Las mujeres de las regiones del sur del Mediterráneo jamás habían hecho que se hablara tanto acerca de ellas como desde hace algunos años, con motivo del surgimiento de los movimientos integristas, principalmente en Argelia, en Egipto y, desde hace poco, casi en todos los países donde el islam es la religión oficial. Hace más de diez años que hay numerosos discursos consagrados a las mujeres. Principalmente asistimos a dos formas de expresión que, aunque contradictorias, apuntan a la misma finalidad. En un caso, a las mujeres se las presenta como víctimas de los diferentes sistemas de su país (y principalmente del religioso); en el otro, son demonizadas y prácticamente se las tilda de verdugos, ya que a menudo se las califica de colaboracionistas con los poderes vigentes y, aún más, con el gran Satanás occidental.
Así, a cualquier reivindicación que se salga de un determinado marco, el de los islamistas, se la considera sin fundamento y sobre todo se la percibe como un atentado al dogma, lo que haría que las mujeres se vieran excluidas de la comunidad de los creyentes, incluso de los impíos y traidores. Aparte de estos dos enfoques, no habría salvación para las mujeres… En particular, para las que están ligadas a esta religión, y de un modo más amplio aún, a esta civilización. Así pues, como se puede comprobar, a las mujeres les resulta difícil encontrar un modo de expresión fuera de este marco, aunque muchas de ellas hayan logrado verse y pensarse bajo el prisma deformador que sirve a las estrategias de grupos con determinados intereses, confesados o no.
En realidad, únicamente se trata de impedir que las mujeres se expresen por sí mismas, como si siempre tuvieran que tomar prestado un lenguaje —el del otro— para comprender su propia condición. Ese otro son los hombres, y en segundo lugar las mujeres de las sociedades occidentales, que con buen juicio se movilizan en defensa de sus colegas, basándose en la experiencia de la historia de las mujeres en Occidente. Si bien es verdad que es esencial ver que la dominación masculina produce los mismos efectos sobre las mujeres, por otro lado parecería necesario matizar este hecho según los grupos y los momentos históricos de cada país.
Así, en lo que se refiere a las mujeres del Sur, es importante volver a la postura del islam —en tanto que obstáculo para la igual dad entre los sexos—, llevando a cabo una necesaria ruptura con el pensamiento que comúnmente impera. Porque la visión del islam, que tendería a querer imponerse hoy como un todo homogéneo válido para cualquier época y cualquier lugar, puede ser inexacta. Para corroborar lo que acabamos de exponer, nos basamos en una encuesta realizada en la década de 1990 sobre ciertos itinerarios de mujeres argelinas: las que se cuentan entre la élite de la generación de la década de 1940, así como en la película de Lalem, que ya había entrevistado a chicas del Instituto Ourida Meddad en la década de 1970. Todas ellas pertenecían a universos musulmanes y todas ellas afirmaban que el islam jamás constituyó un freno para su evolución social. Las dificultades que tuvieron que vivir se debieron más a la tradición que a la religión propiamente dicha.
El padre, el hermano, el tío o la madre fueron los que más intentaron obstaculizar sus carreras. «Mi madre me decía siempre: esto no se hace… ¿Hasta dónde quieres llegar con tus estudios, piensas convertirte en un hombre?». Sobre una de sus hijas, Cherifa decía «que se había convertido en un soldado», porque vivía en un internado y se consagraba a sus estudios lo mismo un hombre que se alista en el ejército. Evidentemente, la promoción a través del estudio conduce a una transformación social y mental. Y las madres sentían dicha transformación como un cambio de categoría de género, pero sin ver integradas a sus hijas en los universos masculinos; de ahí ese miedo a verlas salirse de la tradición sin adquirir a cambio la tan esperada emancipación.
Otra afirmaba que la religión no existía para ella, por decirlo de algún modo. La religión era «cosa de hombres». «Sólo me hablaban del tema cuando se acercaba el ramadán… De ese modo sentí que estaba entrando en el mundo de los adultos y que quizá hacía falta que se me tomara en serio». Lo que puede parecer sorprendente es que en ese instituto femenino de la periferia de Argel no se hablaba de ese tema… El islam estaba presente en el momento de las fiestas religiosas o durante el ramadán, y a las chicas que tenían que comer, es decir, que no ayunaban durante su menstruación, había que inscribirlas en un registro.
El Corán prescribe que sólo un cuerpo puro puede practicar el ayuno. En este instituto, como en muchos otros, durante ese período (1965-1970) había una escisión real entre lo religioso y lo civil, aunque la emancipación de las chicas no pasaba por un cuestionamiento del islam, sino más bien por un cuestionamiento de las mentalidades. Por otra parte, conviene recordar que los gobiernos de entonces (1963-1970) animaban a las chicas, como lo hacían con los chicos, a dedicarse a la ingeniería, por ejemplo. En otra familia, de origen campesino, fue el abuelo, nacido en 1898, quien cambió el destino de toda la prole, incluso de todo el pueblo, al incitar a sus nietas a que estudiaran. Para ese anciano, la educación era un vector de la emancipación de las mujeres, las cuales tienen que emanciparse de lo religioso y de la tradición.
