Ramon Llull se dejó impregnar por todos los ámbitos de la cultura y el pensamiento musulmanes, pese a las incomprensiones de su época, a fin de llevar a cabo su búsqueda solidaria de la verdad. Hoy día, en una época en que la polarización ideológica entre el islam y Occidente ha alcanzado unas cotas de demonización recíproca hasta ahora desconocidas, el ejemplo de Llull permite reflexionar sobre los problemas que a lo largo de la historia se han dejado de lado, ignorado o reprimido conscientemente en el espacio mediterráneo.
El 20 y 21 de septiembre de 2001, el Consejo de Europa organizó el coloquio «El desafío de las identidades religiosas, espirituales y culturales». Tuve el privilegio de participar en el encuentro y presentar una comunicación sobre Diálogo interreligioso e interculturalidad. Era una de las primeras reacciones a los atentados del 11 de septiembre de 2001. Varios participantes expresaron sus emociones, y los expertos analizaron con gran desenvoltura los pormenores de la tragedia, que sacudió la conciencia mundial. En septiembre de 2004 el Consejo de Europa organizó un coloquio similar para debatir el mismo tema, doloroso, siempre planteado pero casi nunca renovado, y menos aún superado, ni en los estudios analíticos ni en el terreno de las soluciones prácticas, sobre todo en lo que se refiere a la enseñanza de las culturas y religiones que coexisten ahora en el espacio político y cultural europeo. Me puedo remontar más atrás de septiembre de 2001 y recordar que, del 28 al 30 de mayo de 1991, fui relator de un gran coloquio organizado por el Consejo de Europa y la Unesco bajo el título «La contribución de la civilización islámica a la cultura europea». Como relator general del coloquio, formulé seis propuestas de acción concreta que inspiraron la Recomendación 1162 y la Directiva 465 de la Asamblea Parlamentaria. Se puede leer el informe completo en el documento 6497, publicado por Lluís Maria de Puig. No sólo conserva toda su actualidad lo que se dijo en esa reunión, sino que los acontecimientos que se han producido desde 1991 subrayan la responsabilidad de todas las instancias europeas, que tanto dinero gastan y tantos recursos humanos movilizan sin que los diagnósticos pertinentes ni las visiones portadoras de una gran historia de paz y progreso hayan encontrado las voluntades políticas necesarias para lograr resultados.
Desde esta perspectiva de medio y largo plazo formularé algunas propuestas «subversivas», con la esperanza de reactivar y reorientar de modo más constructivo el decepcionante Proceso de Barcelona, iniciado en 1995 y continuamente recordado como una sucesión de ocasiones perdidas. Es verdad que si invocamos la gran figura humanista de Ramon Llull (1232-1316), lo hacemos con la esperanza de reconciliar a los protagonistas de un conflicto muy antiguo y recurrente entre, por un lado, el mundo del islam y, por otro, el de la cristiandad y el judaísmo –encarnado ahora en el Estado de Israel–, siendo estos dos últimos solidarios del Occidente hegemónico, dominante y seguro de sí mismo. A buen seguro, la personalidad, la trayectoria ejemplar y la cautivadora obra del gran pensador del siglo xiii merecen que las celebremos, rememoremos y demos a conocer a todos nuestros coetáneos por sus riquezas intrínsecas. Debemos llevar a cabo este cometido con el rigor y la imparcialidad del historiador crítico que no subordina sus escritos sobre los pasados diversos a ninguna finalidad provincial, nacional o ideológica. Así, la lectura atenta de su famoso relato sapiencial –el Libro del gentil y de los tres sabios– debe imponer a cualquier lector actual comparaciones, reflexiones, arrebatos nostálgicos y protestas indignadas contra todas las derivas fanáticas, dogmáticas e ideológicas que afectan a nuestras sociedades contemporáneas. Ramon Llull expresaba en una obra literaria delicada e intelectualmente «comprometida» su propio rechazo a las rígidas fronteras doctrinales que separaban en su época sociedades que, por otra parte, eran capaces de producir y hacer fructificar obras como el relato filosófico de Ibn Tufayl (Hayy ibn Yaqzan), que ratifica y amplía en muchos sentidos el Libro del gentil y de los tres sabios.
Nos encontramos entre finales del siglo xiii y principios del xiv. Ibn Tufayl ha muerto en 1185, Ibn Rushd en 1198, Maimónides en 1204, Ibn Sabin en 1271, Ibn Arabi en 1240, Santo Tomás de Aquino en 1274… Podríamos citar muchos otros grandes hombres que marcaron la vida espiritual, intelectual, científica y cultural en la época de Ramon Llull. El interés de los siglos xiii y xiv por la historia del pensamiento en el espacio mediterráneo se debe a dos hechos de gran importancia: la lengua árabe es aún un instrumento imprescindible para acceder a las obras más ricas y avanzadas en todos los ámbitos del conocimiento; en el marco cristiano y latino, el capital intelectual, espiritual y científico de expresión árabe contribuye al auge de esos conocimientos en Europa, cuyo avance hacia la autonomía y pronto hacia la hegemonía empieza ya a afirmarse claramente. Se leen las obras traducidas del árabe, pero se critican para ir más lejos. Es lo que, por ejemplo, hace Santo Tomás de Aquino con Averroes. Eso quiere decir que empieza a dejarse notar la inversión de ambos dinamismos históricos –araboislámico y latinocristiano– en detrimento del mundo islámico.
