Noche tras noche, Sherezade, hija del visir de Shariar, desbarata con sus relatos ininterrumpidos el macabro proyecto de ese gran príncipe, resentido por la infidelidad de su esposa. Para vengarse de las mujeres, jura tomar todas las noches una nueva esposa y mandar que la ejecuten esa misma noche. Pero Sherezade, narradora infatigable, retiene con sus cuentos la atención del amante resentido a lo largo de mil y una noches y le hace olvidar su funesto juramento. «Contar para hacer olvidar» constituía el principio generador y a un tiempo el objetivo que mantenía viva su imaginación creativa. Sherezade narraba cuentos para que el sultán olvidara sus penas de amor, pero también para olvidar la muerte que le esperaba al finalizar cada velada.
La figura de esta narradora, que mediante la palabra busca el consuelo para sí misma y para su restringido auditorio, permanece en el imaginario árabe como un ejemplo ideal de mujer inteligente y cultivada. También son inteligentes y cultivadas las actuales novelistas sirias, que, al igual que su antepasada ficticia, narran cuentos sobre las cosas, las ciudades y los hombres. Pero si la Sherezade de Las mil y una noches contaba para olvidar, las Sherezades de hoy cuentan para recordar y, más exactamente, para no olvidar. En efecto, se trata de un fenómeno extraordinario de la literatura siria contemporánea: estas jóvenes y talentosas novelistas encuentran en la historia reciente de su país una tierra fértil para su ficción. Bien es verdad que se podría contestar que la historia ha sido siempre la principal fuente de la ficción; sin duda, eso es cierto si la historia no ha sido asesinada, silenciada o sencillamente prohibida, como ha sucedido en Siria.
En realidad, el régimen del ya fallecido presidente Hafez el-Assad, que dirigió el país con mano de hierro durante treinta años (1970- 2000), tuvo que enfrentarse a una oposición armada capitaneada por facciones islamistas, con «las vanguardias combatientes» y «los hermanos musulmanes» al frente. Esos «sucesos», como a las autoridades les gusta llamarlos, duraron seis años, de 1976 a 1982. Como no logró someter a los rebeldes con toda su habilidad política, Hafez el-Assad decidió responder a la violencia de los islamistas con la del Estado y ahogar la revuelta en sangre. Así, algunos pueblos y ciudades sirios fueron objeto de brutales castigos y sufrieron todo tipo de crueldades. Se perpetraron matanzas en Hama, Alepo y Palmira, y decenas de miles de ciudadanos pasaron por la prueba de una detención prolongada y la tortura en prisión. Paralelamente y coincidiendo con esos sucesos, los hombres fieles al régimen disfrutaron de una promoción social fulgurante y se convirtieron en demiurgos capaces de provocar la lluvia o el buen tiempo. Se trataba, sobre todo, de oficiales de los servicios secretos y de los caciques del partido en el poder.
La historia oficial, escrita por el régimen y divulgada por sus medios de comunicación y su maquinaria pedagógica, ha eludido por completo ese pasado tan poco glorioso. Aun así, de esas facetas encubiertas por las instituciones del Estado es de donde nuestras Sherezades de hoy extraen los temas de sus novelas. En el presente artículo hablaremos de dos de los ejemplos más representativos de este fenómeno literario: Manhal al-Sarraj y Rosa Yacine. Manhal al-Sarraj es ingeniera de formación aunque, con sus dos novelas y los libros de cuentos publicados hasta hoy, se ha ganado una posición preeminente en la escena literaria siria. Es originaria de Hama, la ciudad mártir que fue sitiada por las tropas de élite del ejército sirio antes de convertirse en escenario de encarnizados combates entre éstas y los islamistas armados. Durante todo el mes de febrero de 1982, se perpetraron matanzas en la ciudad, que fue arrasada. En esa época Manhal alSarraj tenía dieciocho años y todo lleva a pensar que fue testigo de las atrocidades.
