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Co-edition with Estudios de Política Exterior

Mauritania antes y después del golpe de Estado
A pesar de que la democratización es una de las principales apuestas del país, el golpe de agosto de 2008 ha dado un giro incierto a un proceso frustrado.
Zekeria Ould Ahmed Salem
La experiencia democrática en Mauritania, considerada unánimemente ejemplar, no habrá durado más de una quincena de meses, entre la fecha de investidura del presidente Sidi Uld Cheij Abdallahi en abril de 2007 y el golpe de Estado del 6 de agosto de 2008. Comprender este fracaso fulminante exige revisar su génesis y cronología, para mostrar que la crisis actual, algunos de cuyos factores ya se hallan parcialmente en la agitada historia del país, se explica, sin duda, por la forma y las condiciones en que se ha desarrollado la propia transición democrática. Sin embargo, también ha intervenido el modo, cuando menos singular, en que se han gestionado sus logros, incluso más allá de las crispaciones que han desembocado, en definitiva, en la implosión de un sistema hegemónico muy fragmentario de principio a fin, a pesar de la legitimidad sin precedentes de que podía valerse.
Crónica de una crisis más o menos anunciada Si la propia experiencia democrática no ha sobrevivido a su primera crisis importante, es porque no ha habido previsión alguna de proyecto de consolidación de la democracia por parte de un régimen, por lo demás, casi en ruptura con quienes lo han precedido en términos de ejercicio de poder del Estado, de gestión de los recursos públicos o de concepción de la legitimidad. Y aunque, fuera del país, prácticamente nadie ha querido presagiar y mucho menos ayudar a prevenir la degradación del clima político interno y sus potenciales repercusiones negativas, los observadores autóctonos y la opinión pública nacional eran muy conscientes de las amenazas que se acumulaban y poco les costaba constatarlas.
Desde ese punto de vista, y aunque todavía sea difícil prejuzgar la situación de modo definitivo, el fin del episodio democrático e incluso su implosión pura y dura se dejaba entrever casi pocos meses después de su llegada, aunque los hay a quienes este giro bien brutal ha pillado por sorpresa. Si queremos comprender mínimamente la realidad de lo que ocurre en un país estructuralmente frágil, conviene examinar esta vertiente oculta de los orígenes y las formas de la crisis actual que atraviesa Mauritania.
Para ello, de nada sirve remontarse más allá de 2005, si no es para evocar el contexto. El periodo entre diciembre de 1984 y agosto de 2005 estuvo marcado por el reinado sin tregua de Maawiya Uld Sidi Ahmed Taya. Este coronel del ejército llegó al poder mediante un golpe de Estado posterior a una serie de otros derrocamientos “pacíficos”, tras un proceso de militarización que había puesto fin en julio de 1978 a 18 años de reinado del partido único, el Partido del Pueblo Mauritano (PPM), encabezado por Moktar Uld Daddah, padre de la independencia.
No obstante, las tentativas de “civilizar” el poder del ahora ex coronel y ex presidente Uld Taya se habían llevado a cabo en condiciones ambiguas, tras “la descompresión autoritaria controlada” iniciada en 1991. Y, dado que el simulacro de pluralismo electoral sin alternancia ni verdadera democratización que había marcado el régimen del antiguo autócrata no lograba ocultar el cúmulo de frustraciones, problemas políticos y peligros para la seguridad (golpes de Estado continuos desde 2003, atentados terroristas, clientelismo, corrupción), su propio entorno militar tuvo que tomar la iniciativa de derrocarlo el 3 de agosto de 2005.
Una democratización ambigua El Consejo Militar para la Justicia y la Democracia (CMJD) que depuso a Uld Taya estaba dirigido por el coronel Ely Uld Mohamed Vall, director general de Seguridad del Estado fijo desde hacía 20 años y, por ello, elemento central del dispositivo político-militar activo en esa época. El propio golpe de Estado había sido obra del Batallón de la Seguridad Presidencial, comandado por un tal coronel Mohamed Uld Abdel Aziz. Sin embargo, la coyuntura internacional del momento, así como la percepción, después de todo, negativa, del régimen político, habían dado a los golpistas la posibilidad de legitimar su proceder.
Una legitimación aún más fácil, dado que el proyecto de democratización que rápidamente habían instaurado era creíble, sobre todo porque se prohibían a sí mismos presentarse a los comicios previstos. Pero también porque convencieron rápidamente, tanto fuera como dentro de las fronteras, de su voluntad de privilegiar la neutralidad en principio desinteresada, la concertación, el consenso y la buena organización material del proceso de transición. No obstante, la devolución programada del poder a instituciones civiles surgidas de escrutinios legislativos y presidenciales envueltos de una credibilidad considerable, aunque llevada a cabo con un éxito técnico remarcable, iba pareja con ardides que, aunque sutiles, mucho más tarde revelarían su enorme impacto. De entrada, el calendario electoral se había adoptado de manera que las elecciones legislativas precedieran las elecciones presidenciales.