Para explicar esta inversión en las diferentes disciplinas, hemos esbozado las condiciones que nos llevan a recurrir a una sociología del fracaso y la regresión en el campo intelectual filosófico dentro del ámbito araboislámico, y una sociología del éxito con progresos continuos en el ámbito latinocristiano. Esta inversión de las temporalidades históricas no dejará de imponerse en las dos vertientes de la historia del pensamiento, las culturas y las civilizaciones hasta nuestros días. Hoy podemos hablar de un abismo abierto durante los últimos siete siglos por el empeoramiento de los factores de regresión, por una parte, y las «revoluciones intelectuales y científicas», por otra. Hay que tener en cuenta este dato histórico fundamental a la hora de proceder, en la actualidad, a cualquier negociación sobre una reunificación intelectual, espiritual, científica y, por lo tanto, política de lo que yo llamo el espacio histórico mediterráneo.
Es un hecho cada vez mas patente que el islam contemporáneo (1950-2007) ignora no sólo las experiencias más emancipadoras de la modernidad en Europa desde el siglo xvi, sino también –lo que es más grave– la manera de leer e interpretar positivamente hoy día lo que comúnmente se denomina la civilización del islam clásico o también la edad de oro de dicha civilización. A principios del siglo xx, algunos intelectuales eruditos se formulaban la siguiente pregunta: ¿por qué Europa está tan adelantada en todos los ámbitos del conocimiento, las instituciones y el derecho, en tanto que el resto del mundo, incluidas las tierras del islam, muestran un atraso creciente? Al mismo tiempo, otros pensadores reformistas, como Jamal al-din al-Afghani, en respuesta a Renan, se valían ya del argumento apologético de una civilización islámica que había contribuido al auge de esa Europa convertida en una fuerza de expoliación del mundo. Ambos argumentos vienen alimentando desde hace décadas los discursos nacionalistas del combate contra el colonialismo y el imperialismo desde 1950 hasta nuestros días. Incluso se llega a repetir como un ritual que el colonialismo es la principal causa de la decadencia de unas sociedades que habían conocido la riqueza, la gloria, la cultura humanista y una esplendorosa civilización antes del ascenso de una Europa hegemónica.
Esta lectura mítico-ideológica del pasado se radicaliza y ensombrece con la expansión del terrorismo nacional e internacional, acompañado, «legitimado», por el discurso islamista fundamentalista. La suma de la apologética religiosa y la glorificación nacionalista de las luchas de liberación margina las actitudes críticas y da coartadas plausibles a los evidentes fracasos de las políticas impuestas por los partidos-estados poscoloniales. El método filológico, introducido desde el siglo xiv en la Europa cristiana, se aplica muy pronto a la edición, traducción y estudio histórico-crítico de los antiguos textos paganos, en general, y de los textos sagrados considerados fundadores de la Ley divina y las creencias-conocimientos verdaderos. La filología, tan esencial en Europa desde el Renacimiento y la Reforma, nunca arraigó en la investigación ni en las enseñanzas en los contextos islámicos, especialmente en los árabes e iraníes (debemos dejar aparte el caso turco tras la laicización obligatoria). Ali Abd al-Raziq, en 1925, y Taha Hussein, en 1930, sufrieron la censura de los guardianes de la ortodoxia, ignorantes hasta día de hoy de las valiosas aportaciones del método filológico.
