Movimientos de protesta en Yemen y Bahréin

Los países del Golfo tienen un pasado común pero unas estructuras políticas y socioeconómicas diferentes. Ninguno ha sido inmune a la oleada de revueltas prodemocráticas.

Marta Saldaña, Leyla Hamad

La península Arábiga integra, por un lado, a los países con las rentas per cápita más altas del mundo árabe –los miembros del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG): Arabia Saudí, Bahréin, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, Omán y Qatar– y, por otro, al país árabe con la renta per cápita más baja y uno de los más pobres del mundo, Yemen. Con un pasado común, estructuras sociopolíticas patrimoniales propias de las sociedades tribales y economías basadas en el sector primario y el comercio, las relaciones de los dirigentes locales con Gran Bretaña desde el siglo XIX y el descubrimiento de reservas de hidrocarburos, hicieron que las estructuras políticas y socioeconómicas de las monarquías del Golfo y la república de Yemen (dividida en dos hasta 1990), evolucionaran de manera muy distinta. Incluso dentro del CCG se encuentran diferencias sustanciales. No obstante, ninguno ha sido inmune a los movimientos de protesta prodemocráticos iniciados en Túnez a principios de 2011. La oleada de revueltas en el mundo árabe ha llegado a todos ellos en distinto grado, siendo Yemen y Bahréin los casos más significativos.

Revueltas en Yemen

Aunque los medios de comunicación internacionales sitúan el comienzo de las protestas en Yemen tras la salida de Zine el Abidine Ben Ali de Túnez, lo cierto es que el germen de las manifestaciones que hoy tienen lugar en el país surgió dos semanas antes de la renuncia del dirigente tunecino. Al principio, solo se trataba de unas manifestaciones minoritarias, pero poco a poco y tras las detenciones de activistas carismáticos, contaron con más apoyo popular.

Yemen había alcanzado un impasse político que se venía fraguando desde que, en junio de 2010, las conversaciones políticas entre el partido gubernamental y la principal plataforma de oposición, el Comité de Partidos Reunidos (CPR), entraron nuevamente en punto muerto. La crisis política entre la oposición y el gobierno supuso ya en febrero de 2009 el aplazamiento de las elecciones parlamentarias. A diferencia de lo ocurrido en otros países, la oposición se negaba a participar en las elecciones si antes no se modificaba la ley electoral.

El bloqueo en las negociaciones no permitió que esta reforma tuviera lugar y dos meses antes de los comicios se acordó su aplazamiento, con el compromiso entre ambas partes de alcanzar un acuerdo antes de la nueva convocatoria: el 27 de abril de 2011. El diálogo nacional nunca prosperó. Por otra parte, el anuncio de una iniciativa gubernamental que pretendía nombrar a Ali Abdulá Saleh (en el poder desde 1978) presidente vitalicio disparó todas las alarmas en la oposición que, desde hace algunos años, esperaba alguna maniobra política en este sentido, ya que la legalidad constitucional no permite que el presidente concurra como candidato en las próximas elecciones presidenciales previstas para 2013.

Aunque la iniciativa fue retirada inmediatamente y el presidente manifestó su intención de no presentar su candidatura ni la de su hijo Ahmed (otra preocupación de la oposición yemení), esta rectificación no fue suficiente para aplacar las demandas de cambio que se habían iniciado dentro de la sociedad, fortalecidas además por la caída de Ben Ali y el fuerte impacto de las movilizaciones en Egipto. Sin embargo, esta crisis política no era el único problema del país. Las altas tasas de corrupción, analfabetismo y paro, la desconfianza social en las instituciones gubernamentales, la guerra de Saada –que entraba en su séptimo año–, el incipiente auge de Al Qaeda y la cuestión secesionista del Sur, saturaban la agenda política yemení y alimentaban el descontento popular.

Las manifestaciones, protagonizadas desde el principio por estudiantes, pronto encontraron eco en los partidos de la oposición que, entonces, se debatían entre la negociación con el gobierno y la participación activa en los actos de protesta pública. Es importante señalar que, de manera simultánea a estas manifestaciones antigubernamentales y a la acampada exigiendo la renuncia del régimen, han tenido lugar concentraciones progubernamentales así como una sentada a favor del régimen en la plaza Tahrir de Saná. Con esta maniobra, los partidarios de Saleh pretendían usurpar a los estudiantes yemeníes la plaza de nombre mundialmente conocido gracias a la revolución egipcia.

Cuando los manifestantes antigubernamentales llegaron a Tahrir y encontraron las jaimas pertenecientes a los seguidores de Saleh, decidieron regresar a la universidad e instalarse ahí, en una plaza a la que nombraron Saha al Tagayer (plaza del Cambio). Aunque la oposición insiste en que los partidarios de Saleh instalados en Tahrir y los manifiestantes a favor del régimen están comprados, lo cierto es que la capacidad de movilización de los partidarios gubernamentales no ha tenido parangón en ninguno de los países árabes o islámicos donde han tenido lugar revueltas contra el sistema.

