A primera vista, en una gran parte de los países del sur del Mediterráneo la condición de las mujeres parece paradójica. Por un lado, el peso de una misoginia muchas veces milenaria continúa vehiculando todos los estereotipos de su supuesta inferioridad, manteniéndolas dentro de un estatuto jurídico y una situación concreta de sujeción. Por otro, se han visto afectadas en diversos grados por los importantes cambios que han conocido esos países en el curso de las últimas décadas, los cuales las han obligado —con algunas excepciones— a llevar a cabo ciertas reformas, más o menos atrevidas según los casos. En el curso del último cuarto de siglo, las trasformaciones económicas y sociales producidas en nuestro planeta han tenido unos efectos muy importantes sobre la condición femenina, en cualquier parte del mundo, tanto en el Norte como en el Sur. Es evidente que lo que conocemos como globalización, y que tantas cosas ha modificado, no podía dejar de tener consecuencias para las mujeres. Y si dicha globalización ha tenido numerosos efectos negativos respecto a la vida de la mujer, hay que decir que ha ido acompañada de lo que se podría llamar una globalización de los derechos; a pesar de ser incompleta e inacabada, esta ampliación de los derechos ha permitido avances concretos, como la obtención del derecho al voto para las mujeres de ciertos países. Pero la revolución también debe conducir a un cambio radical de los modos de producción. ¿Cuáles han sido sus consecuencias sobre la población femenina en el sur del Mediterráneo? Pese a que el marco de este artículo no permite un análisis muy afinado, por lo menos podemos indicar algunas pistas que nos lleven a reflexionar sobre el tema.
¿Las mujeres se han visto afectadas en mayor medida que los hombres por las consecuencias del proceso de liberalización de la economía mundial? Los numerosos estudios llevados a cabo en el curso de las dos últimas décadas han observado que, en cualquier parte del mundo, se ha producido una feminización de la pobreza. Y aunque dicha evolución no sea discutible, posiblemente convendría profundizar más en el análisis y plantearse la cuestión de saber si las mujeres han podido beneficiarse en algo de unos cambios que, por otra parte, aún no han concluido. Pero conviene plantearse otras cuestiones para saber si la condición de las mujeres del sur del Mediterráneo ha empeorado, o no, durante las últimas décadas. ¿La evolución de dicha condición puede escapar del contexto global de las relaciones entre ambas orillas, que constituyen dos grandes conjuntos heterogéneos con diferentes niveles de desarrollo? ¿La globalización y sus repercusiones han atenuado las relaciones de dominación que durante tanto tiempo han estructurado las relaciones Norte-Sur, donde dichas relaciones siguen vigentes más allá de los cambios que se están produciendo?
¿Qué impacto tienen sobre la condición femenina del Sur? ¿En los países desarrollados de la orilla norte y los países en vías de desarrollo de la orilla sur, las condiciones de vida y de trabajo han experimentado un acercamiento, o el abismo es, como siempre, cada vez más profundo? Las diferencias de nivel de vida no son una abstracción y el fenómeno migratorio muestra que todavía es preferible ser un —o una— lumpenproletario en el Norte que en el Sur. Así pues, en este contexto, ¿los intereses que tienen que defender las mujeres del Norte y del Sur en la esfera económica y social son forzosamente los mismos?
El coste de los cambios para las mujeres del Sur
Recordemos primero que la inferioridad de su estatuto y su universal aislamiento por parte del conjunto de las esferas de decisión explican que, en los períodos de crisis o de cambio, en general las mujeres sufren más que los hombres. Y más aún debido a que cargan con unas desventajas muy pesadas: una menor escolarización en la gran mayoría de los países del Sur; una formación profesional degradada, cuando la hay, y la mayoría de las veces en los sectores menos relevantes de la economía, una ocultación casi sistemática de su aportación a la producción, así como la falta de reconocimiento de la economía doméstica constituyen los principales males a los que deben enfrentarse casi en todas partes.
¿Feminización o exclusión del mercado del trabajo?
En la inmensa mayoría de los países del sur del Mediterráneo, el último cuarto de siglo se ha caracterizado por una feminización muy acelerada del mercado del trabajo. En todos los países que han optado por orientar su crecimiento sobre las exportaciones manufactureras, las mujeres han sido las que han pasado a engrosar los batallones de las nuevas clases obreras, especialmente en Túnez y Marruecos —los países más afectados por este fenómeno—, pero también, en menor medida, en Egipto y Jordania. En muchos países, las industrias manufactureras exportadoras han aumentado la oferta de empleo destinada a la mujer, que a menudo constituye la parte esencial de la mano de obra no cualificada de esos sectores: las mujeres representan más de las tres cuartas partes de los asalariados de la industria textil y del cuero en Túnez. En Marruecos, los índices de feminización de las industrias textiles son de dos tercios. Y este fenómeno afecta también en gran medida a las industrias alimenticias y a las actividades de montaje. Así pues, la deslocalización de una parte de las industrias del Norte hacia el Sur ha acelerado la oferta de empleo industrial y la feminización del sector manufacturero. Esta feminización del mercado del trabajo ha dado lugar a un escenario profesional femenino bastante diferenciado.
