En lo que respecta a la reflexión sobre la diversidad cultural, es necesario plantearse si las diferencias entre comunidades de un mismo país deben ignorarse o tenerse en cuenta. El ejemplo del Líbano muestra cómo una opción de reconocimiento formal de la diversidad se ha visto pervertida por sus propias deficiencias. A pesar de ello, es evidente que la democracia es el único camino posible, teniendo en cuenta que lo sagrado para la misma son los valores, no los mecanismos. En un contexto en que las tensiones identitarias crecen, la aceleración de las comunicaciones ha provocado también sentimientos de amenaza que conllevan una concepción de la identidad «tribal» que no se adapta a la realidad actual. El miedo a las similitudes, cada vez más reales, favorece la reivindicación de una identidad vertical, proveniente de los antepasados y la tradición. Sin embargo, para promover la diversidad, el camino es el reconocimiento por parte de cada persona y de cada sociedad de su propia diversidad, y no la defensa agresiva de las identidades tribales.
Debo confesar desde el principio que nunca me resulta cómodo cavilar acerca del tema que nos ocupa. Para una persona nacida en el Líbano, reflexionar sobre la manera de conseguir que comunidades distintas puedan convivir no es una preocupación más entre otras, sino una obsesión crónica de la que uno nunca se cura. A lo largo de mi vida he vuelto sobre este tema una y otra vez, contemplándolo desde todos los ángulos, sin encontrar nunca una solución adecuada. Es cierto que, por temperamento, tengo mucha más capacidad para plantear preguntas que para dar respuestas; incluso mis novelas terminan con frecuencia con signos de interrogación o con puntos suspensivos…
Tampoco esta vez proporcionaré ninguna solución reconfortante. Pero partiré de una pregunta evidente, que formularé del siguiente modo: cuando los habitantes de un país tienen el sentimiento de pertenecer a diferentes comunidades religiosas, lingüísticas, étnicas, nacionales, raciales o de cualquier otro tipo, ¿cómo hay que tratar esta realidad? ¿Han de tenerse en cuenta estas diferencias? ¿O, por el contrario, hay que ignorarlas? ¿Hay que hacer como si no se viesen?
Esta cuestión se plantea, de un modo u otro, en todas las sociedades humanas, cada una de las cuales da su propia respuesta, unas veces claramente formulada, y otras veces implícita.
No sorprenderá tampoco que me detenga en el caso del Líbano. No sólo porque pasé allí los primeros veintisiete años de mi vida, sino también porque la respuesta libanesa a la cuestión que nos ocupa es una de las más curiosas, una de las más originales, e iba a decir también una de las más caricaturescas, porque el poder está minuciosamente repartido, a todos los niveles, entre un pequeño grupo de veinte comunidades religiosas distintas. Se trata ciertamente de una opción extrema, digna de respeto por su reconocimiento formal de las numerosas comunidades, pero que a la vez lleva ese reconocimiento hasta extremos absurdos. Esta opción hubiese podido ser ejemplar, pero se ha convertido en un ejemplo en negativo. Ello obedece en gran parte a las complejas realidades de Oriente Próximo, pero, en parte también, a las deficiencias de la propia fórmula, a su rigidez, a sus trampas y a sus incoherencias.
Esto no significa que no deba valorarse la experiencia en conjunto. Dar un espacio a todas las comunidades sin restringir el poder a una sola –lo que condenaría a las demás a someterse o desaparecer– es digno de respeto; como lo es haber ideado un sistema de sutiles equilibrios que favoreció la eclosión de las libertades y el desarrollo de las artes en un área donde predominan los estados de religión única, con una ideología única, un partido único o un lenguaje único, y donde todos aquellos que no tienen la suerte de nacer en el lado correcto del muro, a menudo no pueden elegir más que la sumisión, el exilio o la muerte. Por todas estas razones, seguiré sosteniendo que la experiencia libanesa, pese a sus fracasos, sigue siendo, a mis ojos, mucho más honorable que otras experiencias de Oriente Próximo, que no han desembocado en una guerra civil, al menos no todavía, pero que han edificado su relativa estabilidad sobre la represión, la opresión, la purga solapada y la discriminación de hecho. Basada, por tanto, en una idea respetable, la fórmula libanesa, sin embargo, se ha visto pervertida. Una desviación ejemplar, puesto que muestra a las claras las limitaciones del sistema comunitario.
