La revolución conocida como primavera árabe toma de los ideales democráticos los principios fundamentales que permitirán la descolonización de las dictaduras, apoyadas a menudo por gobiernos extranjeros, ya sean democráticos o no. Pero está por ver si esta oleada revolucionaria tendrá un final democrático gracias al decisivo papel desempeñado por la juventud o si, por el contrario, el declive de las democracias europeas impedirá el triunfo de la democracia en el mundo árabe.
Hoy día, cuando se acumulan los nubarrones y amenaza una nueva helada, me viene a la mente el juicio retrospectivo de Hegel sobre 1789: «Fue un espléndido amanecer.» El movimiento para expulsar a los déspotas, irresistible en Túnez y al final victorioso en Egipto, la potente ola que ha recorrido todo el mundo árabe –también en Gaza– hasta ir a romperse en China, han constituido un espléndido amanecer. Un amanecer que, en Europa y en buena parte del mundo, ha rasgado las muchas tinieblas mentales que condenaban al mundo árabe a someterse a una dictadura político-militar más o menos laica o a una retrógrada teocracia islámica. La impetuosa aparición, entre la juventud, de una impresionante reivindicación de libertad y dignidad, de un rechazo radical a la corrupción que envuelve a los déspotas, nos ha demostrado de forma concluyente que la aspiración democrática no es monopolio de Occidente, sino una aspiración planetaria, como se comprobó en China en 1989 antes de que fuera sofocada (y donde persiste aún bajo la superficie de la normalización). De ahí la exclamación que me vino a los labios en una inolvidable reunión convocada para celebrar la primera fase de la insurrección en Túnez y Egipto: «Los árabes son como nosotros y nosotros somos como los árabes», aparte, por supuesto, de todas las diferencias históricas y culturales.
Esta gigantesca ola democrática no debe nada a las democracias occidentales, que, bien al contrario, apoyaban unos regímenes autoritarios a los que deseaban perpetuar en el poder. Pero sí se lo debe todo a las ideas democráticas nacidas en Occidente. En el pasado, los árabes colonizados se adueñaron de las ideas sobre los derechos de los pueblos nacidas en la Europa que los oprimía y llevaron a cabo la descolonización política. Al adueñarse de las ideas de libertad, los árabes llevan ahora a cabo la descolonización mental. Falta la descolonización económica, que sigue pendiente.
Pero el camino que lleva de la aspiración democrática a la consecución de la democracia, de la superación de la condición de súbdito al acceso a la categoría de ciudadano, es difícil e incierto.
Lo más destacable es que allí donde la represión había prohibido y destruido los partidos, donde había encarcelado o exiliado a los demócratas, la propia debilidad política constituyó la fuerza de la revuelta. Fue la fuerza de una espontaneidad autoorganizada que, por su carácter pacífico, desarmó en un primer momento a los poderes represivos e inventó, a partir de la telefonía móvil e internet, sus sistemas de comunicación inmediatos y permanentes y, de ese modo, creó una organización en red que no tenía una sola cabeza –y , por lo tanto, no se podía decapitar– sino innumerables cabezas.
Una maravillosa creatividad, inseparable del carácter pacífico de un movimiento que priorizaba la inteligencia y no la fuerza, permitió a los jóvenes atraer a distintas generaciones y clases sociales, a las que alivió del peso de la resignación que acarreaban.
Gracias a su decisivo papel como motor del movimiento, la juventud árabe pudo expresar las energías y aspiraciones de los jóvenes que en todo el mundo han sido el alma de las grandes resistencias y revoluciones.
Pero la fuerza de la espontaneidad se convierte en debilidad cuando ya no se trata de derrocar una dictadura, sino de construir una democracia. Se nota entonces esa falta de instituciones, estructuras, ideas y pensamiento promovida y mantenida por el despotismo. Bien es verdad que en la juventud insurrecta se desarrolla una efervescencia creativa, pero esta es inseparable de un desorden convulso, propenso a divisiones y a comportamientos erráticos que pueden llevar a una resignación precipitada o a exigencias imposibles de realizar en un futuro inmediato.
