Podemos definir la ciudad como un acontecimiento que cambia permanentemente, una interacción entre individuo y sociedad cuyas estructuras latentes rigen los actos de sus protagonistas. Las ciudades mediterráneas crean, desde el mundo griego clásico, un espacio de diálogo basado en el constante anhelo humano por el porvenir. Con la aparición de la ciudad se favorece y fomenta la innovación tecnológica y económica, la dignificación del trabajo y la inserción del arte como un pilar de esta innovación. Asimismo, la belleza se convierte en un componente fundamental del ecosistema urbano. Las nuevas formas de comunicación pueden constituir un aliado de las ciudades del futuro. Para ello, es necesario conocer el pasado heredado a través de la cultura para no cometer los errores de antaño. Racionalizar la burocracia concerniente a los espacios urbanos y considerar la actividad cultural como eje del desarrollo son, asimismo, factores clave para que las ciudades futuras del Mediterráneo puedan gozar de un porvenir optimista.
Pasado
¿Cómo describir el pasado de las ciudades del Mediterráneo? Así, tal vez:
Una narración de los diferentes ecosistemas urbanos que responda al reto de la historia que no es otro que interpretar la incidencia del factor humano en el devenir de los acontecimientos; o también, mediante el recurso a la sociología: un análisis comparativo del hábitat urbano y de sus contextos sociales y jurídicos, como sugirió Max Weber en La ciudad, que delinee la civilización urbana mediterránea en sus rasgos característicos: creencias religiosas, ética cívica, relaciones entre los grupos dirigentes y la población, deseo de notoriedad y gusto artístico. Es una manera de encaminarse hacia el conocimiento de las ciudades como un fenómeno de estructura.
Así pues, Weber más Mumford con un toque del análisis de la dinámica económica de Braudel y unas gotas de Marino Berengo.
La ciudad es un acontecimiento, por eso cambia permanentemente; hay que seguir los procesos mutantes, las adaptaciones al Zeitgeist, el espíritu del tiempo, que convierten la vivencia de unos pocos en la experiencia de toda una comunidad. Individuos y sociedad. Las “estructuras latentes” rigen los actos de sus protagonistas, basta con saberlas ver en cada una de las decisiones que se adoptan y comprender lo que significan, basta con un poco de habilidad para advertir que las ciudades del Mediterráneo en ningún caso pueden definirse en términos estáticos. Hay que ofrecer una explicación a los cambios basado en el constante anhelo humano por el porvenir.
En el mundo griego clásico, las ciudades crean un espacio de diálogo, de debate sobre las formas políticas mejor adaptadas a la idiosincrasia de una región; en la Atenas de Pericles, por citar un ejemplo relevante, sucedió que el interés por la libertad dio paso a la democracia como forma de gobierno. Las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides escenifican ese deseo para un público ansioso de curar sus heridas en una larga guerra contra el imperio de los persas (“las guerras Médicas”); por tanto, son obras de carácter catártico, dijo Aristóteles; obras serias, trágicas, donde apenas se sonríe ante la mirada de los dioses. Al seguirlas de cerca, en el escenario o posteriormente en su lectura y estudio, es esencial reconocer el modo de describir los hechos de la vida emocional de los habitantes de una ciudad. En cierto modo, las tragedias crean el paisaje urbano por medio de una reflexión del espíritu creador que se vuelve osado ante el peligro, sabio ante los desafíos de la tecnología militar. Todas las verdades que los poetas someten a la consideración de sus conciudadanos se convierten en los fundamentos de una forma de vida.
En el mundo helenístico, las ciudades del Mediterráneo fomentan la idea de un universalismo moral expresado en formas que se preocupan por Le souci de soi, para decirlo con el título empleado por Michel Foucault en el tomo III de su Histoire de la sexualité para definir los códigos de conducta desarrollados por el estoicismo y el epicureísmo. Esa definición de que solo el yo es el único punto de apoyo en una época sin imperativos ni religiones convincentes que, sin embargo, aspira al final feliz de la condición humana. El helenismo forjó la idea de que sólo el individuo era capaz de crear un ecosistema para alcanzar la felicidad, un medio para sobrevivir en un mundo inhóspito que percibían en las regiones rurales o en los mundos sin cultura a los que llamaban “bárbaros”. La generalización de esa idea es de Alejandro Magno, lo que explica su decisión de fundar numerosas ciudades con su nombre, empezando por Alejandría en Egipto, icono del ecosistema urbano de la época helenística. Esta decisión política a veces se tilda de imperialista, se considera el resultado de la mala fe de Alejandro hacia los otros, cuando en el fondo lo que él hizo (e hicieron sus generales tras su muerte) fue construir una red urbana para fomentar la innovación tecnológica y económica. El problema aquí es la presentación tosca de esta historia. Porque, a la hora de la verdad, ciudades como Alejandría, Antioquía, Éfeso, Esmirna y muchas otras se guiaron por un cosmopolitismo donde tuvieron cabida todas las creencias.
