Las fuerzas armadas: ¿camino de la transición?

Los países árabes se enfrentan al reto de otorgar a sus fuerzas armadas sostenibilidad, legitimación social y funcionalidad. Para ello son necesarias reformas estructurales.

Félix Arteaga

Desde su independencia, los países árabes han creado unas fuerzas armadas y de seguridad diseñadas para proteger las fronteras de los Estados y a sus élites gobernantes. Sus fuerzas armadas no han tenido que luchar contra las de otros países, salvo en los enfrentamientos subregionales contra Israel o en los registrados en Chad y el Sáhara, aunque en la última década, han tenido que luchar contra el terrorismo allí donde Al Qaeda y sus asociados han intentado o conseguido implantarse. También han tenido que apoyar a las fuerzas de seguridad en sus tareas de control social y represión política en una división de trabajo por el que las fuerzas de seguridad y servicios de inteligencia se dedicaban a proteger los regímenes contra cambios en el statu quo y las fuerzas armadas respaldaban institucionalmente a cada gobierno.

Esto les ha permitido gozar de privilegios respecto al resto de los sectores sociales, pero también les ha merecido su rechazo y desconfianza porque ellos han sido cómplices o causantes de la arbitrariedad, la injusticia, la corrupción o la humillación que ha llevado a las poblaciones a levantarse contra el “orden” que apoyaban. Sus oportunidades de cooperación internacional se limitan a los acuerdos bilaterales, por ejemplo de Egipto, Marruecos y Túnez con Estados Unidos o de Siria con Rusia; o los programas subregionales como los que se realizan entre los países del Mediterráneo Occidental: las maniobras anuales entre las fuerzas armadas del Grupo 5+5; o entre los países del Consejo de Cooperación del Golfo, cuyos acuerdos de asistencia militar justificaron su intervención en Bahréin el 13 de marzo de 2011.

Algunos países árabes han participado en misiones internacionales. Así, en 2010, Marruecos tenía desplegadas unidades en Costa de Marfil y Kosovo; Egipto en Costa de Marfil, República Democrática del Congo, Sudán; y Jordania en Costa de Marfil, Liberia y RD Congo, lo que unido a representantes u observadores individuales de otros países, representaba el 10,45% del total de los cascos azules de Naciones Unidas en ese año. Sin embargo, son fuerzas cuya estructura, doctrina y equipamiento no están diseñados para la proyección internacional, tal y como refleja su escasa presencia militar internacional medida por el Índice Elcano de Proyección Global (ver gráfico 1).

Tampoco han podido seguir el ritmo de modernización de sus vecinos europeos y del Golfo por el escaso grado de inversión para su funcionamiento y modernización (entre los países del Magreb, solo Argelia ha mantenido un ritmo sostenido de modernización entre 1994 y 2009; Marruecos realizó un esfuerzo entre 2006 y 2009 pero luego ha vuelto a reducir su modernización, algo que Túnez no ha intentado siquiera en la última década). En conjunto, la media del esfuerzo de inversión militar medido en porcentaje del PIB osciló entre el 6,27% de 2000 y el 5,09% en 2009 según datos del Instituto de Estudios Internacionales y Estratégicos de Londres (ver gráfico 2). Las cifras mencionadas distorsionan el esfuerzo real porque mientras el PIB de los países productores de petróleo les permite adquirir equipos de última generación, el resto de países deben realizar un sobre esfuerzo para mantener equipos anticuados salvo aquellos que reciben equipos procedentes de asistencia militar americana como Egipto (la media recomendada del esfuerzo en la OTAN está en torno al 2% del PIB).

Los cambios que vienen

Hasta ahora, las fuerzas armadas han reaccionado frente a la Primavera árabe de distinta forma según cada país, pero todas se han visto obligadas a escoger entre apoyar a gobiernos cuestionados, participando en la represión junto a las fuerzas de seguridad, o apoyar a quienes se manifestaban pacífica o violentamente. Sea cual sea el camino que han tomado, las fuerzas armadas han disfrutado de su último momento de gloria entre las revueltas y las elecciones, porque una vez que retornen a los cuarteles emprenderán un proceso de transición con retos complicados de sostenibilidad, legitimación social y funcionalidad.