Citaré un ejemplo, entre los muchos que podría poner, del modo en que las ingeniosas ideas de los fundadores del Líbano moderno se han visto pervertidas y, a veces, transformadas en ideas desastrosas. Una de estas ideas consistía en evitar a cualquier precio que, a la hora de elegir diputado, se enfrentasen, por ejemplo, un candidato musulmán y un candidato cristiano, para evitar que los musulmanes respaldasen a los musulmanes y los cristianos a los cristianos y que cada elección terminase convertida en un enfrentamiento entre las comunidades. La solución que se encontró fue que un determinado escaño se reservaría para los maronitas, otro para, por ejemplo, los musulmanes chiítas… Es decir, los escaños se reservarían a las respectivas comunidades con el fin de evitar el enfrentamiento de dos comunidades distintas. El problema fue que, cuando este principio se aplicó limpiamente a todos los niveles, al presidente de la República, al presidente del Consejo, a los diputados y a los principales funcionarios, cada función o puesto de cierta importancia se convirtió, de alguna manera, en «propiedad» de una comunidad determinada.
En mi juventud dirigí muchas veces mis iras contra ese sistema aberrante, según el cual entre dos candidatos a una sola función no se elegía al más competente sino a aquel cuya comunidad «tenía derecho» al puesto. Hoy en día sigo reaccionando del mismo modo cuando se me presenta la ocasión. La única diferencia es que a los diecinueve años hubiese querido sustituir ese sistema por cualquier otro, mientras que a los cuarenta años sigo deseando verlo sustituido, pero ya no por otro cualquiera.
Cuando afirmo esto, estoy yendo un poco más lejos del Líbano. Si el sistema que se instauró ha demostrado ser infame, no creo que de esta verdad haya que sacar conclusiones todavía más perversas. Como, por ejemplo, considerar que las sociedades compuestas por varias comunidades no están hechas para la democracia, y que sólo un poder extremadamente firme podría conservar la paz civil. Incluso en boca de ciertos demócratas se escucha este tipo de razonamiento, que pretende ser realista aunque los acontecimientos de los últimos años lo hayan desmentido. Aunque la democracia no siempre consigue resolver los problemas que conlleva la diversidad cultural, religiosa o étnica, nunca se ha demostrado que una dictadura tuviese más éxito. Cada uno de ustedes, me imagino, tiene sus propios ejemplos en el pensamiento, como yo tengo los míos. El régimen yugoslavo de partido único, ¿ha demostrado ser más apto para mantener la paz civil que el multipartidismo libanés? Hace treinta años, el mariscal Tito pudo aparecer como un mal menor, porque el mundo dejó de ver cómo los distintos pueblos se mataban entre sí; hoy se descubre que no se había resuelto ningún problema de fondo, sino más bien lo contrario.
Lo que acaba de suceder en el conjunto de lo que fue el mundo comunista sigue tan vivo en nuestras mentes que no se hará necesaria una demostración demasiado larga. Pero quizás no esté de más insistir en que los poderes que entorpecen la vía democrática, en realidad, contribuyen a reforzar las filiaciones tradicionales. ¡Cuántas personas han entrado en el universo soviético como «proletarias» e «internacionalistas» para salir más «religiosas» y más «nacionalistas» que nunca! Dando marcha atrás en el tiempo, las dictaduras pretendidamente «laicas» resultan ser viveros de fanatismos religiosos. Un laicismo sin democracia es un desastre a la vez para la democracia y para el laicismo.