En Kama yanbaghi li nahr («Como sería necesario para un río»),1 su primera novela, aún prohibida en Siria, narra los últimos días de Fatma, una mujer mayor que vive sola en la residencia familiar, antes poblada de hombres y mujeres, historias y promesas. Pero en las ocupaciones de la vida cotidiana de esta anciana se infiltran los recuerdos, que hacen resurgir el pasado con sus pesadillas y demonios. Toda la novela se caracteriza por un movimiento de vaivén entre dos tiempos: el pasado, la época en que se produjeron los «sucesos» y que da comienzo «ese viernes apocalíptico, cuando los almuecines llamaron a la yihad para expulsar de su ciudad a las tropas de Abou Chama («el hombre de la verruga»), y el presente, en el que se vive la llegada de internet a la ciudad y que finaliza con la muerte de Fatma. Aparte de la mención de la llegada de internet a la ciudad, a partir de la cual podemos establecer la cronología interna, no encontramos ninguna referencia temporal que nos permita definir el tiempo histórico, real, de la narración. Lo mismo sucede con las referencias espaciales, ya que no descubrimos ningún nombre propio que permita definir la ciudad en la que se desarrollan los hechos. Es una ciudad situada entre dos montañas, con su río, su puente y sus dos orillas, su jardín público, su cementerio, sus mezquitas, su centro cultural… No obstante, esta disimilación cronotópica no engaña al lector avisado, que reconoce la ciudad de Hama por otros indicios que no son espaciales ni temporales.
Tenemos, sin duda, la descripción minuciosa de todos los recovecos de la ciudad, pero sobre todo contamos con la evocación de varios aspectos de su cultura específica, como las melopeyas populares, las costumbres culinarias y de indumentaria, y el vocabulario propio de sus habitantes, que se muestra en una especie de glosario al final del libro. Existe, en efecto, un gran número de indicios que ponen de manifiesto un mundo aniquilado por el odio que anima a los guerreros de ambos bandos. En su retorno al pasado, la novelista evita la narración impersonal propia de la escritura periodística. No pretende crear un documento histórico-político, sino una obra literaria. Y lo consigue gracias a la perfecta composición de los personajes. No nos enfrentamos a una descripción de personas y acontecimientos, sino a los relatos de personajes que actúan y, con sus actos, reproducen los acontecimientos y recrean la atmósfera de antaño. Tal es el caso, por ejemplo, del personaje de Lamia la loca. Cuando entraron los soldados, dormía junto a su marido y sus dos hijos. Tiró de la sábana para cubrirse el seno y a Anas, el bebé al que amamantaba.
En un momento dado, uno de los soldados se apoderó del galón de queroseno para rociar el colchón, los almohadones y todo lo demás. En un gesto de desesperación, Lamia cogió a su hija, que seguía dormida pese al tumulto, y echó a correr con una criatura en cada brazo. Al llegar al puente, descubrió que llevaba un almohadón y se dio cuenta de que se hija se estaba quemando con su marido y el resto de la casa. Decidió arrojar al río el almohadón traidor pero, en vez de eso, arrojó a Anas, y en unos pocos instantes se vio privada de sus dos hijos, su marido y su juicio. También los soldados del hombre de la verruga, personajes sin nombre, relatan los atropellos que cometían cuando buscaban el turbante escondido del jefe de los insurrectos: cortaban los brazos a las mujeres para apoderarse de sus pulseras de oro, elegían vírgenes hermosas para violarlas antes de ejecutarlas y llevaban a los hombres a los cementerios para matarlos antes de enterrarlos en fosas comunes.
Las decenas de personajes, evocados por gestos furtivos o hechos insignificantes, nos recuerdan con sus relatos un pasado que las instituciones oficiales se esfuerzan por relegar al olvido. En Jourat Hawwa,2 la segunda novela de Manhal al-Sarraj, también se recuerda la historia de la ciudad de Hama a través del destino de tres mujeres: May, una pintora que sueña con la libertad; la también pintora Rima, quien logra integrarse en la clase social ascendente formada por la burguesía vinculada a los burócratas, y Kawthar, la arquitecta devota que aspira a la clemencia divina. Los «sucesos» se evocan a través de los relatos de estas mujeres para evaluar su impacto en los destinos de los seres humanos. Descubrimos de qué manera encajó su derrota el islam combatiente y cómo se replegó en el trabajo social, con el apoyo sobre todo de las mujeres. Nos damos cuenta de la injusticia que sufren las mujeres debido al sistema de valores dominante en la sociedad.
Entendemos el papel de Arabia y su cultura conservadora y oscurantista en los centenares de miles de emigrantes económicos sirios que residen en dicho país. Por último, descubrimos la hipocresía que se oculta en los medios integristas que predican la piedad y la devoción sin aplicarlas en su vida privada. La novelista utiliza las mismas técnicas de escritura que en su primera novela, es decir, la descripción minuciosa de lugares y objetos, así como un retrato perfecto de los personajes a través de sus acciones. Encontramos igualmente el mismo movimiento de vaivén entre épocas y lugares distintos, pero si bien estos últimos son totalmente identificables —pese a la ausencia del nombre de la ciudad—, las fechas y los nombres propios permanecen vagos e indefinidos.
