Ra, la cocinera del bajá

Juan Goytisolo

Escritor, España

Las leyendas en torno a la cocinera de Madame S. no habían cesado de crecer y multiplicarse desde la fecha misma en que la contrató. Las circunstancias del encuentro, que algunos ancianos piadosos no dudaban en calificar de iniciático, se prestaban de entrada a debate y duda. ¿La había hallado, como sostenían unos, a la flor del berro, en uno de los vagabundeos de la acaudalada viuda por los mercadillos de chamarileros cuando, sentada al sol con un muestrario de plantas medicinales, aguardaba a un providencial cliente, acolchada y suave como un luminoso nubarrón? ¿Se había presentado en persona a su futura bienhechora, opulenta y jarifa tal una soberana de Mali, con la fotografía borrosa, marchita, tomada veinte años antes, en compañía del entonces poderoso y temido bajá? Posteriormente corrió la versión, difundida en el círculo de amistades de Madame S., de que su descubrimiento fue fruto de un sueño de ésta, en el que la vio avanzar, investida de diáfana majestad, en medio del bordoneo de los ciegos y el campanilleo de los aguadores, en la behetría y confusión de la Plaza: la nimbaba al parecer una luz sobrenatural y navegaba sobre el alquitrán pegajoso y grasiento con la ligereza de un cisne en la lumbre del agua. La propia interesada no avalaba ni desmentía ninguna de las versiones: todo había sido obra de Dios, decía. Él guía desde arriba nuestros pasos y decide nuestra suerte.

Conforme se acrecentaba su fama y la notoriedad de su mano de santo alcanzaba una dimensión internacional (trois étoiles en la Guía Michelin), el mutismo sobre el fabuloso pasado se atrincheraba y aguerría como un inexpugnable bastión. ¿Había sido, como se murmuraba, la única sierva de confianza del bajá al punto de que éste rechazara todo alimento y bebida, por deliciosos que fueren, que no hubieran sido aderezados por ella? ¿La llevaba consigo en los viajes y visitas a sus castillos del Atlas con el séquito de cortesanos, sirvientes y áscaris y le encomendaba la selección de la doncella que debía avivar con su presencia el frío lecho nupcial? ¿Le había acompañado en aeroplano —¡sí, en aeroplano!— a la metrópoli, en alguna de las manifestaciones de lealtad inquebrantable del amo a las difuntas autoridades coloniales? ¿Quién la había instruido en los arcanos de su arte incomparable, que una vez poseídos y acendrados se negaba a compartir con la cáfila de prebostes, furrieles y pinches de la intendencia del bajá? Su eclipse de varios años, tras la desgracia y muerte del amo, permanecía envuelto en una bruma fuliginosa como su piel y adensaba el enigma que la envolvía.

El lapso entre aquéllas y su reaparición fulgurante en el pequeño pero selecto restaurante de Madame S. favorecía toda suerte de conjeturas. ¿Fue injustamente castigada por su fidelidad al dueño y conoció la angostura y tristeza de una pobreza extrema? ¿Prosiguió a solas, como los ascetas de las cofradías que frecuentaba, el perfeccionamiento de sus secretos? Su enhestada condición de doncella —«a mí nadie me dio en el chiste»— no era contradicha por ninguna de las lenguas retráctiles que contra ella se agitaban: no se le conoció varón y ni la hez de los más jactanciosos rufianes pretendía haberla servido. «Entera me iré del mundo, entera como nací», decía en respuesta a las preguntas de Madame S., con su francés de trapillo y zarrapastrosa entonación amorosamente cultivada.

Soltera, sin familia ni amigos de confianza, vivía en una calleja próxima a Bab Dukala que sólo dejaba por los fogones del restaurante o las visitas a las zagüías y tumbas de los siete patrones de la medina, en solicitud de una baraca que a todas luces le concedían. ¿Cómo explicar si no las nuevas y sabrosas recetas que continuamente inventaba? La fecha y lugar de su nacimiento eran objeto asimismo de disputa: ni la misma Madame S., al intentar rellenar los formularios enviados por la Administración, había logrado sonsacarle una información verídica ni siquiera aproximativa. «Mi madre me parió en la montaña, sin ayuda de nadie, hace mucho, muchísimos años». «¿Cuántos?» Ella sonreía con picardía y fingía enumerar con los dedos de las manos: ni un ciempiés podría dar cuenta de ellos, concluía, la abuela había venido de Tombuctú con el ejército de Al Mansur y su tatarabuela era Eva, sí, la de la manzana, sólo que tostada y chamuscada por el sol, como todas las africanas.

