El odio de los árabes hacia los occidentales no tiene que ver con la gente corriente, sino con los políticos occidentales que, con el pretexto de instaurar un sistema democrático, se inmiscuyen en los asuntos internos de su país, a veces muy peligrosamente. Un poco como el turista que, desconociendo los códigos de conducta no escritos entre conductores y transeúntes, se atreve a cruzar las calles de El Cairo. Ese código es precisamente lo que les falta a los políticos occidentales que pretenden «arreglar» la región. Así, la lista de injusticias es larga, empezando por la fragmentación de los países árabes. El resultado de estos agravios puede ser la creación de un clima receptivo al radicalismo, muy peligroso para todos.
–Es suicida, ¿verdad?
Aterrorizada, Mónica, mi colega de Londres, me cogió del brazo; no sonrió, sino que asintió con la cabeza sin mirarme siquiera. Estábamos cruzando las bulliciosas calles de la ruidosa y abarrotada plaza al-Tahrir (Maydan al-Tahrir), en el centro de El Cairo. Yo buscaba el modo de abrirnos paso por en medio de la calzada, deslizándonos entre los escasos huecos que dejaban los veloces coches y los demás peatones, intentando encontrar un camino para llegar al otro lado de la calle. Mientras pensaba que mi estúpido comentario había sido desconsiderado, Mónica me dijo que para ella habría sido casi imposible encontrar el modo de cruzar sana y salva la plaza sin mí. ¡Me sentí arrogantemente halagado! Pero lo cierto es que en El Cairo las cosas son distintas de lo que ella está acostumbrada a ver en Londres. No hay pasos de peatones, ni semáforos; ni conductores que reduzcan la velocidad para permitirte poner el pie en la calzada.
Para cruzar de una forma segura las calles de El Cairo y de muchas otras ciudades árabes existe todo un código de reglas no escritas entre los conductores y los peatones, e incluso los indiferentes policías. Hay que dominar ciertos gestos del lenguaje corporal y el contacto visual, inclinándose hacia delante o hacia atrás, moviéndose o quedándose quieto, acelerando o aflojando el paso, todo ello en el momento preciso. Si uno no conoce ese código, no cruza la calle; o bien arriesga su vida y la de otras personas.
Ese código es precisamente lo que les falta a los soldados estadounidenses y británicos cuando se enfrentan a la muerte cotidianamente al cruzar las calles de un terreno desconocido y enfangado. Sin un código de las calles, todo el mundo muere. Pero la escalofriante realidad es que Occidente cree en su milagrosa capacidad de «arreglo» rápido. Así, ¡una situación confusa como la iraquí, a cuya creación ha contribuido activamente durante décadas, podía arreglarse mediante una especie de excursión festiva! A todo el mundo le indigna la cantidad de otros intereses que se añaden a esa agenda consistente en arreglar Irak y «llevar la democracia y la libertad» a su pueblo.
Mónica fue lo bastante prudente como para no sugerirme que se empezaran a instalar semáforos o se impusieran pasos de peatones de la noche a la mañana en la plaza al-Tahrir creyendo que ella, como extranjera, podía «arreglarlo».
«No queremos que vosotros, británicos y estadounidenses, vengáis a purgar nuestro país para arreglarlo.» Ése es el mensaje que casi todo el mundo me transmite aquí en El Cairo. Nada, la danzarina del vientre de turgentes senos que acaba de terminar una de sus deslumbrantes actuaciones, me dice jadeante que le gusta ver a occidentales aplaudiéndola cuando actúa en el club nocturno de la calle al-Haram. Pero los odia cuando matan «a mis hermanos y hermanas en Palestina e Irak diciendo que lo que hacen es bueno para ellos».
En Egipto, adonde me dirigí para investigar «¿por qué los árabes odian a Occidente?» y recopilar mis resultados para un documental de la televisión británica, la analogía con el código para cruzar las calles me atrajo desde el primer momento, y me acompañó durante los diez días que permanecí allí. Entrevisté a toda clase de personas: hombres y mujeres que pasaban: conductores, bailarinas del vientre, intelectuales, tenderos, políticos, académicos, artistas, estrellas del pop y muchas otras. Hablé con izquierdistas extremadamente politizados, islamistas (moderados y fanáticos), liberales y otros, y traté de la guerra de Irak y de la cuestión de Palestina mientras fumaba una shisha (pipa de agua) con musulmanes y cristianos completamente apolíticos.
