Marruecos, la victoria islamista

El país inicia una era en la que los retos son establecer una nueva relación entre la monarquía y el gobierno e integrar a todas las fuerzas políticas.

Zouhir Louassini

Tal vez lo más importante de las elecciones celebradas en Marruecos el 25 de noviembre no es quién las ha ganado, sino la participación registrada. En las elecciones de 2007 ascendió al 37%, mientras que esta vez ha superado el 45%. Un porcentaje mayor, pero no lo suficiente como para hablar de una participación masiva, sino todo lo contrario. La falta de confianza de la población marroquí en el juego político es claramente manifiesta, considerando que estas elecciones se han presentado como un punto de inflexión en la historia de la democratización de Marruecos.

Sin embargo, la amplia abstención no significa que haya triunfado el llamamiento al boicot de los integrantes del Movimiento del 20 de febrero o de los islamistas del partido prohibido Justicia y Espiritualidad. Estos han intentado presentar la aversión de los marroquíes a las urnas como respuesta a su convocatoria: un error de planteamiento y un golpe a su credibilidad, ya que a pesar de sus reiterados llamamientos a la abstención, la participación es la más alta de la historia de las elecciones en Marruecos desde la llegada de Mohamed VI. Estamos al comienzo del camino que lleva a este país árabe a dejar atrás “la primavera” que ha cubierto la región de revoluciones, para llegar al terreno de la estabilidad.

De ahí la importancia de estas elecciones. Las tímidas reformas que ha emprendido el rey Mohamed VI se pondrán a prueba a partir de ahora, y solo de esta manera podremos entender si se trataba o no de medidas acertadas. Marruecos no ha salido aún del túnel, y quien así lo crea es un iluso. El triunfo de los islamistas del Partido Justicia y Desarrollo (PJD) puede servir para establecer una nueva relación entre la institución monárquica y el gobierno en el marco de la nueva Constitución: he aquí el verdadero desafío. La capacidad del rey para mantener una distancia suficiente del juego político servirá de vara para medir la seriedad de las reformas por él acometidas. Recuperar la confianza de los marroquíes en la importancia de la participación política debe ser un fin en sí mismo.

Es la materialización del fin de una era, lo cual no puede ocurrir sin que nazca una nueva conciencia que asuma los cambios de la sociedad. Debe producirse una ruptura con las prácticas feudalistas que aún rodean a palacio que, por otra parte, se encuentran en un callejón sin salida. Sirvan de ejemplo los continuos intentos de influir en la vida política a través de partidos creados por el aparato del Majzen y dirigidos por sus viejos amigos, como Fuad Ali el Hima y el Partido Autenticidad y Modernidad (PAM). Estamos ante una nueva etapa cuya importancia debe ser comprendida en su totalidad por el rey.

Su popularidad y legitimidad, punto de encuentro de la mayoría de los marroquíes, le obligan a permanecer por encima de partidos y pugnas políticas. Esta es la conclusión más importante que se debe extraer de estas elecciones. Cualquier otro asunto forma parte del transcurso normal de un país que busca su camino hacia una democracia real, con la que construir un desarrollo y una justicia social que garanticen evitar el resultado turbulento y sangriento que viven otros países árabes. Cierto es que la victoria del PJD significa en sí misma una transformación de la vida política.

Es sabido que este partido no goza del apoyo de la élite gobernante. La posibilidad de que Abdelilá Benkiran, secretario general del partido, asuma la presidencia del gobierno, es el triunfo de la voluntad de una mayoría que no había sido escuchada hasta el momento. Si a ello añadimos la capacidad del partido de renovar su discurso islamista y hacerlo progresar para ajustarse a la voluntad de los marroquíes, también para tranquilizar a los occidentales, tenemos buenas razones para ser optimistas. Siendo éste uno de los partidos que se enmarcan en el islam político, ha mostrado ser flexible, lo que lo acerca enormemente a las aspiraciones de su equivalente turco que, con Recep Tayyip Erdogan, pudo reformular una ideología que se había perdido tras las arengas extremistas.