Este breve resumen es necesario para explicar por qué en la actualidad numerosos musulmanes no pueden valorar la fecunda originalidad de la actitud de Ramon Llull, respetuosa con el pensamiento árabe e islámico de su época. El filósofo mallorquín utilizó las aportaciones pertinentes de esa cultura para crear un método y unas categorías de pensamiento que lo englobaran todo con la vista puesta en una búsqueda solidaria de la verdad. Hoy día, esta manera de proceder es ampliamente reclamada en los centenares de seminarios, coloquios y congresos organizados en todo el mundo para enriquecer el diálogo interreligioso e intercultural. Tenemos el deber de señalar que, a principios del siglo xxi, el espíritu general no es aún partidario en igual medida de la actitud intelectual preconizada por Ramon Llull en el siglo xiii. Por eso este hombre, que practicaba una búsqueda solidaria del sentido y la verdad, cobra la importancia de una figura simbólica en la historia de las relaciones entre islam, cristianismo y judaísmo. Sin referirme necesariamente al ejemplo de Ramon Llull, siempre he apoyado y practicado personalmente la búsqueda intelectualmente solidaria del conocimiento crítico, más allá de ese diálogo que deja de lado sistemáticamente los problemas clave legados por las construcciones teológicas dogmáticas de las tres tradiciones monoteístas. El diálogo se basa en un acuerdo tácito para no abrir los grandes temas que pondrían en tela de juicio los sistemas de creencias y no creencias constitutivos de la ley ortodoxa de las distintas comunidades, subdivididas a su vez en «sectas» o grupos minoritarios relegados a la heterodoxia. Al evitar abordar los tabúes legados por los respectivos pasados y consolidados por los conflictos políticos del momento, el diálogo hace prevaler la ignorancia institucionalizada en lugar de adoptar nuevas posiciones o superar problemáticas heredadas para ir hacia nuevos espacios de inteligibilidad e intercambios fecundos.
Ya con Ramon Llull, los guardianes de la ortodoxia islámica mantenían unas actitudes religiosas demasiado cerradas para adentrarse en los caminos del debate interrogativo y «las tentativas de fusión de la estructura lingüística latina y la árabe»,[1] abiertos por un espíritu presidido por la dimensión humanista de la búsqueda de la verdad. Si sus interlocutores de Túnez o Bugía hubiesen conocido la célebre disputatio (munazara) entre el lógico cristiano Matta ibn Yunus (m. 940) y el gramático Abu Said al-Sirafi (m. 979),[2] habrían evaluado mejor los retos lógicos, gramaticales, semánticos y retóricos de la búsqueda de Ramon Llull en el Ars magna, el Libro de contemplación, el Arte demostrativa, etc. Tanto en Occidente como en el Oriente musulmán, el pensamiento de expresión árabe empezaba a alejarse de la cultura y la actitud filosóficas para entrar en la escolástica jurídica y el islam ritualista de las cofradías. Sin duda, el interés por las ciencias seguía movilizando a especialistas inventivos, como demuestran las investigaciones de Ahmed Djebbar; pero habría que estudiar más de cerca los factores del aislamiento y la creciente marginación de que fue objeto esa investigación técnica, que no ponía en juego las relaciones entre el logos y la construcción de los contenidos de la fe en el sentido recordado por el papa Benedicto xvi en su polémica conferencia. En lugar de echarse a la calle para proclamar su extemporánea indignación, más les hubiera valido a los musulmanes encerrarse en las bibliotecas para meditar sobre las lecciones de la obra de Ramon Llull, que hasta nuestros días no han tenido continuación en el pensamiento islámico.
Debo insistir una vez más en un problema de historia general del pensamiento que va más allá del caso de Ramon Llull. La historia de las ciencias llamadas exactas o puras delimita tanto su territorio que descuida la exploración del campo intelectual global en el que se desarrollan las investigaciones y debates propios de lo que la Edad Media denominaba ciencias religiosas en oposición a las ciencias racionales (ulum diniyya/aqliyya). El estudio de la episteme de una época obliga a determinar las relaciones de interdependencia y tensión entre los dos territorios para identificar las razones de las rupturas, condenas y rechazos impuestos hasta nuestros días por el magisterio doctrinal de los teólogos. Esta confrontación de las prácticas discursivas en territorios que la especialización tiende a separar debe recurrir a los interrogantes asociados a la sociología del fracaso o al éxito de una disciplina, una obra o un autor en contextos islámicos, cristianos y judíos desde que la teología monoteísta fuera promovida al rango de reina de las ciencias. Las matemáticas, la física y la medicina se investigan y apoyan siempre y cuando no pongan en entredicho abiertamente una determinada enseñanza ortodoxa de la «fe». Las ramas del pensamiento y el conocimiento filosóficos chocan a menudo con las distintas posturas de la razón teológica. Y he aquí que Ramon Llull aspira precisamente a conjugar dos territorios de actividades rivales basándose en el logos, que abarca a la vez la lengua y el pensamiento, la gramática de dos grandes lenguas y la lógica aristotélica.
