El Mediterráneo constituye un lugar de encuentro privilegiado para las llamadas «músicas del mundo», ya que las tradiciones musicales de los pueblos que lo habitan siempre han estado en contacto por razones históricas. En este sentido, el papel de las grandes religiones monoteístas ha resultado fundamental. Así pues, en un marco tan proclive al diálogo entre civilizaciones, el Festival de Fez de Músicas Sagradas representa un lugar de encuentro único en el mundo arabo-musulmán que, poco a poco, se ha abierto a las grandes corrientes religiosas y espirituales del mundo para acoger a artistas de tradiciones muy diferentes, que pueden compartir y fusionar estilos, culturas y sensibilidades con el fin de convertir el festival en un ««laboratorio» de experimentación de vida en común.
Desde los años setenta, es decir, desde hace casi cuarenta años, las llamadas músicas «del mundo» (¿pero acaso las otras músicas no forman también parte del mundo?) ocupan un lugar cada vez mayor en la escena musical y desempeñan un papel nada despreciable en el conocimiento de las culturas de las que provienen. Toda corriente de pensamiento, o todo movimiento artístico, incluso si es fruto de movimientos clandestinos relacionados con la historia cultural, social y política, nace y crece a través de una visión personal, y está producida por seres excepcionales con visión de futuro.
Corresponde al gran indianista, musicólogo y pensador Alain Danielou el hecho de que, en los años setenta, el público occidental melómano descubriera las músicas de la India, Asia y Oriente, por medio de la mítica colección de los álbumes de músicas tradicionales de la Unesco. Occidente descubría las múltiples riquezas de esas tradiciones musicales no europeas, donde el maestro indio del sitar Ravi Shankar se codeaba con el príncipe iraquí del laúd Mounir Bachir, donde el gamelán balinés respondía a los acordes del baláfono africano, y donde el lamento del ney turco se hacía eco de la meditación abisal del shakuhachi japonés…
Algunos años después, bajo la égida del movimiento ««folk», llegaría la hora de redescubrir las músicas tradicionales europeas y, a través de ellas, capítulos enteros del pasado cultural y social de los países de la vieja Europa que la modernidad había ocultado. De este modo, a lo largo de esos años fundadores de una cultura en gestación, se iría constituyendo esa orquesta planetaria de múltiples sonoridades, en la que la Callas podría resonar junto a Oum Kalsoum, Ravi Shankar escribir un concierto para sitar y orquesta, Johann Sebastian Bach verse adornado por el color de las percusiones africanas, Youssou N’ Dour inaugurar la Copa del Mundial de Fútbol o incluso Gilberto Gil convertirse en Ministro de Cultura de Brasil… Como un anticipado movimiento anunciador de esa aldea global de la que tanto se habla en los albores de este naciente siglo xxi. Y seamos justos, a Occidente —y a su insaciable curiosidad intelectual, su acusado sentido crítico y su inventiva sin límites—, corresponde el mérito de la creación de este espacio artístico, cultural, mediático y económico, donde las músicas del planeta resuenan para el enriquecimiento de todos; donde los artistas del Sur, gracias a esa escena y a ese mercado mundial, pueden encontrar nuevos públicos, salidas comerciales y, en resumidas cuentas, formas de supervivencia, e incluso de regeneración, para sus propias tradiciones musicales.
La historia de los años siguientes ha hecho que, de estas músicas de las grandes tradiciones del mundo, después el interés se haya ido centrando, en la secuencia posterior, en las músicas sagradas del planeta, como si al mismo tiempo que se desvelaba la belleza de estas formas se hiciera visible, como enroscada en su seno, su íntima relación con las formas religiosas, rituales y espirituales que constituyen una parte esencial de la vida de las sociedades de las que procedían, confirmando así, de manera «experimental», el viejo adagio latino vox populi, vox dei. Un movimiento de penetración y profundización a través del cual se revelaba el vínculo secular que unía, en dichas sociedades, el arte —y por tanto, las músicas— con lo sagrado.
