Laicidad de los Estados y afirmación musulmana
Frente a la visibilidad creciente de identidades y religiones minoritarias en la vida pública, surge la tentación de (re)definir los valores fundamentales europeos.
Hassan Bousetta
Las migraciones internacionales de posguerra, y aún más, las nuevas migraciones de finales del siglo XX y principios del XXI, han conllevado una diversificación profunda de las sociedades de inmigración, esto es, de las sociedades de destino y de instalación duradera de los migrantes. En 1960, los extranjeros solo representaban un porcentaje modesto de la población europea. Actualmente la media se sitúa por encima del 10% y, a veces, en algunas grandes ciudades europeas, supera el 30% o el 40%.
Como todas las democracias liberales que gozan de una economía avanzada y atractiva para la movilidad internacional de la mano de obra, los Estados europeos se enfrentan a los fenómenos de diversificación étnica, religiosa y cultural generados por la movilidad humana. La emergencia, la afirmación y la visibilidad crecientes de identidades, culturas y religiones minoritarias transforman estos países. En muchos, estas realidades han dado pie a un trabajo reflexivo sobre los principios que deben regir la gestión de estas formas de pluralismo. En un primer momento, hay quien ha podido concebir que esas discrepancias en torno a las identidades, culturas y religiones particulares se debilitarían y acabarían por desaparecer con el tiempo y la sucesión de generaciones. Hoy, ningún responsable público, independientemente de sus opiniones y opciones, puede contentarse con tal desinterés. Reflexionar sobre cómo resolver los conflictos y tensiones que generan esas nuevas divisiones, tan distintas en sus expresiones de los conflictos filosóficos que habían generado los siglos XIX y XX, es un ejercicio no solo legítimo, sino probablemente también necesario. En ciertos países han empezado a hacerlo hace poco. Es el caso de la Comisión sobre el Futuro de la Gran Bretaña Multiétnica (2000), la Comisión Stasi en Francia (2003) o, más recientemente, la Comisión Bouchard-Taylor en Canadá (2008).
La afirmación religiosa musulmana en la vida pública, presente en toda Europa, lleva a revitalizar el debate sobre los valores fundamentales de la sociedad y sobre las condiciones de la separación entre Iglesia y Estado. Más allá de la diversidad de las situaciones nacionales, vale la pena intentar aclarar sociológicamente el debate actual, con el objeto de comprender la laicidad en movimiento, es decir, en la oscilación entre los principios generales y las prácticas particulares, así como en la dinámica y el flujo de las interacciones sociales. No se trata de proponer un nuevo esfuerzo de aclaración conceptual de esta noción en su dimensión institucional y estatal, ni de aventurarse en una arqueología del concepto (ejercicio más que necesario al que se ha dedicado abundante literatura). Lo que propongo aquí es tratar de aclarar varios procesos políticos y sociales que se dan por abajo, intentando partir de la realidad que revela el análisis sociológico y antropológico, y no la que se construye como representación a través de las escenificaciones mediáticas a las que da lugar.
El carácter del Estado y el debate sobre la inscripción de la laicidad en la Constitución
Aclarar la perspectiva sociológica me parece útil en vistas a examinar uno de los fundamentos menos cuestionados del debate: el análisis riguroso que debe hacerse de los nuevos modos de afirmación religiosa, en concreto –pero no en exclusiva– musulmanes. Los debates actuales en Bélgica, Francia y Países Bajos, principalmente, se inscriben en una temporalidad particular, la de los atentados terroristas de inspiración yihadista, una temporalidad especialmente problemática. El común de los mortales se ha conformado a menudo con la tentación de considerar obvia, casi natural, la idea de que nos hemos adentrado en una época en que la laicidad política, tanto en el principio de separación entre Iglesia y Estado como en la dimensión protectora de los derechos y libertades individuales, ve su supervivencia amenazada ante los ataques de lo que Olivier Roy califica de “avivamiento religioso” (http://www.diplomatie.gouv.fr/fr/IMG/pdf/0101- Roy.pdf ).
Por consiguiente, la cuestión es saber si los distintos modelos institucionales de laicidad constituidos en Europa y más allá desde hace dos siglos ofrecen referencias que permitan responder adecuada y eficazmente a los retos contemporáneos. ¿O es que Francia, constitucionalmente laica desde la Constitución de la IV, y más tarde de la V República, no se enfrenta a los mismos desafíos? ¿acaso no nos hemos propuesto responder a preguntas del siglo XXI con presupuestos e instrumentos de análisis hechos a medida para abordar los retos de desclericarización del poder y de extensión de las libertades individuales propios del siglo XIX? Y eso nos lleva de inmediato a cuestionar la creencia de que el Estado, armado con una confirmación solemne del principio de laicidad en su Carta Magna, sabrá producir una sociedad secularizada y culturalmente apacible.
