En los últimos cincuenta años, y en el contexto de la dialéctica entre el arte y el feminismo en la región mediterránea, hemos asistido a una serie de dinámicas cíclicas en las que los estereotipos en torno a las mujeres artistas se reproducen a cada generación, pues la sociedad es incapaz de afianzar los efímeros avances. Estas artistas, entonces, deben ser doblemente combativas con respecto a sus homólogos masculinos, pues toda conquista de libertades entraña, inevitablemente, la posterior pérdida de esas mismas libertades. Las mujeres artistas de la orilla sur del Mediterráneo, a causa de las realidades específicas de sus países, han tenido que lidiar, además, con el neocolonialismo cultural, en un contexto general en que están amenazados los logros adquiridos en los últimos cincuenta años. Esto nos obliga, desde una perspectiva tanto política como artística y cultural, a tratar de ir abriendo puertas y visiones que aporten lecturas complementarias a las ya existentes.
A menudo, cuando reflexiono sobre arte y sociedad, me invade un sentimiento descorazonador. No por el arte, sino por una sociedad en permanente desestructuración que le obliga a mantener un perfil militante, alejándolo de la libertad estética para transformarlo en adalid de las más diversas causas. Sobre las espaldas del arte, la sociedad aboca todas las conflictividades que ella misma es incapaz de resolver y delega, por incompetencia, la búsqueda creativa de caminos para la buena convivencia.
En el contexto de la dialéctica arte/feminismo, el presente escrito no quiere ser una panorámica sobre la creación de las mujeres artistas en la región mediterránea —por otro lado, imposible de abarcar en un artículo de estas características—, sino una aproximación, por un lado, a los marcos sociales y políticos que, en los últimos cincuenta años, han delimitado el desarrollo de los trabajos realizados por esas mujeres, y, por otro, a unos planteamientos en los que se evidencia que, de norte a sur y de centro a periferia —la direccionalidad no es fortuita ni inocente—, las realidades son tan símiles como diversas y abrazan el doble pulso personal y social.
Mirando atrás: la ilusión de un letargo desperezado
Recuerdo que a finales de los años setenta, en mis inicios en el mundo del periodismo, se hablaba mucho del arte como una disciplina universal que no tenía género. Y recuerdo también cómo muchas de las mujeres que se dedicaban a la creación plástica —pintoras y escultoras de la generación que empezaba y de la inmediatamente anterior— tenían que lidiar constantemente con el estereotipo incrustado en la sociedad de las mujeres como «señoras de» y con la profesión de «sus labores» cuasi inherente a su sexo. La apertura liberal estuvo propiciada por los cambios sociales en una Europa que se quería hija del mayo del 68 francés —más bien de sus mitos— y heredera de unas corrientes de pensamiento que abanderó, unos años antes, la combativa Simone de Beauvoir. Paradójicamente, fue un grupo de bellas mujeres del mundo del cine, el arte y la moda el que creó un espejismo de libertad glamurosa de corte cinematográfico accesible sólo a perfiles de los estratos privilegiados. En resumen: las artistas se percibían como otra categoría de mujeres, a quienes permitía o toleraba ciertos comportamientos que estaban vetados a todas las demás.
Esas creadoras de vocación profunda se enojaban cuando algunos de los críticos que escribían en las publicaciones de mayor difusión hablaban de su «sensibilidad femenina», haciendo referencias constantes a su condición de género. Y nosotras, inocentes, nos enfadábamos con ellas, convencidas de que la lucha por la emancipación (la estética, la política, la social y la económica: todas) era lineal e irreversible.
Visto desde la perspectiva de esos más de cuarenta años transcurridos, son varias las reflexiones que surgen; en primer lugar, sobre la forma en que abordábamos antes y abordamos ahora el tratamiento de género. Si antes nos referíamos a conquista de derechos, ahora debemos hablar de defensa de posiciones —en un lenguaje marcadamente beligerante—, ya que los logros nos parecen cada vez más efímeros e inestables y, lo que es más alarmante, regresivos.
La apertura estética y mental de los años setenta en España —nos dimos cuenta después— fue bastante superficial y no erradicó las mentalidades paternalistas, que llevaban asociada una cierta politesse formal debida hacia las féminas que se aventuraban a caminar por los senderos de la creación plástica y querían hacerlo sin ningún constreñimiento teórico. Ser mujer te obligaba, quisieras o no, a una reafirmación constante de tu condición de artista pasando por encima de las etiquetas asociadas tanto a la feminidad y lo femenino como a la misma profesión. Las mujeres, por tanto, debían ser doblemente combativas, aun desde postulados y actitudes personales que podían parecer diametralmente opuestos —tanto por los estilos de las creaciones como por las trayectorias vitales—, pero que, en realidad, compartían ideales y caminos.
