Orientalismo y traducción

Gracias a la visión plural e independencia intelectual de los traductores, se abren verdaderos canales de comunicación con el Otro.

Anna Gil

En vísperas de que se cumplan 30 años desde que Edward Said escribiera su célebre Orientalismo (1978), los postulados del autor palestino siguen siendo objeto de reflexión, estudio y debate. No es nuestra intención ahondar aquí en los motivos de la vigencia actual de esta obra, pero tal vez valga la pena hacer unas breves consideraciones sobre el alcance histórico y cultural de lo que para muchos ha significado el análisis más genuinamente alternativo y sagaz de las relaciones Oriente-Occidente realizado hasta la fecha.

En primer lugar, resulta obvio que la reciente orientación de los intereses americanos, y en menor medida europeos, hacia una determinada parcela del planeta, en este caso Oriente Próximo, ha propiciado un retroceso hacia los presupuestos orientalistas más recalcitrantes y hacia un fortalecimiento de los estereotipos más caducos y reductivistas sobre “los árabes”, “los musulmanes”… En segundo lugar, tal y como advertía el propio Said hace tres décadas, la herencia del orientalismo colonial y decimonónico está tan arraigada en el pensamiento occidental, que solo un esfuerzo colectivo de revisionismo histórico, de autocrítica y de independencia intelectual puede acabar con la relación de poder y dominación que éste ejerce sobre Oriente.

Finalmente, la hegemonía cultural occidental sigue siendo esencial para entender la durabilidad y la fuerza del proyecto orientalista. Por otra parte, el método empleado por Said en Orientalismo –y que centró algunas de las críticas más incisivas contra el libro– se basó principalmente en el análisis de un determinado corpus de textos mediante el cual el autor pretendía demostrar que las representaciones que se destilaban de él no eran más que eso, representaciones, y no retratos reales de Oriente. Esto es especialmente significativo si se tiene en cuenta que el discurso, en términos de Michel Foucault, del orientalismo europeo y posteriormente americano, ha reposado sobre un entramado de escritos y publicaciones de tipo normativo convertidos en el lenguaje del poder y en justificación histórica para todo tipo de afanes e intereses propios.

Dentro de este entramado de textos, las traducciones merecen un estudio detenido. La traducción, en tanto que resultado de un proceso textual complejo, se convierte desde este punto de vista en un observatorio privilegiado desde el que analizar la visión que una cultura tiene de otra. Sin embargo, el grado de distorsión en la visión del Otro inherente en cualquier interpretación de la realidad dependerá aquí y en gran medida del tipo de relación que una a ambas culturas. En el caso específico de la traducción a lenguas europeas de lenguas como el árabe o el persa, es fácil advertir la influencia que a lo largo de la historia han ejercido determinados factores de tipo hegemónico, ya sea desde una perspectiva ideológica, política o cultural. Los ejemplos son muchos y conocidos.

La primera traducción de Las mil y una noches, realizada por Antoine Galland al francés a principios del siglo XVIII, así como la posterior traducción al inglés de la misma obra por Sir Richard Francis Burton a mediados del siglo XIX, se han convertido en algunos de los más célebres y celebrados paradigmas de “traducción orientalista”, por retomar la terminología saidiana. Las mil y una noches de Galland y de Burton –denominación popular por la que el nombre del traductor queda irremediablemente asociado a la autoría de la obra, que en este caso es anónima, como es sabido–, no solo respondieron a unas expectativas concretas de las culturas receptoras a través del uso de las técnicas de familiarización y extrañamiento, respectivamente (Galland se inspiró en dos damas de la alta sociedad francesa para recrear el personaje de Sherezade, mientras que Burton exotizó el texto para adaptarlo a los cánones del romanticismo victoriano nacido tras el dominio de la British East India Company sobre todo el territorio indio), sino que ofrecieron una representación de ese Oriente lejano y misterioso acorde con la visión que del mismo tenían las sociedades ilustradas y románticas en las que vivieron.

Otro tanto podría decirse de la traducción al inglés de los Rubaiyat (cuartetos) del poeta persa del siglo XII, Omar Jayam realizada por Edward Fitzgerlad, verdadero clásico del orientalismo decimonónico y considerada como una obra maestra dentro de la propia literatura europea. Pero si bien es cierto que los traductores de todas estas obras fueron pioneros en la interpretación de las culturas de Oriente y permitieron a Europa acceder a un mundo que hasta entonces había permanecido desconocido, no es menos cierto que la imagen que de éste transmitieron no fue ni mucho menos exacta.