Según afirmaba, quien posee el conocimiento no necesita lo religioso, porque el saber abre vías que por lo general están cerradas a los ignorantes. Para ese hombre, los estudios nos liberan de cualquier forma de coacción y tienen que conducir a una igualdad entre los hombres y las mujeres. Los orígenes de la inferioridad de que son víctimas las mujeres se hallan en la falta de cultura Todas las mujeres entrevistadas refieren la misma experiencia; es decir, mencionan el papel que desempeña el padre en la educación de sus hijas, que muy a menudo se produce contra la voluntad de otros hombres de la familia (hermanos, padres y a veces hijos mayores). Es frecuente que las madres se opongan a la elección del padre por temor a ver a sus hijas marginadas por la sociedad y que no encuentren un marido para fundar un hogar.
Estos ejemplos, en su mayoría argelinos, pero que también se pueden hallar en otras regiones del norte de África, como Marruecos, Túnez, Egipto y, probablemente, en muchas otras, merecen ser meditados. ¿Por qué lo que en otro tiempo se planteaba en términos de tradición hoy se plantea bajo el manto de la religión? No debemos pensar, como los antropólogos, que la cultura tradicional del grupo ha perdido su fuerza de cohesión social y su coherencia hasta el punto de permitir a los hombres refugiarse en un islam de importación extranjera —por algunos de sus aspectos—, opuesto a los valores del islam vivido, basados en principios de tolerancia entre las culturas y entre las diferentes poblaciones que han habitado en esta área del Mediterráneo, crisol de civilizaciones.
Por ejemplo, en el siglo XVII, Argel era una ciudad donde se hallaban presentes las tres religiones monoteístas; también podíamos observar una práctica de todas las lenguas del Mediterráneo, junto a las lenguas autóctonas. Al ver las actitudes y los comportamientos de ciertos grupos, o de ciertos portavoces de determinadas ideologías, nos cuesta imaginar que en el norte de África, por ejemplo, hasta épocas bien recientes, y según los grupos, existieran diferencias en lo referente al estatuto de las mujeres, unos más sensiblemente abiertos que otros. Las mujeres tuaregs no tienen el mismo estatuto que las mozabitas, ni tampoco las mujeres de la Cabilia tienen el mismo estatuto que las de la zona de Aurès o de los altiplanos. ¿Y qué decir sobre la separación entre la sharia y el derecho consuetudinario…, ya que, aunque su práctica haya desaparecido de las ciudades, su espíritu se mantiene todavía muy fuerte? Incluso en las ciudades, es normal ver a mujeres que renuncian a su parte de la herencia familiar en beneficio de su hermano.
Todo esto debería hacernos reflexionar sobre las complejas relaciones entre las mujeres, las prácticas culturales y el islam, sabiendo que éste nunca fue uno, y que sus promotores, queriendo imponer la sharia, en cierta manera reconocen que ésta jamás se ha aplicado. Para evitar todas las derivas, tanto si emanan de una visión extremista y religiosa como de una lectura occidentalista, que reduce al islam a una visión única, la de su dimensión jurídica, es importante basarse en la historia de cada país, e incluso de cada grupo, para comprender sus modos de funcionamiento.
Las mujeres pueden asumir, si ellas lo desean, con la religión de su padre, adaptándose a un modo de vida de acuerdo con la contemporaneidad, lo que contribuye al desarrollo de la persona sin diferencias de sexo o de cultura. Pero para eso es importante que los estados lleven a cabo las reformas necesarias para que el islam sea algo más que un código jurídico en el que la discriminación entre hombres y mujeres sea la regla evidente. Los itinerarios de mujeres, situados y fechados, citados anteriormente permiten repensar seriamente esta cuestión, teniendo en cuenta la importancia que reviste lo religioso cuando se trata del derecho de las mujeres, aun tratando de mantener las distancias, en la medida en que se trata de un sujeto histórica y políticamente peligroso, que exacerba las tensiones en lugar de atenuarlas.
En efecto, existe una deriva que puede revelarse muy peligrosa para las sociedades contemporáneas: la de «colgarse» de la religión en vez de interpelar directamente a los estados, que, como es bien sabido, tienen mucho interés en parapetarse detrás del fenómeno religioso para no resolver los problemas de la sociedad, como ciertos países ya han hecho —por ejemplo, Turquía y Túnez— en momentos importantes de la historia de esa zona del mundo. Sería deseable que todos tomáramos como modelo a esos países, que han representado la vanguardia del mundo musulmán. Estas disposiciones contribuirían a que las mujeres no se vean desgajadas de su cultura, a veces elemento integrante de la identidad colectiva, y de la apertura personal a la que tienen derecho.