Magreb: estabilidad o esclerosis?

¿El balance ambiguo del Proceso permite ver a EE UU como competidor de Europa en el Magreb?

Khadija Mohsen-Finan, en el IFRI y profesora en el IEP, París

Desde el 11 de septiembre de 2001, el Magreb parece apartado de la actualidad, al margen del mundo árabe. Comparada con Oriente Próximo, esta región del Occidente árabe pasa por ser políticamente estable. Sin embargo, más allá de esa imagen, los países del norte de África comparten numerosas características con las otras regiones del mundo árabe. Una guerra civil ha desgarrado a Argelia durante los años noventa con un resultado de más 150.000 muertos.

Más cerca de nosotros, el atentado contra la sinagoga de Yerba en 2002 o los cinco atentados suicidas simultáneos cometidos por jóvenes marroquíes en Casablanca en 2003 han mostrado que los países de la región pueden ser escenario de violencias extremas, sean en relación con Al Qaeda o actuando según los mismos procedimientos. Esas acciones violentas muestran que el Magreb no ha sido excluido por el islamismo. Al igual que en otras regiones, se ve confrontado al radicalismo religioso, pero también a la estructuración del islamismo que las autoridades políticas dudan entre destruir o asociar.

Pero esta región comparte igualmente otras características con Oriente Próximo: déficit democrático, desigualdad entre hombres y mujeres, dificultad para salir de las lógicas nacionales. Como en Oriente Próximo, la población magrebí es en su mayoría joven, a diferencia ostensiblemente con las clases políticas envejecidas y usadas que siguen sacando su legitimidad de la lucha por la independencia y perseverando en gobernar según esquemas superados que los jóvenes no comparten. Es probablemente este abismo, por no hablar de divorcio en ciertos casos, el que explica muchas disfunciones.

De hecho, la mayor parte del tiempo, las poblaciones del Magreb tienen la sensación deser excluídos de la globalización, que ésta se hace sin ellas, incluso contra ellas. Ese sentimiento las incita a expresar un rechazo hacia la globalización cuando de hecho están, por sus lecturas, por los programas de televisión que contemplan, por el modo de vestir y por muchos otros rasgos de su comportamiento, ampliamente anclados en ella. A la inversa, mientras que la globalización está presente en el discurso de los responsables políticos, estos últimos manifiestan temores en cuanto a lo multilateral y siguen favoreciendo las relaciones bilaterales con los países europeos o Estados Unidos. Están asimismo volcados sobre un nacionalismo que intentan regularmente avivar y que parece en muchos aspectos en desuso.

Pero más allá de los cambios sociales y los comportamientos observables en esos países del norte de África, estos 10 últimos años han estado sin duda marcados por la acción de dos actores de primer orden: la Unión Europea (UE) y EE UU. Mientras que algunos observadores veían esos dos tipos de cooperación como complementarios, otros han visto estos años una competencia por parte de Washington y un medio de sustituir a la UE. Diez años después de iniciar el Proceso de Barcelona, y cuando tres de los cuatro países son firmantes del acuerdo con Bruselas, las conclusiones de ese partenariado han sido numerosas y ampliamente convergentes sobre la divergencia de intereses entre los países del Norte, cuyo principal objetivo era la seguridad, incluso por encima de la preocupación de promocionar sus valores políticos y morales aunque sólo fuese para dotarse de una identidad propia distinta de la occidental que incluye a EE UU.

Naturalmente, para los países del Sur, ese acuerdo correspondía sobre todo a un maná financiero. Pero más allá de los intereses, el comportamiento de los diferentes actores ha constituido un freno a la dinámica de ese proyecto. Los países del Sur se han comprometido poco en la construcción de ese proyecto, mientras que las antiguas potencias coloniales miembros de la UE no estaban aún listas para abandonar sus relaciones privilegiadas y su influencia sobre esos países incluyéndose en un marco nuevo y más amplio, que implique a la vez relaciones multilaterales y el fin de los privilegios.

Dicho de otra manera, el acuerdo de Barcelona no ha marcado una ruptura con respecto al pasado en el comportamiento de las elites del norte y del sur del Mediterráneo, que han seguido operando de manera bilateral, beneficiando al antiguo colonizador. Además, las poblaciones afectadas han sido a la vez poco o mal informadas y ampliamente mantenidas al margen de su aplicación. Esos diferentes elementos explican, aunque sólo sea de forma parcial, que los resultados hayan estado por debajo de los objetivos previstos. Las reformas económicas no han logrado poner en marcha los cambios políticos esperados ya sea en materia de derechos humanos, de educación o de apertura política.