Era una imagen que más que coincidir con la realidad, coincidía con su realidad. En cualquier caso, allí donde la traducción desempeñó un papel más decisivo en la construcción de la imagen del Otro fue sin duda en la vertiente académica del movimiento orientalista. Los estudios eruditos acerca de Oriente, con su pretendido rigor científico y su supuesta objetividad, tuvieron una repercusión directa y fatal sobre la visión de los pueblos y sociedades orientales, y sobre la construcción de vínculos de igualdad con éstos.

Como dijo Said, “el orientalismo, en consecuencia, se puede considerar una forma regularizada (u orientalizada) de escribir, de ver y de estudiar, dominada por imperativos, perspectivas y prejuicios ideológicos claramente adaptados a Oriente. Oriente es una entidad que se enseña, se investiga, se administra y de la que se opina siguiendo determinados modos”. Orientalistas y arabistas como Sylvestre de Sacy en Francia, Bernard Lewis en Gran Bretaña y posteriormente en EE UU, Theodore Nöldeke en Alemania o Asín Palacios en España, desempeñaron un papel determinante en el desarrollo de los estudios árabes e islámicos en Europa, pero también se sirvieron de su autoridad intelectual y académica para “empapar” de una determinada ideología (fuera ésta política, religiosa o cultural) sus trabajos de erudición, entre los cuales se contaba la traducción de numerosos textos literarios, históricos o filosóficos.

En el caso del arabismo español, que podría identificarse con ese orientalismo académico referido por Said, aunque con algunas diferencias sustanciales (la existencia de un “Oriente doméstico”, Al Andalus, y de un proyecto colonial que no logró atraer hacia sí ni formar intelectuales “expertos” en los distintos ámbitos de la cultura colonial), la presencia de la traducción tampoco es anodina. Desde Pascual de Gayangos, discípulo de Sacy y traductor de la Historia de las Dinastías Musulmanas en España de Al-Makkari, pasando por los “padres” del arabismo español moderno, Francisco Codera Zaidín y Julián Ribera, creadores de la Bibliotheca Arabico-Hispana y traductores de numerosos textos andalusíes, hasta Miguel Asín Palacios y sus traducciones de textos filosóficos y religiosos, o García Gómez, traductor de un inmenso corpus de textos de la literatura andalusí y primer traductor de una obra árabe contemporánea (Los días, de Taha Hussein) al español, el arabismo español ha ido de la mano con la traducción, sirviéndose de ella como instrumento para llevar a cabo sus investigaciones, así como medio de transmisión de un determinado legado cultural.

Pese a ello, si partimos del presupuesto que todo texto puede ejercer una determinada autoridad, puede ser portador de una determinada ideología y puede construir o fortalecer representaciones o estereotipos acerca del objeto que describe, entonces la reflexión crítica acerca de la traducción debe hacerse también desde una perspectiva que tenga en consideración el contexto en el que determinado texto ha sido traducido, los motivos que han llevado al traductor a seleccionar dicho texto, el aparato crítico que lo rodea (prólogos, notas, apéndices…) y las distintas opciones de traducción tomadas por el traductor. Esta reflexión puede aplicarse tanto a la traducción de corte orientalista o tradicional, como a la moderna.

Si uno se pregunta sobre qué tipo de libros son los que más se traducen del árabe o sobre el mundo arabo-islámico, qué es lo que ha motivado su selección, quién firma sus prólogos, es fácil darse cuenta de que nada –o casi nada– es casual. Así pues, y a pesar de lo mucho que están cambiando las cosas en este ámbito, el traductor del árabe debe aún hoy hacer frente a una doble responsabilidad: por una parte, deshacerse de la herencia orientalista y de sus mitos a través de una posición crítica y de una toma de conciencia sobre lo que ha sido y sigue siendo la traducción de culturas tradicionalmente vistas como “distintas”, “lejanas”, “exóticas”, o incluso “fanáticas”, “incultas”, “culturalmente inferiores”, y un sinfín de atributos más; y por otra parte, abrir con su trabajo (desde el qué se traduce hasta el cómo se traduce) verdaderos canales de comunicación con el Otro basados en un trato de igualdad y apertura intelectual.

En este sentido, si hay alguien a quien la literatura árabe –y por extensión, la cultura árabe– debe rendir merecido tributo es a los traductores cuya visión plural, calidad e independencia intelectual están ya creando escuela, y cuyas traducciones son un buen ejemplo de trasgresión y apertura hacia nuevos horizontes.