En Francia, en Europa y en casi todo el mundo, la falta de un pensamiento sobre la complejidad humana y la sociedad, sobre el proceso histórico de la globalización, nos ha hecho ya incapaces de reaccionar ante la carrera hacia el abismo emprendida por el planeta y de plantear un cambio de orientación que nos salve.
La rápida caída de los regímenes autocráticos de Túnez y Egipto suscitó en los demás déspotas la determinación de impedir o reprimir la oleada de libertad que recorría sus naciones. Se aplicaron medidas para cortarla de raíz, como en Argelia; se anunciaron concesiones mezcladas con sangrientas represiones en Yemen y Siria, y se produjo la intervención represiva de Arabia Saudita en Bahréin. Al mismo tiempo, al alejarse de su epicentro, la ola incorporó en algún caso un componente étnico-religioso, como en Bahréin, aunque en todas partes conservara su carácter predominantemente libertario.
En Occidente, la actitud de las potencias fue extremadamente variable. Bajo el impulso de Obama, Estados Unidos se presentó a sí mismo como adalid de la democracia en Túnez y Egipto y, en una primera fase, en Libia. Posteriormente, Washington se mostró cauto en Siria y nunca ha puesto en tela de juicio al régimen saudí. La Francia oficial tardó mucho en acoger favorablemente la primavera árabe, si bien posteriormente el presidente optó por la intervención militar para salvar a los resistentes de Bengasi, convertidos en rebeldes.
El caso de Libia constituye un conjunto de paradojas, contradicciones e incertidumbres. La primera paradoja no consiste solo en la transformación de una relación de estrecha cooperación en un abierto conflicto entre el presidente francés y el déspota libio, sino también en la intervención de antiguas potencias coloniales para prestar ayuda a un levantamiento popular.
¿Cómo es esta intervención? ¿Humanitaria? ¿Democrática? ¿Tiene un componente económico (petróleo)? Y como la intervención se limitó a Libia, pese a la violenta represión practicada también en Yemen y Siria, y como hubo pasividad con respecto a la operación israelí en Gaza, la opinión árabe está indecisa y dividida. Ni que decir tiene que más vale una intervención que ninguna intervención, pero una vez más se comprueba que Occidente aplica dos varas de medir.
Las incertidumbres políticas y militares son muy grandes: ¿cuál es la importancia del tribalismo en esta nación, ahora en gran parte urbanizada? ¿Qué peso tiene la corriente democrática en la rebelión? ¿Qué ayuda prestaron a Gadafi Argelia y otros países? Por último, cabe señalar que existe el riesgo de estancamiento y también de radicalización en favor de lo peor de uno y otro bando.
De ahí la gran incertidumbre: ¿podría llegar a ser una catástrofe esta intervención, que al principio tuvo un carácter salvífico? La ecología de la acción nos demuestra que una acción, una vez emprendida, muy a menudo deja de responder a las intenciones de sus promotores para desviarse, a veces incluso en sentido contrario.
En cuanto a Marruecos, su caso presenta considerables diferencias y considerables similitudes respecto a los demás estados árabes. La gran diferencia es que la monarquía hunde sus raíces en la historia de la nación; su soberano implantó unas primeras reformas democráticas y liberales que atemperaron la monarquía absoluta y manifiesta una nueva voluntad reformadora; además, el carácter multiétnico y pluricultural de la nación goza de pleno reconocimiento. La similitud consiste en la extrema desigualdad y en la corrupción, que crece a la par que el desarrollo económico.
La primavera democrática árabe ha llegado en una época en que las democracias europeas se hallan en declive y corren riesgos de regresión. Europa, tras acoger favorablemente –con mayor o menor retraso– la primavera árabe, titubea y está dividida. El justo temor al fracaso democrático tiene un efecto paralizante en vez de incitar a la acción para impedir el fracaso. El apoyo no puede consistir en dar continuidad a la colonización económica, sino que habría que diseñar un Plan Marshall de nuevo cuño; habría que ir más allá de la idea de desarrollo y adaptarla a una concepción simbiótica en la que cada cultura árabe conservara sus virtudes y lo mejor de Occidente, como los derechos humanos y los derechos de las mujeres.
