Luz de eternidad

Carme Riera

Escritora

En un mundo en el que la población de nuestras ciudades no hace más que aumentar, nuestras sociedades se vuelven más urbanas y, en cierto modo, menos conectadas con la naturaleza y con nuestras propias raíces. La gente, entonces, siente a veces la necesidad de reconectar con el entorno y pertenecer a un sitio. Una forma de conseguirlo es recordar los escenarios, las situaciones, la gente y las aventuras de nuestra infancia, lo cual para muchos, al menos en España, supone un acercamiento a la naturaleza que actualmente resulta cada vez más difícil. En muchos lugares del Mediterráneo, los pinos, los campos sembrados, las viñas o los olivos han sido suplantados en gran parte por el asfalto y el turismo de masas. Algunos sitios, sin embargo, permanecen intactos. Mallorca, con sus olivos milenarios, ofrece un contraste único de paisajes, y una luz especial cuya exclusividad constituye un tesoro inestimable que debemos preservar cueste lo que cueste.


Por más lejos que me haya ido, incluso a las antípodas, nunca he dejado de tener la sensación de que sigo viviendo en Mallorca, que no he salido de la isla. No sé si esa impresión, compartida con  muchos otros mallorquines también desislados como yo, tiene que ver con la necesidad de seguir manteniendo unos vínculos con el paraíso de la infancia. Tal vez se trate de la necesidad que todos tenemos de arraigarnos en un lugar concreto.  Por mi parte, me siento enraizada en el paisaje mallorquín, junto a los olivos, algarrobos, almendros, gamones y flores silvestres. Un calidoscopio de todos los verdes posibles e imposibles a los que habría que añadir los azules del mar y los azules de cielo, y los terrosos y ocres de las rocas, rocas agujereadas como Na Foradada, rocas sin agujeros, rocas de garriga y piedras viejas de paredes secas.

Sabiendo de dónde somos y de dónde venimos, las calles de Nueva York se caminan mejor, la Muralla China resulta más accesible y la Patagonia, casi familiar. Pero si nos perdemos, si nos perdemos en Nueva York, en Pekín o en la Patagonia, seguro que nos reencontrarán en Banyalbufar, en Deià, en Fornalutx, en Sóller, en Valldemossa… A mí,  por lo menos, en cualquier lugar de la costa de la Sierra de Tramuntana.

La Sierra de Tramuntana mallorquina, un espacio natural que ocupa una tercera parte del territorio de la isla, unos noventa kilómetros, si no me equivoco, y que la UNESCO ha declarado Patrimonio mundial de la humanidad en la categoría de paisaje cultural, es para mí, el lugar más bello de la tierra. Llevo su nombre y los nombres de sus pueblos, Estellencs, Banyalbufar, Valldemossa, Deià, Sóller, junto a otros nombres, Es Teix, Raixa, Llucalcari, tatuados sobre la piel del alma. Con esos tatuajes trato de llamar la atención sobre la necesidad de defender la belleza que aún queda en Mallorca y que hay que preservar de la devastación, por encima de todo, cueste lo que cueste…

Afortunadamente, no todo ha sido masacrado en nuestra isla por los asesinos de paisajes que canjearon los lirios de playa por el hormigón armado y casi a ras de olas levantaron monstruosas construcciones sin que nadie lo impidiera. Quedan todavía rincones casi intactos en Mallorca. En Cala Tuent, vecina de la destruida Calobra, los olivos llegan al mar: un prodigio que, uniendo a Minerva y Poseidón, nos recuerda que nuestra patria, como la de los griegos, es el Mediterráneo.

El verde de los olivos, plata movida por la brisa, se refleja en el azul de las olas. Las hojas cantan un arrullo a una mar niña aún, al abrigo de la cala. Los olivos milenarios saben bien su oficio de madres telúricas, nunca lo han olvidado. La canción de cuna es la misma de siempre, milagro del viento que susurra a la hoja, a la rama. La canción de cuna acalla el rumor del mar abierto y el silencio se extiende por la cala… Una paz verde, que no es la de los sembrados, es la de los olivos de Cala Tuent, nos invade. Las hojas de los olivos, verdes cuando hace sol, se vuelven grises los días nublados, los días en que el mar también es gris, ambos, mar y olivos, olivos y mar, conjuntados, del color de plomo.