Los efectos negativos
En los países donde el número de trabajadoras ha aumentado en el curso de los últimos treinta años, la mayoría de las veces las mujeres han pasado a constituir un «ejército de reserva» de los asalariados, ocupando los empleos más precarios y peor remunerados, y, en consecuencia, mostrándose especialmente sensibles a la reducción de la oferta de empleo. De modo general, en la década de los ochenta y principios de los noventa, después de cada episodio de crisis, las tasas de desempleo femeninas crecieron en proporciones mucho más importantes que las de los hombres. En general, la duración del paro es más elevada entre las mujeres, que constituyen la mayoría de los parados de larga duración; ello es debido a que las mujeres son las que más sufren las consecuencias de una flexibilidad del empleo, erigida en panacea, en el marco de la búsqueda de ventajas competitivas por parte de los nuevos países industrializados, y la flexibilidad de la mano de obra es una de estas ventajas.
Por último, en los pocos países en los que existe indemnización por despido o por paro, la correspondiente a las mujeres es más baja debido al lugar que estas últimas ocupan en las jerarquías profesionales. Podemos tomar dos tipos de ejemplos para ilustrar estas afirmaciones. Aunque las mujeres representan la aplastante mayoría de la mano de obra de las industrias manufactureras en Túnez y Marruecos, los cuadros directivos son mayoritariamente masculinos, y las mujeres se ven limitadas por el famoso «techo de cristal» que les prohíbe acceder a puestos de responsabilidad. Más grave aún, los sindicatos sólo les conceden un lugar marginal en sus instancias de decisión. En Túnez, el país árabe donde, a pesar de todo, los derechos de las mujeres son más amplios, la dirección de la Unión General Tunecina del Trabajo (UGTT) no cuenta con ninguna mujer entre sus filas. Pero además del sector industrial, hoy las mujeres constituyen la mayoría del cuerpo docente y de los profesionales de la salud. Esta situación nos muestra el inmovilismo existente en unas sociedades que todavía son casi completamente androcéntricas.
Otro ejemplo lo constituyen las consecuencias de la expiración, el 31 de diciembre de 2004, del Acuerdo Multifibras, que —al reducir las posibilidades de exportación hacia la Unión Europea— ha generado una contracción del sector textil en los países exportadores. En este sector que, por ejemplo, en Túnez, ocupa a 250.000 personas, se estima en el 10% el número de empleos suprimidos desde finales de 2004. Y la misma situación se da en Marruecos o en Egipto. Una vez más, la reducción de la oferta de empleo golpea ante todo a la población femenina. He aquí el testimonio de una trabajadora tunecina recogido por el diario francés Libération del 29 de diciembre de 2004: «Aunque todavía vive en casa de sus padres, Wafa es casi el cabeza de familia.
Después de quince años en el textil […], gana 450 dinares (275 euros) al mes trabajando 48 horas a la semana con 18 días de vacaciones pagadas al año. Una trabajadora de base gana 240 (146 euros); una auxiliar, menos de 200 (122 euros), y una eventual (prácticas de aprendizaje), entre 30 y 60. Las horas extras sólo se pagan a veces. Wafa no olvida que debe su empleo actual a una huelga de hace dos años, durante la cual el patrono despidió a 150 obreras y contrató a otras. Se considera afortunada por tener un contrato de duración indefinida, que le da derecho a seis meses de indemnización en caso de paro; pero sólo menos de la mitad de sus colegas están en su mismo caso. […] compadece sobre todo a las jóvenes licenciadas que tiene bajo sus órdenes.
“Eso me hace sentir incómoda, ya que hay chicas licenciadas en árabe o en matemáticas que vienen a trabajar porque no tienen nada mejor”». No obstante, el aumento del paro femenino en período de crisis o de retracción del mercado del trabajo formal no equivale a una disminución de la carga efectiva del trabajo de la mujer. La disminución del empleo, que también afectó a los hombres, provocó un descenso de los ingresos familiares globales, y fueron por regla general las mujeres las que elaboraron las estrategias para la supervivencia de la familia; para hacer frente a las necesidades y con el fin de garantizar la continuidad del aprovisionamiento familiar, se vieron forzadas a buscar ingresos complementarios en los segmentos más precarios del sector informal.
