya liberación canjeó por cinco millones de euros, ha hecho de esto la experiencia definitiva cayendo en Chad en manos del Movimiento por la Democracia y la Justicia en Chad (MTJD), con el que no existía claramente ningún tipo de acuerdo. La detención de Abderezak El Para fue durante muchas semanas un trampolín para que se hablara del MTJD y estuviera presente en los medios de comunicación. Este caso es instructivo. Aquí encontramos prácticamente la naturaleza del “juego” que tiene lugar en el Sahel. Los grupos islamistas armados –actualmente se cuentan dos, el de Mojtar Belmojar, que lleva a cabo una actividad autónoma y se ha negado a unirse a AQMI, y el Emirato del Sáhara, que dirige Yahia Yuadi, alias Yahia Abu Amar Abd El Ber, para AQMI– no son los dueños del desierto como se suele presentar. En realidad tienen una participación (y no la más importante) en las actividades que existen en la zona.

Las operaciones armadas llevadas a cabo por estos grupos están muy espaciadas. Se podría decir incluso que optan, en una región en la que no son –al menos todavía– los actores dominantes, por la discreción de los contrabandistas más que por la agitación de los yihadistas. Los secuestros de occidentales, con la mediatización que los rodea, constituyen intermedios en esta discreción del contrabandista. Desde el punto de vista de la mera estadística, los disturbios han sido más consecuencia de las rebeliones clásicas que existen de forma endémica en el norte de Mali, Níger y Chad que de los yihadistas. Por tanto, la amenaza que representa AQMI se teme en un sentido “potencial”, no en términos de realidad inmediata. La evolución de este potencial depende en gran medida de la capacidad de los Estados de la región de solucionar los antiguos problemas de integración de las poblaciones. En términos de estrategia, la solución de las rebeliones clásicas por la vía de la negociación más que por las armas en el norte del Sahel es primordial.

Esto constituye una condición previa para replantearse los posibles acuerdos y los modus vivendi entre los actores locales y los yihadistas y pueda aumentar la eficacia de la acción militar. Aunque no se puede negar la existencia de una actividad yihadista en el Sahel, resulta difícil no constatar que la forma que tienen los medios de comunicación de presentarla es totalmente desmesurada. El Sahel no es ni la zona tribal paquistaní ni Afganistán; no obstante, podría llegar a serlo si no se resuelven los viejos problemas que enfrentan a los habitantes con los Estados. A modo de ejemplo, Mali, en liza con la rebelión tuareg al Norte, ha evitado durante mucho tiempo atacar a los yihadistas, puesto que su prioridad era reprimir a los rebeldes tuaregs, un orden de prioridades que no era muy apreciado por el vecino argelino. Estas diferencias en la apreciación no se han expresado públicamente; no obstante, en la prensa argelina se podían leer críticas a la inacción de Bamako, mientras que la prensa de Mali acusaba a Argelia de utilizar a los tuaregs para combatir a los elementos del GSPC.

Una respuesta regional

Una vez que las cosas se calmaron, Argelia, después de conseguir de Bamako el fin de las interferencias libias, pudo imponer en febrero de 2009 un acuerdo que prevé la integración de los elementos rebeldes tuaregs en las fuerzas especiales encuadradas por el ejército de Mali. No es casualidad que algunos meses después de este acuerdo asistamos a una “animación” en el norte de Mali con la multiplicación de los choques entre el ejército de Mali y los grupos islamistas armados. En junio de 2009, el ejército de Mali lanzó por primera vez un ataque contra una guarida del GSPCAQMI, que causó oficialmente 26 muertos. La operación tuvo lugar tras la ejecución de un rehén británico, Erwin Dyer, y también tras la liquidación, atribuida a AQMI, de un agente de los servicios de Mali en Tombuctú. Por su parte, AQMI reivindicaba haber matado el 4 de julio a 28 soldados malís en la región de Tombuctú .

En el comunicado de reivindicación, AQMI acusa al jefe de Estado de Mali, Amadu Tumani Turé, de haber instigado a su ejército contra los muyahidin, con el apoyo de los “cruzados”. Esta “animación” en el norte de Mali, donde, según las informaciones reveladas por los servicios de seguridad, se encuentran las bases más importantes de repliegue de los yihadistas, así como la multiplicación de los ataques en Mauritania –el general golpista, Mohamed Uld Abdelaziz acusó al presidente electo destituido de haber sido complaciente con los islamistas, lo que le granjeó, bajo las apariencias de una reprobación formal, un apoyo de los occidentales– plantea el esbozo, bajo los auspicios de Argelia, de una respuesta regional sin precedentes.

Así, los jefes de los ejércitos de Argelia, Mauritania, Mali y Níger, con la notable ausencia de Libia, se reunieron el 11 y el 12 de agosto de 2009 en la sede de la sexta región militar, en la ciudad argelina de Tamanrasset. Un comunicado oficial, hecho público en Argel, precisa que la reunión se celebró en el marco de la “lucha contra la criminalidad transfronteriza y el terrorismo”. El comunicado del ministerio de Defensa argelino subrayaba que los jefes de Estado Mayor de los cuatro países iban a examinar “juntos las vías y los medios para consolidar la cooperación en torno a una lucha común contra la criminalidad que castigue duramente a las bandas fronterizas y, más en particular, al terrorismo”. La reunión entre los jefes militares de los cuatro países se inscribe “en el marco de los planes apoyados y consentidos por las altas instancias de los países participantes relativos al afianzamiento de las relaciones de cooperación militar y de seguridad”. Se planificará una operación militar de envergadura coordinada para los próximos meses, con el fin de atacar las guaridas del GPSC-AQMI.

Más allá de la jerga política habitual, con la que Argel comunicó la información sobre esta reunión excepcional, se estableció que una solución militar no podrá resolver los viejos problemas de fondo (rebeliones locales endémicas ligadas a la ausencia o a la debilidad de la integración económica y política de los habitantes en el seno de los Estados afectados, y al contrabando y a prácticas ilegales de todo tipo). En general, los Estados de la región se han adaptado a la situación, por impotencia o por rechazo a los cambios que esto implica en el ámbito político y en el de la asignación de recursos. La amenaza, incluido su aspecto mediático desmesurado, representada por los islamistas obliga a los Estados a replantearse su forma de gestionar la zona del Sahel. Y está claro que este planteamiento tiene que ser global y no exclusivamente militar.