Partimos de la hipótesis de que ya no nos enfrentamos masivamente, como en el pasado, a las problemáticas del poder del clero y de la interrelación entre el estamento religioso y el civil.
Aunque tal vez haya que estar alerta, es evidente que las autoridades religiosas ya no tienen el mismo peso en los debates políticos y sociales. Se trata, cada vez más, de un problema fruto de nuevas modalidades de afirmación de la religiosidad en la sociedad. En mi opinión, lo principal es aprehender estos fenómenos relativos a la identidad del modo más adecuado, esto es, tal como abordaríamos fenómenos culturales, sin tratarlos a priori como asuntos de seguridad. Estas religiosidades que se despliegan en las prácticas rituales, los léxicos y los códigos indumentarios de inspiración religiosa no se reducen a estrategias de conquista del poder estatal construidas a partir de instituciones religiosas. Es más, en parte, nacen fuera del contexto religioso institucional. Asimismo, estas afirmaciones tienen lugar de modos muy diferenciados: modos identitarios tradicionales y desprovistos de toda relación con la política, pero también en ocasiones como proyectos de contraidentificación con la sociedad, basándose en la construcción de identidades exacerbadas o absolutizadas que pueden instalarse en la búsqueda de modos de vida paralelos o en la emigración en pos de vidas en otros lugares. Aunque no hayan constitucionalizado el principio de laicidad, la mayoría de países europeos son, sin duda, Estados que no solo comulgan con la idea de separación entre Iglesia y Estado, sino que conocen un nivel elevado de secularización. En realidad, la población musulmana de Europa no escapa a este fenómeno, y se ha adentrado en formas avanzadas de secularización e individualización de las creencias. Un estudio reciente de la Universidad Libre de Bruselas revela que, a pesar de las apariencias y de la idea preconcebida de la existencia de una comunidad musulmana homogénea y en ruptura con el resto de la sociedad, los musulmanes de Bélgica individualizan su relación con la fe y se secularizan. Hoy hay tantos musulmanes culturales como religiosos que practican regularmente su fe, como musulmanes que elaboran su identidad y práctica religiosa. Según el mismo estudio, la influencia de los predicadores y líderes religiosos en la construcción de la fe afecta a menos del 10 % de los musulmanes encuestados.
No obstante, es más que probable que el tema religioso identitario del islam siga alimentando el debate en los próximos años. En la mayoría de casos, estas afirmaciones religiosas pueden conformarse a partir de los principios del derecho común del orden democrático. En otros, también pueden incurrir en tentaciones no democráticas, alienantes e incluso violentas. De nuevo aquí el derecho consuetudinario de los Estados europeos plantea referencias suficientes.
El ejemplo de la Francia laica nos indica que la constitucionalización de la laicidad política, vista como principio de separación entre Iglesia y Estado, podría no tener efecto alguno en estas nuevas religiosidades colmadas de globalización impuesta, de modernidad mal digerida, de apertura a la transnacionalización de las prácticas culturales, económicas y sociales, de abandono del Estado del bienestar, de relegación territorial y de bloqueo concomitante de las posibilidades de ascensión social. Son deseables rupturas y giros radicales en materia de transición al laicismo; no obstante, tienen más que ver con procesos que están en marcha en el seno de la sociedad y persiguen el respeto a la autonomía individual, la no discriminación y la defensa de espacios de racionalidad críticos.
Por ende, nuestra postura en el debate consiste en pensar que, en su estado actual, el orden jurídico de la gran mayoría de los Estados europeos está perfectamente preparado para responder a los retos de separación, independencia recíproca y no injerencia entre las Iglesias y el Estado e incluso –mucho más allá– a los retos de igualdad y de no discriminación. Dentro de la lógica articulada por Jean Baubérot en La Laïcité falsifiée (2012), creemos que, en efecto, hace falta más laicidad, pero, sobre todo, una mejor laicidad y una ampliación del ámbito de las libertades. Y es que una constitucionalización de la laicidad que autorice el despliegue de una batería legislativa destinada a restringir las libertades religiosas, en lugar de favorecer una laicidad que una, acabaría fomentando la movilización reactiva de las identidades religiosas afectadas.