Con el tiempo, fueron desmoronándose, sutil o brutalmente, los nuevos espacios construidos para la sociedad, y aprendimos que las luchas reivindicativas deben reiniciarse constantemente: las sociales y las estèticas. Porque los estereotipos —antes y ahora— pesan como una losa y se reproducen a cada generación, pues la sociedad es incapaz de afianzar los efímeros avances. Por tanto, la doble combatividad a que antes nos referíamos sigue siendo hoy un caballo de batalla con el que las mujeres creadoras van encontrándose una y otra vez; lo manifiesten explícitamente o no; lo asuman en sus trabajos o no.
Y volvemos al concepto de neocolonialismo cultural
El contacto con las culturas al sur y al este del Mediterráneo (Magreb y Mashreq) nos proporcionó, en los años ochenta, la relectura de una nueva perspectiva, tanto de la realidad de las sociedades como de los parámetros a partir de los cuales había que afrontar sus particularidades estéticas y sus singulares espacios de reivindicación, distintos por cuanto las costumbres sociales y familiares dirigían y marcaban —a veces sin tomar conciencia de ello— las percepciones y posturas de partida de las mujeres creadoras. Y, de repente, tuvimos que salir de la zona de confort y tomar conciencia de que, cuando hablábamos de arte, no hablábamos únicamente de arte.
Algo que, en esos años, una parte de la crítica autocomplacida que se quería progresista no tuvo mucho en cuenta —demasiado centrada en sí misma y en su mirada bastante monocroma sobre lo que era y no era contemporaneidad— fue que el mundo de la creación no tenía en todas partes ni la misma progresión, ni los mismos objetivos estéticos debido a esas distintas realidades. En ambos casos, sin embargo, las corrientes de fondo que marcaban las elucubraciones puramente estéticas eran las mismas: la conquista de libertades, primero, y la pérdida de libertades, después. Fue entonces cuando la progresión que nos parecía lineal se reveló cíclica y nos obligó a replantear nuevamente trabajos y análisis.
El propio concepto de «contemporaneidad» como ideal estético —en ocasiones, una meta cuasi mística que un cierto sectarismo de moda quería imponer— era radicalmente distinto al norte y al sur de nuestro mar, a pesar de las constantes idas y venidas que realizaban los artistas. Había, sí, un trasvase de formas —tanto de norte a sur como de sur a norte—, pero las realidades respectivas y las consiguientes lecturas mantenían las fronteras bastante impermeables. Ambas perspectivas convergían en una zona intermedia a la cual no se llegaba sin previas renuncias parciales, aunque algunas fueran de esencia y otras, sólo anecdóticas. Al norte, esa contemporaneidad implicaba una renuncia de la figuración; al sur, justo lo contrario.
Fue en los noventa cuando, en este contexto de dobles contemporaneidades —y con los precedentes teóricos de Edward Said, Aimé Césaire, Frantz Fanon y Chinua Achebe—, se empezó a hablar abiertamente de neocolonialismo cultural para contrarrestar y cuestionar el concepto en boga del poscolonialismo, intentando diferenciar los ámbitos de política y cultura pese a la innegable relación de fondo que existía entre ambas y a las múltiples paradojas asociadas a estos conceptos.[1]
Respecto a esa contemporaneidad ambivalente e inasible, podríamos aplicar la misma reflexión que hizo el semiólogo Walter Mignolo sobre el concepto de modernidad: «La “modernidad” es una narrativa europea que tiene una cara oculta y más oscura, la colonialidad […] sin colonialidad no hay modernidad».[2]
Así pues, todas las aportaciones teóricas nos situaban ante multitud de percepciones engañosas respecto a conceptos como desarrollo, emancipación, independencia o cooperación, tanto en sus acepciones sociales como en las políticas. Especialmente interesantes en este sentido son las palabras de Antonio Niño publicadas en 2009:[3] «La cultura en la que se interesan las burocracias responsables de la acción exterior de los estados no tiene, por lo tanto, las connotaciones que adquiere el concepto en sentido antropológico, ni alcanza el amplio significado que le otorgan los historiadores cuando se refieren a ella como el sistema de los valores y significados compartidos por una comunidad, o el conjunto de códigos y reglas que explican el comportamiento social […]. El término cooperación cultural, por su parte, tiene la ventaja de sugerir reciprocidad entre países, concertación para alcanzar objetivos comunes, cuando no puro altruismo, lo que parece más aceptable en los tiempos que corren. Se trata en realidad de un cambio en la justificación más que de un cambio en las prácticas. El uso de estos eufemismos y los cambios de denominación no tienen otro objetivo que evitar el uso de la palabra propaganda, que se ha convertido en un estigma, y alejarse de algo peor aún, la acusación de imperialismo cultural, la sospecha de que se trata de prácticas que acompañan los proyectos de hegemonía internacional».