No quisiera alargarme en esta refutación. En todo caso, para aquél que aspira a un mundo más libre y más justo, la dictadura no es una solución aceptable, ni hará falta demostrar su manifiesta incapacidad para resolver los problemas relacionados con la filiación religiosa, la diversidad cultural o la identidad. La elección sólo puede situarse dentro del marco de la democracia. Dicho lo cual tampoco he progresado mucho. Porque el simple término «democracia» no es suficiente para que se instaure una coexistencia armoniosa. Hay democracias y democracias, y a veces sus derivaciones pueden ser tan mortales como las de una dictadura. En este marco, dos vías me parecen especialmente peligrosas para conseguir la salvaguarda de la diversidad cultural y el respeto a los principales fundamentos de la propia democracia. Por un lado, el sistema comunitario llevado a extremos absurdos. Pero también la opción contraria, a la que me referiré con más detenimiento dentro de un momento. Por lo que respecta a la primera de estas vías, el ejemplo libanés, aunque no es el único, es evidentemente uno de los más reveladores. Aquí el poder es compartido entre las distintas comunidades, a título provisional, se nos dice, con la esperanza de aliviar las tensiones y con la promesa de encaminar a la gente hacia un sentimiento de pertenencia a la comunidad nacional. Pero la lógica del sistema va en otra dirección. En cuanto se comparte el pastel, todas las comunidades tienen tendencia a pensar que su porción es demasiado pequeña, que son víctimas de una injusticia flagrante, y hay políticos que se ocupan de hacer de ese resentimiento un tema permanente en su propaganda. Poco a poco, los dirigentes que no entran en este juego se ven marginados; entonces el sentimiento de pertenencia a las diferentes tribus se refuerza, en lugar de debilitarse, y el sentimiento de pertenencia a la comunidad nacional va disminuyendo hasta desaparecer, o casi. Un proceso que va siempre parejo a la amargura, y a veces a un baño de sangre. Si nos situamos en Europa Occidental, podemos pensar en Bélgica; si en Oriente Próximo, en el Líbano. Los patinazos del sistema comunitario han provocado tantos dramas aquí y allá que parecen dar la razón a la actitud contraria, la que prefiere ignorar las diferencias y remitirse en toda ocasión al arbitrio del sufragio universal, considerado infalible.
A primera vista, esta postura parece reflejar en puridad el buen sentido democrático. No queremos saber si entre los ciudadanos hay cristianos, musulmanes, judíos, negros, asiáticos, valones o flamencos; cada uno de ellos tiene voz en las elecciones, y no hay ley mejor que la del sufragio universal. El problema de esta venerable ley es que funciona perfectamente mientras el cielo está despejado, pero que deja de funcionar correctamente cuando el cielo se ensombrece. En Alemania, a principios de los años veinte, el sufragio universal sirvió para constituir las coaliciones gubernamentales que reflejaban el estado de opinión. A principios de los años treinta, el mismo sufragio universal, ejercido en un clima de crisis social aguda y propaganda racista, condujo a la abolición de la democracia. Para cuando el pueblo alemán pudo volver a expresarse en un estado de serenidad, decenas de millones de personas habían muerto. La ley de la mayoría no siempre es sinónimo de democracia, libertad e igualdad. A veces es sinónimo de tiranía, sometimiento y discriminación.
En Ruanda se estima que los hutus representan aproximadamente nueve décimas partes de la población, y los tutsis, una décima. Si se intenta aplicar la ley de los números sin ninguna reserva, sin duda se desembocará en una masacre o en una dictadura, ya hablemos del presente, del pasado o de un lejano porvenir. No es una casualidad que haya puesto este ejemplo. Si seguimos de cerca el debate político que acompañó la masacre de 1994, nos damos cuenta de que los fanáticos siempre han pretendido actuar en nombre de la democracia, llegando incluso a comparar su levantamiento con la Revolución Francesa de 1789, y el exterminio de tutsis, con la eliminación de una clase de privilegiados, igual que hicieron Robespierre y sus amigos en los tiempos de la guillotina. Ciertos sacerdotes católicos se han llegado a dejar convencer de que debían ponerse «del lado de los pobres» y «comprender su cólera», hasta el punto de haberse hecho cómplices de un genocidio.
Si una argumentación semejante me inquieta, no es sólo porque pretende ennoblecer el vil gesto del degollador, sino porque muestra hasta qué punto pueden verse pervertidos los principios más nobles. Las masacres étnicas se llevan siempre a cabo bajo los más bellos pretextos: justicia, igualdad, independencia, derecho de los pueblos, autenticidad, democracia, lucha contra los privilegios, lucha contra los aprovechados… Lo que ha sucedido en diversos países estos últimos años debería hacernos desconfiar cada vez que en un conflicto de carácter étnico se invoca un principio universal. Ninguna nación, ningún principio, ninguna práctica tiene la misma significación en todos los países y en todas las circunstancias, y todas se ven pervertidas en el momento en que tienen lugar en un clima de odio racial, religioso o de otro tipo. Entre los numerosos grupos que sufren discriminación en todo el mundo, algunos son mayoritarios, como fue el caso de Sudáfrica hasta la abolición del apartheid. Pero el caso más frecuente es el inverso: son las minorías las que sufren discriminación, las que se ven privadas de sus derechos más elementales, las que viven en el terror y la humillación constantes. Quien vive en un país donde tiene miedo de confesar que se llama Cristián, o Mahmoud, o Baruch, y donde esa situación se viene repitiendo desde hace cuatro o cuarenta generaciones; quien vive en un país donde ni siquiera hay necesidad de hacer tal «confesión» porque ya lleva en el rostro el color de su grupo, porque forma parte de esos grupos que en algunos países se conocen como «minorías visibles», no necesita de muchas explicaciones para entender que los términos «mayoría» y «minoría» no siempre pertenecen al vocabulario de la democracia. Para que pueda hablarse de democracia, es necesario que el voto de opinión, el único que representa una opinión libre, haya sustituido al voto automático, al voto comunitario, al voto de identidad. En el momento en que impera una lógica etnicista, o racista, o totalitaria, el rol de los demócratas, en todo el mundo, ya no es hacer que prevalezcan las preferencias de la mayoría, sino respetar los derechos de los oprimidos, necesariamente en contra de la ley del número.
