«Una palabra de verdad vale más que el mundo entero», dijo una vez Alexander Solzhenitsyn. Desentrañar la verdad en un laberinto de sombras como es Oriente Medio no es tarea fácil. Allí nada es lo que parece y las palabras, muchas veces, no aluden a su significado real. Tampoco las intenciones declaradas. En el análisis que sigue, el autor trata de elaborar un diccionario de uso para Oriente Medio durante los últimos seis años, con el fin de devolver a las palabras su auténtico significado.
Hassan H. no ha tenido suerte. Nació chií en Irak. Estadístico titulado, nunca pudo ejercer bajo el régimen de Sadam Husein. La información, ya se sabe, es secreto de Estado para las dictaduras. Se dedicó al escaso turismo, a la espera del cambio de régimen y la democratización prometidos por las administraciones norteamericanas. Finalmente, con George W. Bush llegaron los marines, y con ellos los periodistas que narraban la invasión como una victoria. Hassan H. cambió de clientes. Ofrecía sus servicios en el vestíbulo del Hotel Palestina y pasó a formar parte del equipo de TV3 como fixer, esos ángeles de la guarda indígenas que acompañan, guían y traducen para los periodistas extranjeros.
Como la mayoría de chiíes iraquíes en aquellos días de euforia, confundió al enemigo de su enemigo con un amigo. La democracia –imaginaba– estaba a la vuelta de la esquina, y con la libertad, llegaría el gobierno de la mayoría chií, el fin de la opresión baasista, el progreso, el dinero…, aunque ello costara –no era tan ingenuo– concesiones petroleras a su país.
Hassan H. intenta ahora sobrevivir con su mujer y sus tres hijos en un suburbio de una ciudad escandinava. Desde allí ha visto por televisión a Sadam con la soga al cuello, pero él, por primera vez, ha tenido que exiliarse de Irak. Se vio obligado a dejar atrás todas sus posesiones, su casa, su coche, sus paisajes, sus olores y sabores… a cambio de salvar su vida y la de los suyos. Tan sólo un año y medio después de la invasión, un pelotón de insurgentes pasó por su casa para ejecutarlo. La colaboración con medios de comunicación occidentales le había convertido en un espía en el nuevo Irak ensangrentado. Pero no le encontraron. Poco después sólo le quedaba la alternativa de huir con su familia y un par de maletas a través de las montañas kurdas hacia Irán, y de allí a Europa. Irak ha perdido así más de dos de sus veinticinco millones de ciudadanos. Casi dos millones más se han visto desplazados por el conflicto dentro del propio país. Todos ellos han acabado deportados, víctimas de la recolonización de Oriente Medio.
De las high tech a las petroleras
La tragedia arranca antes del 11 de septiembre de 2001. Los crímenes masivos de Nueva York y Washington fueron lo que apretó el gatillo, pero el arma se había cargado durante los diez meses anteriores. La controvertida victoria electoral del presidente Bush supuso un cambio radical de los intereses políticos y económicos que sustentan al jefe de cualquier administración norteamericana. El ticket Clinton-Gore se había nutrido de las empresas tecnológicas. Fueron los tiempos de la burbuja Nasdaq y del crecimiento económico, de los superávits. Los beneficios de este tipo de empresas aumentaban con la estabilidad internacional para fomentar la inversión y el comercio. Fue la época de la contención, del multilateralismo y del intento más ambicioso de solucionar el conflicto central de todo Oriente Medio: el enfrentamiento entre israelíes y palestinos.
El ticket Bush-Cheney fue aupado por los lobbies petrolero y militar-industrial: las petroleras tejanas y las contratistas como Halliburton, presidida por el propio Cheney hasta la campaña electoral. Intereses bien distintos, cuando no contrarios, a los de la administración anterior. Sus beneficios se nutren del conflicto porque aumentan el precio del barril y los márgenes comerciales, porque consumen armamento y porque crean el clima necesario para incrementar los presupuestos militares.
Todos eran hombres conocidos de la anterior administración republicana de Bush padre –Cheney, Rumsfeld, Powell, Wolfovich, Perle–, pero la guerra fría –aunque agónica– les había obligado a gestar un consenso internacional y se quedaron a las puertas de Bagdad en 1991. Diez años después, con Estados Unidos ya como única hiperpotencia, creyeron llegado el momento de dictar nuevas reglas. Irak era una prioridad preelectoral. Faltaba el desencadenante para el asalto final a las segundas reservas mundiales reconocidas de petróleo.
