Los espacios sonoros de la ciudad en la Edad Moderna (siglos XV-XVIII)
La negociación política y social en la Edad Moderna es un campo de estudio en pleno auge que tiene un escenario privilegiado en el ámbito urbano, y la dimensión sonora fue una de las áreas en las que se llevó a cabo. La ciudad era un espacio de ruido en la Edad Moderna porque la densidad de población y la diversidad de sus actividades económicas así lo imponían. El paisaje sonoro urbano tenía sus propias señas de identidad de las que carecía el medio rural. Las canalizaciones de agua, las fuentes públicas, el tráfico rodado, el trabajo artesanal formaban una barahúnda que podía causar problemas. De hecho, las autoridades concejiles regularon los espacios en los que podían llevarse a cabo los trabajos molestos o contaminantes, que dieron lugar a reclamaciones y pleitos. Los artesanos más ruidosos, sin embargo, se sentían parte de una identidad local también expresada a través del paisaje sonoro.
Por el contrario, la identidad urbana hundía sus raíces en elementos que cohesionaban al conjunto social mediante la transmisión de información pública. Aunque había cauces informales de circulación de noticias, como los ciegos oracioneros, las autoridades cotidianamente difundían mensajes a través de pregones y campanas. Los concejos contaban con pregoneros oficiales que se ocupaban en vender mercancías en nombre de particulares o instituciones, aunque también eran funcionarios municipales a disposición de los bandos que el concejo les encargara difundir o las almonedas que la justicia les ordenara rematar. Cuando el comitente era el concejo y el contenido estaba relacionado con eventos públicos, los medios de que disponían los pregoneros para el desempeño de su labor abarcaban mulas, atuendo heráldico, cortejo, música de trompetas y atabales. El sentido de los pregones municipales residía en la apropiación del espacio público a través del sonido.
Y es que el poder municipal tenía un rival en las campanas de la Iglesia. Estos instrumentos formaban parte del paisaje sonoro cristiano desde la Alta Edad Media para representar a la voz de Dios y convocar a los fieles al culto, y en el espacio urbano habían adquirido muchas más funciones, hasta convertirse en una seña de identidad sonora de la ciudad. La Iglesia utilizaba las campanas como un calendario litúrgico que discriminaba entre horas canónicas, tiempos litúrgicos y festividades de diversa dignidad; la sociedad se sirvió de su publicidad para exteriorizar la jerarquización estamental. Las campanas eran asumidas por la población como elementos protectores porque no sólo la tutelaban espiritualmente, sino que también la advertían de peligros comunes como incendios, temporales o guerras, distribuían información pública de interés y contribuían decisivamente a la uniformización de las conductas sociales, creando una cohesión comunitaria. Su tañido poseía un código, un lenguaje, al alcance de la comprensión de la población, incluso documentable por escrito. Tan útiles resultaban que las autoridades concejiles pagaban al campanero de la iglesia mayor para que tañese el toque de queda, una limitación de naturaleza civil que no obstante quedaba sacralizada por emitirse por el conducto de las campanas.
Aunque debía reinar el silencio durante las horas de descanso, los varones jóvenes tendían a organizarse en agrupaciones de mocedad que desarrollaban sus disruptivas actividades de noche. Blasfemar y vociferar en plena noche era una, pero la actividad de las agrupaciones juveniles traía dos aportaciones originales al paisaje sonoro: por un lado la música nocturna, canto acompañado de instrumentos de cuerda pulsada como vihuelas y guitarras, y por el otro lado la antimúsica, es decir, la cencerrada o charivari que expresaba repulsa social. En las fiestas públicas, particularmente en el carnaval, estas manifestaciones nocturnas se reproducían bajo la luz del sol, en forma cuasi artística en las máscaras barrocas estudiantiles, tocando instrumentos musicales improvisados y burlescos y realizando parodias, también de la música seria.
En la Edad Moderna, el culto se enriqueció con un especial estímulo de los sentidos, también del oído. La liturgia medieval, musicalmente, era bastante austera. La Edad Moderna supuso una pequeña revolución en la Historia de la música occidental al difundir la polifonía por todas las catedrales de la Cristiandad gracias a la universalización de la institución de la capilla de música. La estética de la música sacra en la Edad Moderna se tornó infinitamente más compleja y seductora, atrayendo a los fieles al templo. Por lo tanto, cualquier individuo de la sociedad tuvo oportunidad de disfrutar de la música más refinada, moderna y compleja de su tiempo con sólo acercarse a la catedral. Además, las catedrales contaban con cuerpos de danza religiosa entre sus mozos de coro o seises.
