Cuando se habla de las mujeres del sur y este mediterráneos, el tópico es que son sumisas y analfabetas, pero no es así como vimos a las mujeres en las calles de Egipto, Túnez o Libia durante la primavera árabe de 2011. En realidad, ellas nunca han estado realmente calladas. En este artículo quisiera dar a conocer a algunas voces de escritoras y realizadoras de cine que utilizan la memoria para contar relatos, a veces inaudibles en nuestras lenguas, y emprenden así el vuelo hacia el futuro, como hizo la más emblemática de las cuentistas orientales, Sherezade.
Contar para hacer olvidar constituía el principio generador y también el objetivo que mantenía viva la imaginación creativa de Sherezade, que narraba cuentos para que el sultán olvidara sus penas de amor, pero también para olvidar ella misma la muerte que le esperaba al finalizar cada velada. La figura de esta narradora, que mediante la palabra busca el consuelo para sí misma y para su restringido auditorio, permanece en el imaginario árabe como un ejemplo ideal de mujer inteligente y cultivada. Pero si la Sherezade de Las mil y una noches contaba para olvidar y al mismo tiempo alargar el tiempo de su vida, las Sherezades de hoy cuentan para recordar, para que se conozcan las historias ocultadas. No siempre se cuenta para olvidar el miedo que se pasa o se ha sentido, algunas mujeres narran para reforzar su identidad. Obtener voz es importante y eso, durante siglos, se ha hecho por medio de la literatura oral, cuyas funciones principales han sido, por un lado, comunicar, y por otro, crear un imaginario propio. Un buen ejemplo es el utilizado por Taos Amrouche, considerada como la primera novelista argelina moderna, hija de Fatma Aït Manssur Amrouche y hermana de Jean Amrouche. Su obra literaria tiene un estilo muy vivo que está inspirado en la cultura oral de la que está impregnada y de su experiencia como mujer. Ello resulta especialmente patente en su primera novela, Jacinthe noire (1947). Su madre le legó muchas canciones, cuentos y elementos de patrimonio oral amazig, por lo que, paralelamente a su carrera literaria, se dedicó a interpretar esos cantos. Dotada de una voz excepcional, recorrió diversos escenarios como el Festival de Dakar en 1966. Solo Argelia le negó los honores y no la invitó al festival panafricano de Argel en 1969. Taos Amrouche, muy preocupada por la fidelidad de la memoria, compara esta con la reconstrucción de un “maravilloso tapiz”, donde cuenta mucho la concentración y la habilidad del artesano, ya que la memoria es fugaz. “Mi memoria me rehúye”, dice la narradora.
Las escritoras magrebíes, excepto en poesía, utilizan el francés. La escritura representa a menudo para algunas novelistas la invocación de recuerdos enterrados en la memoria. Latifa Ben Mansour los rememora en el prefacio de Le chant du lys et du basilic: “Este texto es un ramillete lleno de azucena y albahaca que he recogido en el fondo de mi memoria”. Pero la escritura también puede ser penosa, como afirma Assia Djebar en Grande es la prisión: “Durante mucho tiempo, pensé que escribir era morir, morir lentamente […]. Sí, durante mucho tiempo [pensé así] porque, escribiendo, me rememoraba, quise apoyarme en el dique de la memoria, o en su reverso de la penumbra, calada poco a poco por su frío”. Para esta novelista, como para Emna Bel Haj Yahia, Leila Houari o Tassadit Imache, entre otras escritoras que recoge la especialista en la literatura de mujeres magrebíes Marta Segarra, la rememoración tiene como objetivo dar sentido a los recuerdos dispersos para fundar, gracias a ellos, una identidad personal[1]. En cambio, para Latifa Ben Mansour o Jelila Behi, por ejemplo, la descripción de los recuerdos de la infancia se hace más bien para transmitirlos a las generaciones futuras, pues las autoras tienen la sensación de haber vivido el fin de un mundo desvanecido para siempre. Pero las dos motivaciones, que podríamos llamar de identidad y testimonial, se hallan combinadas con frecuencia.