Paralelamente, el principal aliado norteamericano en la región, Israel, procedía a un rearme ideológico similar. El mandato laborista de Ehud Barak estaba exhausto a finales de 2000. Barak había prometido cerrar todos los dossieres del proceso de paz, pero sólo fue capaz de cumplir con la retirada militar del Líbano, y aun sin acuerdo alguno ni con el gobierno libanés ni con Siria. Un repliegue unilateral que no cerró ese frente, todavía hoy abierto. Más frustrante todavía fue el fracaso de su supuesta «oferta generosa» a Yasir Arafat en la cumbre de Camp David de julio de 2000. Los palestinos no aceptaron un recorte en la aplicación de la resolución 242 del Consejo de Seguridad de la ONU, que impone a Israel la retirada de los territorios ocupados en 1967. Un fracaso que estalló con la Intifada de Al Aqsa dos meses después y abrió paso a la victoria electoral de Ariel Sharon en febrero de 2001.
Los nuevos gobiernos de Estados Unidos e Israel no tardaron en cerrar un pacto tácito. Washington buscaba reforzar el control de la región y ello pasaba por el incremento de la hegemonía israelí en la zona. Sharon dispondría de libertad plena para desandar todo el proceso de paz y aniquilar la sublevación palestina manu militari. En el paquete se incluía la construcción acelerada en la Cisjordania ocupada de la valla de seguridad o muro de segregación, según quién lo defina.
En plena ofensiva del ejército israelí y de los ataques suicidas con los que se enfrentaban a ella las organizaciones armadas palestinas, irrumpió Al Qaeda, de Osama Bin Laden, el factor último desencadenante de lo que daría en llamarse, eufemísticamente, el «nuevo Oriente Medio». Se trataba de un viejo conocido de los servicios de inteligencia norteamericanos cuando la guerra fría se disputaba en Afganistán. Una década después se había convertido en la nueva versión del maligno.
Curiosamente, hasta los atentados del 11-S la causa palestina sólo había aparecido tangencialmente en la literatura ideológica de Al Qaeda. Cuando Bin Laden defendía la liberación de Tierra Santa, o los Santos Lugares, se refería siempre a Arabia Saudí y a las ciudades de Mahoma, La Meca y Medina. El impacto mediático y social conseguido por los golpes asestados a dos de los grandes símbolos del poder estadounidense, lleva a Al Qaeda a un intento de apropiación del principal referente de las causas árabes, fuente inagotable de agitación y popularidad: la cuestión palestina.
Los crímenes de Nueva York y Washington facilitaron, finalmente, la delimitación de dos bandos nítidos. Todos iban a situarse según la nueva dinámica de confrontación. Sin matices. Todos en formación de combate. Faltaba el campo de batalla.
De Irak a Irán
Primero fue Afganistán. Un régimen paria, refugio del propio Bin Laden y paradigma del islam más reaccionario, servía para facilitar el consenso, sobre todo inmediatamente después del pánico y el horror generados por el 11-S. Pero Kabul sólo era la antesala de Bagdad, y por el camino la administración Bush iba a perder su credibilidad ante la mayor parte de los aliados occidentales, por no citar a los regímenes árabes llamados moderados, opuestos desde el principio a cualquier aventura militar en Mesopotamia.
La fabricación del nuevo casus belli era demasiado burda, y su ejecución, excesivamente arriesgada en una región de equilibrios siempre precarios. Todos sabían que el régimen de Sadam Husein no constituía peligro alguno excepto para su propio pueblo; que, doce años después de las sanciones comerciales más drásticas desde la creación de la ONU, el país estaba exhausto; que las escasas armas químicas o bacteriológicas que hubieran podido escapar a una década de inspecciones de Naciones Unidas no podían representar ninguna amenaza apreciable. Además, existía la probabilidad –ahora ya confirmada– de que el cambio de régimen impuesto tras una invasión pudiera menoscabar todavía más la ya muy precaria calidad de vida de los iraquíes.
Pero estaba el petróleo. Bajo el régimen de Sadam, Washington ya controlaba su flujo a través de las sanciones y del programa Petróleo por Alimentos. El derecho de veto en el Consejo de Seguridad permitía a Estados Unidos mantener el bloqueo y, a la vez, adquirir una parte importante del crudo autorizado para exportación. Sólo quedaba el asalto militar directo a los yacimientos. Los riesgos eran enormes, y han resultado excesivos puesto que la guerra ha impedido aumentar la extracción. Pero la propia contienda ha generado un negocio alternativo. Al contribuyente norteamericano le ha costado ya medio billón de dólares, inyectados directamente al complejo militar-industrial y a las contratistas de infraestructuras, servicios y seguridad, encabezadas precisamente por Halliburton, la antigua empresa del vicepresidente más poderoso de la historia de Estados Unidos.