De tal manera que, durante los últimos meses, todos los viernes se convocan dos manifestaciones, una a favor de Saleh, que culmina con un discurso del presidente, y otra en contra. La presencia constante de estos dos colectivos antagónicos en las ciudades del país ha supuesto no pocos choques. Los opositores acusan a Saleh de mandar a sus baltagayin (matones) contra ellos. Por otra parte, la importantísima presencia militar en la capital recordaba la advertencia del presidente: cualquier manifestación no autorizada sería violentamente reprimida. Este desequilibrio de fuerzas varió tras la matanza del 18 de marzo, cuando 52 personas fueron brutalmente asesinadas en la plaza del Cambio por francotiradores apostados en las azoteas de las casas adyacentes.

A pesar de que no eran las primeras víctimas mortales, puesto que ya había habido varios muertos en el país, el elevado número, además de las condiciones en las que se produjeron las muertes –debidas a disparos en la cabeza y el pecho, lo que revela su intencionalidad criminal, además de que se impidió el acceso a los servicios sanitarios– conmocionó a la opinión pública tanto nacional como internacional. En los días posteriores a la matanza tuvo lugar una cascada de deserciones militares y renuncias políticas, siendo la más importante la protagonizada por el general Mohsen Ali, comandante de la División Blindada Noroeste. Esta deserción, que muchos analistas vieron como “esperada”, colocó en jaque al gobierno, pues se trataba de un hombre cercano al presidente que pertenece a su misma tribu.

El general dispuso a sus soldados en los aledaños de la acampada antigubernamental y declaró su intención de defender a los estudiantes de los ataques del gobierno. Mientras la situación en Saná se calmaba, en Taiz y Hodeida los muertos se sucedían. Por otra parte, varios líderes tribales también se ubicaron junto a los antigubernamentales y en solo un día se registraron más de 40 dimisiones parlamentarias. Pero mientras se llevaban a cabo acampadas, manifestaciones y declaraciones irreconciliables, la negociación tenía lugar. Han sido varias las iniciativas que, desde distintos ámbitos y países, se han lanzado para tratar de mediar en la crisis política yemení, siendo la más aceptada desde el comienzo la del CCG (que rápidamente contó con el apoyo de EE UU, la Unión Europea y la Liga Árabe).

El plan, modificado en cuatro ocasiones, prevé la salida de Saleh en un plazo de 30 días, la creación de un gobierno de unidad nacional y la convocatoria de elecciones presidenciales 60 días después. También contempla la inmunidad del presidente y de sus colaboradores más cercanos. Aunque inicialmente tanto la oposición como el gobierno aceptaron la iniciativa, el día de la firma, el presidente Saleh rehusó rubricar el acuerdo, sorprendiendo a los representantes del Golfo y a los mediadores occidentales, aunque no a los estudiantes, que ya advirtieron que en el último momento Saleh haría una maniobra inesperada para aferrarse al poder. Semanas después continuaron las negociaciones entre oposición y gobierno y se elevaron aún más las exigencias por parte del ejecutivo.

Qatar ha retirado su apoyo a la iniciativa, justificándose en los retrasos de la firma y las masacres de las últimas semanas. Sin embargo, esta maniobra parece responder más a una voluntad de desbloquear el proceso negociador. Saleh ha acusado reiteradamente a Qatar de conspiración y de instigar las revueltas y se ha negado a firmar el acuerdo si este país formaba parte del grupo patrocinador. Tras meses de negociación infructuosa, Saleh, alentado por masas de seguidores que le piden que no renuncie, anunció el 19 de mayo, una vez más, que solo será derrotado en las urnas. Sin embargo, esto no significa que el camino de la negociación haya sido desestimado definitivamente, y la firma del acuerdo podría llegar en cuestión de días.

Otra primavera en Bahréin

Las protestas en Bahréin comenzaron el 14 de febrero de 2011. Se repitieron a diario durante un mes y se concentraron principalmente en el centro de la capital, Manama, en torno a la plaza de la Perla (Lulu, en árabe). Sin embargo, las reclamaciones de reforma política y las manifestaciones no son algo nuevo en este país, donde los movimientos prodemocráticos preceden incluso a su independencia de Reino Unido, en 1971 (las demandas políticas han sido constantes desde que en 1973 la primera Constitución fue derogada y el Parlamento electo suspendido en 1975).

En esta ocasión, las causas que empujaron a los ciudadanos a salir a la calle fueron muy similares a las del resto de países árabes: población joven en crecimiento, elevadas tasas de paro, inflación significativa durante los últimos años, corrupción gubernamental y nepotismo, entre otras. Otro factor al que hay que prestar atención por tratarse de un Estado rentista, es la condición del contrato social existente entre gobernantes y ciudadanos en un país donde las reservas de petróleo están prácticamente agotadas. Los privilegios otorgados a la población suní (en especial a miembros de la familia real y sus allegados), la discriminación a la que ha estado sujeta históricamente la población chií en la redistribución de la riqueza y la consecución de políticas de nacionalización de extranjeros suníes para modificar la balanza demográfica –alegaciones que datan de 2006–, son fácilmente constatables.