Así pues, en períodos de recesión, a menudo trabajan más, y por menos, que en períodos de crecimiento. Después de su entrada masiva en el mundo del trabajo remunerado, la liberalización del mercado del trabajo dio lugar a una disminución de la actividad de las mujeres en el sector moderno —en el que ellas fueron las primeras en ser despedidas o forzadas a trabajar a tiempo parcial—, al tiempo que a un aumento de sus actividades, en general mal pagadas, en el sector informal. La generalización del trabajo domiciliario a destajo también empeora la explotación de la mano de obra femenina, y no contribuye a aumentar sus posibilidades de autonomía. En este contexto, el empobrecimiento parece haber afectado más a las familias monoparentales, en las que la mujer asume las funciones de jefe, debido a la ausencia de un salario masculino —por regla general, más alto que el femenino— y al aislamiento y la relativa marginación de las familias dirigidas por mujeres. La inmensa mayoría de los estudios realizados sobre la pobreza han mostrado que, entre las categorías más pobres, había una alta presencia de mujeres cabezas de familia.
Sin embargo, no podemos basarnos sólo en estos datos
En efecto, aunque se tenga el conocimiento de que el acceso al trabajo remunerado es una de las vías de emancipación de las mujeres (entrada masiva en la esfera pública, autonomía financiera, extensión de las actividades femeninas más allá de las tareas que tradicionalmente les están reservadas), como sucedió en Europa, hay que admitir que, en conjunto, la deslocalización y la creación de unidades de fabricación en los países del sur del Mediterráneo han sido positivas para las mujeres. Y aunque es cierto que este dato no debe utilizarse para ocultar el problema de la explotación de la mano de obra femenina, también lo es que esta mano de obra no estaba menos explotada en las formas tradicionales del trabajo femenino. Así pues, para las mujeres del Sur, la deslocalización de una parte de la producción del Norte hacia el Sur ha tenido efectos reales y positivos.
La cuestión de las deslocalizaciones industriales ilustra las divergencias de intereses que pueden existir entre las mujeres del Norte y del Sur, unas divergencias que no debemos ocultar. La cuestión más bien sería la siguiente: ¿cómo no caer en la trampa de un nacionalismo económico que, ciertamente, no es una buena respuesta a la globalización? ¿Qué clase de solidaridad deben implantar quienes están a cargo de la necesidad de un nuevo reparto mundial de la producción y el trabajo? Sin embargo, estos hechos no deben hacernos olvidar que el crecimiento localizado de los márgenes del trabajo femenino no logra borrar la tendencia imperante respecto a la desvalorización de su trabajo y su situación social. Las mujeres engrosan los batallones de las categorías menos protegidas de los países que se ven afectados por transiciones económicas y sociales brutales. Esa fragilidad es el resultado de una situación de sujeción todavía mayoritaria.
Las políticas de rigor y las mujeres
Las mujeres y los costes ocultos del ajuste
Sabemos que, desde comienzos de la década de los ochenta, en numerosos países del Sur se implantaron programas muy rígidos con la finalidad de restaurar los grandes equilibrios económicos y financieros, que se habían visto afectados por el gran impacto de los golpes procedentes del exterior y por un mal gobierno interno. Generalmente, esas políticas tendieron a agravar la situación de las mujeres, que prácticamente fueron las únicas que tuvieron que pagar los «costes ocultos». En la inmensa mayoría de las sociedades del Sur, todavía fuertemente marcadas por las estructuras patriarcales, las mujeres y las jóvenes fueron las primeras víctimas del recorte de las inversiones públicas en los sectores sociales de varios países. De hecho, a igual nivel social, el ajuste las penalizó más que a los hombres, en la medida en que sistemáticamente aumentó la parte invisible de su trabajo en detrimento de su parte remunerada. En efecto, en la sociedad las mujeres son las que se encargan de asegurar la reproducción del conjunto de los «recursos humanos». La principal consecuencia del descenso de las inversiones sociales y de la preocupación general respecto a la rentabilidad interna de las empresas sociales consistiría en trasladar una parte importante de la carga del sector público hacia la esfera doméstica; es decir, hacia el ámbito femenino, ya que los recortes realizados en las inversiones y en la masa salarial en los países sometidos a «curas de austeridad» significaron, en gran medida, una transferencia de las tareas de naturaleza social al trabajo femenino gratuito.