Además, la administración más ideológica desde el macartismo tenía otro objetivo, quizás prioritario: recolonizar Oriente Medio, poner a toda la región bajo su tutela política, como la tuvieron el Imperio Británico y Francia hace noventa años, al final de la Primera Guerra Mundial. Los acuerdos secretos Sykes-Picot de 1916 repartieron Oriente Medio entre ambas potencias europeas, responsables del trazado de las fronteras que todavía hoy desestabilizan la zona. Washington se proponía ahora estabilizarla a su medida, resituando en la órbita occidental aquellos regímenes que habían evolucionado en contra de sus intereses y los de su aliado y gendarme, Israel.
La victoria fulminante en la primera fase de la guerra de Irak, la de la invasión, rápidamente transformó la euforia en imprudencia. Ya antes de llegar a Bagdad, el entonces secretario de defensa, Donald Rumsfeld, cometió la indiscreción de señalar públicamente los próximos regímenes a «democratizar»: Irán y Siria. Instintivamente, ambos países se situaron a la defensiva. Se mantuvieron expectantes hasta la caída de su archienemigo Sadam Husein, pero la alternativa les resultaba más peligrosa todavía. Un triunfo de Washington les iba a situar a ellos en primera línea, y con unos 150.000 soldados norteamericanos a las puertas de sus fronteras con Irak. Les convenía que el ejército de Estados Unidos embarrancara en Mesopotamia.
El «procónsul» de Bush en Bagdad, Paul Bremer, colaboró inadvertidamente. Nueva temeridad: desmanteló el ejército iraquí, con lo que dejó sin paga a 300.000 hombres armados y motivados para pasar a la guerra de guerrillas. Con el ejército se vino igualmente abajo todo el Estado, la estructura de hegemonía suní creada por el Imperio Británico en los años veinte del siglo pasado. Un sistema en el que la minoría imponía sus reglas a la mayoría kurda, y sobre todo a la chií, a la que pertenece el 60% de iraquíes.
Los chiíes han llenado el vacío. Especialmente su clero, casi la única organización civil de oposición que logró sobrevivir a la feroz represión baasista. De los diversos movimientos político-religiosos, el más poderoso era la Asamblea para la Revolución Islámica en Irak, ahora el primer partido del país. Sobrevivió a la dictadura gracias al refugio ofrecido por la República Islámica de Irán. Sus 20.000 hombres armados constituyen la milicia privada más poderosa de Irak. De su mano, Teherán ha entrado de lleno en el rompecabezas iraquí. La batalla por el control de la región ha cambiado por completo de parámetros. La propaganda neoconservadora sobre el «nuevo gran Oriente Medio» ha caído en el olvido. La «democratización» ha dejado de ser una prioridad, incluso como el instrumento retórico que siempre fue.
De la «democracia» a la yihad
Tras casi seis años de guerras, Oriente Medio no cuenta con ninguna nueva democracia estable. Y la comunidad internacional, de nuevo liderada por Estados Unidos, ha boicoteado el resultado de las únicas elecciones árabes celebradas con garantías mínimamente homologables. En 2006 votaron los territorios palestinos, a pesar de la ocupación y bajo un estricto control internacional. Cansados de la corrupción interna y de la debilidad ante la ocupación, optaron por el cambio. Perdieron los nacionalistas de Fatah, sustituidos por los islamistas de Hamás. Los resultados, obviamente, no gustaron a Israel, que logró interponer sus tres condiciones, luego defendidas con ganas desiguales por el llamado Cuarteto (USA, UE, Rusia y ONU).
El nuevo gobierno palestino debía reconocer a Israel, renunciar a la violencia y cumplir todo el acervo de acuerdos de paz. Condiciones todas ellas igualmente incumplidas por el propio Israel respecto a los palestinos desde la firma de la Declaración de Principios en la Casa Blanca el 13 de septiembre de 1993. De nuevo se empleaba un doble rasero para medir este viejo conflicto.
En este contexto de frustración y de miseria económica palestina –un tercio de la población depende de la ayuda internacional, cada vez más racionada–, Hamás subió la apuesta cinco meses después de las elecciones. Capturó a un soldado israelí en un ataque a través de un túnel bajo la frontera de Gaza. Tres semanas más tarde, el Hezbolá libanés agravaba la provocación con la captura de otros dos militares israelíes en un punto todavía no determinado con exactitud de la zona fronteriza occidental entre el Líbano e Israel.