De todos modos, este enfoque crítico no se abre a una posición personal de cerrazón consistente en resistirse a cualquier evolución o a considerar satisfactorio el statu quo. Al contrario: comparto la idea de que las crisis que atravesamos deberían permitirnos concebir soluciones que nos lleven a avanzar en pos de una mayor laicidad e imparcialidad. En un impulso de optimismo, cabría esperar que el modo en que estas nuevas religiosidades interpelan a los Estados fuera la ocasión para que estos se regeneren. En nuestra opinión, esta perspectiva no puede plantearse sin el acompañamiento de una gran empresa de emancipación social, en definitiva, sin un gran movimiento inclusivo. Para mí, estos debates no se resolverán satisfactoriamente sin tomar debidamente en consideración las condiciones económicas y sociales desastrosas en que vive gran parte del mundo de la diversidad. Recordemos que cerca de uno de cada dos musulmanes vive por debajo del umbral de la pobreza. En otras palabras, si queremos dar a la laicidad la oportunidad de volver a desempeñar el papel emancipador que ha podido tener en la historia reciente, habría que resituarla en el marco de una exigencia de igualdad entre los ciudadanos, de una sociedad que afirme y reconozca explícitamente su carácter intercultural, que tienda a la discriminación cero y brinde a sus ciudadanos un derecho subjetivo a la integración y a la igualdad de oportunidades.
Frente a nuestro impulso optimista, un razonamiento pesimista nos obliga a alertar del peligro de que el momento actual de reflexión allane el camino a una huida hacia adelante. El debate debería generar legitimidad y ayudar a despejar varios obstáculos. El primero, ya mencionado, tiene que ver con la necesidad de distanciarse de la idea de que hay una relación mecánica o lineal entre afirmar la laicidad “por arriba” y la laicización “por abajo”. La primera es producto de una opción política, la segunda no se decreta. Como nos recuerda Jean Baubérot en la obra citada, la laicidad no puede plantearse exclusivamente a partir del formalismo del derecho.
En la actualidad, el debate público en Europa se organiza en respuesta al ascenso de las formas ideológicas más extremas y más violentas de la afirmación musulmana. Es inevitable sentir que son esencialmente los musulmanes los motores del debate sobre la reafirmación de la laicidad. El peligro no sería inscribirse en un afán de pacificación, el que encabezó la elaboración de la ley de 1905, a menudo considerada la base legislativa de la laicidad francesa; el peligro sería emprender una trayectoria de confrontación. De ahí que haya que plantearse las posibles consecuencias sociales, políticas y jurídicas que la constitucionalización de la laicidad/ neutralidad podría tener. Si de verdad el único horizonte político de la constitucionalización es adoptar legislaciones que tiendan a la reducción de derechos y libertades religiosas, poca cosa podrá hacerse. Al contrario, acabará por alimentar las dinámicas de ruptura y de contraidentificación.
Algunos han expresado su deseo de que la inclusión de la laicidad en la Constitución se conciba como una etapa previa a la afirmación de una mayor neutralidad e imparcialidad de la función pública. Con ello, el debate pasaría de enfocarse en la secularización de la sociedad a girar en torno a la consolidación de la necesaria neutralidad del Estado y de los funcionarios. En lo que respecta a la sociedad, el fomento de la neutralidad del funcionariado puede ser la ocasión para un debate de gran valor pedagógico. Sería un buen momento para divulgar la idea de que la neutralidad se aplica a las instituciones públicas y no a sus usuarios. En apariencia, la opción de afirmar la neutralidad del funcionariado parece menos abierta a un replanteamiento de su legitimidad. Solo en apariencia… porque en un abrir y cerrar de ojos vuelve a aparecer la brecha entre la opción de la neutralidad exclusiva y la de la neutralidad inclusiva.
Conclusión
El lugar de lo religioso en la sociedad europea evoluciona y se transforma. La vuelta de lo religioso a través de las nuevas religiosidades no implica necesariamente el crecimiento de una institución central con tanto peso en las conciencias como para negar la autonomía del individuo. Las religiosidades musulmanas que se desarrollan en nuestras sociedades, por ejemplo, no son incompatibles con una evolución hacia una mayor secularización. El antagonismo entre la recuperación religiosa y la secularización no se reduce a una contradicción de carácter lógico. En vez de aplicar un análisis del pasado a los fenómenos actuales, tal vez tener en cuenta los matices sea la clave para revitalizar la laicidad y fortalecer su vocación liberadora, pacificadora e igualitaria. En este debate, no deseo otra cosa que un día se reconozca la calidad intelectual que en otro momento se reconoció a Aristide Briand, portavoz de la comisión encargada de elaborar lo que llegaría a ser la ley 1905, consistente en actuar movidos por “un afán de contundencia en los principios y de flexibilidad en las relaciones con las mujeres y los hombres”.