Esos escenarios de las músicas del mundo y las músicas sagradas del mundo, que después propiciarían el nacimiento de festivales específicos, con el paso del tiempo se han convertido en auténticos espacios de diálogo y encuentro, ofreciendo a los artistas de todas clases, y también a sus públicos, unos fructíferos momentos de intercambio y creación sin parangón en la historia. Porque a decir verdad, tanto en nuestro espacio mediterráneo como en otras partes del mundo, los siglos pasados sólo nos han proporcionado algunos escasos ejemplos de «diálogo de civilizaciones». Como atestigua la historia, desde hace siglos este espacio ha sido más bien un lugar de enfrentamientos casi ininterrumpidos entre el islam y la cristiandad. Muy lejos de ser el mar que conecta y acerca, durante mucho tiempo el Mediterráneo ha sido un espacio de separación, luchas de intereses y antagonismos seculares. Tal como apunta el filósofo Rémi Brague, durante las épocas medievales «los diálogos de verdad entre personajes reales en los que cada uno expresaría con su propio vocabulario sus auténticas convicciones constituyen una excepción».[1]
El uso de este término, el de diálogo de civilizaciones, con su connotación pacifista y su supuesta pertinencia al ámbito de las relaciones entre las culturas de los siglos pasados, muy especialmente entre el mundo cristiano y el mundo musulmán, procede más bien de un anacronismo, dado que esta noción parece situarse fuera de la esfera conceptual y del imaginario de los mundos históricos antiguos tanto en el Mediterráneo como en otros lugares. Con sus diversos componentes judíos y cristianos, la Andalucía musulmana fue el fruto de las invasiones arabobereberes que vencieron y sometieron a la España visigótica antes de propiciar el nacimiento de una civilización original. Al-Nahda —el movimiento de renacimiento árabe de finales del siglo xix— fue una consecuencia, a decir verdad un poco tardía, pero muy efectiva, del desembarco en Egipto, en 1799, del cuerpo expedicionario francés a las órdenes de Bonaparte, una vez cicatrizada en parte la herida narcisista y asimilado el traumatismo político y cultural que dicha derrota causó en el mundo arabomusulmán. Los cambios y reformas —Tanzimat— que implantaron los diversos sultanes otomanos en el imperio a partir del siglo xix y que tendieron a «occidentalizar» ciertos espacios de la sociedad turca, fueron completamente llevados a cabo bajo la presión occidental y el reconocimiento de una decadencia militar y política. Hay innumerables ejemplos que muestran bien a las claras que, en la historia del Mediterráneo, los escasos espacios/momentos de convivencia y/o encuentro con otras culturas sólo existieron bajo la amenaza de circunstancias adversas, y fueron mucho más sufridos que decididos por parte de los pueblos y sus dirigentes.
El diálogo de civilizaciones, por lo menos a la escala en la que se propone en nuestra época, y tan alabado en los últimos tiempos, aparece tras un análisis como una noción de un género inédito, y más que como un resurgimiento de un pasado glorioso que algunos habrían olvidado u ocultado, como uno de los «vástagos» de la modernidad, el ideal democrático y la globalización. Las revoluciones tecnológicas de las comunicaciones, los transportes, las necesidades de las migraciones de índole económica, que son la marca de nuestro presente planetario, y que muy probablemente evolucionarán de manera muy importante en las décadas venideras, dibujan, por primera vez en la historia de la humanidad, los contornos de una verdadera interpenetración de las culturas y los agrupamientos humanos.
En esta intensa efervescencia de encuentros e intercambios, las llamadas músicas del mundo y los festivales asociados a ellas desempeñan un papel importante y contribuyen, junto con otras modalidades de encuentros de carácter más institucional, a remodelar los vínculos actuales y futuros entre pueblos y tradiciones. Más arriba hemos visto que en los últimos años, el escenario planetario de las músicas del mundo ha permitido a amplios círculos de melómanos, aficionados y turistas conocer mejor las culturas y los pueblos de los que éstas proceden, mientras que antes ese conocimiento era más bien un privilegio de etnomusicólogos y antropólogos eruditos. Como este fenómeno afecta también, y a unos niveles muy profundos, a las almas y los corazones, no es simplemente mediático o intelectual. Esta apertura musical, de la que somos encantados espectadores y atentos testigos, es asimismo una apertura interior que, a través de la emoción estética, deja su huella en cada uno de nosotros. Más allá de la belleza de esos cantos desconocidos procedentes de tierras lejanas, también se evocan de manera indefinida paisajes, modos de vida, destinos y rostros, los cuales, marcados con el sello de la belleza, a partir de ese momento pasan a ser más cercanos, familiares e incluso fascinantes. Así, la difusión de estas músicas contribuye de manera significativa a integrar las alteridades culturales en nuestros espíritus y nuestro entorno.
