Nos vemos en la esquina de los cineastas

Las producciones serias relacionadas con la revolución y que intentan abrirse camino, surgen de cineastas jóvenes que siempre han estado al margen de la industria.

Basel Ramsis

Cuentan las leyendas urbanas del cine egipcio que la película Dios está con nosotros, de Ahmed Badrajan, se terminó la víspera de la noche del 23 de julio de 1952, momento en el que se inició la revolución de los oficiales liderados por Nasser. Retrasaron su estreno para hacer modificaciones y así convertirla en una película revolucionaria, a favor del nuevo régimen y de los oficiales que tomaron el poder. Este es solo un ejemplo de la relación que ha mantenido la mayor parte de la producción cinematográfica comercial egipcia y árabe con los poderes políticos. Dicha producción artística ha estado al servicio de las élites políticas y ha funcionado como una ventana propagandística. Esta relación venía garantizada por el hecho de que gran parte de la producción cinematográfica era producida por los órganos oficiales de estos Estados.

Por supuesto, queda fuera de este grupo la producción independiente y crítica con las situaciones sociopolíticas. Pero si lo anteriormente citado fuera una leyenda, ha dejado de serlo 60 años después con la película El grito de una hormiga, de Sameh Abdel Aziz. Esta película se terminó antes del estallido de la revolución del 25 de enero de 2011. La publicidad y su tráiler de promoción estaban ya distribuidos por todos los medios de comunicación. La cinta acababa con la secuencia de un grupo de manifestantes llevando fotos del presidente que solucionaría sus problemas. Pero, estalla la revolución y ese presidente cae.

Así que se retira el tráiler y se modifica el final para que este grupo salga a participar en la revolución contra el presidente. Como este ejemplo hay muchos más, pero no se trata ahora de hablar de este tipo de cine, sino de la relación entre el cine llamado “serio”, o “crítico”, con las revoluciones árabes.

La sombra y el sueño de los años setenta

A finales de los años setenta surgió una nueva generación de cineastas árabes, principalmente en Egipto, pues era en ese país donde entonces se encontraba el centro de la producción cinematográfica del mundo árabe, pero también en Líbano, Siria, Túnez y Argelia. Una generación que recibió distintos nombres, uno de ellos el de “Generación del cine nuevo”. Se trataba de cineastas jóvenes que procedían sobre todo de los movimientos estudiantiles y de protesta de finales de los años sesenta.

El cine para ellos era un campo nuevo en el que intentar reflexionar sobre las derrotas, pequeñas o grandes, que habían sufrido en el periodo anterior, y sobre sus sociedades, que se estaban transformando a un ritmo muy rápido en modelos sociales y políticos que ellos rechazaban. Eran cambios dirigidos principalmente hacia el liberalismo económico y en contra de los proyectos socialistas: aumento del poder de los petrodólares y su interferencia en la vida de los árabes fuera de la zona de Golfo, estreno de la sociedad de consumo, crecimiento de las fuerzas islamistas de todo tipo, revueltas populares fracasadas, y la apertura a Israel, Europa y Estados Unidos. Efectivamente, consiguieron hacer un cine nuevo durante toda la década de los ochenta hasta mediados de los noventa, cuando empezaron a desaparecer por diversos motivos. Se trata de un cine que refleja las realidades que viven sin maquillaje y con un lenguaje nuevo.

Esta generación de cineastas árabes estaba en el imaginario de muchos jóvenes cuando participaron en los primeros días de las revoluciones, con la excepción de Libia y Yemen, donde no había producción cinematográfica antes de las revueltas. Decenas de cineastas jóvenes en las calles egipcias, tunecinas y sirias pensaban durante el invierno de 2011: “Sí, vamos a hacer un cine nuevo, un cine revolucionario”.

Los primeros productos

Pocas semanas después de la caída de Hosni Mubarak, salió la primera película sobre la revolución. Se trata de 18 días, dirigida por varios directores, cada uno de ellos encargado de un cuento de ficción. La primera polémica a la que se enfrentó este proyecto fue el rechazo de muchos cineastas egipcios por dos motivos: por querer hablar sobre el suceso más importante de la historia egipcia moderna sin darle tiempo a madurar o a reflexionar seriamente sobre lo que estaba y seguía pasando; y porque los promotores del proyecto fueron dos cineastas de cine comercial, partidarios del régimen de Mubarak, con posturas contrarias a esta revolución.