Lo sagrado para la democracia son los valores, no los mecanismos. Lo que debe respetarse de manera absoluta y sin la menor concesión es la dignidad de los seres humanos, de todos los seres humanos, mujeres, hombres y niños, cualesquiera que sean sus creencias y sus colores, cualquiera que sea su importancia numérica; la forma de escrutinio debe adaptarse a esta exigencia. Si el sufragio universal puede ejercerse libremente sin ocasionar demasiada injusticia, tanto mejor; si no, hay que idear, en el marco de la democracia, correctivos, ordenanzas institucionales y sistemas de protección.
Habiendo dicho todo eso, vuelvo a mi interrogación del principio: ¿deben reconocerse las diferencias? ¿O hay que ignorarlas y hacer como si no existiesen? Lo que acabo de explicar es el recorrido intelectual y afectivo que se ha desarrollado en mí a lo largo de los años, y me ha hecho muy consciente de las barreras que se elevan al final de cada vía. Respetar las diferencias en exceso es peligroso, ignorarlas en exceso también lo es.
Entre ambas opciones, me dirán ustedes, hay todo un espacio de fórmulas intermedias. Sin duda. Pero si organizamos reunión tras reunión, simposio tras simposio, es porque las dosis correctas nunca son fáciles de calibrar. Por supuesto que una sana gestión de las diferencias de identidad puede evitar muchos desastres a cualquier país, mientras que una gestión parcial, cínica, cruel, puede sumir a cualquier país en un marasmo difícil de imaginar. Pero la observación que acabo de hacer tampoco me satisface, por la sencilla razón de que todos los países del mundo se ven enfrentados a crecientes dificultades para hacer coexistir inmigrantes y población local, negros y blancos, serbios y albaneses, griegos y turcos, cristianos y musulmanes, judíos y árabes, católicos y protestantes, rusos y lituanos… La lista podría alargarse hasta el final de esta jornada. Y es difícil de creer, pero la gestión de estos problemas es deficiente en todas partes. En todas. Sin duda es también debido a otras razones.
Tampoco consiguen convencerme quienes sostienen que estos conflictos no son ni más numerosos ni más violentos que en el pasado, y que sufrimos los efectos de una impresión causada por el hecho de que, hoy en día, se comentan y se ven, mientras que antes no se tenía conocimiento de su existencia. Si debo hacer caso de mi propia experiencia como libanés, como mediterráneo, francés, europeo, o simplemente como espectador atento a los acontecimientos de nuestra época, no albergo ninguna duda de que se está dando un agravamiento real y de que no se trata de ninguna ilusión óptica. Nunca antes en la historia habían sido tan mortíferos los conflictos entre las comunidades libanesas como los que yo he conocido; nunca, desde hace siglos, la violencia ligada al fanatismo religioso había alcanzado a tantos países al mismo tiempo, tanto en el mundo musulmán como fuera de él; nunca las disputas ideológicas habían sido eclipsadas hasta tal punto, en todas las zonas del globo, por conflictos relacionados con la identidad; y nunca, tanto en Francia como en muchos otros países europeos, las cuestiones relacionadas con la inmigración habían pesado tanto en el debate político e intelectual.
Si las cosas se enconan así, la conclusión lógica que nos vemos obligados a sacar es que, en el mundo contemporáneo, vastos y poderosos factores avivan las tensiones identitarias, y que no es suficiente con una buena gestión, pragmática, hábil, honesta y lúcida, para que los problemas se difuminen. No dudo que una gestión de ese tipo sea indispensable. Pero no es suficiente. Porque hay factores globales que ningún responsable en todo el mundo es capaz de dominar.