Son los olivos grises a los que canta Maria del Mar Bonet en “Me n’aniré de casa” («Me iré de casa»). Un disco que he acarreado conmigo, lejos, a miles de kilómetros de distancia, cuando vivía en Gainesville, un campus universitario de la Universidad Estatal de la Florida, la primera vez que me invitaron como visiting professor en Estados Unidos,  donde no  vi olivo alguno.

Con la voz de Maria del Mar me llegaban las imágenes del olivar de Can Fussimay, el olivar que durante muchos años, todos los veranos, he contemplado desde las ventanas que dan a la montaña de la casa familiar llamada Sa Marineta, a tres kilómetros de Deià.

Jo llaurava amb en Vermell/ i amb en Banya enrevoltada/ i feia millor llaurada/ que l’amo amb so seu parell… Arri, arri [Yo araba con Vermell / y con Banya Enrevoltada / y hacía mejor labrada / que el amo con su par… Arre, arre…]

Escuchaba la canción de los jornaleros, Jaume i Rafel, que labraban el olivar. Me gustaba mucho la manera como la cantaban, con cadencia de sura coránica,  aunque entonces no lo supiera. En la Mallorca rural de los años cincuenta y sesenta, antes de que el turismo nos invadiera cambiando por completo la sociedad isleña, la tierra se cultivaba y cada metro, cada palmo se aprovechaba para sembrar.

Jaume también se entretenía en dejar el trozo de tierra que rodeaba los olivos perfectamente limpio de maleza. Sin usar guantes –eso no se estilaba en aquel tiempo–, con sus manos acostumbradas a los cardos y a las ortigas, manos ásperas de campesino, surcadas por venas gruesas y callos, arrancaba las malas hierbas. Y luego volvía a labrar y proseguía con la tonada:

Jo llaurava amb en Vermell i amb en
–Jaume, ¿no sabes otra canción? –le preguntábamos, cansados de oír siempre la misma.
–Me sé otra de misa, pero no es buena para labrar un olivar… –contestaba ceñudo, sin ni siquiera mirarnos, y seguía con la salmodia, en el punto en que la había dejado: “amb en Banya enrevoltadaaaa/ i feia millor llauradaaaa”.

Por las ventanas de Sa Marineta que dan al lado del mar, al lado de Na Foradada –el cíclope de un solo ojo, el monstruo que, mientras vela y espera, finge descansar un rato tumbado  sobre las olas para reparar las fuerzas perdidas en los combates mantenidos, antes de volver a levantar su tronco gigantesco–, también contemplaba olivos. Incluso me gustaban más, me siguen gustando más, los del lado marítimo. Porque junto al acantilado estaba, está, el olivo santo, el olivo milagroso que  daba  aceitunas dulces y pequeñas, de caramelo, aunque ahora haya perdido  la costumbre de producirlas y su fruto ya no se distinga del de las demás.

Aquellas aceitunas, privilegio de la inocencia infantil, sólo las podía coger mi padre, en días señalados, «días de niños que se habían portado muy bien, durante las vacaciones de verano». Mi padre rezaba al olivo, como la gente de entonces rezaba a los santos de su devoción. Antes de pedirle que hiciera el milagro de convertir en dulces las aceitunas le exponía uno por uno los méritos conseguidos por mis hermanos y por mí  durante los meses anteriores para que el misterio de la transformación aceitunera se hiciera realidad.
“Los tres se han portado bien”, empezaba mi padre en voz baja y humilde, voz de plegaria.

Después, con todo detalle, iba puntualizando en qué había consistido ese portarse bien general: «No se han peleado, ni desobedecido,  no han protestado antes de ir a dormir…” Tras la prolija enumeración, concluía con un ruego: “Si lo crees justo,  misericordioso olivo santo, haz el milagro de convertir en dulces las aceitunas y permite que varee tus ramas para que los niños que tan bien se han portado puedan acceder a tus frutos…”

Entonces mi padre, que había ido a la confitería de Can Frasquet a comprar una bolsa de caramelos en forma de aceitunas, sacudía con una mano unas ramas y con la otra hacía caer las aceitunas dulces que se había sacado del bolsillo y que tenía en el puño. Y el milagro se cumplía. Las aceitunas dulces iban cayendo. A veces poco a poco y otras más deprisa, sin que nunca, durante esos veranos de la infancia, descubriéramos que los olivos no  producen aceitunas dulces sino amargas… Que los olivos mágicos no existen, como ahora sabemos. Aunque al recordar los días lejanos de la infancia, que para mí no son azules, sino más bien verdes, verdes y plateados de hoja de olivo, tengo dudas. Quizás sí que existen los milagros y los olivos son capaces de escuchar las plegarias que se les dirigen. Mi padre, al acabar la liturgia del misterio sacro al que habíamos asistido, después de que nos hubiéramos endulzado el paladar con las aceitunas sin hueso –otra característica del fruto milagroso–, nos hacía dar las gracias al olivo y abrazar su tronco. Como era tan grande, ancho y retorcido, sólo podíamos rodearlo si nos dábamos las manos extendidas.