Los datos que figuraban en su tarjeta de identidad no respondían a realidad alguna: «Ponga que nací a la vera del camino», le dijo al funcionario del Registro Civil en presencia de Madame S. «¿Qué camino?» «Uno cualquiera, lo mismo da uno que otro. Mi madre me parió allí, eso es todo». «¿No recuerda el año?» Y ella había lucido con gusto el teclado de sus dientes blanquísimos: «Era una época en la que no corrían los años. Cuando los trajeron los franceses en sus maletas con el nombre de las calles y el número de las casas yo ya correteaba a mis anchas». A Madame S. le gustaba referir la anécdota a sus clientes, cuando se deshacían en alabanzas de la cocinera a la hora del té y las bandejas de pastelillos y cuernos de gacela. Algunos personajes de renombre deseaban verla y retratarse con ella, pero Madame S. se excusaba. La cocinera había sido fotografiada una sola vez en la vida, con el ex bajá de la villa, y no quería ver reproducida de nuevo su imagen.

Tampoco aceptaba aparecer en el patio y ser paseada por los reservados laterales «como un cordero encintado de Pascua». «Mis cacerolas me conocen», repetía con esquiva coquetería, «ellas hablan por mí mejor que mi fea cara». Como Madame S. le reprochara su mudez el día en el que todo un señor ministro venido de París acudió a la cocina a felicitarla, ella se encogió de hombros con esa dignidad que tanto impresionaba a quienes la conocieron. «No calla quien calla», dijo, «solamente calla el que no calla». La frase, divulgada por Madame S. en una cena en el consulado de Francia, originó una controversia literaria entre los eruditos, historiadores y hombres devotos de la ciudad. Unos atribuían el dicho a Rabiáa, la enamorada del Puro Amor; otros a Ibn Arabi, el Sello de los Santos.

Pero ¿cómo una mujer analfabeta como ella había podido aprenderlo y asumirlo con tan concisa y enigmática naturalidad? Desde el comienzo de su trabajo en el restaurante quiso fijar bien fijo cada bonete en su calva: en la cocina mandaba ella y no admitiría intrusión alguna, ni siquiera la de Madame S. «Usted atienda a los clientes y a la caja y déjeme los fogones a mí», le dijo. El secreto de su arte le pertenecía: las ayudantas curiosas que metían la nariz en donde no correspondía fueron despedidas sin contemplaciones. «O ellas o yo», advirtió a Madame S., «lo que se guisa en las ollas me pertenece».

Aunque sumisa en apariencia, Madame S. no se daba por vencida. El deseo de dominar su secreto, ese misterioso rayo de gracia que como un don celeste transubstanciaba cuanto tocaba, la invadía por dentro y a intervalos parecía anegarla como una lenta marea de pleamar. Gracias a las confidencias de sus empleadas, conocía los ingredientes de los distintos platos: pero ¿cuál era la mezcla exacta y el punto de cocción preciso? ¿Aquellas bolsitas que colgaban de su cuello como escapularios o amuletos contenían la clave del misterio que celosamente ocultaba? Las tentativas de comprarle el secreto, con sumas cada vez más altas, se estrellaron contra su firmeza. ¿Para qué quería ella todo aquel dinero? Con el que recibía de la señora le bastaba y sobraba. Sus gastos eran mínimos: limosnas, ofrendas a los santos, aseo en el alhama, babuchas recamadas, cómodas prendas de vestir. Los días de asueto iba a alguna zagüía de los alrededores de la villa y rezaba junto a la tumba de Sidi Rahal o la de Mulay Abdalá Ben Hsain en Tamesleht. Aunque la dueña del alhama que frecuentaba, sobornada por Madame S., le pasó un muestrario del contenido de los talismanes escamoteado mientras la cocinera se bañaba, el ansiado ingrediente —la piedra filosofal— resultó ser un polvillo anodino: su espolvoreo en la masa de harina de la bastela no dio resultado alguno.