No me extenderé hablando sobre el extraordinario desarrollo de las comunicaciones ni sobre sus consecuencias en nuestra vida cotidiana; es algo que se puede percibir a simple vista. ¿Tengo que recordar que los acontecimientos ya no suceden de la misma manera en la época de la televisión global? ¿Que no nos manifestamos de la misma manera ni ponemos las bombas en los mismos sitios cuando sabemos que millones de personas están mirando, escuchando y reaccionando a la vez? También se dan fenómenos de imitación, contagio y amplificación. El tiempo de reacción es cada vez más corto, y el encadenamiento de los hechos se produce a otro ritmo. Acontecimientos que en el pasado hubiesen durado años o decenios, en cuestión de semanas culminan ante nuestros ojos atónitos; el derrumbe de la Unión Soviética, por ejemplo.
En cierto modo, la aceleración de las comunicaciones provoca una aceleración de la historia. Cada uno de nosotros tiene a veces la impresión de verse sobrepasado por todo lo que sucede; no dejan de aparecer realidades nuevas, instrumentos nuevos, costumbres y modas nuevas a las que no siempre conseguimos adaptarnos. Y ese sentimiento de estar preso en un torbellino provoca el deseo natural de asirse a alguna cosa, ¿a qué? A las certezas, a las tradiciones ancestrales, a las filiaciones más antiguas, las más viscerales, las más sólidas, las más estables.
En muchos contemporáneos nuestros, esta especie de vértigo se combina con una profunda desconfianza en todos los fenómenos que cubre la noción de mundialización o globalización. Algunos desconfían porque les parece demasiado restringida a lo occidental, otros dudan de ella porque les parece demasiado americana o demasiado anglófona, o sencillamente extranjera. Pero, en general, actualmente todas las comunidades humanas experimentan un sentimiento de amenaza, de necesidad de defender elementos esenciales de su identidad –su religión, su lengua, su modo de vida– o de su territorio, ya sea contra comunidades vecinas o contra adversarios más globales. El mundo es un tejido de identidades magulladas, lo que hace más complicada que nunca la gestión de las relaciones entre las distintas comunidades. Pero a todo esto, además, viene a añadirse un factor agravante, ligado a nuestra visión de la identidad de los individuos y los grupos, así que esbozaré algunas ideas al respecto.
Me parece que todos nos adherimos, más por costumbre que por convicción, a una antigua concepción de la identidad, una concepción limitada y distintiva, que yo llamaría «tribal» y que, aunque resultaba natural y tangible hace algunos años, ya no se adapta a las realidades actuales. Ni a las realidades de sociedades mixtas como son las nuestras, ni a las realidades globales.
El historiador Marc Bloch decía que «los hombres son más hijos de su tiempo que de sus padres». Sin duda, esto ha sido siempre cierto, pero nunca tan cierto como lo es hoy en día. Las cosas han cambiado tanto en algunos años que nos sentimos infinitamente más cerca de nuestros contemporáneos que de nuestros antepasados. ¿Exageraría si dijese que tengo mucho más en común con un paseante elegido al azar en una calle de Praga, Seúl, San Francisco o, evidentemente, Barcelona, que con mi propio abuelo? No sólo por el aspecto, la vestimenta, el hábitat o los instrumentos que nos rodean, sino también por los conceptos morales, los hábitos del pensamiento. Y también por las creencias. Por mucho que nos definamos como cristianos –o musulmanes, o judíos, o budistas, o hinduistas–, nuestra visión del mundo y del más allá ya no tiene en realidad nada que ver con la de nuestros «correligionarios» que vivieron en el pasado. Para la gran mayoría de éstos, el infierno era un lugar tan real como Asia Menor o Abisinia, habitado por demonios con pezuñas que arrastraban al fuego eterno a los pecadores, como en las pinturas apocalípticas. Hoy en día, nadie o casi nadie sigue viendo las cosas así. He tomado la imagen más caricaturesca, pero esto es también cierto en conceptos que abarcan todos los ámbitos. Muchos comportamientos que hoy en día son perfectamente aceptables para el creyente hubiesen sido inconcebibles para sus «correligionarios» de antaño. He escrito «correligionarios» entre comillas, porque nuestros antepasados no practicaban la misma religión que nosotros. Si viviésemos entre ellos con nuestros comportamientos de hoy ya nos hubiesen lapidado en plena calle, o nos hubiesen arrojado a una mazmorra, o nos hubiesen quemado en una pira por impiedad, libertinaje, herejía o brujería.