Esta nueva prueba de la permeabilidad entre los diferentes conflictos en Oriente Medio iba a abrir la veda para el primer enfrentamiento entre Estados Unidos e Irán, un primer tanteo a través de sus respectivos aliados y en territorio de un país tercero, el Líbano: 34 días de guerra en el verano de 2006, y cerca de 1.500 muertos, aproximadamente diez libaneses por cada israelí. Hezbolá conocía la magnitud de su reto, inabordable sin el consentimiento de su mentor y armador iraní. La escalada israelí, iniciada con el bombardeo del aeropuerto internacional de Beirut, hubiera sido impensable sin la luz verde de su propio mentor y armador norteamericano.
A pesar de las constantes prórrogas de Washington hasta la proclamación de un alto el fuego, Israel no consiguió sus objetivos: destruir a Hezbolá, acabar con su secretario general, Hassan Nasralah, y liberar a los soldados. La aventura del Partido de Dios costó muy cara al Líbano, pero Hezbolá se mantiene como la formación más sólida del país y ha repuesto su arsenal, calculado en unos 14.000 cohetes y mísiles. Cuatro meses después de la guerra, la comisión bipartita del Congreso de Estados Unidos conocida por los nombres de sus responsables, Baker-Hamilton, daba un baño de realismo a la administración Bush y la instaba a iniciar una retirada por fases de Irak, así como a abrir, paralelamente, negociaciones directas con Irán y Siria sobre los conflictos en la región.
Primero hubo un intento de negativa con el envío de más tropas a Irak, pero ya en marzo se sentaron a una misma mesa en Bagdad representantes norteamericanos, iraníes y sirios, junto a delegados de otros países vecinos. Era el reconocimiento más explícito del protagonismo que Teherán había adquirido en Irak tras la caída de Sadam; la aceptación de que con Irán había mucho que negociar: desde una salida norteamericana del rompecabezas iraquí hasta la evolución del conflicto árabe-israelí. Sin olvidar el programa nuclear iraní, que constituye una de las principales preocupaciones de Estados Unidos y, por supuesto, de Israel.
Tras el primer round libanés, todas las opciones continúan sobre la mesa. Washington ha abierto una ventana en su muro militar, pero incrementa la amenaza con el despliegue de un segundo grupo aeronaval en el golfo Pérsico. Teherán asegura querer negociar, pero también amaga con la aceleración de su programa de enriquecimiento de uranio de doble uso: civil y militar. Busca rentabilizarlo al máximo. El caso de Corea del Norte ha demostrado que el arma nuclear es un escudo contra cualquier intento de agresión extranjera y que, una vez que se posee, pueden obtenerse suculentas contrapartidas económicas. Irán mantiene objetivos similares con su programa nuclear: busca una garantía de no agresión ante el despliegue militar norteamericano tras casi todas sus fronteras, el levantamiento de las sanciones económicas y la entrada en la Organización Mundial del Comercio. Por último, pero no menos importante, reclama un estatus de potencia regional.
También tiene mucho que ofrecer. Irán y Egipto son los dos países de la región más cohesionados socialmente, con más potencial demográfico y con una mayor capacidad estabilizadora. Irán ejerce un liderazgo político y religioso indiscutido en la zona de mayoría chií, en la que se encuentran los mayores yacimientos de petróleo; un arco que va desde el Líbano hasta la región nororiental de la Península Arábiga. Además, comparte con Estados Unidos un enemigo común: los grupos yihadistas suníes de la escuela ultraconservadora wahabí, como los que integran la red Al Qaeda de origen saudí, los talibanes afgano-pakistaníes y otros movimientos afines salafistas magrebíes, cada vez más infiltrados y activos en Occidente, donde crece la tercera generación de la yihad, la de la invasión de Irak.
Atentados como los del 11 de marzo de 2004 en Madrid o los del 7 de julio del año siguiente en Londres son la demostración más cruel del fracaso de la «guerra contra el terrorismo». El mundo es más inseguro porque ha aumentado la fractura entre los países de mayoría musulmana y Occidente. Dentro de las propias democracias, el recorte de libertades debido a legislaciones antiterroristas y el aumento de prejuicios islamófobos han incrementado el desgarro social. En los suburbios de las grandes ciudades occidentales –sobre todo europeas– con importantes comunidades musulmanas, la marginación doméstica y las matanzas cotidianas en sus países de origen han creado un conflicto de lealtades. La retórica de la democratización se percibe como un intento recolonizador a sangre y fuego, financiado además con sus propios impuestos.
No hay libertades en Irak, pero el país se ha convertido en un nuevo frente de la Guerra Santa, una escuela de mártires suicidas, un punto de encuentro de islamistas globalizados, algunos de ellos en tránsito desde o hacia Occidente. La democracia no se exporta con bombardeos, pero los bombardeos acercan la yihad.