¿Qué sucede con esta interpenetración cultural en el ámbito de lo religioso y lo sagrado? El diálogo interreligioso, iniciado en los años sesenta en la dinámica del Concilio Vaticano II, y cuya primera orientación consistía en buscar una aproximación entre el mundo cristiano y el mundo musulmán, ha corrido diversas suertes. Si hay un ámbito en que la crispación es tremendamente tenaz, éste atañe a lo religioso y lo sagrado. En él, los dogmas, los rituales y las creencias se hallan inextricablemente vinculados a las estructuras sociales y culturales, e incluso —y eso es algo bastante propio del mundo arabomusulmán— a la organización política de la ciudad, contribuyendo de este modo a bloquear en diversos grados los discursos y comportamientos.
En sus propios espacios y en las relaciones que mantienen entre sí, las culturas, las sociedades y las tradiciones se hallan influidas por múltiples corrientes en las que el juego y la interdependencia también buscan, en última instancia, la protección y difusión de los propios intereses, a menudo concebidos o soñados por sus protagonistas, especialmente en la esfera religiosa, en tanto que poseedora de un valor universal. Por tanto, éstas son susceptibles de acabar siendo trasladadas en un momento u otro, por medios, procedimientos y tiempos diversos, a otras sociedades y culturas. Eso es tanto como decir que el espacio del llamado diálogo interreligioso es, en el mejor de los casos, un lugar de consensos a minima, que requiere muy pocos compromisos, y, en el peor, y con mucha frecuencia, un círculo en el que prosperan segundas intenciones y palabras no dichas.
Desde una perspectiva diferente, los Festivales de Músicas del Mundo y los Festivales de Músicas Sagradas proponen otros escenarios más «competitivos» para el mundo de los encuentros e intercambios aunque a primera vista parezcan menos ambiciosos. Esta eficiencia inmediatamente perceptible valora, en primer lugar, la naturaleza de lo que se trabaja. En efecto, si los discursos tienen por objetivo seducir y/o convencer, la función de la música en tanto que arte sensible es llevar a los espíritus, por medio de resonancias y vibraciones, armonía, belleza e incluso «voluptuosidad». Y la orquesta, al agrupar a diversas personas originarias de todas partes, ejerce esta función de unificación y concentración en la que cada uno se pone al servicio del otro, expresándose cuando es su turno y poniéndose a la escucha, como servidor en última instancia de una efímera felicidad común —«el momento musical»— que será tanto más intenso cuanto mejor se hayan respetado las reglas colectivas productoras de armonía, y convirtiendo a esa polifonía en una especie de paradigma ideal de toda forma de vida en sociedad. Un paradigma, o más modestamente una referencia, hacia la que también se orienta el Festival de Fez de Músicas Sagradas del Mundo.
Fundado en 1994 por un grupo de intelectuales y responsables marroquíes impregnados de cultura francesa y, por lo tanto, ampliamente biculturales, esta manifestación ha elegido el vector de las expresiones musicales de lo sagrado para promover formas originales de encuentros entre tradiciones. Centrado al principio en las tradiciones musicales de las tres religiones monoteístas —judaísmo, cristianismo e islam—, poco a poco el Festival se ha ido abriendo a otras grandes corrientes religiosas y/o espirituales, como, por ejemplo, el hinduismo, el budismo y hasta el animismo, todas ellas corrientes de pensamiento que numerosos practicantes del islam ortodoxo consideran derivadas del politeísmo e incluso del ateísmo.
Esta apertura, que se ha ido construyendo poco a poco a través de un cierto número de ediciones, ha permitido que tanto un importante público marroquí —aunque, a decir verdad, procedente de las clases más acomodadas— como internacional hayan podido descubrir los sabores de tradiciones musicales y sagradas que les eran poco conocidas. Así pues, se trata de una ocasión única para conseguir que cohabiten, en un espacio y un tiempo dados, culturas, músicas y sensibilidades de orígenes diversos, y para que se puedan ver, oír y estimar expresiones completamente diferentes de la tendencia universal que poseen los hombres hacia la trascendencia, lo espiritual y lo divino… a través del filtro mágico de las músicas y la belleza.