En primer lugar, los nuevos gobiernos deben satisfacer las expectativas sociales y reordenar las prioridades de gasto, por lo que les será difícil seguir manteniendo los niveles actuales de inversión militar. La disminución de los presupuestos afectará al sostenimiento de las fuerzas armadas y se irá reduciendo su operatividad. También será difícil que conserven sus privilegios pasados y su capacidad de influencia, incluso allí donde las fuerzas armadas han apoyado los cambios como en Túnez o Egipto, porque la subordinación al poder civil reducirá su protagonismo institucional. La asistencia militar internacional puede paliar la desinversión nacional en algunos casos, pero será difícil que las nuevas autoridades consientan que los militares sigan manteniendo una relación autónoma con sus homólogos extranjeros.

Además se enfrentarán a un problema de legitimación social. La transición obliga a las fuerzas armadas y de seguridad a ganarse una estimación política y social que no les preocupó en el pasado, tanto si gracias a ellas se han producido los cambios (Egipto, Túnez y Libia) como si se han resistido a ellos (Siria, Yemen, Bahréin). La subordinación al poder civil les desalojará de su centralidad institucional, ya que las nuevas élites gobernantes no necesitarán contar con su apoyo mientras la gobernanza progrese (en caso contrario, las facciones no tardarían en llamar a los cuarteles pidiendo alianzas). Si no se subordinan a él, y pretenden perpetuarse a la egipcia en el papel de árbitros que les dieron los gobernantes depuestos, no tardarán en correr la misma suerte que estos porque se convertirán en el nuevo enemigo colectivo a derribar.

La necesidad de legitimarse será mayor en aquellos países donde las fuerzas armadas se hayan opuesto a los cambios y no bastará con que vuelvan a los cuarteles sino que será necesario que acometan reformas profundas en sus mandos, estructuras y funcionamiento para demostrar que han cambiado si no se ven obligadas como en Libia –y seguramente en Siria y Yemen– a empezar desde cero para distanciarse de sus antecesoras. Desde el punto de vista funcional, las fuerzas armadas de los países árabes en transición deben dedicarse a tareas de estabilización interna y de apoyo a las fuerzas de seguridad, ya que las probabilidades de que participen en enfrentamientos interestatales o en misiones de seguridad internacional son muy limitadas.

Salvo que la transición degenere en fenómenos de insurgencia o separatistas, donde las fuerzas armadas tendrían que evolucionar hacia un modelo de organización similar al turco o argelino, su principal función seguirá siendo la de contrarrestar la violencia que puedan desarrollar actores no estatales tradicionales como las milicias tribales o étnicas, junto con los nuevos actores terroristas o criminales. Su función de control social será de apoyo a las fuerzas de seguridad, a las que les corresponderá afrontar el mantenimiento del orden en sociedades de baja integración política y construidas sobre fracturas étnicas, tribales, religiosas y sectarias.

La fragilidad de esas sociedades, especialmente en aquellos países cuya población extranjera residente es elevada (Qatar: 85%, EAU: 70%, Kuwait: 69%, Jordania: 50%, Omán y Arabia Saudí: 28%) y las lecciones aprendidas de las revueltas primaverales sugieren la necesidad de reforzar las fuerzas de seguridad más que las fuerzas armadas. Allí donde éstas han tenido que intervenir enseguida ha aumentado la violencia de los enfrentamientos hasta el borde de los delitos contra la humanidad, por lo que el grueso de las reformas y de la inversión deberían reorientarse hacia las fuerzas que protegen la seguridad, infraestructuras y fronteras de los países, tal y como está haciendo Arabia Saudí con ayuda de EE UU.

Reformas en el sector de la seguridad

El alcance de la reforma del sector de la seguridad de cada país varía en función de los recursos financieros disponibles –estos serán escasos y competirán por ellos muchas políticas y departamentos–, y de las prioridades de riesgo –habrá que optar entre riesgos que afectan a la supervivencia del Estado y los que afectan al bienestar de la sociedad. Tras su vuelta a los cuarteles, las fuerzas armadas deberán acometer un proceso de transición para adaptarse a los cambios, planificando y ejecutando las reformas que sean necesarias para reforzar su legitimación, sostenibilidad y profesionalización.