En segundo lugar, algunos miembros del CMJD, especialmente el coronel Uld Abdel Aziz, justo a mitad del proceso, se habían convencido finalmente de que podían tener un peso moral en los comicios, sin por ello traicionar una neutralidad reducida desde ese momento a su dimensión material. Y no dudaron en ponerlo en práctica, presentando candidaturas de diputados y senadores independientes. Este proceder no sólo les permitía disponer de una mayoría de miembros electos vinculados a ellos, sino también de un presidente de la República apoyado en secreto por ellos mismos, así como por esa misma mayoría.
Y todo ello en un contexto donde la oposición histórica, simbolizada básicamente por Ahmed Uld Daddah y su partido, la RFD (Agrupación de Fuerzas Democráticas) era sólo la segunda fuerza política, tanto en la Asamblea Nacional como en el Senado. El futuro presidente Uld Cheij Abdallahi no pondrá muchos peros al padrinazgo manifiesto del ejército, que, en poco tiempo, a lo largo de 2006, lo hace pasar de outsider lejano a favorito para las presidenciales del 19 de abril de 2007. No obstante, su ascenso al más alto cargo no tendrá lugar hasta la segunda vuelta, tras una victoria ajustada, con cerca del 53%, y teniendo que pagar por ello una alianza de pesadas consecuencias con dos candidatos no tan afortunados de la primera vuelta: Zein Uld Zeidan, que había obtenido algo más del 15%, y Messaud Uld Buljeir, con menos del 8%. Sin embargo, los acuerdos contraídos entre las dos vueltas por una transferencia de votos de esos candidatos a favor del futuro presidente llevaron a éste a incluir en el centro de su dispositivo gubernamental a aliados electorales, en vez de miembros de su mayoría.
A raíz de ello, el régimen se convirtió en heredero y a la vez prisionero de una configuración política definitivamente incómoda y poco funcional. En efecto, tras su investidura, el nuevo jefe de Estado nombra a Uld Zeidane primer ministro y “obliga” a los diputados fieles a votar por Messaud Uld Buljeir para la presidencia de la Asamblea Nacional, aunque el partido de éste (APP) sólo contara con cinco de los 92 diputados. Esta singular concepción de la legitimidad y de la representatividad generaba una configuración del poder algo incoherente y consagraba una especie de distancia institucional entre el presidente y los elegidos que lo habían apoyado y en parte llevado al poder. Y los debates políticos que marcarán los meses posteriores precisamente apostarán por reducir esta distancia, aunque en balde, ya que, al mismo tiempo, las relaciones con el ejército seguirán siendo fluidas durante cierto tiempo.
El presidente contra “sus” generales
El presidente Uld Cheij Abdallahi sabía que estaba en deuda con cierto número de oficiales, y quiso expresar su reconocimiento. Nombró al coronel Uld Abdel Aziz jefe del gabinete militar, dándole carta blanca y avalando sus “sugerencias”. Se reformó su estatuto para dotarlo de más prerrogativas, en especial seguir dirigiendo la todopoderosa guardia presidencial. De paso, lo asciende al grado, hasta entonces inexistente, de general de brigada, junto a dos de sus fieles compañeros, Mohamed Uld Mohamed Ahmed y Felix Négri.
Sin embargo, al tiempo que el presidente cree estar en paz con sus apoyos militares, es consciente de que el objetivo de éstos no es tanto confirmarse en su puesto como seguir compartiendo el poder con un pupilo que controlarían mejor mientras los elegidos estuviesen más vinculados a ellos que a él. Más aún cuando el presidente se había empeñado en descuidar las peticiones de su mayoría y su peso eventual. Y ese malentendido fundacional será, en cierto modo, decisivo. Entre tanto, el jefe de Estado sigue actuando libremente, con unas premisas que ninguno de sus aliados políticos iniciales termina por comprender.
La creación de una formación política (PNDD), bajo su dirección, algo exigido por sus partidarios y aceptado por él mismo, no permitirá a Uld Cheij Abdallahi gobernar en un campo político coherente. Además, no hay duda de que el presidente, que había dotado a su familia (hermanos, primos, esposa e hijos) de un peso considerable y manifiesto en la gestión bajo mano de los principales recursos del Estado, se había rodeado de personajes procedentes de distintos círculos básicamente desconectados de su base política inicial.