La cronología interna del relato se construye a partir de ese «siniestro viernes que puso fin a treinta años de sangre e histeria. Un período que los habitantes de la ciudad están de acuerdo en llamar los días de los sucesos, evitando cualquier mención a los responsables de éstos». Rosa Yacine es originaria de Lataquia, una ciudad costera que ocupa una importante posición en la historia contemporánea de Siria. Feudo de Hafez el-Assad, nacido en un pueblo de la región, ha sacado mucho provecho de esta coincidencia geográfica, hasta el punto de que los bromistas le dan el nombre de primera capital del país a expensas de Damasco, la verdadera capital. Al igual que todas las ciudades sirias, Lataquia sufrió las secuelas de los enfrentamientos entre el régimen y los islamistas.
Pero aquí, en mayor grado que en otras ciudades, dichos enfrentamientos adoptaron una apariencia interconfesional debido a la composición mixta de la ciudad y, sobre todo, a los abusos de poder perpetrados por los representantes locales de los aparatos del régimen En su primera novela, Abanous,3 la novelista teje un siglo de historia a través de la evocación de cinco generaciones de mujeres de la misma familia. La evolución del relato muestra las transformaciones, etapa tras etapa, de la condición de la mujer en relación con la historia del país. La «madre de Rima», nunca mencionada por su nombre, representa a la primera generación. A principios del siglo XX vivía en un pueblo impregnado de mitos. Su marido estaba poseído por un hada, que le causó una muerte trágica: «La pobre no sabía que un hada mata al hombre que se acuesta con ella». Humillada por la traición sobrenatural de su marido y por el sistema de valores imperante en el pueblo, la madre de Rima, que acababa de cumplir veinte años, decidió no conocer a ningún otro hombre y vio cómo, pese a su juventud, le desaparecía la menstruación. Es la época en la que la mujer está totalmente sometida a su condición social e incluso su fisiología acarrea las marcas de esa sumisión.
La segunda generación está representada por Rima, quien vivía sola con su madre viuda. Era un período difícil en el que los otomanos estaban en guerra en varios frentes a la vez —el canal de Suez, al Sur, y los Balcanes, al Este—, lo que exigía una movilización general y la confiscación de todos los bienes en los territorios del Imperio. Privada de protección paterna en una sociedad cerrada y totalmente falócrata, Rima se convirtió en la puta del pueblo, aunque sólo fuera en la imaginación de los lugareños. Un día se enamoró de un joven extranjero que huía de la guerra. Sucumbió a sus caricias y a sus promesas de matrimonio y una vida tentadora en la ciudad. Pero el joven no tardó en volver a montar en su yegua dejando a Rima embarazada. Tras el parto, abandonó a su hija en casa de su madre para escaparse con el hijo del agá.4Al cabo de varios meses de dicha, el poderoso padre de su amante lo encuentra y lo obliga a volver al redil. El mismo día de su partida, Rima se quita la vida.
La mujer de esta generación es siempre un ser humano inferior al hombre. La cultura religiosa dominante sólo concede una única salida al deseo de emancipación de una mujer: la muerte. La representante de la tercera generación es la hija de Rima, Soumayya, quien se convirtió en Oum Brahim (la madre de Ibrahim) tras casarse con un venerable jeque. Durante el día compartía el trabajo en el estanco con las labores domésticas al servicio de su marido, que dedicaba su vida a transmitir las enseñanzas secretas de su doctrina esotérica a los jóvenes adeptos. La familia vivía en un barrio conocido por su fervor, pero cuarenta años de convivencia en un mismo lugar habían hecho olvidar a unos y otros sus diferencias doctrinales. Cuando menos eso es lo que creía el jeque antes de los siniestros días de agosto de 1979, fecha en la que las acciones armadas de los islamistas se extendieron por su ciudad y él mismo se convirtió en objetivo de un atentado frustrado.