Las sospechas de que algo no estaba funcionando con la progresión positiva que se le suponía al desarrollo de las sociedades, multiplicó los intentos por hacer una fotografía teórica de la realidad extremadamente contradictoria en la que estábamos inmersos. Coloquios y encuentros de todo tipo se han esforzado, estos dos últimos decenios, en reconocer y analizar la complejidad de las sociedades en las que los artistas llevan a cabo su trabajo y todos los conflictos que se esconden en sus obras, especialmente en las mujeres y, especialmente, en las del sur.
La mujer norteafricana frente al espacio y la representación
Algo parecido a la trayectoria social vivida por las artistas europeas sucedió en los países de la ribera norteafricana. El convencimiento y la voluntad de formar parte de comunidades que avanzaban imparables hacia la modernidad —sea lo que fuera este concepto— propició que las mujeres, aunque con mayor dificultad que sus colegas europeas, entraran con buen pulso en el ámbito de la creación plástica, compartiendo las inquietudes estéticas y sociales de los artistas masculinos. Esos colectivos fueron especialmente amplios y activos en Marruecos y Túnez, que siempre se caracterizaron por estar a la vanguardia de los movimientos artísticos en la región, aunque fueron significativas, también, las aportaciones en Argelia y Egipto.
El hechizo del avance social se rompió primero en la Argelia de los noventa, con la irrupción de un islamismo extremadamente violento y castrador que se extendió después sin disimulo al resto de países que, soñando vivir primaveras, acabaron entrando en pesadillas de las que todavía no han logrado salir. Y en ese sur, de nuevo, el oficio de artista transmutaba en una actividad de riesgo físico real, convirtiendo a los artistas en héroes declarados que abanderaban, en primera línea de trinchera, las múltiples reivindicaciones de una sociedad que no quería abandonar el deseo de emancipación y progreso.
Y, también de nuevo, la condición de género volvía al primer plano de foco. Lo que durante años pareció un planteamiento trasnochado —esto es, la dialéctica específica arte/mujer— volvió a tomarse en consideración a nivel académico, a la vista de cómo evolucionaban los acontecimientos y saltaban las alarmas por unas comunidades que iban perdiendo cuotas de libertad.
Así, la mujer retomaba las reivindicaciones de la generación anterior y los centros de arte se hacían eco de este giro de guión inesperado y doloroso, volviendo a programar —y siendo muchas veces criticados por ello— exposiciones centradas específicamente en el trabajo de las mujeres.
Desde Rabat a El Cairo, pasando por París y otras muchas capitales europeas, durante el último decenio se ha desestigmatizado el acercamiento al arte desde una perspectiva de género, y se ha retomado el interés por lecturas parciales que ayudan a configurar con más claridad la lectura completa del universo de la creación artística.[4] La percepción alarmante de que están amenazados los logros adquiridos a lo largo de los últimos cincuenta años —y no solo para la mujer— es general en todos estos países.
Recogiendo ese interés general, en septiembre de 2021, la Asociación Internacional de Críticos de Arte organizó en la Universidad Mohammed v de Rabat el coloquio «Les femmes et l’art au Maghreb» [Las mujeres y el arte en el Magreb], que permitió realizar un mapa de la presencia femenina en el arte del Maghreb más allá de la segregación de género. Así, se constataron las dificultades o desventajas que encuentran las mujeres en la práctica de su oficio — desde la creación al comisariado o el periodismo— y se clarificaron las pasarelas culturales existentes entre Marruecos, Argelia y Túnez, lo cual ayudó a la comprensión de los movimientos de fondo que viven actualmente las mujeres creadoras.