Volviendo a la importancia de la oralidad para crear un imaginario potente, Assia Djebar constata la importancia de los “cuentistas públicos que venían a enseñar su historia a los argelinos privados de su pasado”, o en peligro por los efectos de la emigración. En la novela Gardien du seuil, de Antoinette Ben Kerroum-Covlet, un personaje llamado El Ben se dedica a contar historias en un café francés a los inmigrantes “necesitados de restaurar algo de una identidad cultural que se está deteriorando”. En los episodios citados, son hombres los que ejercen esta función narrativa, ya que tiene lugar en el espacio público, y la actividad de las mujeres se circunscribe forzosamente al ámbito de lo privado, al interior familiar.
Assia Djebar nos describe una excepción a esta regla en Lejos de Medina, que pone en escena a las rawiyas, mujeres “transmisoras de la gesta” islámica, la primera de las cuales es Aisha, viuda del Profeta Mahoma. Pero la usurpación de un rol exclusivamente masculino como tomar la palabra en público, nos dice Marta Segarra, tiene contrapartidas muy dolorosas para estas mujeres, en especial la esterilidad. La misión de la rawiya es incompatible con la maternidad real: Aisha, llamada “Madre de los Creyentes”, no tendrá nunca hijos.
Volviendo a la figura de Taos Amrouche, podemos decir que su madre representa una tradición cultural, distinta de la del padre, aunque complementaria. Se trata de un saber oral, basado en la voz y no en la escritura, que se expresa con preferencia a través de las narraciones y canciones, puesto que son las mujeres quienes se encargan a menudo de estas actividades, algunas veces con un gran éxito de público. A diferencia de las rawiya, las cheikjas cantan temas vinculados con el amor, la sensualidad o la sexualidad, como una de las más importantes cantantes de rai, Cheikja Remiti. Esta voz se expresa siempre en árabe dialectal o en berebere, que son las verdaderas lenguas maternas, ya que el árabe clásico está reservado a los hombres –y no siempre‒, pues ellos son los únicos que han tenido acceso a la escuela coránica.
Algunas escritoras tampoco temen hablar de la sexualidad, como la argelina Ahlam Mosteghanemi, que vive exilada en Beirut, donde publicó La memoria del cuerpo, verdadero best seller sobre la sexualidad femenina, o Fadila El Farouk. El sociólogo y escritor argelino Mohamed Balhi asegura que sus compatriotas han preferido el país de los cedros al propio porque los hábiles editores libaneses han visto en esta temática una veta digna de ser explotada económicamente. Explica, además, que las formas de trasgresión adoptadas en el vecino Marruecos se deben a razones difíciles de obviar. “La terrible censura política en la época del rey Hassan II (1929- 1999) hizo que dramaturgos, ensayistas, cineastas y escritores evitaran todo cuestionamiento del poder. Siendo, en cambio, una sociedad muy penetrada por el turismo con las permisividades que este cobija, resultaba menos peligroso atreverse con el sexo”. Para Balhi, el verdadero tabú en el mundo árabe es la política.
Actualmente, la escritora y socióloga marroquí Fatema Mernissi, en una entrevista concedida a propósito de las revoluciones árabes, comenta cómo ha cambiado la mentalidad y se ha perdido el miedo: “Para mí, la revolución de los jóvenes en 2011 muestra al fin esa transformación radical de la cultura, de las mentalidades y de las referencias, sean estas sexuales, políticas o económicas. Para darse cuenta de lo que ha pasado, es necesario recordar que todos los cuentos de Las mil y una noches terminaban con esta frase: «El alba atrapó a Scherezade y ella se calló», porque era el fin de la palabra permitida. Scherezade no hablaba durante el día, porque es el hombre el que habla durante la jornada. Ella solo puede hablar de noche. Ahora, las Scherezades hablan desde Al Jazira sin parar, son directoras de programas, periodistas que cuestionan sin temor a los gobernantes. No se puede entender lo que ha pasado en las calles con la revolución del Jazmín o Primavera árabe si no se recuerda cómo se han destruido ya las relaciones de fuerza y las relaciones de sumisión horizontal. Parece que ahora se está descubriendo Facebook, pero los satélites habían empezado mucho antes: en la mayoría de las televisiones se podía enviar un SMS. La interactividad existía ya. Los jóvenes han nacido en un espacio interactivo”.
