La voluntad de Ramon Llull es establecer una sola fe y una sola ley religiosa universal (vera religio), basada en la superación de las diferencias entre las tres religiones monoteístas: cristianismo, judaísmo e islam. El camino para lograr este objetivo, tal y como propone en el Libro del gentil y de los tres sabios, es el diálogo constante y racional a través de la discusión diaria. Se trata de un proceso en el que escuchar es más importante que hablar, igual que el propio Llull escucha a otras culturas durante su período de formación, acercándose a las fuentes originales judaicas e islámicas. Así puede construir su «triálogo» que no es sólo interreligioso, sino también intercultural, ya que se asienta sobre la base común de la filosofía antigua. Esta visión luliana busca, en última instancia, la salvación eterna y la reconciliación de toda la humanidad.
Es en una de sus primeras obras, el Libro del gentil y de los tres sabios, donde Ramon Llull proclama el hallazgo de un nuevo método. Y en este nuevo método luliano, el diálogo y el intercambio constituyen los rasgos más destacados e importantes.
La visión luliana
Llull espera que su nuevo método lo ayude a realizar la audaz visión que ya expresa en el prólogo del Libro del gentil: una sola fe y una sola ley religiosa, y no diferentes religiones opuestas que compiten entre sí; he aquí la visión de Llull. Esta visión luliana no establece ninguna competencia entre las diversas ideologías y religiones, no conoce guerras ni contrarios, sino la acción conjunta en la veneración común de Dios. Esta religión universal única comportaría ventajas manifiestas; en cambio, las actuales desavenencias sólo ofrecen un montón de desventajas: odio, enemistad y guerra; en pocas palabras, sin paz religiosa no hay paz en el mundo. Al fin y al cabo, las diferencias no son insalvables. El camino para llegar al objetivo de realizar la visión luliana es –así lo proponen los sabios– la discusión diaria siguiendo el método de la Dama Inteligencia: el diálogo constante y racional. En este diálogo no se trata sólo de hablar, sino también de escuchar. Y a veces escuchar es lo más importante: el pagano desea escuchar las explicaciones que dan los tres sabios sobre sus respectivas religiones. También Llull escucha a otras culturas durante su período de formación. Su objetivo no es sólo tener razón, sino que los no cristianos no acaben condenados eternamente; por eso construye no sólo un diálogo, sino un «triálogo». Llull está convencido de que hay sólo una vera religio, una sola religión verdadera que el hombre debe elegir para no perder la salvación eterna, y que no habrá ni paz ni concordia sin la reconciliación previa de las religiones en la vera religio. Asimismo, está convencido de que la vera religio que los tres sabios se disponen a buscar tiene mucho en común con el cristianismo, con el que incluso se puede identificar, salvo un par de mejoras que se podrían introducir en la práctica de la religión cristiana. A los ojos de Llull, el cristianismo es la religión que más se aproxima a la religión verdadera porque es capaz de dar las respuestas más plausibles. Para Llull, la vera religio no es –como ocurriría más adelante, en la época de la Ilustración– una religión racional neutra. Eso es precisamente parte del encanto del diálogo luliano con las otras religiones y culturas, pero es también su máxima dificultad. Llull pretende llevar a cabo su visión a través de la misión. ¿Cómo logra que su esfuerzo sea un auténtico diálogo (o «triálogo»), y no una forma más o menos disimulada de adoctrinamiento forzado? Necesita introducir algunos presupuestos o condiciones previas.
Condiciones previas
Su primera condición previa se refiere a nuestra relación y reacción ante el otro, ante el desconocido. El otro, aunque nos parezca distinto, extraño, amenazador, también es un semejante; Llull insiste en ello: «Infideles sunt homines sicut et nos.» («Los infieles son gente como nosotros.») Sólo así podremos entrar en un diálogo igualitario y justo. Sólo así podremos descubrir considerables coincidencias. Únicamente así nos podremos dar cuenta de que lo que otros hacen, piensan o creen no es malo de entrada sólo porque actúen, piensen o crean de otra forma. Y ello porque la búsqueda de los otros está igualmente al servicio de un objetivo superior común: amar a Dios, adorarlo y honrarlo. A los ojos de Llull, la fe de los llamados «infieles», por ejemplo, también es fe. Pero toda fe se caracteriza por la ausencia de la duda; por ello puede estar orientada hacia la verdad o hacia la falsedad. En cambio, la razón comprueba críticamente sus presupuestos. Llull demuestra sensibilidad interreligiosa al no dar por hecho que lo que ocurre en otras religiones es idolatría o simple fanatismo; él lo califica también de fe, pero una fe que se sustenta en el error y a la que hay que liberar de dicho error a través de las explicaciones pertinentes.