Tras la conmoción sin precedentes del 11 de septiembre de 2001 y sus consecuencias aún presentes, la polarización ideológica de las construcciones imaginarias de los polos «islam» y «Occidente» ha alcanzado cotas de demonización recíproca desconocidas hasta ahora. Ni las tradiciones religiosas invocadas por los creyentes ni los «valores» de la modernidad proclamados por el Occidente científico, democrático o laico logran superar los obstáculos intelectuales, espirituales, morales y políticos del periodo histórico iniciado con la caída del muro de Berlín. Sin caer en ningún anacronismo, se puede señalar que el pensamiento de Ramon Llull tenía el mérito de proponer un camino hacia una posible salida en una época en la que los progresos de la Reconquista ya conducían a la inversión de las relaciones de fuerza entre un islam en regresión y una cristiandad conquistadora. Al exponer estos paralelismos y sugerencias saltándome siglos de complicada historia, no me estoy dejando llevar por una yuxtaposición arbitraria de la atractiva personalidad de un gran testigo de la evolución del espíritu humano en el siglo xiii y los responsables políticos del Occidente geopolítico instituido por la Conferencia de Yalta (febrero de 1945). Pero el ejemplo de Ramon Llull permite reflexionar sobre los problemas que todos los protagonistas de la historia general del pensamiento han dejado de lado, ignorado o reprimido conscientemente en el espacio histórico mediterráneo.
A diferencia de los grandes intelectuales y eruditos cristianos de su época, Llull se tomó la molestia de aprender el árabe hasta llegar a utilizarlo como una de sus herramientas de pensamiento. Sin entrar en las controversias propias de una teología islámica que empezaba a alejarse de sus grandes debates clásicos, hizo todo lo posible por iniciar intercambios con interlocutores relativamente instruidos en Bugía y Túnez. Aun cuando comparte el objetivo misionero de sus correligionarios y desea despertar la sensibilidad de los musulmanes ante los valores propios del cristianismo, parece albergar la ambición intelectual de articular la verdad dentro de los límites de una razón común a todos, más allá de los impulsos emocionales de la fe y los apoyos rituales de la creencia. Para huir de las molestias ocasionadas por la jerarquía, abandona Roma con destino a Génova, donde traduce al árabe el Ars inventiva veritatis. En Túnez, en junio de 1293, busca el intercambio con sus pares musulmanes «proclamándose decidido a abrazar el islam si la razón demuestra estar de su lado».[3] En su presentación erudita y empática del Artede Llull, Dominique Urvoy subrayaba la singularidad de la trayectoria y la obra de Llull, «la única de Occidente que plantea el tema de la confrontación con otro sistema de cultura y pensamiento».[4] Pese a que, al igual que los cristianos de su época, albergaba un afán misionero, Llull se dejó impregnar por la cultura y los modos de pensar de sus coetáneos musulmanes, hasta el punto de adoptar una actitud rara en un tiempo en que las construcciones dogmáticas de la fe, en las tres grandes visiones del monoteísmo, imponían más bien la exclusión recíproca del beneficio de la elección y la salvación eterna. Esta actitud de apertura no le impidió encontrarse con incomprensión y reacciones hostiles tanto en Túnez como en Bugía.
Pensar el espacio mediterráneo
No podemos contentarnos con estas observaciones sobre las inusuales iniciativas de Ramon Llull y los recelos o rechazos de los musulmanes. También sería ingenuo utilizar el ejemplo de Llull para reforzar los actuales esfuerzos de aproximación entre el «islam» y «Occidente». Este tipo de proceder desviaría la atención de una búsqueda más liberadora centrada en una historia crítica de los usos de la razón en contextos judíos, cristianos y musulmanes desde la aparición del islam como nuevo protagonista en el espacio histórico mediterráneo. Esta importante labor, que llevó a cabo en solitario desde 1970, no forma parte de los grandes programas de investigación sobre la historia general del pensamiento en un espacio mediterráneo redefinido, a su vez, ya desde la Edad Media, más allá de los trazados de las fronteras culturales, religiosas y geopolíticas. Desde esta perspectiva de integración de todos los protagonistas de una historia varias veces milenaria y, por lo tanto, muy compleja, la intervención de Llull adquirirá la importancia que merece en el contexto de una crítica antropofilosófica de las culturas, sistemas de pensamiento, sistemas de creencias y no creencias, usos y costumbres, lenguas privilegiadas (sagradas y sacralizantes) y lenguas minoritarias, memorias colectivas e imaginarios sociales. Este vasto programa sigue inspirando una abundante producción que precisamente tendremos que revaluar a la luz de una nueva estrategia cognitiva de intervención.
Notas
[1] D. Urvoy, Penser l’Islam. Les présupposés islamiques de l’« Art » de Lull, París, Vrin, 1980, p. 387.
[2] Esta disputatio, narrada por un gran intelectual rebelde, Abu Hayyan al-Tawhidi (m. 1023), ilustra la fecundidad intelectual de las tensiones entre la cultura del logos vehiculada por el corpus aristotélico y la del pensamiento lingüístico árabe iniciada por la labor inaugural de Sibawayh. Ver la monografía de A. Elamrani-Jamal, Logique aristotélicienne et grammaire arabe, París, Vrin, 2002.
[3] D. Urvoy, Penser l’Islam. Les présupposés islamiques de l’« Art » de Lull, París, Vrin, 1980, p. 217.
[4] Ibid., contracubierta.