Muchísimos años después supe que eso de abrazar los árboles era una terapia que ciertas personas practican en todo el mundo. Aseguran  que de esta manera se cargan de la energía positiva que los árboles nos pueden llegar a ofrecer, si nos acercamos deseosos de recibirla, con la mente vacía y, si es posible, con los pies descalzos, para que todo lo que llevamos de negativo sea eliminado, saliendo de nuestro cuerpo por las plantas de los pies hacia la tierra que se encargará de purificarlo, reciclando los detritus. No sé hasta qué punto esa terapia es acertada y válida desde presupuestos científicos, quiero decir, si la ciencia la daría por buena o más bien consideraría que se trata de una práctica esotérica, quizás derivada de los ritos de los druidas, que consideraban que algunos árboles eran sagrados y les rendían culto. Pero sí me consta, desde que era pequeña, que los árboles siempre nos esperan con los brazos abiertos. Sobre ellos escribió el poeta leridano Màrius Torres un bello y acertado haiku: “De noche vas / de la tierra a las estrellas / cuando estés muerto aún / harás brotar una llama”.

En los juegos de mi infancia, los olivos también tuvieron un papel muy importante. El interior de sus troncos ofrecía el mejor escondrijo donde ocultarse cuando jugábamos al escondite. Algunos parecían pequeñas casas de enanos; otros, capillas para santos diminutos; otros más, viejísimos, sarmentosos, me daban miedo y no  me atrevía a entrar. Quién sabe si allí no habían anidado las víboras y los murciélagos –los murciélagos, mamíferos con alas, parientes de los vampiros, a los que, según decían los campesinos, les gustaba fumar, me daban  pánico.

También por los troncos de los olivos solíamos trepar, desafiando la prohibición de los mayores, porque era más fácil apoyar los pies sin caernos que en los troncos de los algarrobos o los almendros… Quien conseguía llegar antes a la cima, ganaba.

La apariencia casi mineral de los olivos, sus formas escultóricas –que combinan agujeros, bultos y protuberancias varias, el vacío y el lleno, el ying y el yang–, son obra del tiempo. El tiempo, que como decía Marguerite Yourcenar, es un gran escultor de rostros humanos, de igual manera ha ido esculpiendo con manos amorosas, día a día y durante siglos, los magníficos ejemplares de nuestros viejos olivos milenarios, que deberían ser considerados obras de arte y catalogados uno por uno, como ya se ha hecho en alguna comarca peninsular. Quien  posea uno de esos olivos puede presumir de tener una pieza única aún más valiosa, a mi entender, que muchos de los cuadros que cuelgan en los museos. Con la ventaja añadida de que el museo donde  se muestran los olivos está siempre abierto y la gente no necesita pagar entrada para poderlos contemplar.

Quizá por eso, cómplices con los olivos, los dioses de la antigüedad aún no han abandonado algunos de los lugares mallorquines, preservándolos de las calamidades urbanísticas, la peor plaga que la isla ha sufrido desde los tiempos prehistóricos, desde que se convirtió en un barco, se alejó de la Península Ibérica, mar adentro, y fondeó entre Europa y África.

A menudo me pregunto cuál es el secreto del atractivo de Mallorca, con qué fórmula ha sido elaborado. Por qué la amaron tanto los artistas que la escogieron para vivir, aunque sin darse cuenta de que era al revés: la isla los escogía a ellos. Muchos piensan que es la conjunción de las diversidades: de la montaña al llano, de la garriga a la huerta, de los acantilados a los arenales, de las tierras de cultivo a las salinas. Que la gracia consiste en el hecho de ser un continente en miniatura. Pero yo tengo tendencia a considerar que es la luz, la atmósfera que lo rodea, lo que lo dota de una magia especial, que es la transparencia del aire, aire verde de sembrados y aire azul de cala, el maquillaje que le sienta mejor. Y no tengo ninguna duda en señalar que los olivos milenarios contribuyen con una pátina que tiene mucho que ver con la luz de la eternidad.