Mernissi es muy optimista y, evidentemente, no se han destruido ni cambiado totalmente las antiguas representaciones, pero quizás sí que se haya ganado valor para conseguir una ciudadanía digna, especialmente en el caso de las mujeres.
En el Machkrek, contrariamente al Magreb, las escritoras escriben en árabe, como es el caso de Egipto, Siria o Palestina. No obstante, algunas escritoras sirias, a pesar de su éxito, tienen sus obras prohibidas en su país. He pensado concretamente en las voces de las escritoras Manhal al-Sarraj ‒exiliada en Suecia desde 2006‒ y Rosa Yasseen, que conocí a través del artículo que publicó Hassan Abbas para Quaderns de la Mediterrània[2], donde rememoraba de nuevo el drama y las trágicas muertes acaecidas treinta años atrás. Estas novelistas encuentran en la historia de su país una tierra fértil para la ficción. Bien es verdad que podríamos afirmar que la historia ha sido siempre la principal fuente de la ficción; sin duda, eso es cierto si la historia no ha sido asesinada, silenciada o sencillamente prohibida, como ha sucedido en muchos países donde los gritos son acallados y los murmullos, intensos.
Hassan Abbas explica en su artículo estos “sucesos”, como a las autoridades sirias les gusta llamarlos, y que duraron seis años, de 1976 a 1982: “Como Hafez el-Assad no logró someter a los rebeldes con toda su habilidad política, decidió responder a la violencia de los islamistas con la del Estado y ahogar la revuelta en sangre. Así, algunos pueblos y ciudades sirios fueron objeto de brutales castigos y sufrieron todo tipo de crueldades que no fueron olvidadas, como estamos viendo en estos últimos años. Se perpetraron matanzas en Hama, Alepo y Palmira, y decenas de miles de ciudadanos sufrieron largas detenciones y torturas en prisión. Paralelamente, y coincidiendo con esos sucesos, los hombres fieles al régimen disfrutaron de una promoción social fulgurante. Se trataba, sobre todo, de oficiales de los servicios secretos y de los caciques del partido en el poder”.
Abbas continúa: “La historia oficial, escrita por el régimen y divulgada por sus medios de comunicación y su maquinaria pedagógica, ha eludido por completo ese pasado tan poco glorioso. Aun así, de esas facetas encubiertas por las instituciones del Estado es de donde nuestras Sherezades de hoy extraen los temas de sus novelas, y cuyos ejemplos más representativos son Manhal al-Sarraj y Rosa Yasseen”
Estas autoras no están traducidas del árabe, pero podemos conocer algunos fragmentos de su obra. Manhal al-Sarraj es ingeniera de formación aunque, con sus dos novelas y los libros de cuentos publicados hasta hoy, se ha ganado una posición preeminente en la escena literaria siria. Es originaria de Hama, la ciudad mártir que fue sitiada por las tropas de elite del ejército sirio antes de convertirse en escenario de encarnizados combates entre estas y los islamistas armados. Durante todo el mes de febrero de 1982 se perpetraron matanzas en la ciudad, que fue arrasada. En esa época, Manhal al-Sarraj tenía dieciocho años y todo lleva a pensar que fue testigo de las atrocidades.
En Kama yanbaghi li nahr (“Como sería necesario para un río”),[3] su primera novela, aún prohibida en Siria, narra los últimos días de Fatma, una mujer mayor que vive sola en la residencia familiar, antes poblada de hombres y mujeres, historias y promesas. Pero en las ocupaciones de la vida cotidiana de esta anciana se infiltran los recuerdos, que hacen resurgir el pasado con sus pesadillas y demonios. Toda la novela se caracteriza por un movimiento de vaivén entre dos tiempos: el pasado, la época en que se produjeron los “sucesos” y que comienza un viernes apocalíptico, en el que los almuecines llamaron a la yihad para expulsar de su ciudad a las tropas de Abou Chama (el hombre de la verruga), y el presente, en el que se vive la llegada de Internet a la ciudad y que desemboca en la muerte de Fatma.