El duende no estaba allí, se le había esfumado entre las manos. ¿Fue el presentimiento o corazonada de aquella intromisión inaceptable el que originó el plante súbito de la cocinera? El día escogido para su huelgo y huelga no pudo ser peor: ¡el de una delegación de clientes de postín, llegados ex profeso de París! Madame S. había corrido en catastrophe a Bab Dukala a suplicarle que viniera, pero la cocinera se mantuvo, como los ermitaños y santos de su devoción, en sus siete y cuarenta: la baraca la había abandonado, debía cortar el billete del autocar para ir a Mulay Brahim. ¡Dios iluminaría a su substituta en la tarea de contentar el paladar de los nobles señores franceses! Mas la iluminación no se produjo y Madame S. se tragó la humillación de servirles un simulacro de festín: una media docena de especialidades de la casa tristemente comunes y corrientes.

Las tres estrellas de la Guía palidecieron o se ocultaron tras una espesa nube. Por fortuna, nadie divulgó el desdichado lance y el gastrónomo allí presente prefirió no darse por enterado. Al fin y al cabo, dijo al despedir el duelo, cualquiera podía, como un futbolista o torero, tener una mala tarde Cuando la cocinera regresó y tomó posesión de sus fogones, el duende o la mano de santo bendijo de nuevo el lugar. Madame S. suspiró con una mezcla de alivio y resignación. ¿Al pretender hurgar los secretos no asumía el riesgo de repetir el cuento de la gallina de los huevos de oro? Mejor dejar las cosas tal cual y disfrutar de la gracia portentosa de la cocinera, de su inventiva sin cesar renovada, de la satisfacción sin falla de la clientela. La reputación del restaurante se extendía y las reservas de las escasas y codiciadas mesas debían hacerse con varias semanas de antelación. Madame S. no condescendía a ningún favoritismo: había que respetar rigurosamente el turno, sólo quien figurara en la lista de los previsores tenía derecho a entrar. Lo mismo daba que el cliente apresurado o surgido a última hora fuera el embajador estadounidense o un consejero próximo a Su Majestad.

Lo sentía muchísimo, la próxima vez tenían que tomar la elemental precaución de llamarla y fijar la fecha con ella. La inexorabilidad de sus propias reglas la enorgullecía y cosquilleaba su vanidad. No obstante, una angustia difusa la corroía. ¿Qué sucedería al día en el que la cocinera —de edad indefinida, pero entrada en años— cayese enferma, se jubilara y no pudiese contar con ella? ¿Debería resignarse a la decadencia y ruina de su establecimiento sin tratar de prever de algún modo el futuro y asegurar la sucesión? Con gran cautela había abordado el tema con la interesada: la necesidad de transmitir los secretos so pena de que se perdieran, de revelar a una persona de su confianza el arcano que tan cuidadosamente celaba. Si el rey cuidaba de la educación del heredero que había de prolongar la gloria de la dinastía, ¿por qué no seguía su sabio ejemplo y aconsejaba e instruía a una adjunta de su elección? Ella le escuchaba en silencio, abanicándose con la serenidad de una dueña ante el parloteo vacuo de sus meninas y daba la callada por respuesta o soltaba una de sus frases de ton y son: «El rey es rey y dispone de los bienes y personas de su reino.

Lo mío son nonadas y cosillas». Luego, apuntando a las cacerolas y utensilios alineados en los estantes y espeteras, había agregado ante el asombro y confusión de Madame S.: «Mire a los objetos inanimados, a todos los pucheros y las ollas y escuche su permanente glorificación de Dios». A la verdad, la salud de la cocinera la inquietaba. Desde había algún tiempo, se movía con mayor lentitud que de costumbre, manifestaba síntomas de cansancio. Su duende era el de siempre mas a veces, en los preámbulos de un almuerzo o cena, se dejaba caer vencida en un taburete y se limitaba a vigilar a medio párpado la faena de sus mozas y galopines. Las visitas a los santos de su devoción y las pócimas de una reputada curandera del Mukef no parecían surtir efecto.

Es el frío, decía simplemente, Dios nos da la salud y nos la quita, el día que a Él le plazca me la devolverá. Con todo, aceptaba ser conducida en automóvil por el chófer de Madame S. y subía las escaleras abruptas de su madriguera con creciente dificultad. El «frío» que según ella la aquejaba no esclarecía sin embargo los dolores ni su súbita pérdida de peso. Los doctores de la Policlínica que la examinaron y radiografiaron a oscuras a pecho descubierto le explicaron luego que la dolencia era grave y requería una larga y difícil medicación. Ella no entendía su jerga de grumos espesos y sólo cuando el enfermero, vecino de su barrio de Bab Dukala, tras escuchar sus preces y suspiros, le dijo para apaciguarla «nadie escapa al destino» recuperó la tranquilidad. Debía hacerle caso y venir regularmente a la Policlínica: allí pasaría unos rayos invisibles traídos por los señores médicos de Francia y recobraría, Dios mediante, la buena salud. El tratamiento —con su posterior hospitalización— costaba dos orejas y un hígado y la cocinera comprendió que no podría afrontar los gastos. Madame S. había cerrado provisionalmente el restaurante «por reformas» y acudió inmediatamente al quite.