Un alto porcentaje de los manifestantes pertenecían a la comunidad chií, lo que se debe al hecho de que representan casi un 70% de la población, pero no significa que se trate de un conflicto religioso o que tras las protestas haya una agenda iraní, pues las peticiones de reforma política eran compartidas por todos los grupos de oposición, independientemente de la confesión de sus integrantes. De hecho, las siete asociaciones (los partidos políticos son ilegales, pero las asociaciones funcionan de facto como partidos) integrantes de la Coalición Nacional, que comunicaba las peticiones de los manifestantes al gobierno, son de muy distinta índole. El carácter pacífico de las manifestaciones, donde la consigna más repetida fue “ni suníes ni chiíes, somos todos bahreiníes”, se vio truncado con la violenta incursión de las fuerzas policiales y militares en la madrugada del 17 de febrero.

Ante la condena de la administración americana (que cuenta en Manama con la más importante base militar de la región, la Quinta Flota), el gobierno bahreiní ordenó la retirada de sus fuerzas de seguridad y anunció el inicio de un diálogo con todos los grupos. Varios presos políticos fueron liberados y se concedió la amnistía a miembros exiliados de la oposición pero, en espera de una declaración del gobierno que anunciase la implementación de las reformas exigidas, las protestas continuaron y se extendieron hasta el distrito financiero de Manama. Simultáneamente, se desencadenaron manifestaciones a favor del régimen dirigidas por el jeque Abdulatif al Mahmud, líder de la rama bahreiní de los Hermanos Musulmanes.

El 27 de febrero, los 18 diputados de la agrupación chií Al Wifaq entregaron oficialmente su carta de renuncia al Parlamento. Además, en respuesta a la violencia empleada contra los manifestantes, algunos grupos (sobre todo el ilegalizado grupo chií Haq) comenzaron a pedir el derrocamiento de la dinastía Al Jalifa, algo que inicialmente no formaba parte de las consignas del movimiento. La incapacidad de alcanzar una solución política desembocó el 15 de marzo en la declaración por parte del rey del Estado de emergencia durante tres meses y en una intervención militar de las fuerzas de seguridad del CCG (denominadas “Escudo de la Península”) compuestas mayoritariamente por militares saudíes, que se saldó con numerosas muertes y cientos de heridos.

La plaza de la Perla fue desalojada y su significativo monumento demolido. Desde entonces han tenido lugar detenciones indiscriminadas de activistas y políticos, se han sucedido las represalias contra quienes participaron en las protestas y, en especial, contra la población chií y ya han sido convocadas las elecciones parciales para cubrir los escaños de los 18 diputados que dimitieron durante las revueltas. Cientos de empleados, tanto de organismos públicos como empresas privadas, están siendo despedidos bajo alegaciones de desobediencia civil y con restricciones en su acceso a las prestaciones por desempleo. Varias mezquitas chiíes han sido derruidas, aún hay tanques por las calles y helicópteros militares sobrevuelan diariamente las zonas consideradas más conflictivas, donde continua habiendo enfrentamientos callejeros entre jóvenes y las fuerzas de seguridad.

Hay informes alarmantes sobre torturas en los centros de detención, juicios irregulares en los que los acusados están bajo presión e incomunicados, y se han emitido cuatro condenas de muerte. A la luz de estos hechos, la organización libanesa ICAI-HOKOK, en colaboración con un grupo de abogados españoles, ha presentado una querella ante la Corte Penal Internacional contra las autoridades de Bahréin por crímenes contra la Humanidad y limpieza étnica. Los medios de comunicación ya apenas se hacen eco de los acontecimientos, pero solo fue necesaria una breve conversación con una joven bahreiní de confesión chií durante una escala en Manama para comprender el profundo conflicto en que este pequeño archipiélago ha quedado sumido.

La consecuencia de la decisión del gobierno de poner fin a las protestas por medio de la fuerza ha desencadenado una gran factura social entre los ciudadanos chiíes, que viven aterrorizados, y una mayoría de ciudadanos suníes convencidos de la versión oficial de que los manifestantes eran violentos y obedecían a consignas de clérigos chiíes iraníes e iraquíes. Quizá ya nunca será posible que vuelvan a unirse bajo la consigna “Ni chiíes ni suníes, somos todos bahreiníes”; probablemente ese fue el objetivo de la estrategia de “divide y vencerás” empleada por la monarquía del país. Si bien inicialmente hubo críticas a la represión violenta en Bahréin, parece que EE UU y la UE han decidido guardar silencio ante los acontecimientos que están teniendo lugar en este país y en el resto de Estados del CCG, por su interés en mantener el statu quo en una zona de tal importancia geoestratégica, así como por el relevante papel que el CCG está desempeñando en el resto de conflictos en el mundo árabe (en especial en Libia y Yemen).