Aparte de la mención de la llegada de Internet a la ciudad, a partir de la cual podemos establecer la cronología interna, no encontramos ninguna referencia temporal que nos permita definir el tiempo histórico, real, de la narración. Lo mismo sucede con las referencias espaciales, ya que no descubrimos ningún nombre propio que permita nombrar la ciudad en la que se desarrollan los hechos. Es una ciudad situada entre dos montañas, con su río, su puente y sus dos orillas, su jardín público, su cementerio, sus mezquitas, su centro cultural…
Esta disimilación cronotópica no engaña al lector avisado, como manifiesta Hassan Abbas, que reconoce la ciudad de Hama por otros indicios que no son espaciales ni temporales. Tenemos, sin duda, la descripción minuciosa de todos los recovecos de la ciudad, pero sobre todo contamos con la evocación de varios aspectos de su cultura específica, como las melopeyas populares, las costumbres culinarias y de indumentaria, y el vocabulario propio de sus habitantes, que se muestra en una especie de glosario al final del libro. Existe, en efecto, un gran número de indicios que ponen de manifiesto un mundo aniquilado por el odio que anima a los guerreros de ambos bandos. En su retorno al pasado, la novelista evita la narración impersonal propia de la escritura periodística. No pretende crear un documento histórico-político, sino una obra literaria.
Y lo consigue gracias a la perfecta composición de los personajes. No nos enfrentamos a una descripción de personas y acontecimientos, sino a los relatos de personajes que actúan y, con sus actos, reproducen los acontecimientos y recrean la atmósfera de antaño. Tal es el caso, por ejemplo, del personaje de Lamia la loca: “Cuando entraron los soldados, dormía junto a su marido y sus dos hijos. Tiró de la sábana para cubrirse el seno y a Anas, el bebé al que amamantaba. En un momento dado, uno de los soldados se apoderó del galón de queroseno para rociar el colchón, los almohadones y todo lo demás. En un gesto de desesperación, Lamia cogió a su hija, que seguía dormida pese al tumulto, y echó a correr con una criatura en cada brazo. Al llegar al puente, descubrió que llevaba un almohadón y se dio cuenta de que su hija se estaba quemando con su marido y el resto de la casa. Decidió arrojar al río el almohadón traidor pero, en vez de eso, arrojó a Anas, y en unos pocos instantes se vio privada de sus dos hijos, su marido y su juicio”.
También los soldados del hombre de la verruga, personajes sin nombre, relatan los atropellos que cometían cuando buscaban el turbante escondido del jefe de los insurrectos: cortaban los brazos a las mujeres para apoderarse de sus pulseras de oro, elegían vírgenes hermosas para violarlas antes de ejecutarlas y llevaban a los hombres a los cementerios para matarlos antes de enterrarlos en fosas comunes.
En Jourat Hawwa,[4] la segunda novela de Manhal al-Sarraj, también se recuerda la historia de la ciudad de Hama a través del destino de tres mujeres: May, una pintora que sueña con la libertad; la también pintora Rima, quien logra integrarse en la clase social ascendente formada por la burguesía vinculada a los burócratas, y Kawthar, una arquitecta devota que aspira a la clemencia divina.
Los “sucesos” se evocan a través de los relatos de estas mujeres para evaluar su impacto en los destinos de los seres humanos. Descubrimos de qué manera encajó su derrota el islam combatiente y cómo se replegó en el trabajo social, con el apoyo sobre todo de las mujeres. Nos damos cuenta de la injusticia que sufren las mujeres debido al sistema de valores dominante en la sociedad. Entendemos el papel de Arabia Saudita y su cultura conservadora y oscurantista en los centenares de miles de emigrantes económicos sirios que residen en dicho país. Por último, descubrimos la hipocresía que se oculta en los medios integristas que predican la piedad y la devoción sin aplicarlas en su ámbito privado.
