Límites del voluntarismo español en el Magreb

España debería impulsar una mayor coalición europea,más allá de Francia, y fomentar las relaciones Marruecos-Argelia, para que su diplomacia obtenga resultados en la región.

Richard Gillespie

Con el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, España ha emprendido una intensa actividad diplomática centrada en el Magreb, región que había sido objeto de algo menos de atención, a raíz de un cambio en las prioridades de las relaciones exteriores bajo el anterior gobierno de José María Aznar. A pesar de que durante el último año de Aznar se había iniciado una “normalización” de las relaciones bilaterales con Marruecos, los socialistas llegaron a la Moncloa con la idea de que era muy urgente reafirmar esta relación bilateral clave, dentro del contexto más amplio del desarrollo de relaciones constructivas con todos los países del Magreb y el fomento de la colaboración e integración regional. Casi tres años después, no hay duda de que las relaciones entre España y Marruecos han ido a más, mejorando la colaboración en varios ámbitos, en especial la inmigración. Sin embargo, las iniciativas españolas a un nivel regional más amplio han resultado bastante frustrantes, y la ausencia de logros en este sentido plantea dudas acerca de la idoneidad de la estrategia de España en el Magreb.

El impasse estratégico de España

Desde los años ochenta, España ha apostado por una estrategia amplia o “global” en el Mediterráneo, dando una prioridad especial al Magreb y tratando de establecer unas relaciones equilibradas con todos los países de la zona, a diferencia del viejo juego consistente en enfrentar a Marruecos con Argelia, según una estrategia “pendular”. En la época de incorporación de España a la Unión Europea (UE), se ideó la estrategia más moderna, y todo parecía indicar que adquiría relevancia, cuando los Estados magrebíes fundaron la Unión del Magreb Árabe (UMA) en 1989. La diplomacia española trató de afianzar sus propias iniciativas unilaterales y bilaterales, primero proponiendo una asociación euromagrebí y, al no contar ésta con el apoyo adecuado dentro de la UE, desempeñando un papel destacado en la creación del partenariado euromediterráneo.

Por desgracia, desde entonces, las continuas tensiones entre los países del Magreb han constreñido la eficacia de la estrategia diplomática española y han constituido una fuente del desequilibrio Norte-Sur en el Proceso de Barcelona. En este contexto, acciones que para Madrid eran parte de una estrategia ecuánime, dentro de la región se ha considerado que denotaban preferencias bilaterales. El afán español por restablecer las relaciones con Marruecos, tras la crisis de 2001- 2003, así como los esfuerzos españoles por elaborar una política de inmigración más amplia, en colaboración con Francia y Marruecos, suscitaron inevitablemente la inquietud en Argel, sobre todo a la vista de un nuevo discurso sobre el Sáhara Occidental que parecía favorable a la postura de Marruecos en el conflicto.

En menor medida, los esfuerzos por tranquilizar a Argelia, insistiendo en que la política española sobre el contencioso era la misma, han provocado que en Marruecos se pusieran en duda la coherencia y sinceridad españolas. Pese a la frenética actividad diplomática, y al poco meditado plazo que Zapatero fijó inicialmente para llevar a cabo un importante adelanto con respecto al Sáhara Occidental, el conflicto sigue en punto muerto por lo que respecta al marco de la ONU. En julio de 2006 se puso de manifiesto la persistencia de la desunión regional, con la ausencia de Argelia en la Conferencia Euroafricana sobre Inmigración y Desarrollo celebrada en Rabat, acontecimiento criticado por algunos por haber dado un protagonismo excesivo a Marruecos, organizador del encuentro junto con España y Francia.

Si bien no hay duda de que Marruecos es un interlocutor más importante que Argelia por lo que respecta a la inmigración en España, el éxito de la iniciativa dependía de si se garantizaba la colaboración entre todos los actores implicados en el proceso de emigración dirección norte, a Europa, incluyendo a los responsables de vigilar la frontera, cerrada aunque porosa, entre Marruecos y Argelia. Uno de los logros de la estrategia española ha sido la conciencia renovada de la necesidad de trabajar con Francia en esta parte del mundo, a pesar de las rivalidades históricas. Por definición, con esta colaboración, las opciones españolas se ven un tanto limitadas, pero al menos se contribuye a la coherencia europea.

Ahora bien, trabajar, de entre todos los países europeos, solo con Francia, implica trabajar con un país con intereses creados en el Magreb y una de las posturas más parciales en cuanto al contencioso del Sáhara Occidental. Si España quiere que la UE desempeñe un papel más relevante en las iniciativas para resolver el conflicto, debería esforzarse por forjar una mayor coalición de europeos (incluyendo tanto a actores estatales como subestatales) que reconozcan la importancia de hacer frente a este desencuentro que viene de largo. Y ello tal vez sería el preludio de la incorporación de actores árabes en la búsqueda de un consenso.