Así pues, los acontecimientos marcan, para el arte, una tendencia cada vez menos acomplejada a la hora de presentar, a través de exposiciones y lecturas fragmentadas, un panorama de la creación plástica que, lejos de ser un retorno a la discriminación de género, facilita y promueve la comprensión de los contextos de una forma mucho más clara y efectiva.
Y ahora… ¿qué?
Una vez hemos constatado el cambio de tendencia a la hora de abordar y presentar al público el trabajo realizado por artistas mujeres, conviene hacer una serie de puntualizaciones para evitar dejarnos llevar, otra vez, por la nefasta ley del péndulo. Sabemos que vivimos actualmente en una sociedad que tiende a la polarización, al blanco o negro, al conmigo o contra mí. En este sentido, podríamos recordar que el papel de las administraciones —y el de todo agente que trabaje para cualquiera de los integrantes de la sociedad— es atenuar esa tendencia y, al mismo tiempo, evitar la excesiva supeditación a cuotas numéricas a que nos ha llevado una interpretación de la ley de la paridad —referida a sexos, procedencias, etnias, culturas, etc.— basada no en la excelencia y las capacidades, sino en tantos por ciento muchas veces absurdos. Igualmente absurda es esa tendencia política que nos quiere hacer creer que, si estamos a favor de un pueblo, no debemos cuestionar las acciones represoras, injustas, contrarias a derecho e incluso genocidas de sus dirigentes.
En definitiva, tanto en política como en arte y cultura —que no es sino otra forma de hacer política—, se trata de ir abriendo puertas y visiones que aporten lecturas complementarias a las ya existentes, sin que por ello debamos cambiar unas por otras. Y todo en aras, por supuesto, del progreso común y la entente de comunidades y pueblos.
Notas
1. Jorge Ramos Tolosa, «Introducción. Colonialismo y neocolonialismo en el mundo árabe contemporáneo», Ayer. Revista de historia contemporánea, Marcial Pons, 124, 2021. Véase también Ariosto Sosa D’Meza, «Neocolonialismo cultural: piel negra, máscara blanca», revista digital Acento, 25 de septiembre de 2018: «El colonialismo concluyó en su manifestación de dominio político institucional de injerencia directa, pero no en lo cultural, y menos en lo psicológico. El postcolonialismo sería, en término hegelianos, la antítesis del colonialismo. Sin embargo, el colonialismo en la realidad no ha sido negado, sino reafirmado por un nuevo modelo, por un modelo que sigue el mismo paradigma del colonialismo, y es a éste al que llamo neocolonialismo cultural».
2. Walter D. Mignolo: «La colonialidad: la cara oculta de la modernidad», Modernologías, Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA), 2009.
3. Antonio Niño, «Uso y abuso de las relaciones culturales en política internacional», Ayer. Revista de historia contemporánea, 75, 2009.
4. En noviembre de 2014, el Institut du Monde Arabe de París, con la exposición «Marruecos: la creación artística en femenino», ponía sobre la mesa el debate en torno al significado de crear en femenino, señalando que la generación actual de artistas mujeres, aunque se alejen del arte figurativo, se vuelve hacia una modernidad compleja y sin tabús en la que el cuerpo ocupa un lugar preferente. En 2015, Farid Zahi, comisario de la exposición en el Museo del Bank Al-Maghrib de Rabat «El arte en femenino, una creación plural», nos decía que la muestra llegaba en un momento en el que la mujer marroquí seguía buscando la equidad, la presencia activa y la visibilidad social y cultural. En 2019, el Museo Mohammed v de Rabat realizó la i Bienal de Arte Contemporáneo, dedicada a las mujeres, y exhibia a la entrada de la exposición la frase: «Mientras seguir nuestras reglas sea más importante que seguir nuestros corazones, seré feminista». Su comisario, el argelino Abdelkader Damani, dijo: «Cuando digo “mujer”, veo que la palabra aún tiene el poder de sacudir». Las muestras se suceden también en Túnez: «Esperando a Venus» en el Museo del Bardo, en 2019, o «Mujeres pintoras» en el Centre Culturama de La Marsa, en 2022. En Mauritania —auténtica frontera entre norte y sur donde confluyen acentuados todos los flancos de reivindicación—, la situación de inseguridad ha empujado a artistas como Amy Sow a convertirse en activistas que ponen su universo visual al servicio de campañas como Atrevámonos a denunciar, en contra de las violaciones recurrentes. Su proyecto Art Gallé, lugar de encuentro y exposición, se ha convertido, en pocos años, en un espacio de referencia en la escena artística independiente de Nuakchot.