Normalmente los grandes sucesos políticos y sociales dejan huella en los productos culturales que los acompañan, ya sea en la forma o en el contenido. Pero en el caso de 18 días no hubo una forma nueva o distinta, ni un contenido que estuviera al nivel del tema que trataba. Era más bien una mezcla de visiones y de cuentos que no encajaban juntos, incluso algunos tenían una visión muy negativa de la revolución y los revolucionarios. Este fue el primer producto que tuvo respaldo en cuanto a producción y distribución internacional. Pero no fue el primer producto real. Antes, en las plazas egipcias y las calles tunecinas, cientos de aficionados del cine, o profesionales del medio audiovisual, habían documentado con cámaras pequeñas, y a veces con móviles de gama alta, lo que estaba pasando.

El ejemplo más claro fue el de las tiendas de campaña del “Media Center” que se montó en la plaza Tahrir el primer día de su ocupación, el 28 de enero de 2011. Un modelo que se traslada más tarde a Siria, a manos del grupo Abu Nadara, que cada viernes sacaba un cortometraje sobre la revolución en su país. Muchas son piezas de animación. O el ejemplo de Basel Shehada, el joven sirio que estudiaba cine en EE UU, abandonó sus estudios y se trasladó a Siria para morir unos meses después en Homs, durante un bombardeo, mientras intentaba enseñar a los aficionados cómo sacar vídeos de mejor calidad. Con el paso del tiempo han ido saliendo muchos productos, en su mayoría de formato documental, que intentan mostrar lo que está ocurriendo.

Algunos tratan los sucesos de forma global, otros tratan parte de la imagen o un detalle determinado. Algunos no se alejan del formato del reportaje televisivo superficial sobre las revoluciones –gran parte de la producción documental de Al Yazira–, mientras que otros han intentado buscar vías alternativas y nuevas en la narración del documental y de la ficción.

Palabras rojas y menos rojas

Palabra roja (2011), del tunecino Elyes Baccar, es uno de los ejemplos más claros de esta búsqueda de una forma nueva para acercarse a un contenido revolucionario. Es un largometraje documental que cuenta con pinceladas los primeros meses de la revolución tunecina. Un mosaico de diversos personajes, espacios y secuencias cortas, que se aleja de los discursos de los personajes públicos o famosos y se dirige hacia los ignorados de esta revolución. El mismo año, salió en Túnez un cortometraje de ficción particular, Ley 76, de Mohamed ben Attia.

Una historia que parecía ser propaganda contra los islamistas, imaginando la promulgación de una ley islamista para prohibir los cafés. Lo curioso es que fue en Egipto, y no en Túnez, durante el primer periodo de la presidencia del islamista Mohamed Morsi, en 2012, donde intentaron promulgar una ley parecida. En el terreno de la ficción han surgido varios productos, como la película El francotirador (2012), de Yousry Bussida. En ella se intenta hacer una investigación ficticia sobre los que dispararon a los jóvenes antes de la caída de Ben Ali. Ese año reaparece uno de los directores de la “Generación del cine nuevo”.

Se trata de Nuri Bouzid con la película No morimos, un proyecto sobre la vida de las mujeres tunecinas, escrito antes de la revolución y modificado después para que fuera de actualidad. Mientras tanto, muchos miraban al Cairo, a la cuna del cine árabe. Y allí, las cosas estaban complicadas. ¿En qué estaban ocupados los cineastas egipcios? Estaban dispersos por diversas partes: unos ocupaban el Sindicato de cine para echar al secretario general que pertenecía al régimen de Mubarak; otros peleaban contra la censura; otros seguían participando activamente en todo tipo de protesta social y política bajo el lema “la revolución continúa”, dejando el cine apartado puntualmente; otros se centraban en decenas de proyectos audiovisuales para llenar las programaciones de las grandes cadenas de televisión, como Al Yazira, o de otras televisiones europeas; algunos seguían con sus mismos trabajos, la publicidad o series de televisión; mientras que otros intentaban sacar adelante proyectos de ficción o de documental, de manera independiente o con una buena financiación, europea principalmente.