En el mundo romano, las ciudades mediterráneas conocían el valor de ser la sede de la administración secular y más tarde religiosa cuando el Imperio se hizo cristiano durante el siglo IV; esa creencia dispuso Roma tal como la conocemos. Si se considera la “ciudad eterna” fue porque en el tránsito desde las matrices culturales helenísticas (paganas, como se suele decir a menudo) a las matrices cristianas entre los años 410 a 450 (esa es la trama que estudió Charles Pietri), nunca se olvidó el origen de la ciudad. Precisamente por eso se mantiene vivo el recuerdo de la obra de Tito Livio: un historiador básico pese a estar contaminado por el hecho de no ser cristiano. En ese sentido, la idea de mantener la cultura clásica al margen de su sentido religioso fue un obsequio que esa idea de la eternidad de una ciudad hizo al mundo; el legado de los clásicos es un espacio de cultura extenso y creativo.
Ciertamente. Tal vez podamos entender mejor el papel de las ciudades en los difíciles tiempos de las grandes migraciones de pueblos, Völkerwanderung como dicen los historiadores alemanes, llamadas erróneamente “invasiones bárbaras”. En cuanto a su función de catalizador de la cultura, los eremitas del desierto y sus herederos, los monjes, no se hacían muchas ilusiones. Su actitud ante ellas fue monstruosamente negativa desde el principio, sin atender el esfuerzo que en ellas se realizó para convertir el arte en un principio de innovación.
Arte: con esta palabra se hacía referencia a lo que hoy calificamos de tecnología; el arte se expresa en la arquitectura, la escultura, los mosaicos, la orfebrería; también en un ritmo que busca entender la naturaleza, un ritmo musical, que era por tanto un arte, una técnica; en la ciudad de Roma el papa Gregorio Magno resumió esa idea que dio origen a la música gregoriana. Esa actitud se hizo aún más visible en el trabajo de la orfebrería. Ahí los herreros cambiaron el mundo. Hoy día estamos cansados de las formulaciones toscas de esos siglos como Dark Ages: han marcado el tono durante demasiado tiempo, y ya no se sostienen por ningún lado. Ya no queremos leer esa época a la manera de los ilustrados que despreciaron los cambios en la tecnología del hierro, que no solo permitió hacer espadas de doble filo, el estribo que facilitó la vida del jinete que acudía montado al combate o las hachas con las que se pudieron talar árboles milenarios, incluidas las coníferas, sino también los nuevos utillajes agrarios, la cuña de hierro y la vertedera para el arado, la herradura para los caballos. Es importante comprender que sin esa innovación es difícil entender el proceso que llevó a muchas ciudades del Mediterráneo a querer convertirse en un espacio del trabajo retribuido; aquí aparece un nuevo sistema de valores, como también un largo conflicto para alcanzar un salario digno. Porque, ¿cómo podían crearse sin esa dignidad del trabajo unos círculos que sostuvieran el proceso de innovación tecnológico? Pero la innovación en las ciudades mediterráneas de la Edad Media, en Italia y otros lugares fue sostenida por un tejido social. ¿Cómo podía ser de otro modo? De nuevo el arte como tecné, es decir, como un saber hacer que acentúa el hacer; una técnica aplicada.