Todos los países árabes, especialmente los que no cuenten con rentas del petróleo, deberían incluir planes para reformar los sectores de la seguridad dentro de sus programas generales de desarrollo y gobernanza, ya que la reforma de las fuerzas armadas no puede aislarse del resto de dimensiones de seguridad: policiales, justicia, penitenciarias, inteligencia o fronteras, entre muchos otras. Estos programas pueden impulsarse desde los gobiernos, desde las propias fuerzas armadas y desde el exterior. El primer paso lo tienen que dar los gobiernos árabes, que pueden elegir entre hacerlo ellos o solicitar asistencia técnica al exterior. A pesar de las ofertas de asistencia de organizaciones y países occidentales, parece difícil que los nuevos gobiernos afronten reformas estructurales de su seguridad por varias razones.

En primer lugar, y a diferencia de las fuerzas armadas de los países de Europa central y oriental, no necesitan homologación externa para poder entrar en ninguna organización como la OTAN, por lo que no necesitan cumplir estándares de subordinación al poder civil o de operatividad. En segundo lugar, y a diferencia de las fuerzas armadas latinoamericanas del pasado, las fuerzas armadas de los países árabes no han detentado directamente el poder aunque hayan apoyado los regímenes personalistas y los partidos únicos, por lo que las nuevas élites dirigentes no las consideran como un rival directo que deban transformar cuanto antes. Las élites salientes de los países árabes se las han arreglado para controlar sus fuerzas armadas aprovechando la procedencia militar de sus gobernantes, dividiendo o purgando a sus mandos, otorgando el mando a miembros de clanes o etnias afines y respetando su papel institucional.

Las élites entrantes pueden usar esos mismos instrumentos o aprovecharse de su mayor legitimación social para imponerse a las fuerzas armadas en caso de necesidad (y de paso arreglar cuentas pendientes como puede ocurrir en Egipto si los Hermanos Musulmanes acceden al poder). Pero incluso si los nuevos dirigentes son conscientes de la necesidad de acometer reformas en sus fuerzas armadas, éstas no estarán entre las prioridades de una agenda cargada de reformas sociales, económicas y políticas más urgentes. Seguramente, como ha ocurrido en Egipto y Túnez, los cambios se limitarán a relevos en los cuadros de mando, a diversificar la fuente de reclutamiento de esos cuadros para reducir primacías como la alauita en Siria o suní en Bahréin o a incorporar a quienes desertaron o combatieron en las rebeliones (militares y milicianos rebeldes libios y yemeníes).

El grueso de las fuerzas armadas seguirá procediendo de la conscripción, ya que las condiciones económicas no permiten una profesionalización que será difícil de implantar incluso en las fuerzas de seguridad, salvo Bahréin que se puede permitir reclutar extranjeros de origen suní. Si los gobiernos no impulsan reformas estructurales, las fuerzas armadas se resistirán a hacerlo porque los cambios generan tensiones y resistencias que alteran la cohesión interna. Las organizaciones complejas tienen un tope de asimilación limitado y no están interesadas en llevar el estrés transformacional más allá de lo estrictamente necesario. Sin presión externa, las fuerzas armadas se limitarán a realizar los cambios cosméticos que sean necesarios para mejorar su percepción social mientras tratan de preservar las máximas cuotas de poder y presupuesto posibles, un escenario continuista que permitiría a las fuerzas armadas argelinas, marroquíes o jordanas mantenerse al margen de los cambios.

A corto plazo, primará la supervivencia corporativa sobre las reformas y estarán más preocupados por su imagen social que por su operatividad y sostenimiento, ya que su futuro depende más de la primera valoración que de la segunda. A mayor plazo, solo cabe esperar demandas de reformas si evoluciona la situación interna. Si las fuerzas armadas se ven obligadas a realizar tareas contraterroristas o de contrainsurgencia, tendrán que reformar sus equipos y procedimientos, para lo que precisarán aumentar su presupuesto y competencias y las colocará en una posición de fuerza en relación con los gobiernos árabes, salvo que éstos opten por dar esas misiones a las fuerzas de seguridad.