De este último grupo salió la película de Yusri Nasralla Después de la batalla (2012) que aborda una historia de amor entre una chica intelectual, revolucionaria y de clase alta, y un joven marginado que participó en la batalla de los camellos del 2 de febrero de 2011 contra los revolucionarios. También surgió la película de Ibrahim El Batut El invierno pasado, de producción relativamente independiente, pero que no se aleja de este tipo de contenido, una historia de amor con telón de fondo político. Mientras tanto, el documental intentaba acercarse más a lo político, como El bueno, el malo y el político (2011), de tres directores diferentes, cada uno de los cuales se acercó a los sucesos desde tres historias concretas: un joven dentro de la plaza, un policía y testimonios de personajes públicos.

El grafiti y el cine

Es evidente que ha habido un auge de determinadas expresiones artísticas a nivel de lenguaje, forma y contenido, desde el momento en que estallaron las revoluciones árabes. Es el caso de la poesía, la canción, la música urbana y algunos tipos de escritura, aunque el ejemplo más claro en este sentido es el del grafiti. Quedan fuera de esta ola el cine y el teatro, por su propia naturaleza.

Las expresiones artísticas que viven un periodo de desarrollo son, en su mayoría, individuales. Se trata de expresiones de un artista, o de un colectivo reducido de artistas, que no pertenecen a ninguna industria. En el Instituto Superior de Cine de El Cairo repetían esta frase: “El cine es industria, comercio y arte”. Algunos profesores no dejaban de repetir que es industria y comercio antes que arte. Esta es una de las claves, la idea de que el cine necesita mucha financiación, un grupo grande de personas implicadas y un tiempo largo de trabajo desde que surge la idea hasta finalizar el producto. Sin olvidar el pasado, el control permanente sobre el cine por parte de los regímenes y que continúa en la actualidad.

A esto hay que añadir que, en vísperas de las revoluciones, esta industria cinematográfica estaba en su momento más débil. Esto ha ayudado a que no se cumpla “el sueño” de hacer algo parecido a la “Generación del cine nuevo” de los años setenta, que empezó a trabajar en la industria cuando esta estaba en un momento fuerte. A comienzos de 2011, habían caído dos presidentes árabes, Mubarak y Ben Ali, y estaban en camino otros dos, Muamar Gadafi en Libia y Abdalá Saleh, en Yemen. Pero hoy, dos años y medio después, no han caído sus regímenes, ni se han cambiado sus sistemas. Un cine revolucionario, o nuevo, necesita romper “revolucionariamente” con los sistemas de producción establecidos durante décadas por los regímenes anteriores.

Necesita un proceso muy largo, igual que las propias revoluciones, que puede durar años hasta madurar y a lo mejor muere o fracasa en el camino. Por eso, se puede entender que las producciones serias relacionadas con la revolución y que intentan abrirse camino surjan de cineastas jóvenes que siempre han estado al margen de la industria.

Nos vemos en…

Nos vemos en la esquina de los cineastas”. Esta frase se repetía varias veces al día. Se trata de una esquina en la plaza Tahrir donde se concentraban diversas generaciones de cineastas. Los tunecinos buscaban también sus puntos de encuentro. La novedad por el momento es que estos cineastas han formado parte de un movimiento popular revolucionario, al que no han sido ajenos, ni lo han observado con distancia.

Fuera de la esquina, pero en las mismas plazas y calles, había otra imagen. Una imagen de la plaza Tahrir durante los primeros días de la revolución, tomada desde arriba, al anochecer. Es un plano general de la plaza llena de cientos de miles de personas. En la imagen se ven miles y miles de pequeños puntos azules. Son las pantallas de los móviles de la gente, documentando lo que están viviendo y haciendo su propios productos audiovisuales. ¡Todos somos realizadores y todos somos personajes de cine! Es probable que de esto salga en el futuro un cine árabe revolucionario.