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Co-edition with Estudios de Política Exterior

Obama en Oriente Próximo
La situación heredada en la región impedirá un menor grado de compromiso de Estados Unidos, aunque ésa sea la voluntad del nuevo presidente.
Jon B. Alterman
Barack Obama entrará en la Casa Blanca con unas expectativas globales bastante más altas que cualquiera de sus predecesores. Kenia e Indonesia lo consideran su hijo nativo, Europa lo ve como un alma gemela y, en las comunidades musulmanas de todo el mundo, uno no puede ignorar que el segundo nombre del presidente electo de Estados Unidos es Hussein.
Después de años de quejas por el vigoroso unitelarismo americano que provocaba fuertes tensiones en las relaciones con EE UU y amenazaba la propia seguridad de numerosas naciones, hay un sentimiento extendido de que la presidencia Obama curará las heridas inflingidas por la administración Bush y marcará el comienzo de un periodo en el cual EE UU se comportará de manera pacífica, colaboradora y sin amenazas.
Casi todas las esperanzas en torno a la solución del conflicto en Oriente Próximo descansan ahora sobre la política americana. La administración Bush llevó a cabo en Irak una catastrófica guerra electiva, presumió de un intencionado desinterés por el proceso de paz entre árabes e israelíes y de una creciente belicosidad contra Irán. No es de extrañar que muchos piensen que la administración Bush ha dejado la situación mucho peor de lo que estaba hace ocho años.
Este sentimiento no está extendido únicamente en Ramala, El Cairo o Casablanca, sino también en París, Londres y Berlín. Sin embargo, la desesperación no es tan grande entre algunos gobiernos árabes. Entre sus líderes, muchos están felices de haber visto desaparecer a Sadam, apenas tienen tiempo para los palestinos (aunque la causa palestina como noción abstracta sigue teniendo buena parte de su lustre), y creen que EE UU necesita mantener a Irán bajo una estricta vigilancia. Su principal queja contra la administración Bush es su declarada búsqueda de la democratización.
Pero ahora que el apetito de EE UU por recortar su poder es menor, se encuentran cómodos tanto con la administración Bush como con el enfoque duro que para muchos define al Partido Republicano. Obama heredará algunas buenas intenciones y levantará una gran curiosidad, pero no debería esperar favores de los Estados de Oriente Próximo. Tampoco la opinión pública será especialmente indulgente cuando rechace dar la vuelta a la ya larga alianza entre EE UU e Israel o acabe de golpe con el aparato de seguridad post-11-S y que coloca bajo un escrutinio adicional a muchos del mundo árabe. Obama puede establecer un tono distinto, pero es improbable que trace un curso completamente diferente, y eso es precisamente lo que en general se pide en Oriente Próximo.
En realidad, el mayor cambio para la región es que dejará de ser el punto central en la política exterior de la administración de Obama. El presidente Bush apostó su legado en Oriente Próximo. Y aunque la historia todavía no se ha escrito, puede que su reputación quede allí enterrada. Mientras, Obama parece decidido a ser un presidente interno, preocupado por la recuperación económica y por tratar con los demonios raciales que han embrujado la historia de EE UU durante más de tres siglos. Fue la campaña de John McCain, más que la de Obama, la que remarcó las amenazas de seguridad procedentes de Oriente Próximo.
El mayor gesto de la campaña de Obama en relación con la zona puede que haya sido su anunciada decisión de acabar con la dependencia americana del petróleo. Y más que ahondar en ella, su profundo instinto puede que sea andar de puntillas a su alrededor. Si será capaz o no de hacerlo, no está claro. A su llegada a la presidencia, George W. Bush no buscaba destacar por su política en Oriente Próximo. Al contrario, su campaña hablaba de una política americana “humilde” y de un profundo desagrado por la construcción de naciones.
Los ataques del 11 de septiembre en Nueva York y Washington impusieron a Oriente Próximo como tema central de su mandato. Al tiempo que el presidente tomaba decisiones políticas que profundizaban su compromiso, se volvía cada vez más difícil la posibilidad de eludir la cuestión. En el momento de escribir este artículo todavía no se ha nombrado al equipo de Obama encargado de la política exterior. Pero a juzgar por el personal de su campaña, no parece que exista una predilección clara por Oriente Próximo. En los últimos meses antes de las elecciones, el antiguo enviado a la zona, Dennis Ross, se arrimó al círculo íntimo de Obama, aunque no está claro cuáles eran sus intenciones: si tranquilizar a los votantes judíos con respecto a los principios del candidato o ayudar a dibujar sus líneas de pensamiento.
El antiguo asesor de Seguridad Nacional, Tony Lake, con gran interés en asuntos de Oriente Próximo, también estaba entre sus principales asesores en política exterior. Otros en el círculo más alto de toma de decisiones parecen, sin embargo, no tener competencias especiales en la zona, desde la antigua asistente de la secretaria de Estado para Asuntos de África, Susan Rice, hasta el ex secretario de Marina, Richard Danzig, entre otros. Dicho esto, la región casi con toda certeza presentará importantes desafíos al nuevo presidente. En Irak se prevén elecciones provinciales a principios de su mandato, y la presencia de tropas americanas probablemente finalizará más adelante. ¿Cuál será la mezcla de reconciliación política, violencia sectaria y mediación externa en ese tiempo? Ésta es una incertidumbre inminente sobre la que Obama tendrá influencia pero no control.
Es posible que el líder iraní también ponga a prueba al próximo presidente, tanto para determinar la firmeza de su estilo negociador, como su potencial para recurrir a la fuerza. Obama se verá apelado a utilizar con habilidad el entorno internacional –desde la bajada de los precios del crudo que reduce la influencia de Irán hasta el aumento de la buena voluntad hacia EE UU que incrementa su propia influencia– para lidiar con uno de los pocos gobiernos en Oriente Próximo que se mantiene hostil hacia EE UU.
En Irán también se celebrarán elecciones el próximo verano, a las que se vuelve a presentar el presidente Mahmud Ahmedineyad. Sus declaraciones y actos han convertido al país en tan amenazador para sus vecinos cercanos e Israel que han contribuido a la creación de una coalición internacional para la contención de Irán. Si el país eligiera a un presidente que nunca hablase de “borrar a Israel de las páginas de la historia” y, sin embargo, persiguiese en silencio una agresiva capacidad de enriquecimiento nuclear que no está sujeta ni a inspección internacional ni a salvaguardas, la amenaza iraní podría aumentar aunque pareciese lo contrario. En el frente árabe-israelí, parece improbable que se mantenga el statu quo.
La estrategia de la administración Bush para aislar a Hamás ni ha debilitado su poder ni les ha llevado a la rendición. Por el contrario, Hamás controla la franja de Gaza y hace imposible que el presidente palestino, Mahmud Abbas, pueda hablar en nombre del pueblo palestino cuando negocia con Israel. La administración de Obama tendrá que decidir pronto cómo tratará con un gobierno palestino cada vez más dividido y con un gobierno israelí que parece mucho más preocupado por la amenaza iraní, situada a cientos de kilómetros, que por un problema que dura décadas en sus fronteras.
Todo esto sugiere que el gobierno de Obama tendrá que tomar pronto decisiones difíciles, aunque busque minimizar la implicación de EE UU en la región. Un menor compromiso presidencial puede tener sus recompensas, especialmente a medida que la zona se ha ido cansando de un presidente que parecía prometer tanto y ha cumplido tan poco. Que esta estrategia sea sostenible es una cuestión diferente. La respuesta dependerá de las acciones de decenas de miles de personas en Oriente Próximo, no sólo de Washington.