Una tercera opción sería recurrir a la asistencia de terceros. En este caso, tanto la demanda de asistencia como la respuesta externa no son sencillas. Los gobiernos pueden solicitar o admitir asesoramiento, pero será difícil que se sometan a un plan de reformas que se pueda percibir como una injerencia externa por sociedades muy sensibilizadas por la colaboración extranjera con los gobernantes depuestos. Para mitigar esa percepción, podrían recurrir a compañías privadas certificadas por los gobiernos occidentales o a instructores árabes, pero ninguno de los dos puede desarrollar programas de modernización de gran impacto a corto y medio plazo. La colaboración bilateral con algún país sería otra alternativa, apoyándose en fuerzas armadas como las americanas, británicas, rusas o saudíes, tal y como se ha venido produciendo en el pasado, o nuevas asistencias como la turca, la catarí o la saudí.

Esta colaboración bilateral se apoyaría en los equipos y la instrucción común, pero corre el riesgo de que las fuerzas armadas árabes acaben replicando modelos de estructuras y doctrinas ajenas a su realidad estratégica y cultural y, sobre todo, a sus posibilidades materiales de sostenimiento (una tendencia que se refuerza con la cesión o donación de material).

Escenarios de cambio para las fuerzas armadas

La magnitud de los cambios en las fuerzas armadas de los países árabes depende, por un lado, de la evolución de las transformaciones políticas y económicas y, por otro, de variables externas a esos procesos como la insurgencia o el terrorismo. Dentro de los primeros, el alcance de las transformaciones depende de los progresos políticos: cuanto más se consoliden las instituciones políticas más fácil será que controlen a sus fuerzas armadas y ajusten su papel a las funciones técnicas de seguridad militar. En función de los progresos económicos, los gobiernos podrán atender mejor o peor las necesidades y expectativas de sus fuerzas armadas, en una agenda de prioridades que éstas ya no controlarán tanto como en el pasado, salvo que se deteriore la seguridad interna.

Esta variable es la realmente exógena a los procesos de cambio porque la insurgencia, el terrorismo, el secesionismo o la criminalidad organizada tienen dinámicas propias que pueden aprovechar la fragilidad de los procesos de transición como el que ahora inician algunos países árabes. La orientación y la intensidad de los cambios en las fuerzas armadas dependen de cómo se combinen los factores endógenos o exógenos de cambio en cada país. Una combinación que depende de factores culturales difíciles de evaluar por culturas ajenas a las locales y que tienden a creer que las fuerzas armadas seguirán patrones de evolución similares a los occidentales, lo mismo que tienden a creer que los cambios políticos desembocarán en democracias a la occidental.

Si se consolidan los cambios democráticos, las fuerzas armadas perderán progresivamente el protagonismo que tuvieron durante las últimas décadas. Una pérdida que tiene elementos positivos, ya que se alejarán de las luchas por el poder, pero que también conlleva consecuencias negativas como la pérdida de recursos e influencia. Si los cambios no se consolidan, las fuerzas armadas seguirán ocupando el vacío de poder civil y continuarán implicadas en los complejos equilibrios de poder dentro de cada país. En el primer escenario, las fuerzas armadas pueden encontrar una oportunidad para transformarse, pero en el segundo los asuntos militares seguirán sin transformación posible.

Los países árabes deberían aprovechar la oportunidad para reformar su sector de la seguridad, pero las medidas adoptadas en Túnez y Egipto apuntan más a reformas coyunturales que a programas estratégicos de transformación y cambio de modelo de seguridad. Éstos parecen más factibles en países donde se produzca un colapso del sistema anterior como en Libia, Siria o Yemen que en aquellos donde las fuerzas de seguridad y defensa coadyuvan a los cambios y no se ven presionados desde fuera para realizar más reformas. La reforma estructural no solo es necesaria desde el punto de vista de la seguridad sino también del desarrollo y de la gobernanza, porque no hay desarrollo ni gobernanza posible sin seguridad.

Sin esos programas, el sistema de seguridad saliente de las crisis (ejecutivo, ministerios, cuerpos y agencias) no podrá hacer frente a los problemas de seguridad complejos (la delincuencia normal no es un problema grave) con eficacia porque ya no podrá emplear los mismos procedimientos y estructuras que en el pasado, lo que será aprovechado por la delincuencia organizada, la insurgencia o el terrorismo. Por otro lado, si las reformas se limitan a suprimir mandos, cuerpos y prácticas concretas asociadas a la represión sin reemplazarlas por otras reformadas se creará un vacío de seguridad.