Para acrecentar aún más esta diversidad de públicos y conciertos, el Festival invita también a obras y programas que aglutinan a artistas llegados de diferentes horizontes culturales y religiosos. Así, el canto gregoriano puede codearse con los himnos de la música carnática de la India, los coros de los qawwals de Pakistán se mezclan con los trances del gospel llegado de Estados Unidos, y las grandes orquestas marroquíes presentan repertorios judeo-árabes con grandes solistas de origen judío.
Para profundizar aún más en este proceso general de acercamiento, en los últimos años se ha encargado la creación de obras a grandes compositores. Así, el violinista de jazz Didier Lockwood ha creado Cuerdas y Almas, que contó con un director de orquesta, cantantes y músicos marroquíes, y el maestro percusionista iraní Keyvan Chemirani ha creado «Melos: Cantos del Mediterráneo», con artistas griegos, marroquíes y españoles. El baile contemporáneo está presente con el coreógrafo turco Ziya Azazi, que reinterpreta los giros seculares de los Derviches Giróvagos de Konya. Así, en el transcurso de las sucesivas ediciones, y según estos tres planos/secuencias imbricados entre sí como muñecas rusas, se han ido implantando los mecanismos sutiles de nuevas formas de interconocimiento. En dichas ediciones se encuentran, se fusionan y algunas veces hasta chocan de frente diferentes culturas, estilos y sensibilidades, en lo que se muestra, in fine, como parte integrante de un «laboratorio» de experimentación de vida en común. Para completar la descripción, a este paisaje en movimiento convendría añadir un telón de fondo, el propio Marruecos, el cual, en tanto país musulmán de pleno derecho y con sus propias características, confiere a esta manifestación, sin parangón en el mundo arabomusulmán, un significado suplementario y un valor particular.
Un telón de fondo atravesado por múltiples corrientes, unas inclinadas hacia la apertura, y otras hacia un cierto pasado alimentado por crispaciones y referencias religiosas a menudo míticas, y del que proceden las reticencias e incluso muchas veces la hostilidad mostradas por los sectores islamistas/integristas del país, para los que tanto este festival como otros que han visto la luz durante los últimos años son caballos de Troya de Occidente y espacios de una excesiva liberalidad. Así pues, el principio de la realidad vuelve a hacer acto de presencia, una realidad que llega para despertar las memorias adormecidas y disipar un poco la dulce euforia de un mundo ideal que pretendía hacer caso omiso de la historia, o librarla de un modo sutil de sus episodios más molestos. Por otra parte, en la misma línea de esta perspectiva, y dado que el ángulo de la mirada cambia bastante poco, en este concierto general, a veces demasiado armonioso, también es posible detectar ciertas disonancias. Podemos descubrir, por ejemplo, profundas diferencias tanto de escucha como de apreciación, sobre todo durante los conciertos de naturaleza muy espiritual, entre el público local y el público internacional llegado, en su inmensa mayoría, de los países occidentales.
Mientras que el público occidental se deja llevar cada vez más por la dulzura de las melodías y los ritmos, muchas veces sin preocuparse por entender los textos cantados en lenguas extrañas, el público marroquí, durante los conciertos de una tradición diferente a la suya propia, la mayor parte del tiempo se muestra más dispuesto a captar el sentido de lo que se está entonando en escena, que a dejarse llevar por el «tarab», la embriaguez de la audición musical. En esta diferencia, ciertamente menor pero muy presente, pueden verse las huellas de dos distintas evoluciones históricas sobre el lugar que ocupa lo religioso en Occidente y en el mundo arabomusulmán.
