Oriente y Occidente: el eterno malentendido

Tahar Ben Jelloun

Escritor, Francia

Una de las consecuencias del recrudecimiento del terrorismo internacional tras los atentados de 2001 en Nueva York ha sido el incremento de la presión y el recelo en contra de los ciudadanos árabes que viven en los países occidentales o viajan a ellos. Por otra parte, los países árabes muestran un «rechazo a Occidente» cuyo origen se remonta a las humillaciones y frustraciones sufridas históricamente por sus pueblos. Este progresivo alejamiento entre Oriente y Occidente se debe al hecho de que no hay choque de culturas, sino choque de desconocimientos. A pesar de encontrarnos en la era de los medios de comunicación de masas, la imagen proyectada del «otro» no contribuye en absoluto al acercamiento y el cambio de mentalidad. Contra los antagonismos y, por supuesto, contra el terrorismo, el mejor instrumento es el conocimiento mutuo. En este sentido, la cultura nos indicará el camino para lograrlo.

En marzo de 2005 fui invitado a viajar a Estados Unidos por la prestigiosa Universidad de Princeton para dar una serie de conferencias. Tomo el avión en París y, como es lógico, estoy enterado de que la compañía tiene que comunicar la lista de los pasajeros que se disponen a entrar en suelo estadounidense. Como todo el mundo, relleno los impresos que nos distribuyen y que hay que entregar a la policía de fronteras. Tengo pasaporte francés. Lo doy. En cuanto el agente estadounidense ve un nombre árabe, se pone a teclear en su ordenador durante cinco minutos, le pasa mis documentos a otro policía y me pide que lo siga hasta un despacho situado al fondo del aeropuerto. Me instalan en una sala donde nada más entrar me doy cuenta de la presencia de otros árabes. Angustiado, no digo nada. Espero. Lo sé: soy sospechoso. Pero ¿de qué? ¿Qué he hecho? Empiezo a preguntarme qué habré podido hacer mal. Me digo que quizás haya cometido un delito y que mi memoria lo ha borrado. Espero. Pienso en K, el personaje de El Proceso de Kafka. A veces basta con una nimiedad para caer en el absurdo. La cara del agente que se ha hecho cargo de mi expediente es inescrutable. Lo miro y bajo los ojos. Empiezo a tener miedo. Me digo: ¿y si me confunde con otro que se llama igual que yo, alguien que está en busca y captura? Para cuando comprueben el error, ya me veo en Guantánamo. La tensión va creciendo. Espero, no me atrevo a preguntar qué pasa. Me han dicho que en situaciones como ésas nunca se debe protestar.

Al cabo de cuarenta minutos, el agente me llama y me formula una serie de preguntas. Mi inglés es muy pobre. Respondo en francés, y después en algo que se parece al inglés. Me hace preguntas capciosas: ¿Quién es Amin? Es mi hijo. ¿Cuál es su fecha de nacimiento? Ahí tengo un lapsus. La he olvidado. La confundo con la de otro de mis hijos. Le muestro la invitación de Princeton. Pero eso no consigue intimidarlo. Continúa golpeando las teclas de su ordenador. Entonces me viene a la memoria un artículo que había escrito sobre la guerra de Irak, en el que reclamaba que Bush fuera juzgado por el Tribunal Penal Internacional por haber matado a inocentes en dicho país. Me digo a mí mismo que ése es el motivo de que la policía me retenga. Tras un momento de silencio, en que el agente habla con otro policía, me devuelve mi pasaporte. Ya en el aeropuerto veo mi maleta sobre la cinta transportadora: está sola. Los otros pasajeros –europeos– no han sufrido ninguna clase de interrogatorio.

Así que es eso, eso es lo que tanto atemoriza a los árabes que quieren viajar. Incluso siendo inocentes temen que en su cara haya algo que los convierta en sospechosos. Es la parte de Oriente que nos corresponde en esta época de confusión, amalgamas y gran violencia. Una vez hecha esta introducción, veamos qué es lo que está pasando entre esas dos entidades tan ambiguas; es decir, entre Oriente y Occidente.

Entre Oriente y Occidente existen tantos malentendidos que hay que comenzar por deconstruir los prejuicios, los tópicos, las ideas comunes y las generalizaciones, y precisar las palabras y las cosas. ¿De qué estamos hablando cuando mencionamos esos dos polos? Si el Oeste es fácilmente identificable, Oriente es más bien un mosaico de países y pueblos que unas veces se sitúa en Asia; otras, en Oriente Próximo, e incluso en el Magreb. En árabe, Magreb significa «poniente», es decir, oeste. Sin embargo, con frecuencia incluimos en la misma categoría tanto al Machrek (lugar por donde sale el sol, levante) como al Magreb (lugar por donde se pone, poniente).