Al mismo tiempo, se distanciaba ostensiblemente del general Uld Abdel Aziz, también en la toma de decisiones. Sumido en la religión y los viajes de prestigio, daba la sensación de querer ejercer desde lejos un mandato presidencial que no parecía considerar un cargo a tiempo completo. Los programas de urgencia emprendidos a base de copiosas financiaciones parecían la única política pública concebida o ejecutada bajo su autoridad, básicamente para hacer frente a problemas como la inseguridad, la crisis financiera, el encarecimiento de la vida, el terrorismo y las dificultades económicas estructurales.
No obstante, más que esos problemas objetivos, la configuración de la relación de fuerzas, incluso en el seno del bando hegemónico en el poder, será lo que volverá a situar en primera línea los retos políticos. La era de fuerte tensión que se inaugura con la destitución, el 7 de mayo de 2007, del primer ministro Uld Zeidane, es el detonante de una fase decisiva en una crisis que por aquel entonces no hacía más que empezar.
El tiempo de las crisis
Cuando Yahya Uld El Waghf, presidente del partido en el poder FNDD, sustituye a Uld Zeidane como primer ministro, la formación gobernante brinda a Uld Cheij Abdallahi la ocasión de poner en práctica la idea de un gobierno denominado de apertura a los partidos tradicionales de la oposición. La principal formación opositora, el RFD de Ahmed Uld Daddah, rechaza de inmediato esta propuesta, pero otras la aceptan con gusto. Se trata principalmente de los islamistas de los partidos El-Vadila y Tawassul, por un lado, y de la Unión de Fuerzas del Progreso (UFP) por el otro. Estos nuevos aliados se suman al partido de Messaud Uld Buljeir, que ya detentaba varias carteras ministeriales en el gobierno anterior.
La puesta en marcha de un gobierno de unidad nacional había sido criticada entre las filas del FNDD, pero también y especialmente por el general Uld Abdel Aziz y sus allegados. Para colmo, la opinión pública no tardó en reprobar la presencia en puestos esenciales, como la cartera de Interior y Asuntos Exteriores, de antiguos hombres clave de Uld Taya. Se trataba, respectivamente, del antiguo primer ministro Cheij El Avia Uld Mohamed Juna y de Yehdhih Uld Moctar El Hassen. Símbolos de una época denigrada, era conocida su implicación en escándalos financieros y casos de corrupción. Elevados por la prensa a la categoría de “símbolos del desbarajuste”, no tardaron, de hecho, en cristalizar la propia crisis parlamentaria.
A partir de ese momento, quedará manifiesta la alianza inicial entre el ejército y los parlamentarios y se transformará en una potente arma dirigida contra un jefe de Estado sospechoso de haber traicionado no sólo la esperanza de cambio, sino también la alianza política a la que debe su mandato. Los cargos electos que hasta entonces le daban su apoyo, dudan de la representatividad del gobierno, además de la propia pertinencia de la apertura. Mediante continuas amenazas de censurar al gobierno a la primera oportunidad, muestran en realidad su desconfianza con respecto a un jefe de Estado con el que parece haberse quebrado todo contacto.
El presidente llega a intervenir, en un discurso solemne, y ordena a los diputados que renuncien a su proyecto de moción de censura. De lo contrario, se verá obligado a disolver la Asamblea Nacional y convocar elecciones legislativas anticipadas. No obstante, al día siguiente, en vez de cumplir sus amenazas, pide a Uld El Waghf que forme un nuevo gobierno en el que no están ni “los famosos símbolos del desbarajuste” ni los partidos de la oposición. Sin embargo, la crisis de confianza entre los componentes del círculo hegemónico del gobierno era irremediable, como demostró el hecho de que esta concesión considerable por parte del presidente Uld Cheij Abdallahi no le permitió reconquistar la confianza de unos diputados decididos a censurar al gobierno.
A estas alturas, el presidente empieza a convencerse de que el agravamiento de la crisis y la persistencia del bloqueo no eran más que un complot urdido por los parlamentarios, apoyados en secreto pero firmemente por el ejército, a fin de minar su autoridad, de ponerlo en aprietos y tal vez obligarle a dimitir. Incluso corría el rumor de que los “nuevos enemigos” del jefe de Estado estaban organizando su destitución mediante manifestaciones populares. Esta crispación perduraría hasta el golpe de Estado del 6 de agosto, que se operó al estilo de un accidente dramático consagrando la mutación de una crisis institucional, que podría haber sido banal, en conflicto abierto entre, por un lado, un nuevo jefe de Estado surgido de una transición al fin y al cabo “militar” y, por otro, un ejército que ejercía el poder en el país desde hacía 30 años.