Rosa Yasseen es originaria de Lataquia, una ciudad costera que ocupa una importante posición en la historia contemporánea de Siria. Feudo de Hafez el-Assad, nacido en un pueblo de la región, ha sacado mucho provecho de esta coincidencia geográfica. Al igual que todas las ciudades sirias, Lataquia sufrió las secuelas de los enfrentamientos entre el régimen y los islamistas. Pero aquí, en mayor grado que en otras ciudades, dichos enfrentamientos adoptaron una apariencia interconfesional debido a la composición mixta de la ciudad y, sobre todo, a los abusos de poder perpetrados por los representantes locales de los aparatos del régimen.
En su primera novela, Abanous,[5] la novelista teje un siglo de historia a través de la evocación de cinco generaciones de mujeres de la misma familia. La evolución del relato muestra las transformaciones, etapa tras etapa, de la condición de la mujer en relación con la historia del país.
La “madre de Rima”, nunca mencionada por su nombre, representa la primera generación. A principios del siglo xx vivía en un pueblo impregnado de mitos. Su marido estaba poseído por un hada, que le causó una muerte trágica: “La pobre no sabía que un hada mata al hombre que se acuesta con ella”. Humillada por la traición sobrenatural de su marido y por el sistema de valores imperante en el pueblo, la madre de Rima, que acababa de cumplir veinte años, decidió no conocer a ningún otro hombre y vio cómo, pese a su juventud, le desaparecía la menstruación. Es la época en la que la mujer está totalmente sometida a su condición social e incluso su fisiología acarrea las marcas de esa sumisión.
La segunda generación está representada por Rima, que vivía sola con su madre viuda. Era un período difícil en el que los otomanos estaban en guerra en varios frentes a la vez –el canal de Suez, al Sur, y los Balcanes, al Este–, lo que exigía una movilización general y la confiscación de todos los bienes en los territorios del imperio. Privada de protección paterna en una sociedad cerrada y totalmente falócrata, Rima se convirtió en la puta del pueblo, aunque sólo fuera en la imaginación de los lugareños. Un día se enamoró de un joven extranjero que huía de la guerra. Sucumbió a sus caricias, a sus promesas de matrimonio y a una vida tentadora en la ciudad. Pero el joven dejó a Rima embarazada y no tardó en volver a montar en su yegua. Tras el parto, ella abandonó a su hija en casa de su madre para escaparse con el hijo del agá ‒título turco otorgado a los terratenientes‒. Al cabo de varios meses de dicha, el poderoso padre de su amante lo encuentra y lo obliga a volver al redil. El mismo día de su partida, Rima se quita la vida.
La mujer de esta generación es siempre un ser humano inferior al hombre. La cultura religiosa dominante solo concede una única salida al deseo de emancipación de una mujer: la muerte.
La representante de la tercera generación es la hija de Rima, Soumayya, quien se convirtió en Oum Brahim ‒la madre de Ibrahim‒ tras casarse con un venerable jeque. Durante el día compaginaba el trabajo en un estanco con las labores domésticas al servicio de su marido, el cual dedicaba su vida a transmitir las enseñanzas secretas de su doctrina esotérica a los jóvenes adeptos. La familia vivía en un barrio conocido por su fervor, pero cuarenta años de convivencia en un mismo lugar habían hecho olvidar a unos y otros sus diferencias doctrinales. Cuando menos, eso es lo que creía el jeque antes de los siniestros días de agosto de 1979, fecha en la que las facciones armadas de los islamistas se extendieron por su ciudad y él mismo se convirtió en objetivo de un atentado frustrado.
La mujer de esta generación es testigo de la independencia del país y la introducción de la modernidad. Empieza a integrarse en los medios industriales de la ciudad. Participa en la vida política y social de una manera cada vez más visible. No obstante, esos progresos no alcanzan a cambiar su estatus de mujer sometida al poder patriarcal.
La cuarta generación está representada por dos personajes: Miriam, hija de Soumayya, y Sanaa, su joven vecina. Ambas muchachas encarnan dos aspectos del romanticismo revolucionario muy presentes en la juventud siria de la década de 1970.