¿Para qué es necesario innovar? ¿Cuál es su coste? Una breve visita al ambiente urbano hacia 1120 nos da la clave. El punto de partida para las ciudades del Mediterráneo es Palermo, como lo es París para las ciudades de la Europa atlántica. La cuestión en ambos casos fue conocer cuál sería el arte capaz de sostener un ecosistema urbano adaptado al crecimiento demográfico de las ciudades: en menos de dos generaciones duplica o triplica el número de habitantes. Tras un intenso debate entre los partidarios de la ciudad y los monjes reformados en el espíritu del Císter que relanzaron la idea eremítica de la existencia se adopta un estilo de vida en torno a una red de ciudades. Se podrían citar decenas de casos en los que se debatió la incidencia del arte en el estilo de vida de las ciudades: elijo uno que tuvo lugar en Milán en torno al debate de cómo concluir las obras de la catedral. James S. Ackerman lo estudió hace algunos años[1] y Serge Moscovici lo comentó con su especial sabiduría. Los maestros de obras estaban preocupados porque no sabían cómo acabar el edificio. Llamaron a un matemático para que los ayudara; entonces surgió la cuestión. Ars sine scientia nihil est; se trataba de que la técnica descansara en conocimientos teóricos, de la matemática en primer término, como dejó claro Gabriele Stornocolo. Una apuesta por la innovación en su grado extremo. Pero el resultado es algo que no esperamos. Los maestros reclaman la importancia de la aplicación de los inventos. Hay que saber hacer, es decir, terminar el edificio. Es un momento clave. Surgió casi simultáneamente que otra ciudad de Toscana, Siena, se preguntara por medio de una pintura (Alegoría del buen y el mal gobierno, de Ambrogio Lorenzetti) el efecto de la política en la creación cultural. Una proclama. Al final resulta que estamos ante el mayor reto que las ciudades mediterráneas tuvieron que afrontar en siglos.
La ciudad ha de ser bella. La introducción del concepto belleza como fundamento del urbanismo y del patrimonio artístico provocó una convulsión. En Italia dio origen a lo que se suele conocer desde Jacob Burckhardt como Renacimiento; en Egipto, a la estética de los mamelucos, y en la Granada nazarí, a la creación de un palacio como una obra de arte total, la Alhambra. Todo al mismo tiempo. Simultaneidad que indica una tendencia de fondo.
¿Dónde estamos? En el siglo XV, las ciudades del Mediterráneo apuestan por situar la belleza en el centro mismo de un ecosistema urbano, con los límites técnicos de su tiempo, pero maravillosamente. Aquí, quienes consideran una ofensa el recurso a la cultura para sostener la vida económica dan la espalda a lo que vino después, a las ciudades barrocas: Nápoles, Roma, Venecia. Estas invierten grandes sumas en un revolucionario urbanismo hecho de piedra y agua, que carga de significados las experiencias urbanas, las convierte en una razón de ser hasta que, con la Ilustración, se persigue la necesidad de profundizar en las ruinas romanas o griegas. Estas constituyen la expresión del paso del tiempo, de un legado que se necesita recuperar para sostener la razón como un motor de crecimiento económico y cohesión social. Los aires de las revoluciones atlánticas, de América o Francia, llegan al Mediterráneo, revestidas de un aura romántica que “libera” a Grecia y sitúa a Italia frente a su reto, la unificación. Los habitantes de las ciudades se enfrentan al ritmo de la historia; surgen ciudades como Alejandría, Argel, Trieste, Rijeka, y entre ellas se teje la utopía de recuperar el universo cosmopolita que en la época helenística tuvieron las ciudades del Mediterráneo. Cavafis espera al final de este camino.
Futuro
¿Qué futuro espera a las ciudades mediterráneas?
Recuerdo haber comentado este punto con Alain Frachon, antiguo director de Le Monde, hace unos meses mientras le explicaba el contenido de mi libro sobre Europa, en su versión francesa: Le grand roman de notre histoire[2]. Él me hizo ver que el historiador debe responder a este tipo de cuestiones; y hacerlo de un modo responsable, crítico; por eso, añadió, hoy interesa saber lo que ocurre en Argel, Túnez, El Cairo, Esmirna, Estambul, Rijeka, Venecia, Nápoles o Barcelona para saber si serán capaces de transformarse en ciudades-mundo como han hecho, o están a punto de hacer, Berlín, Hamburgo, Amsterdam, Londres o París.
Para decirlo brevemente, sólo hay una salida a la actual situación del mundo mediterráneo, y esa salida pasa inexorablemente por sostener los valores de la europeidad.
¿Optimismo? ¿Por qué no? ¿Qué hay de malo en ello?
El mayor compromiso hoy en día consiste en una conciencia positiva, abierta, y por tanto optimista, ante las posibilidades de la tecnología y la innovación cultural. Lo que se percibe detrás de la tormenta que llamamos crisis económica es una renovada relación entre creación y tradición capaz de superar los restos de nihilismo aún presentes en determinados círculos urbanos. Eso se percibe también lejos del Mediterráneo, en las ciudades del Este de Europa, objetivo del libro de Karl Schölgel Marjampole: oder Europas[3], que ofrece un excelente diagnóstico del espíritu de las ciudades para afrontar los retos de las próximas décadas.