Centrémonos en el ámbito del mundo árabe, que incluye los cinco países del Magreb y los diecisiete países árabes restantes. Los ponemos juntos porque en principio tienen una religión y una lengua comunes. Pero cuando las cosas se miran de cerca, nos damos cuenta de que la lengua árabe que les es común es una lengua clásica y literaria que sólo hablan las élites; es la lengua de los libros y la historia, ya que los pueblos hablan dialectos derivados de ella. Un intelectual egipcio y un intelectual marroquí se comunican con facilidad hablando la lengua del Corán, pero dos campesinos o dos obreros de países árabes diferentes tienen muchas dificultades para entenderse. A duras penas llegarán a decirse algunas palabras no demasiado alejadas de la lengua clásica. Este problema es la causa de que en el mundo árabe la novela no haya aparecido hasta una época bastante tardía. La primera novela árabe se titula Zainab, y apareció por entregas en un periódico egipcio en 1914. Su autor, Mohamed Haykal, influido por Flaubert, la subtituló «Crónica de una mujer de campo», a sabiendas de que en su época la novela era percibida como un género inmoral. El autor fue acusado de herejía y traición. Hay dos causas que explican la aparición tardía de la novela: la primera, el no reconocimiento del individuo en la sociedad árabe, en la que se privilegia el clan y la familia; la segunda, el hecho de que no resultaba realista ni plausible que dos personajes del pueblo dialogaran en árabe clásico. Nadie se atrevía a utilizar el dialecto para no quedar aislado del resto de lectores potenciales del mundo árabe. Sin embargo, hay una excepción: en 1933, un médico y oceanógrafo egipcio, Husein Fauzi, publicó en el árabe que se hablaba en Egipto el relato de una expedición que efectuó en un velero que dio la vuelta al mundo por el Ecuador.

El segundo punto común es el islam; sin embargo, un poco más del diez por ciento de los musulmanes árabes son chiíes, y el resto, suníes. Existen también minorías cristianas en Egipto, Líbano, Siria, Sudán e Irak. Sólo el Magreb ha sabido resistirse a las acometidas de la cristianización.

El mundo árabe no es una entidad unida, fuerte y armoniosa. Tal como lo definió el orientalista Jacques Berque, «el mundo árabe es parecido y diferente». Antes de principios del siglo ix, el Magreb no era ni árabe ni musulmán. Sus habitantes eran bereberes. Y aunque se islamizaron, conservaron sus lenguas y tradiciones. Durante mucho tiempo, el islam ha sido el aglutinante cultural de esos diferentes países. En 1932, la colonización francesa trató de dividir a los marroquíes árabes de los bereberes, intentando instituir una legislación distinta; todos los marroquíes rechazaron ese proyecto y manifestaron su hostilidad gritando: «¡Somos marroquíes y somos musulmanes!» Fue el llamado «dahir bereber», que Francia retiró.

Con la revolución iraní de 1978, y también con la aparición del movimiento de los Hermanos Musulmanes en Egipto a principios de la década de 1930, el islam pasó a ser una ideología política. Un cambio que primero provocaría reacciones de inquietud en los países europeos y, más tarde, en Estados Unidos.

El movimiento de los Hermanos Musulmanes apareció en Egipto en 1928. Dicho movimiento oponía la identidad y la cultura musulmanas a la colonización y también al nacionalismo laico de los jóvenes patriotas egipcios.

Para comprender la situación actual de «rechazo a Occidente», hay que remontarse a los orígenes de las humillaciones y frustraciones sufridas por los pueblos árabes. Desde hace siglos, Occidente mantiene unas relaciones tumultuosas con ese Oriente tan próximo y tan lejano al mismo tiempo. La ocupación colonial, seguida del expolio de los palestinos de sus tierras en 1948, siguen siendo heridas candentes en la memoria del mundo árabe, un mundo que a menudo está dirigido por individuos que no han sido elegidos democráticamente y que siguen una política que satisface los intereses de ese mismo Occidente que los ha ayudado y apoyado. El ejemplo más flagrante es el caso de Sadam Husein. Sin el apoyo de los europeos y los estadounidenses, Sadam no habría declarado la guerra a Irán. Si no hubiera contado con las armas que le habían vendido Francia y Alemania, entre otros, no habría podido someter a su pueblo a una dictadura tan sanguinaria. Sus «amigos» europeos cerraron los ojos el día en el que gaseó el pueblo kurdo de Halabja; los pobres kurdos murieron mientras dormían a causa del gas comprado a los alemanes y soltado por aviones franceses.

Porque, como Irak es un inmenso depósito de petróleo, la moral política no tenía derecho a supervisar lo que hacía Sadam. Los intereses siempre han primado sobre los valores humanistas. Y eso es algo que los pueblos árabes, los que han sufrido –y todavía sufren– esas dictaduras, no olvidan.

La mirada con que el mundo árabe contempla Occidente, un Occidente que a su vez es diverso y semejante, es una mirada de reproche, de descontento, de atracción ambigua y de rechazo. Las élites se sienten decepcionadas. Y con mucha frecuencia se las ha podido oír reprochar a Francia –«el país de los derechos humanos»– que en su política exterior haya dejado que primara la razón de Estado en detrimento de los derechos humanos.