Evidentemente, no se puede analizar lo que sucede en Marruecos sin situarlo en el contexto regional. Las reformas lanzadas por el monarca marroquí no se habrían acelerado de no ser por las revoluciones de Túnez y Egipto. Los cambios que comenzaron al final de la era de Hassan II habían pasado a tener un ritmo muy lento. El desengaño acumulado y la sensación de que el “proceso democrático” es en realidad un mero intento gatopardesco por parte del régimen de conservar sus privilegios, habían situado a Marruecos al borde de una crisis, que podría haberlo conducido a un escenario similar al transitado por otros países árabes.

Por ello, hay que considerar que las medidas que tomó el rey a través de la nueva Constitución, con todos sus defectos, han permitido superar una etapa crítica, aunque no ponen fin por completo a la crisis. Inmediatamente después de las elecciones, miles de manifestantes salieron a la calle para expresar su indignación. Son muchos los que opinan que las reformas constitucionales y los consecuentes referéndum y elecciones no son más que una nueva entrega de la farsa, cuyo único fin es que las cosas se queden como están: el verdadero poder está en las mismas manos, las del rey. Estos mismos reivindican que toda la legitimidad del poder debe emanar de la voluntad del pueblo, aquello que el régimen ha tratado siempre de evitar. De ahí la falta de confianza, que no ha llevado en todo caso a una ruptura definitiva y a pedir la caída del régimen como en otros países árabes.

Que haya una fuerza opositora y un rey condescendiente puede ser la receta eficaz para avanzar en el camino de la democratización. Salir del túnel depende básicamente de la habilidad con que las autoridades marroquíes sepan tratar las protestas, que continuarán, sin recurrir a la violencia excesiva que a veces ha caracterizado las intervenciones del régimen. Asimilar la ola de protestas que lidera el Movimiento 20-F como partícipe de la política puede alentar nuevamente el proceso de reforma. El comportamiento del nuevo gobierno, presidido por los islamistas del PJD, puede ser clave para medir la seriedad del discurso oficial en la construcción del proceso político, máxime cuando Justicia y Espiritualidad, el movimiento más presente y organizado de todas las protestas que tienen lugar en Marruecos, pertenece a la misma ideología, el islam político.

Quizá la verdadera dificultad resida precisamente en cómo tratar con esta organización. Desde sus inicios ha sido complicado asimilarla y, por ello, es difícil comprender el fenómeno. Unas veces destaca como un movimiento religioso más cercano al misticismo, con un lenguaje premonitorio: los augurios de su líder, Abdesalam Yasin, llenan páginas impresas que circulan por las manos de sus adeptos. Otras veces mantiene un discurso revolucionario en cuanto a la justicia social y algunas de sus tesis sobre la monarquia. Nadia Yasin, hija del líder del movimiento, en uno de sus encuentros con los medios, llamó a establecer una república en Marruecos.

Si a ello añadimos su inmenso poder de movilización, abarrotando cada una de sus manifestaciones, nos encontramos ante una suerte de oposición difícil de contener, e incluso cuyas ambiciones son difíciles de comprender. Lo cierto es que como organización ha sido capaz de calar hondo en el tejido de la sociedad, prestando servicios sociales y sanitarios a las clases más marginadas por el Estado. La victoria del PJD puede ser útil si se consigue encontrar la forma de acercar con normalidad la organización Justicia y Espiritualidad a la vida política. Puede que el necesario proceso de integración sea incluso más fácil, considerando su afinidad ideológica.

Desactivar la bomba de relojería que amenaza el futuro de Marruecos pasa principalmente por tender un puente con Justicia y Espiritualidad, que en este momento histórico decisivo es una pieza fundamental. Los desafíos a que se enfrenta el país ya no permiten que quede nadie fuera. Más aún cuando quiere ser una democracia, debe enseñar a todos sus ciudadanos a convivir en las diferencias. Este es el verdadero desafío que deben afrontar todos los marroquíes en los próximos años.