Mauritania tras el golpe de Estado
Al derrocar a Uld Cheij Abdallahi, el ejército mauritano calificó de inmediato su operación como una “reacción” frente a la decisión tomada el mismo día por el jefe de Estado de destituir al conjunto de los dirigentes de las fuerzas armadas y de seguridad del país. Esta presentación de las cosas que, desde el exterior, parecía casi un intento de justificar el cierre brutal del paréntesis democrático, resume, en su propia formulación, una de las muchas paradojas del complejísimo proceso democrático iniciado en el país casi cinco meses antes.
Tras la “Revolución de Palacio”, la delicada coyuntura política se caracteriza por un enorme contraste entre la percepción interna y externa . Así, vista desde el exterior, estaría relativamente clara: el “régimen más legítimo de la historia de Mauritania”, incluso del mundo árabe y africano, habría sido súbitamente derrocado por un golpe de Estado militar urdido a sangre fría por un puñado de oficiales superiores sedientos de poder y contrarios a la apertura pluralista, en el marco de la continuidad de una tradición golpista sólidamente arraigada en las costumbres políticas y militares del país.
La detención y el arresto domiciliario del presidente y su sustitución por un Alto Consejo de Estado encabezado por el general Mohamed Uld Abdel Aziz era la expresión última de la firme voluntad del ejército de poner fin a una experiencia democrática reconocida tanto nacional como internacionalmente. Sin embargo, cualquiera que hubiese seguido los acontecimientos que acompañaron la corta vida de una transición democrática al fin y al cabo muy frágil comprendería que el derrocamiento del régimen de Uld Cheij Abdallahi sólo fue fortuito en parte. De hecho, a posteriori, el proceso que desembocó en tal derrocamiento puede incluso considerarse lineal.
La profunda crisis política que lo engendró casi inexorablemente adoptó otra naturaleza y adquirió una forma preocupante con la que el golpe de Estado no había realmente acabado, sino al contrario. En todo caso, el Alto Consejo de Estado instaurado por los golpistas se apresuró a promulgar una carta constitucional que suspendía los poderes del jefe del Estado, aunque sin anular las instituciones surgidas del sufragio universal. El nuevo régimen, que se beneficia “naturalmente” del apoyo de una mayoría parlamentaria y llega a cosechar partidarios entre todas las clases sociales, sigue haciendo frente a la hostilidad del FNDD, básicamente estimulado por el partido de Messaud Uld Buljeir (APP) y por el UFP. Los autores del golpe, condenados por la Unión Africana, la Unión Europea, Francia y Estados Unidos, se ven aislados e incluso se exponen a sanciones internacionales inminentes, a pesar de la “comprensión” de vecinos de la talla de Marruecos y Senegal.
En el frente interno, el depuesto jefe de Estado sigue en arresto domiciliario y los miembros de su familia son investigados por una comisión de senadores, deseosos de indagar sobre los abusos cometidos por la fundación Jatu Mint El Bujary, dirigida por la esposa del antiguo jefe de Estado y sus hijos. En el terreno político, el ejército en el poder no parece muy encaminado hacia una nueva transición, a menos que le ofrezcan la posibilidad de organizar elecciones a las que el general Abdel Aziz pueda presentar su candidatura. Las soluciones propuestas hasta el momento por el conjunto de actores internacionales o nacionales contrarios al golpe parecen pasar por el regreso al poder del presidente Uld Cheij Abdallahi.
Esta perspectiva, rechazada enérgicamente por los nuevos amos del país, se aleja a medida que en Mauritania las autoridades se instalan a largo plazo y ponen en marcha programas de desarrollo duraderos. Aluden a “Estados generales de la democracia”, mencionados sin cesar, pues la oposición aún no está segura de implicarse, aunque el principal partido de la oposición, el RFD de Ahmed Uld Daddah, parece aprobar el golpe. Al mismo tiempo, la situación socioeconómica y de seguridad disfruta de una calma sorprendente, tanto más cuando, al parecer, el régimen ha integrado las amenazas de sanciones internacionales, que se concretan en la ausencia de una agenda de salida de la crisis, a sus planes de futuro.
Además, en este mismo contexto, las autoridades minimizan no sólo la aportación de la cooperación europea (se ha mantenido el acuerdo comercial pesquero), sino también el papel de un socio histórico, como es Francia. Se restablecen contactos intensos con los socios árabes y chinos, con el fin de paliar una eventual incumplimiento de los socios occidentales. En cambio, la escena interna es objeto de todas las atenciones de un poder que parece obsesionado con la voluntad de hacer méritos políticos y de recoger un balance económico y social lo antes posible. En estas condiciones, las perspectivas políticas y económicas de Mauritania parecen, cuando menos, difíciles de predecir. En resumen, el golpe de agosto de 2008 parece haber dado un giro incierto a una democratización frustrada, a pesar de que la reanudación del proceso, bajo formas ahora mismo difíciles de prever, sea una de las principales apuestas del país.