Miriam estaba enamorada de uno de sus compañeros de la universidad. Vivía su amor libremente y, cuando los dos amantes decidieron casarse, ya estaba embarazada de dos meses. Su padre se opuso a ese matrimonio, pero Miriam plantó cara a su decisión y actuó según sus convicciones: “Siempre he soñado con un matrimonio así, liberado de todas esas asquerosas tradiciones”. El romanticismo de la joven y de su marido se refleja en el nombre que eligen para su bebé, Ángela:[6] “Es una militante negra [Angela Davis] y nos gustaría mucho que nuestra hija se le pareciera”.
Sanaa, por su parte, era una militante política de una de esas formaciones izquierdistas que aparecieron durante la primera década del reinado de Hafez el-Assad, y que pensaban que podrían derrocar el “régimen dictatorial”. Todos los militantes acabaron en prisión.
La mujer de esta generación empieza a liberarse del yugo de la tradición, aunque sin volver del todo la espalda al poder patriarcal. Va a la universidad y puede vivir de forma independiente. Esa independencia, pese a no ser total, le permite tener proyectos políticos y sentimentales que no coinciden con las opciones familiares.
Ángela, la hija de Miriam, representa la quinta generación. Es una enfant terrible que desde la infancia ha recibido una educación diferente, lo que explica su emancipación precoz. A los nueve años juega en la calle con los chicos. Más tarde, empieza a vivir sola en la capital y planta cara a su padre cuando este asume el papel de sabio con experiencia de la vida: “¿Por qué no me dejas vivir mis experiencias sola? […] Déjame conocer algo de lo que tu generación ha conocido. Déjame apreciar el sabor de esa vida cuyos menores detalles decidiré yo misma”. Para conocerse a sí misma, Ángela decide escribir la historia de su familia.
La mujer de esta generación se ha criado en una época marcada por la desaparición de las libertades, tanto en el ámbito nacional (el régimen autocrático) como en el regional (el aplastamiento del pueblo palestino y la invasión de Irak por los norteamericanos). Es una mujer que ya no acepta ser ciudadana de segunda clase ni resignarse a lo que le ofrece la sociedad patriarcal. Quiere recuperar su posición en el mundo e intenta comprender por qué dicho mundo es como es.
Las mujeres sufren una doble violencia: la pérdida de sus maridos e hijos y las violaciones de los enemigos que intentan deshacer la dignidad de los pueblos en la carne de sus mujeres. Esta doble violencia está representada por la novelista bosnia Jasmina Musabegovic, que escribió sobre su obra y la de otras escritoras y cineastas en un artículo para el número de Quaderns de la Mediterrània citado anteriormente, y actualmente agotado, que lleva por título “Rostros de mujeres en Bosnia: paradigmas”[7].
La escritora trata en este artículo dos temas imbricados entre sí: «mujeres sin rostro o rostros de mujeres», y hablar de uno de ellos supone necesariamente hablar del otro. Dice Jasmina Musabegovic: “Pertenezco a esa generación que en el ámbito de la historia de la literatura lo aprendió todo sobre el «bovarismo» (Madame Bovary, de Gustave Flaubert), o el «kareninismo» (Ana Karenina, de León Tolstoi), pero que una vez llegada a la madurez, ha pasado a compartir las ideas de Christa Wolf (Casandra, Medea), de Elsa Morante, de Marguerite Duras, etc”.
Sigue Musabegovic: “En Bosnia, en este ámbito, la situación es atípica y muy compleja. Durante la guerra que recientemente ha devastado el país, las mujeres tuvieron que aprender a luchar desesperadamente por guardar su rostro, porque ellas fueron las primeras víctimas del genocidio ‒incluyendo la violación sistemática‒ masivo y planificado cuyo objeto era eliminar a todo un pueblo.
En consecuencia, la autoafirmación de la mujer –y por tanto, su «obtención» de un rostro– constituye una tarea difícil, y muy especialmente para las mujeres bosnias, quienes, como ya hemos dicho, han tenido que sufrir el genocidio, la purificación étnica y la violación colectiva. Esta mancha, precisémoslo, es casi más dolorosa en sí misma que el hecho de haber vivido los horrores que se conocen. Porque la víctima, por muy inocente que sea, no puede evitar sentirse cubierta de oprobio, marcada a fuego, manchada para siempre, y ese era precisamente, entre otras cosas, el fin de esos actos de destrucción. Ahora bien, la conciencia de sí mismo no solo supone la vuelta a una vida normal, sino también la capacidad de articular dicha conciencia en todos los ámbitos. Las mujeres, es decir, la mitad del género humano, tanto las herederas de la cultura islámica como las de la cultura cristiana –repito, la mitad del género humano–, siempre han constituido una minoría, y eso también dentro de las fronteras europeas.