La mujer de esta generación es testigo de la independencia del país y la introducción de la modernidad. Empieza a integrarse en los medios industriales de la ciudad. Participa en la vida política y social de una manera cada vez más visible. No obstante, esos progresos no alcanzan a cambiar su estatus de mujer sometida al poder patriarcal. La cuarta generación está representada por dos personajes: Miriam, hija de Soumayya, y Sanaa, su joven vecina. Ambas muchachas encarnan dos aspectos del romanticismo revolucionario muy presentes en la juventud siria de la década de 1970. Miriam estaba enamorada de uno de sus compañeros de la universidad. Vivía su amor libremente y, cuando los dos amantes decidieron casarse, ya estaba embarazada de dos meses. Su padre se opuso a ese matrimonio, pero Miriam plantó cara a su decisión y actuó según sus convicciones: «Siempre he soñado con un matrimonio así, liberado de todas esas asquerosas tradiciones».
Su joven marido, Hazem, no era menos romántico que ella: «Aún se acuerda de aquellas noches enteras frente a la radio, escuchando entre lágrimas las informaciones sobre la revolución de los estudiantes, quienes obligaron a De Gaulle a dimitir, mientras él seguía prisionero en su miserable habitación en el fin del mundo». El romanticismo de ambos jóvenes se refleja en el nombre que eligen para su bebé, Ángela:5 «Es una militante negra [Angela Davis] y nos gustaría mucho que nuestra hija se le pareciera». Sanaa, por su parte, era una militante política de una esas formaciones izquierdistas que aparecieron durante la primera década del reinado de Hafez el-Assad y que pensaban que podrían derrocar el «régimen dictatorial». Todos los militantes acabaron en prisión. La mujer de esta generación empieza a liberarse del yugo de la tradición, aunque sin volver del todo la espalda al poder patriarcal. Va a la universidad y puede vivir independiente.
Esa independencia, pese a no ser total, le permite tener proyectos políticos y sentimentales que no coinciden con las opciones familiares. Ángela, la hija de Miriam, representa la quinta generación. Es una enfant terrible que desde la infancia ha recibido una educación diferente, lo que explica su emancipación precoz. A los nueve años juega en la calle con los chicos. Vive sola en la capital y le planta cara a su padre cuando éste asume el papel de sabio con experiencia de la vida: «¿Por qué no me dejas vivir mis experiencias sola? […] Déjame conocer algo de lo que tu generación ha conocido.
Déjame apreciar el sabor de esa vida cuyos menores detalles decidiré yo misma». Para conocerse a sí misma, Ángela decide escribir la historia de su familia. La mujer de esta generación se ha criado en una época marcada por la desaparición de las libertades, tanto en el ámbito nacional (el régimen autocrático) como en el regional (el aplastamiento del pueblo palestino y la invasión de Irak por los norteamericanos). Es una mujer que ya no acepta ser una ciudadana de segunda clase, resignada a lo que le ofrece la sociedad patriarcal. Quiere recuperar su posición en el mundo e intenta comprender por qué el mundo es como es. Podríamos ampliar nuestro estudio con otros ejemplos tan interesantes como los de Manhal al-Sarraj y Rosa Yacine. Mencionemos brevemente a Samar Yawbek y sus dos novelas: Tiflat as-Samaa («La hija del cielo»)6 y Salsal («Arcilla»),7 ambas prohibidas por la censura. En Tiflat as-Samaa, la novelista narra la historia de una joven de un pueblo cercano a Lataquia que huye del mundo de las tradiciones y las leyendas, en el que la mujer es una maldición del cielo, para unirse al entorno de la oposición política en la capital.
La autora describe sobre todo el terror que los servicios de seguridad imponen en el pueblo en general y en las formaciones políticas de la oposición en particular. En Salsal también encontramos el mismo espacio compartido entre un pueblo cercano a Lataquia y la capital. La escritora relata la promoción social de un joven con complejo de inferioridad, un hipócrita aprovechado que se convierte en oficial omnipotente en los servicios de seguridad del régimen. En su novela al-Charnaqa («El capullo»),8 también prohibida por la censura, Hassiba Abdul-Rahman describe el mundo de la prisión política para mujeres en la década de 1980.9 Todas estas escritoras extraen sus temas de la historia reciente de Siria. En sus novelas y relatos muestran algunos de sus aspectos prohibidos.
La historiografía oficial deforma la realidad y falsifica los hechos. Pero estas Sherezades de hoy son la conciencia despierta del pueblo sirio: descubren lo que está oculto y arrojan luz sobre aquello que el régimen quiere mantener en la oscuridad. Es una literatura que alza el velo y les dice a los sirios cara a cara: ésta es nuestra historia, con sus grandezas y sus miserias, con su belleza y su fealdad. Las nuevas Sherezades de Siria cuentan historias para que nadie olvide. Un día el alba ahuyentará la noche y entonces tal vez decidan interrumpir su relato.