Pero encontrar esas explicaciones pertinentes a veces resulta muy difícil, ya que, como dice Llull: «Infideles non stant ad auctoritates fidelium» («Los infieles no hacen caso de las autoridades de los fieles»), tales como la Biblia, los padres de la Iglesia o los teólogos de renombre. Pese a ello, siguen argumentos racionales; se rigen por la razón que Dios dio a todos los hombres (y las mujeres) cuando los creó. Con eso llegamos a la segunda condición previa, la de una fundamentación plausible de la razón. Llull no es partidario de argumentar a partir de autoridades, sino a partir del «sentido común», puesto que las autoridades son falibles y se pueden interpretar de distintas maneras, tal como se puede comprobar en las disputas entre cristianos y judíos fundamentadas en la Biblia. No constituyen, pues, una base común fiable. Es ésta una perspectiva muy distinta de la que adopta Tomás de Aquino en la Summa Theologiae, donde considera que en teología los argumentos de autoridad son extremadamente pertinentes, e incluso advierte de los peligros de probar otras vías de demostración en cuestiones de fe. Llull, en cambio, deja completamente al margen las pruebas de autoridad.
Llull se basa en el «sentido común» y, para que esto sea factible, también en cuestiones de fe hace falta una tercera condición indispensable: el convencimiento de que la fe y la razón no se contradicen, sino que están al servicio de la misma causa. Para Llull, la fe no es obediencia ciega o credulidad irreflexiva, sino un instrumento dado por Dios que facilita el entendimiento. Con la fe, la razón puede establecer hipótesis. Con la fe ya reconocemos de forma intuitiva lo que deseamos comprender más exactamente a través del entendimiento. Llull rechaza de la misma forma la restricción de la razón, la confrontación entre la fe y la razón, y la anulación de la fe. Fe y razón conforman dos momentos diferenciados en un único proceso de comprensión. Ello ya se produce entre los cristianos. En el diálogo con los no cristianos, la razón tiene un papel aún más importante: los «infieles» no quieren dejar una creencia y cambiarla por otra, sino que, a partir de creer, aspiran a entender: «Nolunt dimittere credere pro credere sed credere pro intelligere», dice Llull.
El diálogo luliano entre misticismo, racionalismo y ortodoxias: un ejemplo
He elegido como ejemplo el núcleo del pensamiento luliano, la doctrina de Dios. Es la que recibe el tratamiento más exhaustivo en el Libro del gentil; y es la que presenta los obstáculos y dificultades más graves para el diálogo.
Llull partía del convencimiento de que las tres grandes religiones monoteístas compartían una misma imagen de Dios; como mínimo, en las tres religiones Dios es creador y juez del mundo. De ahí que ciertos atributos o dignidades fundamentales sean propios de Dios. En la teología cristiana se llega al conocimiento de estos atributos, por una parte, por la vía de la deducción racional y, por otra, a través de la revelación hecha por Dios mismo. Dios, por ejemplo, revela su nombre, Yahvé (Ex. 3, 14), o su misericordia (Ex. 34, 6). Llull reduce su posición cristiana en este punto, renuncia a los argumentos de autoridad procedentes de la revelación, y sólo acepta los atributos a los que se accede a través de la razón. Las dignidades son aquellas características de Dios que no pueden ser pensadas de otra forma. Incluso hacen que Dios no pueda evitar ser pensado. Con este convencimiento, Llull, en la tradición cristiana, se sabe deudor de Anselmo de Canterbury.
También las otras religiones, islam y judaísmo, disputan teológicamente sobre los atributos de Dios. Aportan nombres de Dios muy ilustrativos, los cuales aluden a determinados atributos eternos como «el sabio», «el todopoderoso», etc.; por ejemplo, en el libro de Algazel sobre Los 99 nombres de Dios. Pero también hay problemas teológicos con la noción de los atributos divinos. En la teología islámica, el kalām, existen dos escuelas. Una de ellas, denominada la escuela de la Muctazilah, considera que la noción de los atributos reales en Dios puede hacer peligrar la unicidad de Dios, insinuando una vía que conduce del monoteísmo al politeísmo. De ahí que los atributos divinos sólo puedan ser atributos en nuestra percepción. En Dios mismo no valen nada. No introducen ninguna pluralidad en su esencia, que es unidad absoluta. Los atributos sólo se manifiestan para nosotros en las cosas que Dios obra, y son atributos de su acción. Pero según la otra escuela, la de los discípulos de al-’Ašcarī, se pueden tomar en consideración unos atributos reales en Dios que no son ni idénticos ni diferentes de su esencia, sino que están «arraigados» en ella misma, como dice Algazel. Los ’ašcarītas pueden establecer una distinción entre los atributos reales en Dios y los atributos de la acción divina. Además, el sufismo, la corriente mística, habla de ḥaḍrāt, de presencias de Dios como forma de automanifestación de lo divino en el mundo. Y es sobre todo en las obras de Ibn al-cArabī (1164-1240) donde los ḥaḍrāt presentan una cierta semejanza con la idea de los atributos divinos según Llull.
