Niña árabe yendo a la escuela por primera vez, una mañana de otoño, cogida de la mano de su padre. Éste, tocado con un fez, la figura alta y erguida, y trajeado a la europea, lleva una cartera; es maestro en la escuela francesa. Una niña árabe en un pueblo del Sahel argelino. Ciudades o pueblos de callejones blancos, con casas ciegas. Desde el primer día en el que una niña «sale» para aprender el alfabeto, los vecinos adoptan la mirada astuta de quienes se apiadan, con diez o quince años de adelanto, del padre audaz o del hermano inconsecuente. La desgracia se abatirá infaliblemente sobre ellos.
Como toda virgen instruida sabrá escribir, escribirá de corrido «la» carta. Le llegará la hora en la que el amor que se escribe es más peligroso que el amor secuestrado. Velad el cuerpo de la muchacha núbil. Volvedla invisible. Transformadla en un ser más ciego que los propios ciegos, aniquilad en ella toda memoria del exterior. Pero, ¿y si sabe escribir? El carcelero de un cuerpo sin palabras —y las palabras escritas son móviles— puede dormir tranquilo: le bastará con suprimir las ventanas, con cerrar con candado el único portal, con elevar al cielo un muro sin aberturas. Pero, ¿y si la muchacha escribe?
Su voz, a pesar del silencio, circula. Un papel. Un trapo arrugado. La mano de una criada en la oscuridad. Un niño incomunicado. El guardián deberá velar día y noche. El escrito echará a volar por el patio, lo lanzarán desde una terraza. En un cielo que de pronto pasa a ser demasiado vasto. Habrá que empezar de nuevo. A los diecisiete años me vi inmersa en una historia de amor por causa de una carta. Un desconocido me escribió; por inconsciencia, o por audacia, lo hizo abiertamente. Mi padre, preso de una rabia sin límites, hizo jirones la misiva en mi presencia. No me la dio a leer; la echó a la papelera.
Durante el verano, en el pueblo, la adolescente, salida del internado, se hallaba enclaustrada en un piso que daba al patio de la escuela; a la hora de la siesta pudo recomponer la carta que había suscitado la cólera paterna. El corresponsal misterioso hacía referencia a la ceremonia de los premios que se habían otorgado dos o tres días antes, en la ciudad vecina; me había visto subir al estrado. Me acuerdo de que, a la salida, en los pasillos de la escuela de los chicos, lo había desafiado con la mirada. Me proponía ceremoniosamente un intercambio de cartas «amistosas».
A los ojos de mi padre se trataba de una petición indecente, como si en esa invitación se esbozaran los preparativos de un rapto inevitable. Las palabras convencionales y en lengua francesa del estudiante en vacaciones se habían visto hinchadas por un deseo imprevisto e hiperbólico, simplemente porque mi padre había querido destruirlas. En los meses y años siguientes seguiría inmersa en esa historia de amor, o más bien en la prohibición del amor; el propio hecho de la censura paterna alimentaría la intriga. En ese esbozo de educación sentimental, la correspondencia secreta se desarrollaba en francés; así, la lengua que me había sido dada por mi padre se había convertido en mi intermediaria y en mi iniciadora; desde entonces, pasaría a ser un signo doble, contradictorio…
Como una heroína de novela occidental, el desafío juvenil me había liberado del círculo que los cuchicheos de invisibles antepasadas habían trazado en torno a mí y en mí… Después, el amor se transmutaría en el túnel del placer, en la arcilla conyugal. Purificación en el recuerdo de los sonidos de la infancia; una purificación que nos envuelve hasta llevarnos a descubrir una sensualidad cuya inundación nos va deslumbrando poco a poco… Silenciosa, privada de las palabras de mi madre por una mutilación de la memoria, recorrí milagrosamente las aguas sombrías del corredor, sin adivinar sus murallas.
Choque de las primeras palabras reveladas; la verdad surgió de una fractura de mi voz balbuceante. ¿De qué roca nocturna del placer había conseguido arrancarla? He hecho prorrumpir el espacio en mí, un espacio desquiciado de gritos sin voz, petrificados desde siempre en una prehistoria del amor. Una vez aclaradas las palabras —esas mismas que el cuerpo desvelado descubre—, corté las amarras. Mi pequeña me agarraba de la mano; me fui al amanecer.