Detengámonos un momento en una observación clave: las nuevas formas de comunicación (líneas férreas de alta velocidad, vuelos low cost, red de autopistas) están favoreciendo la emergencia de una atmósfera cosmopolita y de un universalismo moral, elementos necesarios convertir las ciudades del mañana en centros de innovación. Para hacerlo posible, hay tres actuaciones que resultan por completo obligadas.
Primera, la necesidad de profundizar, a través del estudio del pasado, en el debate sobre el papel de la cultura en el diseño de la ciudad, ya que la vida en las ciudades no puede estar sujeta a leyes universales sino a proposiciones históricas. La ciudad es algo más que un sistema urbanístico; es su cultura, donde la verdadera sociabilidad se hace y se mantiene. Si en Europa, del siglo XI en adelante, la ciudad ha sido un motor de desarrollo de ideas es porque su estilo de vida se ha gestado en la creación de un espíritu crítico que vemos desde los laicos letrados de la Edad Media hasta los intelectuales de finales del siglo XIX implicados en denunciar los excesos del poder. Pero el modo de hacer historia hoy, advierte Tony Judt, es una respuesta a la herida social infligida en la sociedad europea entre las dos guerras mundiales. Por ese motivo, la historia del siglo XXI debe ser ante todo una narración consensuada para enseñar a los ciudadanos lo que ocurrió, en qué orden y con qué resultado.
Hoy sabemos la imposibilidad de afrontar la construcción del futuro si seguimos citando el pasado desde la ignorancia. Por eso, la condición ineludible para proyectar las ciudades futuras consiste en razonar cómo y por qué la innovación en el siglo XXI no pasa por olvidar el siglo XX, sino por entenderlo y superarlo desde una razón crítica con sus aciertos y sus errores. Es por eso que aquí propongo avanzar, como aconsejaba Witold Gombrowicz, en el trayecto heredado, mientras ese trayecto sea posible y persista en el futuro.
Cualquier resabio sentimental de esta idea es curado si atendemos a los testimonios de Joseph Roth, Paul Celan o Rose Ausländer sobre el fin de las ciudades cosmopolitas europeas. Una llamada de atención para evitar esa senda especial, ese Sonderweg, que condujo a la anulación del espíritu creador que, en retrospectiva, se puede considerar alta traición a la cultura europea. El mismo acto de recuperar los testimonios de estos magníficos escritores para hacerlos comprensibles hoy, como ha hecho entre otros Claudio Magris en su viaje por el Danubio[4], supone el reconocimiento del papel que se concede al pasado en la construcción del futuro y, por tanto, obliga a tenerlos en cuenta en los foros de debate como este. Sobre esas experiencias tenemos un testimonio cargado de nostalgia: El mundo de ayer, de Stefan Zweig[5], un relato sobre las formas de vida en las ciudades europeas en cuyo seno se desarrollaron las vanguardias artísticas y la revolución científica y musical. Si el historiador actual tiene una responsabilidad cívica es, precisamente, la de proporcionar el conocimiento que evite afrontar el futuro sin entender el pasado.
Segunda, la racionalización de la burocracia permitirá que las ciudades futuras sometan a un tamiz de ironía y rigor tanto a los micropoderes de la gobernanza, por utilizar la expresión de Michel Foucault, como a la apasionada disidencia. Ese rasgo atiende y valora positivamente el civismo de las transacciones impersonales, gracias al cual los ciudadanos entenderán la necesidad de cambiar los hábitos de vida en las ciudades si quieren hacer frente con éxito a los problemas emanados de la circulación, el abastecimiento de energía o la seguridad. En este punto me baso en algo más que indicios, ya que el proceso ha comenzado ya en algunas ciudades con notables resultados; pienso en los proyectos en los barrios de Gängeviertel y Wilhelmsburg de Hamburgo. Eso podía hacerse en algunas ciudades del Mediterráneo.
Los urbanistas deberán convertir el fait divers en principio creador, como ya pasó en otras épocas. En el Renacimiento, por ejemplo, la creación de una utopía, como la realizada por Filarete en la torre del castillo Sforza de Milán, Sforzinda, estuvo detrás del impulso del nuevo orden arquitectónico de Alberti, Bramante o Palladio. Lo interesante aquí es que la utopía, forzosamente, creó una necesidad real que convirtió la belleza en el nexo de unión entre el sistema urbano y los derechos individuales. En las ciudades futuras, el recurso a la belleza servirá para enviar un mensaje: los adelantos técnicos deben estar al servicio de los ciudadanos, de lo contrario carecerán de valor social.