A partir de esta conclusión, y en especial desde las guerras araboisraelíes de 1967, 1973 y 1982, y de los diferentes enfrentamientos en condiciones de desigualdad armamentística entre la población palestina y el ejército israelí, el abismo entre Oriente y ese Occidente, percibido como el amigo y protector del Estado de Israel, se ha hecho cada vez más profundo. A menudo las mentalidades tienen visiones binarias y maniqueas. No necesitan entrar en las sutilezas de los análisis geopolíticos.

Ésa es la visión que más se difunde en los nuevos medios de comunicación por satélite árabes, que cuentan con muchos espectadores. Al Yazira –una cadena de televisión técnicamente bien dotada, que emite desde Doha, capital de Qatar– desempeña un papel muy importante en la constitución y la formación de las mentalidades: les muestra en directo cómo sus hermanos palestinos o iraquíes son víctimas de la barbarie de la ocupación. A veces la cámara occidental es pudorosa: no enseña imágenes horribles; sin embargo, la de la cadena árabe no tiene piedad, muestra lo intolerable, organiza debates en los que la agresividad es moneda corriente, interroga a los testigos con una eficacia temible, y emite una y otra vez imágenes brutales. Al Yazira ha sido la primera en cambiar por completo el sistema de información y comunicación en el mundo árabe. Ahora hay decenas de cadenas que la imitan y compiten con ella. Por su parte, los estadounidenses han considerado necesario crear su propia Al Yazira: la cadena Al Horra («La Libre»), que emplea las mismas técnicas de rapidez para emitir la información que la cadena de Qatar, pero con su propio sello y sus propios análisis de la situación en Irak.

El terrorismo se fundamenta en la abundancia mediática y las heridas históricas. Y aunque sus objetivos secretos nos son desconocidos, sus fines políticos son claros: desestabilizar a los países árabes que avanzan hacia la democracia y que mantienen vínculos con Occidente, vínculos económicos y políticos, e incluso vínculos de protección. Desde la invasión de Kuwait por Sadam, los países del Golfo necesitan la protección militar norteamericana. Han tenido que aliarse con esa gran potencia por razones de supervivencia.

El otro fin del terrorismo es sembrar el terror en los países occidentales para que cambien su política en el mundo árabe. Pero detrás de esa voluntad destructora, lo único que consiguen los terroristas es perjudicar a los musulmanes y a los árabes, y provocar una sospecha generalizada sobre cualquier ciudadano árabe que se mueve por el mundo, así como matar a personas inocentes.

El terrorismo siempre ha sido el arma de los desesperados. Pero los miembros de Al Qaeda no son unos desesperados, sino agentes cuyas motivaciones profundas y verdaderas no se conocen; gozan con la desgracia que provocan. Están bien organizados, disponen de medios materiales y cuentan con complicidades importantes. Todavía nadie ha conseguido arrojar luz sobre las complejas e incomprensibles motivaciones del terrorismo internacional, que ha golpeado Nueva York, Casablanca, Madrid y Londres, por no hablar de las explosiones que se producen cada día en Irak, o de los atentados esporádicos en los países del Golfo, Egipto, Indonesia, etc.

Sería demasiado simplista reducir a los países de Oriente Próximo al terrorismo o a una religión. Nadie duda de que existen serios antagonismos entre los modos de vida y las elecciones políticas de ambas entidades. Pero el choque de civilizaciones es más un eslogan que una realidad, porque las culturas son móviles, viajan y se interpenetran. No avanzan como bloques de hormigón armado, sino de un modo fluido y contagioso. En cambio, el choque de las ignorancias es una realidad ampliamente difundida. Y el terrorismo funciona en ese terreno abonado, reclutando, lavando cerebros y actuando impunemente, porque es salvaje y actúa enmascarado, desviando la religión con una facilidad desconcertante, y consiguiendo reemplazar el instinto de vida por la pulsión de muerte, inducida o aceptada.

Para luchar contra el terrorismo, Occidente debe convertirse en el paladín de las causas justas, promoviendo a bombo y platillo los valores de la democracia y la libertad de manera honrada y sin segundas intenciones. Sus intereses tienen que pasar a segundo plano. Si se trata con justicia al pueblo palestino –una justicia que garantice la paz a ambos pueblos, cada uno con su Estado–, es indudable que el terrorismo perderá gran parte de su virulencia. Y a continuación hay que solucionar lo antes posible la cuestión iraquí. Para ello, habrá que mirar hacia Washington y exigir a Bush que repare los inmensos daños que su política ha cometido en ese país.

El Oriente árabe conoce cultural y políticamente a Occidente. Y ese conocimiento también debería existir a la inversa. Conocerse significa asimismo reconocerse, aceptarse y respetarse. Empecemos por la cultura; la política vendrá después. El Oriente árabe tiene tanto de Occidente en sí mismo, en su historia y en su saber, que se sentiría muy satisfecho si los países europeos lo miraran sin desconfianza ni sospecha, y sin intereses económicos ni estratégicos, sino con una mirada que se interesara por su cultura y su civilización.