Las mujeres bosnias no sólo fueron sistemáticamente violadas porque eran (son) un eslabón de la cadena de reproducción, sino también porque eran (son) un eslabón antropológico de la célula familiar, y, por tanto, portadoras de la cepa del código cultural de la comunidad. Así pues, son mujeres sin rostro, portadoras de cadenas culturales, ya que, por su condición de «cepa», permiten la renovación de la célula cultural y familiar. Ellas son las que enseñan a los niños su lengua materna, las que les cantan canciones de cuna, las que susurran las primeras oraciones y las que, extendiendo una alfombra bosnia sobre el suelo, crean un hogar donde siempre habrá un pan recién salido del horno y un oloroso pastel. ¡A esta mujer, pues, con un papel tan importante en la sociedad y en su comunidad, era a la que había que aniquilar!
Había que eliminarla completamente y no sólo privarla de su entidad. Había que conseguir que se viera rechazada físicamente, y no tan solo por los valores que simbolizaba y por el papel que desempeñaba en la sociedad. Desgraciadamente, las instituciones oficiales hicieron suya esa no existencia política impuesta por el agresor. Por ejemplo, ninguna de las numerosas organizaciones de mujeres protestó al lado de las mujeres de Srebrenica cuando estas se manifestaron.”
Continúa Jasmina Musabegovic: “Si no hemos sufrido la suerte de estas mujeres, preferimos no reconocer que esa misma suerte también podía haber estado reservada a todas nosotras. Es comprensible. Cargar con semejante peso le deja a uno sin respiración y lo aniquila”. Durante la guerra, esa situación inspiró a la escritora un poema que tituló“Las gargantas degolladas no cantan”.
Por su fuerza expresiva y su potencia lingüística, las palabras que brotan de la boca, como las verdades proféticas, van más allá de nuestro entendimiento. La palabra del artista es otro leitmotiv. Como muchos otros, durante la guerra, el artista procura sobrepasar el objeto de su creación con el fin de captarlo mejor. El título del poema“A ese niño tan querido y sin embargo no deseado” forma parte de esa vida. Sin duda, la lava contenida en la primera frase debe enfriarse para ser modelada. Pero las mujeres artistas, sobre todo las mujeres cineastas, tenían que manipular un material en ignición, como los artistas plásticos o los escritores.
La escritora de origen turco Elif Shafak relata en su novela La bastarda de Estambul la historia de dos muchachas y de sus familias respectivas, una de origen armenio que vive en Estados Unidos y otra turca que vive en Estambul. Familias que, además de compartir los mismos gustos gastronómicos, están emparentadas sin saberlo, lo que lleva a la joven americana de ascendencia armenia a visitar Estambul. Shafak nos presenta en La bastarda de Estambul una familia matriarcal, por la falta de hombres que mueren o desaparecen pronto. Esta familia, a pesar de la diversidad ideológica y vital de sus mujeres, protege a la joven Asya, que se mueve en un Estambul que si no fuera por el contexto geográfico e histórico podría parecer una ciudad como Barcelona o Londres, donde se bebe alcohol y donde las mujeres son más libres que en ningún país musulmán. La ciudad que nos presenta la escritora es mucho más moderna de lo que se puede imaginar la joven armenia-americana. Shafak, a pesar de hablarnos de forma conmovedora del genocidio armenio, en la ficción visionado con gran crudeza por un djin ‒espíritu musulmán en la tradición popular‒, pone en evidencia que los turcos actuales no tienen memoria ni se sienten involucrados en el gran drama de inicios del siglo xx. Por esta obra la escritora, nacida en 1978 en Estrasburgo de padres diplomáticos turcos, fue acusada en 2006 de insultar la identidad turca de acuerdo con el artículo 301 del Código Penal, ya que hace referencia al genocidio armenio.
