Safo, la poetisa

Baltasar Porcel

Escritor, España

¿Quién puede hoy dedicar un tiempo a la lírica contemplativa orsiana de la auscultación de los sentidos, de los detalles? Porque los aviones y las lanchas motoras, las músicas incesantes y las playas atiborradas, la carretera y las comilonas, son las vacaciones que consumimos y que nos consumen.

Llegamos al veraneo fatigados del año en el tajo, pero regresamos del mismo cansados también de tanto estrambótico trajín estival. No tenemos tiempo de pensar largamente en cuestión alguna, la superficialidad nos plancha e iguala; todos decimos lo mismo porque recibimos idénticas noticias y somos incapaces de digerirlas, de procesarlas con el entramado del acervo vivencial de cada uno, del poso cultural personal.

El silencio no nos descorre nuestras capas interiores, sino que nos aturde. Existimos abocados a los actos, los hechos, las concreciones únicamente operativas: no somos máquinas debido a la mitología, heredada o idealizada, que aún nos encuadra, pero tal como funcionamos aspiramos a serlo. Alguien objetará: pero, ¿para qué sirve mirar una nube? De acuerdo. Pero, ¿y qué nos aporta saber tantas marcas de automóviles, conocer los nombres de los jugadores de los mundiales de fútbol, seguir hora tras hora las declaraciones de los políticos, contemplar las fotos de cualquier tragedia en cualquier parte, admirar de nuevo a Claudia Schiffer? Nunca el hombre había sabido tanto en el curso de la historia, pero el saber ni nos ha desasnado ni singularizado.

Constituimos un tejido superficial y denso que nos ahoga entreteniéndonos. Mientras, sentarnos en el pinar rumoroso de lejanías perfumadas; abstraernos en la gran cabalgata de silencios corporeizados en metamorfosis cromáticas, o sea, cada nube y todas ellas en el mediodía radiante o en el anochecer de los azules puros o de los rojizos expectantes; éstos y más planos de una naturaleza de la sensibilidad ligada a la intimidad permanente, acaso nos aportaría un acercamiento al ser, al foco vector que palpita en nuestro ser oculto, si es que aún somos —somos mediterráneos: aquí el escenario también es vida.

O cuando menos percibiríamos el dulce crecer de la fruta en el árbol. En todo esto pulula también un cierto regusto budista, lo nimio y el detalle como mesura del infinito universo del espíritu. Pero el budismo voluminiza su poética sorbiendo y secando el humanismo… Un gran poeta romano e impregnado de Mediterráneo, Horacio, lo expresó con su sensitivo y espectral carpe diem, vive el día que fenece como si constituyera la totalidad:

No preguntes, Leucónoe, para cuándo

fijaron los dioses tu muerte o la mía,

ni atiendas a las cábalas de Oriente:

sacrilegio es saber.

Mejor es aceptar lo que viniere

ya sean muchos los inviernos que te otorgue

Júpiter, ya sea éste el último,

este que ahora fatiga al mar Tirreno,

contra las blandas rocas.

Sé sabia: filtra el vino,

y ataja una larga esperanza, porque duramos poco.

Mientras hablamos,

huye el tiempo celoso.

Goza el instante: no te fíes

del mañana.

Volviendo a la belleza femenina, ¿qué decir de Safo? Podría referirme a los grandes poetas que dio la literatura griega, pero sólo citaré a la extraordinaria, sensible, amorosa poetisa de la isla de Lesbos, su voz queda. Sí, de ahí viene el calificativo de lésbica, de lesbianismo, porque Safo, que era menuda, fina, aristocrática, tenía una especie de academia en la que educaba a las hijas de buena familia.

Y, a juzgar por sus versos, las amaba con delirio, aunque también gustase de varones. Safo, que era menuda, fina, aristocrática, tenía una especie de academia en la que educaba a las hijas de buena familia Gracias a ello, elaboró unos poemas sutilmente líricos y gráficos, como éste en que la roen los celos cuando asiste a la boda de una de sus alumnas: Igual que un dios me parece este hombre que frente a ti se sienta y escucha absorto y tan cerca tu dulce voz y tu amorosa risa.

En verdad, en mi pecho sufre mi corazón y aunque te mire un solo instante me quedo muda de emoción, la lengua se me traba y un ardor sutil recorre toda mi piel, mis ojos no ven, el oído me zumba, y un sudor frío me cubre, un temblor me agita de pies a cabeza y me quedo más pálida que la hierba, me siento cerca de la muerte.

Pero debo sufrirlo porque… Y el poema queda así, cortado. Sólo perduran seiscientos y pico de fragmentos de la obra de Safo, que llenaba nueve volúmenes, pero que la Iglesia del año mil condenó a la hoguera por inmoral. Por suerte, la sequedad de la atmósfera en Egipto ha conservado los papiros con que eran envueltas las momias, gracias a lo que han subsistido los ecos de la poesía de Safo y muchísima más literatura antigua, comenzando por la fundamental Constitución de Atenas, de Aristóteles. Es agradable el supuesto retrato de Safo, al fresco, hallado en las ruinas de Pompeya, una cabeza vivaz y una expresión inteligente.