La teología judía sigue las pistas de la Muctazilah, negando la existencia de atributos reales en Dios. Maimónides insiste en que, si atribuimos, por ejemplo, poder a Dios, sólo decimos que Dios no es débil; si le atribuimos sabiduría, sólo decimos que no es necio; pero en cualquier caso no hacemos ninguna afirmación positiva de un atributo. Por otro lado la mística judía, la cábala, no tiene ningún inconveniente en hablar de las diez sefirōt, las emanaciones divinas que tienen por objeto crear el mundo. Llull sabe todo eso, y también sabe que estos temas son ampliamente debatidos en los respectivos círculos del mundo árabe y del mundo judío.
Ahora podríamos poner de relieve y fundamentar las coincidencias y también las diferencias en las listas de atributos de Llull entre los ’ašcarītas y los misticismos sufí y cabalístico. Pero eso nos llevaría a cuestiones demasiado concretas. Si, en lugar de ello, observamos de forma general los atributos en el contexto de cada religión y los comparamos con la noción de Dios de la filosofía antigua, veremos que los contextos cristiano, judío, islámico y del mundo antiguo coinciden en el hecho de que en todos se habla de un solo Dios, el cual se caracteriza por sus atributos, ya sean los ṣifāt o ḥaḍrāt, middōt o sefirōt, nomina o dignitates de los contextos medievales, ya sean la inmovilidad del motor inmóvil aristotélico o la bondad de la idea superior del bien en Platón. El contexto antiguo suministra una base racional. El contexto interreligioso en el siguiente gráfico abraza los mundos islámico y judaico.
Lo decisivo es que en todos los mundos se hable de los atributos de Dios y que en todos los mundos haya por lo menos una corriente que lo haga de manera afirmativa. Llull traza una línea que va de la equivalencia lingüística (por el hecho de que se habla de los atributos de Dios) y de la correspondencia evidente que hay entre las tres religiones, hasta la unidad real (que se hable de la misma forma de los mismos atributos de Dios), y desde aquí avanza hacia la compatibilidad de las religiones. La verdad de un único Dios constituye la premisa común de las tres religiones y se sitúa en el punto de intersección de las respectivas doctrinas (figura 1).
Las tres religiones –al menos según la opinión que cada una de ellas tiene de sí misma– parten del convencimiento básico del monoteísmo. Sin embargo, el islam y el judaísmo niegan la posición monoteísta del cristianismo porque implica la fe en un único Dios con el añadido de «en tres personas» (figura 2).
Y lo hace debido a la revelación, la cual para Llull también se manifiesta en la creación, y de esa forma se mantiene abierta y accesible no sólo para los cristianos, sino también para las demás religiones. Y lo hace asimismo debido a la razón, porque los atributos exigen una acción intrínseca de Dios, y de ese modo –tal como Llull se esfuerza en demostrar– conducen de forma lógica a la Trinidad de las tres personas divinas. Dios no es sólo bondad, grandeza, poder, etc. Antes bien, Dios, en su bondad, es bonificante, bonificable y bonificar; en su grandeza, tiene la capacidad de hacer grande, la de ser grande, y es el acto de agrandar; y así para cada atributo divino. Llull incluso inventa nuevas formas verbales para expresar que Dios es siempre, al mismo tiempo, sujeto, objeto y acción. De lo contrario necesitaría al mundo para ser activo, y eso lo haría depender de su propia creación, lo cual es imposible. Según el punto de vista de Llull, la idea que el judaísmo y el islam tienen de los atributos divinos resulta deficiente porque no presuponen que la esencia de Dios es activa en sí misma y porque no enlazan los atributos con los correlativos. Llull insiste en que, al no hacer tal cosa, tampoco pueden extraer la Trinidad como conclusión. La argumentación luliana a través de los atributos divinos intenta así lograr el efecto de que la expresión cristiana «en tres personas» forme parte en el futuro del ámbito doctrinal común de las tres religiones (figura 3). Los atributos representan para Llull el punto de partida pragmático para su empresa misionera. A su vez enlaza, bajo signo cristiano, una base bíblica procedente del mundo antiguo con la continuación judaica e islámica. Llull recurre a modelos de los respectivos mundos religiosos, y, para hacer sus tesis más creíbles, basa los modelos en convicciones comunes procedentes de la filosofía antigua. Considerando esta base común antigua resulta más plausible hablar de un diálogo intercultural que de un diálogo interreligioso.