En el público de los conciertos, el referente religioso, omnipresente en Marruecos, induce una actitud de vigilancia respecto a los textos y las palabras, que, aunque puedan parecer agradables cuando les ponen música, antes necesitan ser comprendidos y medidos según el rasero de lo que es o no aceptable, especialmente cuando se trata de un repertorio religioso. Al «otro lado», en Occidente, el debilitamiento de las relaciones con la religión debido al incremento del ateísmo, el laicismo militante, la indiferencia o una vaga espiritualidad produce entre el público internacional un tipo de escucha más específicamente «estética» y menos atenta a los significados textuales. En Occidente no hay más que tendencias y signos, los cuales, evidentemente, no abarcan la totalidad de las múltiples experiencias individuales vividas, sino que tan sólo revelan la complejidad y la dificultad de trabajar a partir de datos efectivos para posibilitar que ese tan deseado «diálogo» de culturas siga avanzando. Complejidad y dificultad que se ponen de manifiesto en los ejemplos siguientes extraídos de las recientes ediciones del Festival de Fez:
Durante la presentación de su última creación, «Melos: Cantos del Mediterráneo», que tuvo lugar en junio de 2009, y que reunía a artistas llegados de España, Grecia, Marruecos e Irán, el gran percusionista iraní Keyvan Chemirani, director musical de la obra, comunicó al público y a las personalidades asistentes, un poco decepcionado, el sentimiento de sorpresa que le había embargado a lo largo de los días de su estancia allí al descubrir, y sobre todo al experimentar, las diferencias, incomprensiones y resistencias que mostraban todos los artistas para aceptarse unos a otros en sus diferencias, así como para integrarse en un discurso musical unitario. Después de este inicio valiente y sin concesiones, afortunadamente lo que siguió fue bastante más agradable, porque la obra creada fue magnífica, pero sólo lo fue, según la propia confesión de su autor, tras pagar el precio de un trabajo difícil, mucho más difícil de lo esperado, un verdadero parto, un «tormento», pues cabe recordar que éste es uno de los antiguos significados de esta noble palabra, «trabajo».
Con ocasión de otra obra puesta en escena por el grupo de gospel estadounidense de Craig Adams y el conjunto de qawwali del cantante paquistaní Faiz Ali Faiz, pudo observarse otro fenómeno interesante, que se volvió a detectar repetidas veces en ocasión de diversos conciertos en los que participaban músicos musulmanes y músicos oriundos de otras esferas religiosas. Los coristas de cada grupo tenían que repetir, alternativamente, los estribillos del otro conjunto, es decir, por decirlo de una manera clara, los paquistaníes «Aleluya» o Jesús, y los cantantes de gospel «Alá» o la fórmula de la afirmación de la unicidad divina «Lâ ilâha illa Allah». Mientras que los estadounidenses repetían sin dificultad las palabras que les llegaban del grupo musulmán paquistaní, los qawwals evitaban cuidadosamente pronunciar tanto «Aleluya» como el nombre de Jesucristo procedentes del conjunto cristiano, profiriendo en su lugar una melopeya parecida cantada en un ritmo similar.
Como puede verse, hasta en el ámbito de la creación musical, donde a pesar de todo los retos son menos visibles, nada es sencillo y la realidad sociorreligiosa aflora y algunas veces impone sus coacciones y bloqueos. Lo que no debe sorprendernos, sino incitarnos a ser más modestos y mantenernos siempre vigilantes. Si bien es verdad que en sus múltiples relaciones con los cantos y las músicas de todas las latitudes, en cierto modo lo sagrado «se humaniza», y capta los mil y un colores y sabores del mundo, y que el «diálogo de civilizaciones» transmitido a través del médium hechicero de las músicas se vuelve más fluido y tangible, al menos mientras se interpreta la obra, no por ello dejan de tener menos peso las fuerzas activas del principio de la realidad, en el que los retos y conflictos de los intereses políticos, culturales y religiosos siempre están presentes, incluso adoptando formas discretas y alusivas.
Si es verdad que la música suaviza las costumbres, ¿qué pasa cuando ésta deja de sonar y cada uno retoma el curso de su vida y se reinserta en su mundo, con sus reglas y costumbres? A esta cuestión, está claro que ni el Festival de Fez de Músicas Sagradas del Mundo, ni ningún otro de los festivales del mismo tipo que se organizan en uno u otro lado, pueden responder. Pero a través de los momentos de gloria que ofrecen al mundo, sí pueden demostrar que en esos encuentros musicales es posible valorar nuestro presente de un modo más preciso, sin optimismo cándido ni temor excesivo. Es decir, que el diálogo de las civilizaciones y las culturas es más una matriz en gestación que una referencia histórica de un Mediterráneo medieval idealizado o fantaseado por razones ampliamente ideológicas, y cuya instrumentalización, e incluso manipulación, no contribuirá a disipar de una manera duradera tanto la incomprensión como las decepciones sufridas. A los hombres de hoy —de Occidente y Oriente, y del Norte y el Sur— corresponde trazar los contornos de ese diálogo, no sólo inspirándose en los mitos del pasado, sino en las historias y aspiraciones reales de los pueblos…
Notas
[1] Brague, Rémi, Au moyen du Moyen Age: philosophies médiévales en chrétienté, judaïsme et islam, Éditions de la Transparence, París, 2006.