Hay también otras voces ilusionadas, como la de Farida Benlyazid, cineasta y guionista, prototipo de las primeras mujeres que han abierto camino a otras más jóvenes en el Magreb, concretamente en Marruecos. En un artículo donde la cineasta rememora su vida personal y profesional explica: “Me casé a los diecisiete años y tuve dos hijas… Pensaba que mi marido, un revolucionario que había sido condenado a muerte, comprendería mi sed de libertad. Desde luego, era muy romántica. Después de muchas dificultades que me enfrentaron a las leyes de mi país, conseguí divorciarme. A los veintitrés años, en contra de la opinión de todo el mundo, me fui a París para estudiar en una escuela de cine. Trabajé, crié a mis hijos y estudié. Al cabo de diez años regresé a Marruecos con la firme intención de hacer cine.
Día tras día, tratamos de convencer a los poderes públicos de la importancia del cine para nuestra cultura. En nuestros días, es como si un país que no tiene imagen sea un país cuya cultura está llamada a desaparecer. Las imágenes del otro son las únicas que se imponen a nuestros jóvenes y que los modelan unilateralmente (de ahí surge el deseo de emigrar). Recuerdo que, al principio, los espectadores marroquíes no podían evitar reírse viendo a los personajes expresarse en su lengua, en decorados que les eran familiares. Con el tiempo, nuestras producciones mejoraron, y el público se interesó por ellas. Finalmente, se impuso una voluntad política que permitió el surgimiento de jóvenes cineastas, a través de la creación de un fondo de ayuda a la producción.
Durante años fui la única mujer que se dedicaba al cine, pero desde hace algún tiempo estamos asistiendo a la llegada de nuevas mujeres jóvenes, que hacen unas películas muy bellas difundidas a nivel internacional. Narjis Nejjar se dio a conocer por su película Les yeux secs («Los ojos secos»); Yasmine Kassari ha conseguido más de cuarenta premios con L’enfant endormi («El niño dormido»); Layla Marakchi suscitó una gran polémica con supelícula Marock, que molestó a los islamistas; Zakia Tahiri, que junto con su maridodirigió Origine contrôlée («Origen controlado»), está preparando su nueva película, esta vez sola: Number One, y Fatema Zemmouri Ouazzani ha dirigido la muy notable película Dans la maison de mon père («En casa de mi padre»).”
Con este artículo he querido recuperar algunas de las voces mediterráneas, unas más conocidas y otras menos, que utilizan el relato y la imagen para no olvidar, y también utilizan la memoria para forjar un futuro. Todas estas voces pertenecen a mujeres creadoras del sur y este mediterráneos, que contribuyen con sus impactantes imágenes a la comunicación universal.
Notas
[1] Mujeres magrebíes: la voz y la mirada en la literatura norteafricana, Barcelona, Icaria, 1998.
[2] Mujeres en el espejo mediterráneo, Barcelona, IEMed, 2006, pp. 225-232.
[3] Edición de la Dirección de Cultura e Información del Gobierno de Chardja, Emiratos Árabes Unidos, 2003. Esta novela, prohibida en Siria por la censura, obtuvo en 2002 el tercer premio de creatividad árabe en Chardja. Existen extractos de la novela en inglés.
[4] Damasco, al-Mada, 2005.
[5] Ediciones del Ministerio de Cultura de la República Árabe de Siria, 2004. Esta novela obtuvo el segundo premio a la mejor novela del concurso (Hanna Mina) organizado por el Ministerio. Para sorpresa de todo el mundo, sobre todo de la autora, antes de imprimirla la censuraron y modificaron algunas cosas, como el nombre de la ciudad (datos proporcionados por Hassan Abbas).
[6] Hay aquí un paralelismo entre la narración y la vida real de la autora. El personaje del padre, Hazem, se parece mucho al suyo, Bou Ali Yacine, un investigador comunista muy conocido. Además, ella misma se llama Rosa por la militante alemana Rosa Luxemburgo (datos ofrecidos por Hassan Abbas).
[7] Ibid., pp. 243-246.