El temor a la emigración o el temor a un retroceso islamista solo pueden superarse mediante un apoyo sin fisuras a la aventura democrática.
El admirable impulso de los primeros meses de 2011 se halla sometido ahora a los avatares de la historia. Como cualquier movimiento liberador, es una apuesta, y como cualquier apuesta, debe ir acompañado de una estrategia, es decir, de flexibilidad e inventiva frente a obstáculos e imprevistos, y debe evolucionar en función de las nuevas informaciones que lleguen a lo largo del camino. Sin duda, el movimiento experimentará derrotas e infortunios. Pero encierra en su seno un principio regenerador que provocará nuevos amaneceres.
De la aspiración a la consecución de la democracia
En la mayoría de países árabes se plantean los difíciles problemas que entraña la transición de la aspiración democrática a la consecución de la democracia.
En este sentido, debemos tener en cuenta, no tanto las lecciones de la historia, sino las lecciones de la reflexión sobre la historia. La primera lección es que en la Europa moderna la democracia ha sido frágil y temporal. En Francia, la Revolución de 1789 degeneró en terror; luego vino el Termidor y posteriormente el Imperio, cuya caída provocó la restauración de la monarquía; hasta finales del siglo XIX no se instauró la Tercera República, aniquilada por el desastre militar de 1940 en beneficio de Vichy.
Recordemos que el fascismo del siglo XX destruyó la democracia italiana, que el nazismo destruyó la democracia alemana, que el franquismo destruyó la democracia española y que la Unión Soviética instauró, hasta 1989, su régimen totalitario en los países europeos que se encontraban dentro de su órbita.
Pero también hay que pensar que en Francia, Italia, España, Alemania, en las democracias populares e incluso en la URSS, las ideas de 1789 regeneraron y reinstalaron –bien es cierto que de forma desigual– la democracia.
Del mismo modo, la Primavera Árabe de 2011 podrá ser objeto de desviaciones e intentos de sofocación y confiscación, pero su mensaje renacerá una y otra vez: se ha convertido en una fuerza generadora y regeneradora de la historia (a menos que, por supuesto, la historia humana se dirija hacia una catástrofe generalizada).
El principio de la libertad
La segunda lección de la historia es la de la antes mencionada ecología de la acción; el recrudecimiento de las dictaduras puede provocar levantamientos revolucionarios, y los brotes revolucionarios pueden desencadenar dictaduras reaccionarias, como sucedió en España en 1936. Cabe añadir, no obstante, que las profundas divisiones entre anarquistas, comunistas y liberales dentro de la República española contribuyeron a su derrota.
En cierto sentido, la primavera árabe fue una consecuencia de la exacerbación de los despotismos y del control que estos ejercían sobre las riquezas de sus países. Pero también podemos albergar el temor a que la primavera, al dividirse, fragmentarse y dispersarse, suscite una nueva reacción.
La tercera lección de la historia es la dificultad que entraña el arraigo de la democracia. Acabamos de indicarlo en el caso de Europa. Veamos cuáles son las causas:
- La democracia se nutre de conflictos de ideas, aun sin estar arraigada en la conciencia de los ciudadanos; el conflicto de ideas puede permitir la victoria de un partido que derogue la democracia (Alemania, 1933) o incluso desembocar en una guerra civil (España, 1936).
- La democracia debe tolerar la expresión de ideas antidemocráticas, pero corre el riesgo de dejarse destruir por un partido antidemocrático: ¿hasta qué punto, hasta qué momento hay que mantener la tolerancia, habida cuenta de que el principio de «ninguna libertad para los enemigos de la libertad» tiende a sofocar la libertad?
- La democracia está sujeta al juego competitivo de verdades opuestas, pero no tiene más verdad que el principio de la libertad, y el sufragio universal no es inmune al error.
- La democracia se debilita sin la participación activa de los ciudadanos en la vida política. En pocas palabras, la democracia es una gran aventura dentro de la aventura de la historia.