¿Esa constatación frecuentemente calificada de “balance ambiguo” permite acaso considerar a Washington como un actor susceptible de hacer la competencia seriamente a la UE en su proyecto euromediterráneo y, tal vez, como afirman algunos, de tener éxito allí donde la UE ha fracasado? La cuestión, que suscita el temor de los europeos, proporciona también a los magrebíes la ocasión de ejercer una apariencia de chantaje entre la UE y Washington. En realidad, EE UU no es un actor nuevo en la región. Antes del 11-S existían lazos de cooperación militar, económica y política. Durante la década de los noventa, los países de la región se beneficiaron de los programas de ayuda a la promoción de la democracia. Sin embargo, después del 11-S esa cooperación aumentó y revistió aspectos nuevos.

Dos consideraciones nuevas iban a condicionar las relaciones de Washington con los cuatro países del Magreb. Se trata, por una parte, de asociar a todos los países a la lucha mundial contra el terror, incluido los de la región. Y, por otra, la administración Bush ha establecido una relación entre la seguridad interior de EE UU y el establecimiento de la democracia en el mundo árabe. El 11-S ha inaugurado de hecho una nueva era en las relaciones entre Washington y los países del Magreb: en Argelia, la clase política encontró en ello una oportunidad para dar otra interpretación a la violencia de los años de guerra civil y colocar sus orígenes en el terrorismo internacional y no en la interrupción del proceso electoral.

De acuerdo con esa reescritura de la historia, Argelia toma parte en la lucha mundial contra el terrorismo en tanto que víctima experimentada, proporcionando listas de nombres de sospechosos, militantes islamistas que huyeron a Europa y EE UU. Marruecos, aliado tradicional de Washington, ha visto aumentar la ayuda que recibe de EE UU, que ha pasado de 20 millones de dólares en 2004 a 57 millones en 2005. Asimismo se le ha atribuido el estatuto de aliado preferente no miembro de la OTAN, antes de firmar un acuerdo de libre cambio con EE UU. Esa cooperación es tanto más importante por cuanto Marruecos es considerado por Washington un posible modelo para el resto de los países de la región por las reformas emprendidas en los años noventa.

Los acontecimientos del 11-S han dado igualmente a Libia la ocasión de reposicionarse en la escena internacional, y el coronel Muammar el Gaddafi ha tomado diversas medidas destinadas a acercar a su país, sobre el cual pesaba un embargo de EE UU: ya sea por poner fin a su politica revolucionaria, firmar un acuerdo sobre el atentado contra el avión de la Pan Am, o incluso proclamar el abandono de los programas de armas de destrucción masiva. Para Washington, esa recolocación es valiosa ya que permite mostrar que los Estados rebeldes pueden volver al redil aceptando cumplir las normas internacionales.

Pero de una manera u otra, la nueva cooperación con EE UU ha dado a los dirigentes políticos del Magreb los medios de un autoritarismo que pensábamos caduco. En Argelia, el partido del presidente Abdelaziz Buteflika funge como partido único o dominante, los candidatos a la presidencia existen pero son apartados, la prensa es acallada y el sistema sigue reposando sobre el clientelismo y la corrupción. En Libia, aunque Gaddafi intenta dar otra imagen de su país e insertarlo en las relaciones internacionales, en el plano interno no ha conocido en absoluto la apertura deseada. En Marruecos, el mantenimiento de líneas rojas (monarquía, religión, integridad territorial) apoya la idea de que todo cambio debe operarse desde dentro del sistema y con el aval de la monarquía.

Finalmente, cuando la democracia parece necesaria, asistimos a la consolidación del autoritarismo que viene a apoyar desde el exterior la lucha contra el terrorismo islámico. En realidad, en cada uno de esos países, la colocación en primera fila del islamismo por los actores políticos ha tenido como efecto ocultar el déficit interno de legitimidad popular. Al inscribirse en una lucha que pretende ser global contra el islamismo, han tenido una magnífica ocasión de desembarazarse de sus propios islamistas o simplemente de todos aquéllos susceptibles de oponerse a su modo de gobierno, recurriendo casi legítimamente a la represión. Ciertamente el 11-S no explica por completo el éxito de esos regímenes que, a pesar de su desgaste, logran, sin embargo, aniquilar toda dinámica de cambio político.

La razón esencial del mantenimiento del autoritarismo que pone fin a la idea misma de transición política hay que buscarla en la débil estructuración de las oposiciones y las sociedades civiles, al mismo tiempo que en el desinterés de lo político. Por esa razón se piensa en general que la apertura política no puede ser impuesta más que desde el exterior, ya sea por la UE o EE UU. Pero al hacerlo ¿no se certifica, quizá un poco apresuradamente, la defunción de las dinámicas internas?