No revelo el final de este rasgo que está produciéndose ante nuestros ojos; simplemente llamo la atención sobre el giro histórico que se produjo en el pasado cuando la belleza fue uno de los principales objetivos urbanísticos. Las ciudades futuras necesitan transformar las inversiones en un arte para el bienestar social, ya que esos nuevos espacios (que a muchos les parecen simplemente utopías) diluirán los miasmas que hoy condicionan la conducta social en las ciudades: violencia, robo, miedo, soledad y frustración.
Ya hemos estado antes aquí.
Para muchos de nosotros, la lectura de las novelas de E.M. Forster nos dio, tempranamente, la pauta para entender las razones que impidieron que el Londres eduardino fuera al cabo la metrópolis del XX. El drama de estos años era la continuidad inexorable entre los barrios acomodados descritos en Howards End y los barrios obreros reducidos a la pobreza y la miseria. Esa realidad no la queremos para mañana; sería un suicidio colectivo de Europa.
Tercera, las ciudades futuras se apoyarán en el principio del influjo que procede de la actividad cultural; un principio capaz de ofrecer cohesión social y libertad individual sin recurrir a la fuerza. ¿Expresión postmoderna? ¿O simple compromiso con la realidad para evitar la exclusión y el olvido fomentando la pasión y la memoria? No tengo ni que decir que apuesto por esto último; el principio del influjo es el único capaz de crear una atmósfera social para el fomento del debate de ideas. En todo caso, no estaría de más señalar que fue Peter Drucker quien imaginó la gestión empresarial dirigida por este principio. Ello le llevó a sostener que el futuro no es un hecho establecido, ni previsible, solo se puede pensar en términos de solución de problemas del pasado. En esa línea, creo que las ciudades del Mediterráneo deberán pensarse como un acontecimiento histórico, es decir, un continuo en el que el pasado y el presente se modifiquen mediante la perspectiva abierta por el futuro. Ninguna ciudad se encuentra determinada ideológicamente para siempre, es un cuerpo vivo que se transforma a medida que lo hacen sus habitantes. Es por tanto un acto de elección.
El porvenir de las ciudades del Mediterráneo dependerá en gran medida de elegir como motor de su desarrollo el capital intelectual en lugar del intercambio de mercancías o la explotación turística. Y será así porque en su transformación los centros comerciales o parques temáticos se convertirán en centros de innovación capaces de movilizar a su favor a la opinión pública. Habrá desde luego ángulos muertos; siempre es así en la historia, y en esto el futuro no será diferente a como ha sido el pasado.
La situación que parece venir se asemeja, salvando todas las distancias, a la vivida en las ciudades de los siglos XII y XIII en la Europa occidental. El desarrollo urbano no solo surgió de una transformación económica, sino de un estilo de vida que, según Marino Berengo, consiguió desmontar las categorías Este-Oeste convencionales, que en esos años además estaban siendo estimuladas por los ideales de cruzada. También surgió de reafirmar líneas de actuación para mejorar las condiciones materiales de la población, transformar sus hábitos culinarios y de gusto, buscar experiencias más allá del espacio propio que permite calificar a la civilización construida por esas ciudades como una civilización de horizontes abiertos.
En esta línea, creo que en los próximos años veremos dos cosas. La primera, un cambio del prisma de lo que deben ser las ciudades de ese espacio común que conocemos como Unión Europea. Será preciso decidir qué tipo de organización fiscal se ajusta mejor a sus necesidades de innovación; también qué relación van a mantener esas ciudades con los espacios nacionales en las que en este momento están inscritas. Es preciso, por otra parte, pensar cada una de ellas como parte de una única historia europea, si bien con unas tramas y unos objetivos propios. La segunda cosa que veremos es la incorporación de la cultura y las artes a un lugar privilegiado, en vez de relegarlas a una concejalía marginal como si fuesen un apéndice de los objetivos ciudadanos. Esta idea, que a algunas puede parecer simple aspiración, de algún modo cristalizará cuando se determine la importancia del capital intelectual en el seno de la sociedad de la información. Al igual que la invención de la invención, para usar el término acuñado por David S. Landes, cambió la vida urbana europea en los siglos XII y XIII, la experiencia digital conducirá a metas poco sospechadas a día de hoy.
Todo lo que acabo de decir aquí necesitaba ser dicho, y de hecho se está ya diciendo. Aquí lo he querido hacer mediante ese concepto amplio, conflictivo y generoso, que es una narración consensuada que lo mismo que propone nuevas iluminaciones sobre el ayer, aspira a hacer lo mismo sobre el mañana.