La suma de voluntarismo y multilateralismo

España tiene un gran interés en seguir tomando parte activa en la búsqueda de una salida del conflicto del Sáhara Occidental, no solo por pasar página a un episodio histórico, sino también porque –debido a razones muy distintas– tanto Marruecos como Argelia son vecinos regionales con los que Madrid debe poder contar como socios regionales dignos de confianza. También debería abogarse por la posibilidad de una mayor implicación europea. Actualmente, los expertos alientan a Europa a que preste atención al Sáhara.

Una encuesta organizada por Euromesco hacia finales del año pasado, que preguntaba a los ciudadanos si la UE y el partenariado euromediterráneo deberían abordar el contencioso del Sáhara Occidental, obtuvo como resultado una mayoría abrumadora del Sí (el 84% de los encuestados). Si bien en Bruselas se muestran reticentes, es de esperar que la predisposición a hacer frente al reto saharaui aumente si Israel y la Autoridad Nacional Palestina llegan a un acuerdo (en parte con la intervención de los europeos). El propio partenariado euromediterráneo parece tener un potencial limitado en este sentido.

Desde el principio, ha lidiado por obtener algo tangible en relación con cuestiones “de seguridad”. Le faltó (junto a la UE) la coherencia para mediar cuando dos de sus miembros –España y Marruecos– se enfrentaron por el islote de Perejil en julio de 2002. Tras ese episodio, ¿la lección aprendida es que Estados Unidos es el único capaz de ejercer de mediador eficaz, o imponer soluciones, en el caso de conflictos en el Magreb o el Mediterráneo occidental? Sin duda, ese enfrentamiento planteó a Europa otro tipo de reto, distinto a la cuestión del Sáhara Occidental en punto muerto. En el contencioso de Perejil, actuar con premura resultaba fundamental: era imperativo responder rápidamente a una situación de “crisis” que implicaba el despliegue de tropas, mientras que el conflicto del Sáhara Occidental estaba estancado, al parecer dando suficiente (quizá demasiado) tiempo para emprender iniciativas diplomáticas, si bien hace poco han surgido nuevos de-safíos al statu quo dentro del territorio, en forma de resistencia urbana.

Puede que finalmente el partenariado euromediterráneo sea una fuente útil de participación árabe en un esfuerzo de mediación para el Sáhara Occidental, pero es más probable que el conjunto de experiencia, recursos y compromiso necesarios para emprender una iniciativa multilateral provengan de Europa: no exactamente de una UE a 27, sino tal vez de una coalición que incluiría a Francia y España, junto con Estados miembros no implicados hasta la fecha (por ejemplo los tradicionalmente neutrales) y funcionarios y expertos con experiencia en resolución de conflictos en otros lugares del mundo. Si no se estanca la diplomacia española en el Sáhara, ahora es importante contar con la pericia y los buenos oficios de una mayor coalición, que incluya a actores con menos intereses directos en la región, que tal vez inspiren un mayor grado de confianza entre las partes en conflicto.

El desafío diplomático

El punto de partida de este artículo era que la estrategia española hacia el Magreb, aunque coherente y constructiva, ha avanzado poco en el objetivo de lograr una región más integrada, estable y en desarrollo, con vínculos de colaboración con Europa. Por el camino se han producido varios logros relativos, sobre todo con gobiernos socialistas, pero también con el Partido Popular (por ejemplo, el Tratado de Amistad con Argelia).

Sin embargo, no se ha conseguido ningún adelanto decisivo y, de hecho, puede que ahora, cuando Marruecos y Túnez han respondido con entusiasmo a la política de vecindad europea y Argelia ha decidido no participar en ella, la perspectiva regional esté más alejada. La conclusión pesimista que extraeríamos es que, a fin de cuentas, el Magreb de hoy sencillamente carece de los elementos químicos necesarios para construir una región eficaz y por lo tanto cualquier estrategia europea con afán de fomentar ese resultado está condenada al fracaso. Es innegable que los obstáculos para la integración van mucho más allá del conflicto del Sáhara Occidental, aunque su resolución sea condición sine qua non para que progrese cualquier proyecto integrador.

De todos modos, aunque se aceptara esta perspectiva, a España seguiría interesándole trabajar por lo menos por el acercamiento de Marruecos y Argelia, pues de lo contrario los logros españoles de carácter bilateral (Madrid-Rabat, Madrid-Argel) siempre cojearán considerablemente desde el punto de vista de las consecuencias en las relaciones con el otro socio. Cuando desafíos como la emigración irregular se están convirtiendo en prioridades para la política española, Madrid no puede permitirse no potenciar la colaboración en el Magreb y la totalidad del continente africano. En este sentido, un cierto voluntarismo y diplomacia proactiva se agradecen y son esenciales, pero la experiencia de los últimos tres años sugiere que deben hallarse más socios, conscientes de lo que está en juego, que contribuyan a salir del impasse.