Las instituciones consistoriales invirtieron menos recursos en el aparato sonoro. Contaban con trompetas y atabales asalariadas que además de ser símbolos de la dignidad del concejo, desempeñaban un papel en las maniobras militares. La ciudad invertía mucho dinero en el uniforme ceremonial de trompeteros y atabaleros. Desde el siglo XIV incorporó paralelamente un elemento de sabor más cortesano, que no tardaría en convertirse en la quintaesencia de la música urbana: la copla de ministriles, formada por un grupo de cuatro a diez instrumentistas de viento madera que se desplazaban a pie. Algunas ciudades crearon plaza de funcionario para figuras musicales muy concretas, como el dulzainero, el tambor mayor, el flautista. Al igual que el cabildo eclesiástico, el civil también cerraba contratos con cuerpos de danza. Algunos de ellos de carácter etnográfico; en cambio, las danzas de invención eran productos comerciales de carácter artístico y profesional.
La identidad sonora de la Iglesia y la del concejo eran muy distintas, pero guardaban un razonable paralelismo. Estas instituciones se exhibieron más allá de sus espacios correspondientes. El elevado número de procesiones que protagonizó el estamento religioso a lo largo de la Edad Moderna era escandaloso. Por su parte, los concejos también utilizaron la música para actos públicos formales, desplazamientos alardes, y en las noches festivas de verano las grandes ciudades acostumbraron, desde el siglo XVI, a apostar a sus ministriles y trompetas en los paseos más concurridos para amenizar las tardes y noches, edificando plataformas arquitectónicas dedicadas a este fin. En la festividad del Corpus Christi, la de la Inmaculada a partir del siglo XVII, y en muchas otras fiestas improvisadas con motivos religiosos o monárquicos, el paisaje sonoro urbano suspendía sus actividades productivas y se cuajaba de repiques extraordinarios de campanas, salvas de artillería, músicas ambientales, representaciones teatrales en la calle, castillos de fuegos artificiales. Programa que era culminado por una procesión general en la cual los canónigos catedralicios y los regidores municipales desfilaban con sus respectivos efectivos musicales, proyectando una complementariedad armónica.
A su vez, los duques mantuvieron a su propio personal interno para la interpretación de música profana en su palacio, pero asimismo se presentaron como benefactores de una iglesia de su devoción para disfrutarla como panteón y hacer un uso abusivo de su capilla musical, apropiándose simbólicamente del espacio sonoro contiguo. Pero reivindicar su parte del espacio sonoro no era una práctica reservada a los poderosos. Corporaciones sociales grandes y pequeñas definieron su papel en los fastos, algunos tan sonoros como las ceremonias religiosas solemnes con capilla musical contratada o los espectáculos de fuegos artificiales.
Más allá de las corporaciones e instituciones, las minorías étnicas encontraron los espacios para conservar su identidad sonora y musical en el seno de las ciudades modernas. Los esclavos subsaharianos se reunían con panderos, tambores y otros instrumentos de su tradición cultural autóctona. Estos eventos se convertían en espectáculos públicos para el común, en los que se recogían fondos para la cofradía. De esta forma, los esclavos cultivaban un vehículo de aceptación en la sociedad cristiana, como artífices de espectáculos coreomusicales. Un mecanismo muy semejante funcionaría con otra minoría, la de los gitanos. El único rol en el que fue aceptada por la sociedad fue el coreomusical. Y aunque no pertenecían a otra cultura, las minorías de mercaderes extranjeros que habitaban las grandes ciudades portuarias también hicieron uso del sonido para reivindicar su espacio.
En materia sonora se generaron conflictos y litigios porque las instituciones se disputaron los límites de sus respectivas jurisdicciones sonoras. Particularmente, las campanas se convirtieron en un medio de ejercer una influencia o tutela sobre un área y, por lo tanto, delimitar una jurisdicción. En épocas ilustradas el poder civil luchaba por subordinar la influencia social de la Iglesia a sus directrices, por lo que el tañido de las campanas debía pasar por su control. Además, el acceso a los campanarios no debía descuidarse por razones de seguridad pública, pues la suplantación del campanero podía representar un peligro. Pero las corporaciones sociales no sólo aspiraban a dominar su espacio atribuido mediante el sonido, sino también mediante el silencio. La pretensión de ejercer un control sobre el espacio sonoro propio afectaba incluso a un área circundante. Las instituciones compitieron por acaparar los servicios de las capillas musicales y coplas de ministriles disponibles, y esta competencia por los recursos sonoros revela un afán por monopolizar o asegurarse la capacidad de emitir señales y mensajes a la sociedad.