El método luliano del diálogo intercultural: un esbozo
Llull parte y saca provecho de las influencias recíprocas entre culturas y religiones que ya existían históricamente; provoca de forma «artificial» lo que, de otro modo, acontece por sí solo con el paso de tiempo a través de la mezcla y el intercambio. Se podría denominar a este proceso una «fusión de horizontes», consciente y dirigida, por decirlo con palabras de Hans-Georg Gadamer, quien señala que «comprender es siempre el proceso de fusión de horizontes supuestamente alejados».
No obstante, si se lleva a cabo el diálogo intercultural siguiendo el método de Llull, no sólo hay que fusionar los horizontes para entender las otras culturas, sino que hace falta también una base común previa. Llull se esfuerza en sondear los puntos coincidentes para hacer comprensible y plausible su posición a los otros. Si analizamos el proceso metodológico de Llull, descubrimos cinco puntos o pasos distintos:
1. Llull conoce perfectamente su propio punto de vista y lo puede exponer claramente. Es consciente de que siempre argumenta desde una perspectiva concreta, la suya. Esta reflexión es importante, pero sólo representa el reverso de la moneda. La originalidad de Llull reside precisamente en el hecho de cultivar continuamente el intercambio. Como consecuencia de ello aparece la otra cara de la moneda:
2. Procura tratar con equidad a los otros a través del conocimiento recíproco de los puntos de vista: Llull lo logra por sí mismo escuchando, aprendiendo y entrando en las otras culturas. Propone que los otros representantes del cristianismo hagan lo mismo. Con el mundo del islam, por ejemplo, intenta iniciar programas de intercambio de eruditos o de profesores invitados.
3. El tercer paso consiste en la reproducción fidedigna del punto de vista de los otros. Ello le sirve a él mismo de control para comprobar que lo ha entendido, y al mismo tiempo para su interlocutor es la prueba de que Llull se esfuerza en tomarse en serio sus temores y evitar malentendidos.
4. En un cuarto paso, Llull integra las posiciones de los otros en su propio punto de vista para mostrar las coincidencias. De todos modos, en su caso, eso no implica nunca la negación de la posición propia. Llull parte de una perspectiva cristiana firme a la que se mantiene fiel de forma inamovible. Su máxima es: lo ajeno también tiene su lugar en el mundo cristiano, pero es necesario que no malogre o haga peligrar nunca los convencimientos cristianos fundamentales.
5. El último punto consiste en hacer de nuevo reconocibles los paradigmas que ha tomado prestados para sus representantes originarios. Llull se vale de un modus loquendi arabicus, y es políglota por razones estratégicas; también emplea estratagemas didácticas: por ejemplo, representa sus atributos divinos en círculos y figuras procedentes de fuentes árabes.
Este método basado en cinco pasos permite a Llull representar y sostener sus propias posiciones, pero haciéndolo de tal manera que resulten familiares para los otros. Esto supone revisar y transformar los préstamos para integrarlos en la propia cultura. Para Llull no basta copiar otras culturas o tomar préstamos de ellas ocasionalmente.
Por más que tengamos presentes las exageraciones de Llull en lo que se refiere a su autocalificación de christianus arabicus, procurator infidelium o luchador contra los averroístas, hemos de reconocerle el gran esfuerzo que supone moverse de forma tan exitosa entre culturas diferentes, enlazándolas y hallando en ellas paradigmas comparables y, en ocasiones, incluso coincidentes. ¿Cómo podemos aprovechar lo que hizo Llull en vistas al diálogo actual?
Para cualquier diálogo entre culturas es esencial conocer a los interlocutores, puesto que, si falta el conocimiento recíproco, la posibilidad de malentendidos e incluso de violencia aumenta. Hoy día el diálogo es tan indispensable como lo fue en los tiempos de Llull. Si hoy, en el diálogo interreligioso, hablamos de Abraham como nuestro padre común, hemos de ser conscientes de que, al esgrimir el motivo de «Abraham» en lugar del tema que eligió Llull, la doctrina de Dios, sólo nos podremos entender en un ámbito bastante marginal. Eso ya es un progreso, ciertamente; pero hay que ir más allá.
En todo esto hemos de evitar un error que, en mi opinión, cometió Llull; un error que presenta muchas coincidencias con el error socrático: «Saber el bien es hacerlo», pensaba Sócrates; «conocer y comprender el cristianismo es hacerse cristiano», pensaba Llull. O bien, formulado de manera más impersonal: «Lo que no puede ser pensado de otra manera une y conduce a la fe cristiana.» Comprender los contenidos de la fe cristiana, sin embargo, no implica automáticamente la conversión. Comprender una cultura o una religión no significa necesariamente hacerla propia. También Llull tuvo que sufrir esta dolorosa experiencia.