La primera respuesta que recibía a mi pregunta «¿por qué los árabes odian a Occidente?» era casi de manera invariable una vehemente negación. Todos los que entrevisté respondieron de forma casi idéntica: «Nosotros no odiamos a Occidente ni a los occidentales; odiamos la política occidental.» Otras personas más refinadas incluso evitaban totalmente el uso del término «odiar». La gente se mostraba muy ansiosa por establecer una distinción clara entre los occidentales malos (Bush, Blair y sus círculos) y los occidentales normales y corrientes. Yo les decía que a los líderes occidentales los eligen las personas normales y corrientes, y a veces incluso los reeligen; de modo que ¿por qué no echar parte de la culpa a las personas normales? Me respondían que esas personas son engañadas por sus propios políticos, y que son más culpables de ignorancia que de crimen alguno. Los verdaderos criminales son los de arriba. Mónica me comentó que le gustaría que «nosotros», en Gran Bretaña, también tuviéramos la misma cordura y la misma capacidad para distinguir entre árabes buenos y malos.
No cabe duda de que la política occidental provoca un ardiente resentimiento entre los árabes. Tras objetar y matizar la redacción de mi pregunta inicial, casi todo el mundo empieza a acalorarse. Y la lista de injusticias que Occidente ha cometido con la región se convierte en una larga diatriba. El doctor Fadil, un destacado economista de la Universidad de El Cairo, habla del continuo expolio de las riquezas de la región. Ahmad, el joven propietario de una perfumería de la calle Kasr el-Neel, maldice apasionadamente el constante apoyo occidental a Israel en contra de los derechos de los palestinos y la hipocresía de Occidente al centrarse, por ejemplo, en la capacidad nuclear de Irán y hacer la vista gorda ante la de Israel. Mientras envuelve unos regalos para mis colegas de Londres con una amplia sonrisa, me dice que «queremos que vengan occidentales como usted, no soldados, no gente como Bush y Blair».
La estrella del rock Muhamad Munir, denunciado por muchos conservadores por las letras de sus canciones, se queja de que los medios de comunicación occidentales (especialmente el cine) presentan un estereotipo de los árabes como criminales y terroristas. Mansour, a quien algunos de sus amigos llaman el dulce fundi (el dulce fundamentalista) por su atractivo aspecto, su mente perspicaz y su cortesía, señala que los gobiernos occidentales se tragan toda su palabrería sobre derechos humanos y democracia cuando se trata de los llamados regímenes «amigos», es decir, aquellos de los que pueden obtener petróleo.
Tanto los historiadores como los árabes normales y corrientes consideran a Occidente responsable de la pasada fragmentación de la región, así como de la previsible fragmentación de Irak. Y todo el mundo ridiculiza las declaraciones de Bush y Blair de que están llevando la democracia y la libertad primero a Irak, y luego al conjunto de la región. Ahmad Fuad Nagm, el poeta más popular de Egipto, que pasó diecisiete años en la cárcel, me mira a los ojos y me suelta a bocajarro: «Piense en esto: si usted es el amo, la potencia colonial de Occidente, y tiene gobernantes que lo representan en la región y que están sirviendo sinceramente a sus intereses, ¿los cambiaría porque son dictadores y hacen cosas malas con su propio pueblo? Mas bien diría: ¡que se j… su pueblo!»
El mensaje concluyente resulta de lo más peligroso, tal como señala la doctora Heba Izzat, una intelectual extraordinariamente perceptiva cuyo hiyab no le impide ser la delegada en Oriente Próximo de un proyecto de la London School of Economics sobre la sociedad civil global. La preocupa que el resultado natural de la combinación de todos los agravios causados por Occidente sea la creación de un clima especialmente receptivo al fanatismo y a toda clase de radicalismos. Bin Laden, Al-Qaeda, Al-Zarqawi y todos los grupos terroristas son el producto natural no sólo de los fallos internos de las sociedades árabes, sino también de varias décadas de política exterior occidental.
Volé de regreso a Londres más convencido que antes de que la guerra de Irak ha incrementado el terrorismo en la región y fuera de ella, y tanto los árabes como los occidentales habrán de pagar un precio por ello. Cuando le pregunté a mi amigo Hashem, un controvertido editor que desafía tanto al gobierno como a los conservadores egipcios atacando los tres tabúes de la política, el sexo y la religión, «¿cuál es tu mensaje a Occidente?», me respondió: «¡Dejadnos en paz, por favoooooooooor! Antes de que sea demasiado tarde. Sacad vuestras tropas de la región y marchaos. No nos gusta ver cómo nos matáis a nosotros y a vosotros mismos en nuestras calles con la pretensión de “arreglarnos”. Me preocupa –añadió– que los sentimientos en contra de la política occidental puedan haber empezado a derivar en sentimientos contrarios a los propios occidentales.»