En resumen, cada uno de nosotros es depositario de dos herencias: una, «vertical», le viene de sus antepasados, de las tradiciones de su pueblo, de su comunidad religiosa; la otra, «horizontal», le viene de su época, de sus contemporáneos. Es esta última la que, me parece, resulta más determinante, y cada día que pasa lo es más. Sin embargo, esta realidad no se refleja en la percepción que tenemos de nosotros mismos. No es herencia «horizontal» lo que solemos reivindicar, sino más bien del otro tipo.
Éste es un punto esencial, dado que se acerca a la noción de identidad tal y como se da en nuestros días. Por un lado, está lo que somos en realidad y lo que somos por el efecto de la mundialización, a saber, seres tejidos con hilos de todos los colores, que compartimos con la vasta comunidad de nuestros contemporáneos el hecho de que existe una fisura entre lo que somos y lo que creemos ser. Lo esencial de nuestros comportamientos es lo esencial de nuestras creencias. Por otro lado, está lo que creemos ser, lo que queremos ser, a saber, miembros de una comunidad determinada y no de otra, adeptos a una fe y no a otra. No se trata de negar la importancia de nuestras filiaciones religiosas, nacionales o de otro tipo. No se trata de negar la influencia, a menudo decisiva, de nuestra herencia «vertical». Se trata sobre todo de iluminar el hecho de que existe una fisura entre lo que somos y lo que creemos ser. A decir verdad, si reafirmamos con tanta furia nuestras diferencias, es precisamente porque cada vez somos menos diferentes. Porque a pesar de nuestros conflictos y de nuestras seculares enemistades, cada día que pasa se reducen un poco más nuestras diferencias y aumentan un poco más nuestras semejanzas.
Da la impresión de que esto me causa placer. Pero, ¿hay que alegrarse de ver a los hombres cada vez más parecidos? ¿No será que estamos caminando hacia un mundo uniformizado donde pronto no se hablará más que una sola lengua, un mundo donde todos compartiremos el mismo haz de creencias mínimas, donde todos veremos en televisión las mismas series americanas masticando los mismos sándwichs?
No es ése el mundo al que aspiro. Tengo la profunda convicción de que el humanismo de hoy día debe basarse en dos elementos indisolubles: la universalidad de los valores y la diversidad de las expresiones culturales. Pero si se quiere promover la diversidad, la vía lúcida no es la afirmación desmesurada, agresiva, de las identidades tribales, sino el reconocimiento, por parte de cada persona y cada sociedad, de su propia diversidad. La identidad de cada uno de nosotros está formada por numerosas filiaciones, pero en lugar de asumirlas todas, tenemos la costumbre de erigir una sola –la religión, la nación, la etnia, u otras– como filiación suprema, que confundimos con identidad total, que proclamamos frente a los demás y en cuyo nombre, a veces, nos convertimos en asesinos. ¿No sería lo más lúcido y conforme a las realidades de nuestros días que cada uno de nosotros pudiese asumir todas sus filiaciones? ¿No sería lo más normal que los inmigrantes, por ejemplo, pudiesen asumir plenamente una doble filiación a su sociedad de origen y a su sociedad de adopción, en lugar de sentirse constantemente obligados a elegir entre una y otra? ¿No sería también razonable que cada país asumiese plenamente su propia diversidad cultural, religiosa, lingüística, y cada página de su historia? ¿Cómo podría construirse Europa si no asumiese su extraordinaria diversidad, si sus futuros ciudadanos debieran verse siempre cruelmente divididos entre su cultura de origen, su filiación nacional y su adhesión al gran entramado que se está construyendo? ¿Acaso no tenemos necesitamos todos un nuevo concepto de identidad –que a veces me dan ganas de definir como una concepción mediterránea de la identidad– menos tribal, menos exclusiva, menos limitada, menos prisionera de mitos seccionadores, más abierta a los demás y a las realidades del mundo futuro?
Como temía, vuelvo a terminar con una cascada de interrogaciones. Pero si mis palabras son inquietas, y si están privadas de certidumbre, tengan la seguridad de que no están privadas de esperanza.