Ella abonaría los honorarios de los doctores así como los medicamentos, radioterapia y habitación individual con una única condición: el desvelamiento de los secretos. La cocinera, agotada por la cura feroz de los médicos y el mal que la corroía, accedió. Se los revelaría de uno en uno, por escrito, durante el tiempo que durara la enfermedad. Madame S. debía comparecer una vez por semana con un alfaquí de su zagüía favorita y ella le dictaría al oído la gracia oculta de cada plato. ¿En francés? preguntó Madame S. No, en mi lengua. Cuando terminemos procúrese un traductor jurado y él se los esclarecerá. Madame S. asintió y buscó al alfaquí amigo de la cocinera. Tal como habían convenido, la enferma le mostraba el contenido de los talismanes y le revelaba sus secretos.

Mas, para que éstos preservaran su eficacia y no se malograran, tenían que conservarse bien guardados en la zebala recamada de conchas del piadoso varón. El alfaquí, devoto de Sidi Medi, los protegería con su baraca. La cocinera se consumía de día a día y sus secretos, cuidadosamente plasmados con una caligrafía nítida, eran depositados como perlas en la caja de caudales de la santidad. «No intente descubrirlos antes de que yo muera», advirtió a su benefactora, «falta todavía el último y más recóndito. Sin él, cuanto he desvelado no vale cosa y perdería su tiempo y dinero por mera viruta y cáscara». ¿Fue un truco de ella para prolongar el tratamiento y ser atendida como una reina por las enfermeras y médicos de la Policlínica? Los compatriotas de Madame S., siempre suspicaces con los indígenas, lo pensaban así y la prevenían contra el engaño. ¿Cuál era ese Secreto de los Secretos que nadie conseguía arrancarle de la boca?

En vez de dejarse embaucar y obedecer sus instrucciones al pie de la letra, debía conseguir las recetas custodiadas por el alfaquí, traducirlas como Dios manda de la culebrilla incomprensible a la lengua llana y verificar su milagroso poder. Madame S. navegaba en dudas: suspiraba por la posesión de los secretos, pero temía las advertencias de la cocinera y el riesgo de malbaratarlo todo con su impaciencia y precipitación. No obstante, los médicos de la Policlínica eran formales: su empleada estaba en las últimas, sólo sus cuidados intensivos la mantenían en vida, el tránsito era cuestión de días si no de horas.

Una pregunta la atormentaba: ¿cómo podía desvelar el último secreto al alfaquí, exangüe, adormecida por los calmantes y sin un mísero hilillo de voz? Al cabo, la ansiedad venció a la prudencia: corrió a casa del alfaquí, obtuvo con dones y mañas los sobrecillos de los secretos y los entregó al traductor jurado que desde siempre prestaba sus servicios a la familia. Vuelva por la tarde, le dijo éste, antes de que anochezca estará todo a punto. Los amigos y deudos de Madame S. refirieron luego la escena en las tertulias y cafés frecuentados por los europeos: el trujamán le entregó la traducción literal de los desvelamientos cifrada en una frase única, repetida según los casos, siete, treinta y tres, cuarenta y noventa y nueve veces, ni una más, ni una menos. Madame S. se abalanzó a leerla, herida al punto de abatimiento e incredulidad.

«El que busca el secreto fuera de sí, se pierde a sí y pierde su secreto».

¿Aquello era todo?, alcanzó a balbucir.

Sí, todo. ¿

Y las recetas?

¡Éste es su único secreto!

Madame S. sufrió un desmayo, del que no se repuso durante días. Ello le vedó reunirse con las habituales lloraduelos de Bab Dukala y asistir al entierro de la cocinera. Cumplido el luto de la cuarentena, reabrió el restaurante y se volcó en los fogones. La comida resultó sabrosísima y los clientes le rogaron como de costumbre que transmitiera sus felicitaciones a la autora de tan exquisitos platos. Madame S. prometió que lo haría. Fue así como la cocinera del bajá sobrevivió en la sutilidad y se convirtió en una leyenda viva. Sólo Madame S. conoce su ausencia y se recoge puntualmente los viernes ante su tumba.