Pero, una vez más, se trata de resultados contrastados
Los años de austeridad y la movilización extraordinaria de las mujeres para intentar circunscribir los efectos sociales, así como su capacidad para encontrar paliativos a la reducción de las rentas familiares, produjeron otro efecto: en la década de los noventa, las instituciones financieras internacionales descubrieron a las mujeres y su capacidad para influir sobre las evoluciones socioeconómicas. Y dado que en lo sucesivo se las equipararía a un vector de modernidad, se hizo necesario abrirles puertas que hasta entonces prácticamente les habían estado cerradas. Así, el Banco Mundial se volvió un ferviente militante de la educación de las jóvenes a partir del momento en que comprobó que la instrucción era un factor determinante para la disminución de la fecundidad. Hoy, la escolarización de las chicas es un elemento clave de sus políticas de disminución de la aceleración del crecimiento demográfico. Por otra parte, hoy a las mujeres se las considera sujetos económicos: su dinamismo en el sector informal las ha llevado a constituirse en agentes privilegiados de nuevos procesos de modernización, dado que las instituciones financieras se han dado cuenta de que el sector informal constituía un lugar privilegiado de la dinámica liberal. Con un coste ciertamente desorbitado, los años de restricciones harían que los encargados del «desarrollo» se dieran cuenta de la existencia de las mujeres, unas mujeres a las que hasta entonces nunca habían visto.
Las mujeres del Sur, entre la precariedad y la emancipación
Así pues, las décadas de los noventa y del dos mil están marcadas por tendencias contradictorias. Por un lado, las formas actuales de la globalización, conducida bajo el estandarte de un dogmatismo liberal favorable al desmantelamiento de las regulaciones sociales, han ahondado aún más las desigualdades sociales dentro de los espacios nacionales, han aumentado el paro y el subempleo, y, por último, han favorecido la precariedad del mercado del trabajo no cualificado. Las mujeres del Sur, como las del Norte, han sido las primeras víctimas de dicha precariedad, las primeras en verse excluidas del mercado del trabajo formal.
La desvinculación del Estado con respecto a los sectores sociales ha tenido como consecuencia el traslado hacia la esfera particular —es decir, a cargo de las mujeres— de un cierto número de tareas que anteriormente asumía el sector público. Por otro, en ciertas condiciones, las mujeres han sabido aprovechar los cambios en curso para reforzar su posición económica o para redefinir los papeles en el seno de la familia. En varios países, la expansión de los microcréditos —a pesar de sus insuficiencias— ha permitido que las mujeres de las clases populares que se benefician de ellos hayan visto aumentar sus ingresos, así como invertir en sus actividades y organizarse por medio de la multiplicación de las agrupaciones femeninas. Eso da lugar a una redefinición de los papeles, por el momento todavía tímida, aunque efectiva, en el seno de la familia.
La reciente atención concedida por parte de los proveedores de fondos a las agrupaciones femeninas en los llamados países en desarrollo podría acelerar ese proceso. Al golpear el paro tan masivamente a los hombres, en ciertas ciudades monoindustriales de Marruecos y Túnez las mujeres obreras son, a veces, las únicas de la familia que cuentan con un empleo regular en el sector formal, lo que facilita una eventual renegociación del reparto de la autoridad entre los sexos en el seno familiar.
Consecuencias políticas de la evolución de los roles femeninos
Los procesos de modernización y de liberalización autoritaria de las economías en desarrollo también han contribuido a debilitar los estatutos masculinos profesionales y sociales. Vinculados a una lenta, aunque indiscutible, modernización social, esos procesos han contribuido a romper las jerarquías tradicionales. En numerosos países, dicha evolución ha provocado reacciones de violencia misógina, institucionalizada o no, y la vuelta a un orden antiguo, ampliamente mitificado, que para amplias capas de la sociedad constituía el único remedio para el desamparo social. En el curso de los últimos años ese intento de restaurar un orden patriarcal estricto se ha presentado bajo varias formas. En el mundo arabomusulmán, su traducción ideológica ha dado lugar a reacciones que se han refugiado en la religión.
El desarrollo de las esferas de influencia del islam político es también, y posiblemente sobre todo, una consecuencia de la evolución de las relaciones de género, algo insoportable para una mayoría de la sociedad masculina. Por una parte, en muchos casos las luchas de las mujeres contra las consecuencias sociales de las políticas de los ajustes económicos, y el hecho de que a menudo hayan sido las únicas que han garantizado la supervivencia familiar, han aumentado su capacidad de organización y su visibilidad social al mismo tiempo. Por otra, nunca la presencia de las mujeres del Sur fue tan rotunda en la vida política internacional como en el curso de la década de los noventa. Fueran cuales fueran sus tribulaciones durante este período, puede decirse que, en cierta medida, la década de los noventa fue su década.
Conclusión
Aunque con frecuencia hayan sido catastróficas en lo económico, y en ciertos países devastadoras en los ámbitos social e ideológico, las consecuencias de los cambios de las dos últimas décadas son más complejas de lo que a primera vista se podría creer. ¿Qué hay que hacer para, en un mismo movimiento, luchar contra la precariedad económica y el backlash misógino?, ¿para sacar provecho de los nuevos espacios de visibilidad —y por qué no, de los efectos de las modas—, y para que los derechos de las mujeres se vean ampliados? Éste es uno de los desafíos a los que hoy se enfrentan las mujeres del sur del Mediterráneo.