La voz del derecho en la transición democrática

Por encima de partidos e instituciones, de las leyes y la Constitución, el verdadero garante de la perennidad de la revolución tunecina es la sociedad civil.

Yadh Ben Achour

Estamos viviendo una etapa maravillosa y fuera de lo común que no se cuenta históricamente, en años, meses, semanas ni días. Debemos vivirla y protegerla hora tras hora, porque cada hora trae su porción de sorpresas y novedades. La historia empezó el 15 de enero. Ese día, el ex primer ministro Mohamed Ghanuchi quiso reunirse conmigo. La invitación me extrañó, al no estar acostumbrado a ese tipo de contacto con el poder. Desde mi dimisión del Consejo Constitucional en 1992, y la publicación, en 1994, con 18 colegas universitarios, de una carta que llamaba la atención de las autoridades sobre la deriva política que por entonces amenazaba los intereses superiores del país, yo había seguido criticando al régimen.

Asimismo, respaldé la candidatura de Mohamed Ali Haluani, del partido de la oposición Ettaydid, en los comicios presidenciales de 2004. Fui una de las personalidades que lo acompañó el día que presentó su candidatura al Consejo Constitucional. Más tarde apoyé la huelga de hambre de los representantes de varias fuerzas políticas, para en noviembre de 2005, al margen de la celebración de la Cumbre Mundial sobre la Sociedad de la Información (CMSI), denunciar la ausencia de libertades.

También estoy especialmente orgulloso de haberme opuesto, en 2002, en el marco de una conferencia impartida en la sede de la Liga de los Derechos Humanos, a la enmienda constitucional que debía, entre otras cosas, permitir al presidente de la República de Túnez renovar su mandato más de dos veces, enmienda que luego permitiría a Zine el Abidine Ben Ali retener el poder hasta su huida el 14 de enero de 2011. En definitiva, mis relaciones con el poder en Túnez siempre han sido distantes y tensas. No adopté esta postura contando con una eventual caída del régimen que, además, no había visto venir, como la mayoría de mis compatriotas. La adopté para actuar conforme a mis convicciones personales y, sobre todo, de hombre de derecho. Siempre he creído que los juristas no deben jamás ponerse al servicio de un dictador, ya sea directa o indirectamente. Aquel 15 de enero se había pasado página a la dictadura y entrábamos en una nueva fase.

Entonces, ¿por qué un simple universitario como yo, que siempre ha vivido libre, alejado de los políticos, los partidos y el poder, recibió la llamada de la más alta autoridad del Estado? La situación era inestable, con el ejército nacional desplegado en el país. El antiguo primer ministro me recibió en el Palacio del gobierno de la Kasba. Así supe de la creación de tres comisiones para acompañar y preparar la transición democrática que se anunciaba. Entre ellas la Alta Instancia para la Reforma Política, cuya presidencia me fue encomendada por Ghanuchi. La labor de la Alta Instancia era revisar los textos de las leyes para retirar los artículos que hubieran servido para silenciar a la sociedad civil.

Al principio, se trataba de una comisión de juristas, sin vocación política ni partidista. Si acepté presidirla fue porque vi que era mi deber poner mis competencias al servicio del país. Incluso anulé un viaje a Italia donde debía dar clases periódicamente en la universidad de Roma. Así que formé una comisión de 15 juristas y nos pusimos manos a la obra con la ley electoral, de asociaciones, de partidos, de prensa e incluso con el texto de la Constitución. Entre tanto, se creó el Consejo para la Protección de la Revolución. Lo componen 28 importantes actores de la sociedad civil: partidos, organizaciones nacionales, organizaciones no gubernamentales, asociaciones profesionales (abogados, magistrados, periodistas…).

Aunque no fueron los artífices de la revolución, todos ellos pusieron su grano de arena más tarde, en un nivel u otro. La revolución, en realidad, era espontánea, popular y masiva. No contaba con líderes. El exprimer ministro interino, Ghanuchi, tuvo que negociar con los dirigentes de las instituciones miembros del Consejo para la Protección de la Revolución, como la Unión General Tunecina del Trabajo (UGTT), la Liga Tunecina de Derechos Humanos (LTDH), el partido En Nahdha, el Consejo del Orden de Abogados de Túnez (COAT), el Frente 14 de Enero y algunos partidos de izquierdas, que estaban tras las ocupaciones y manifestaciones que paralizaron el trabajo gubernamental durante semanas y crearon una atmósfera de inestabilidad en el país. Las negociaciones fueron largas y tediosas. Se prolongaron durante varias semanas.

En muchas ocasiones vi al primer ministro, agotado, intentando negociar una salida a la crisis con los miembros del Consejo de Salvaguarda de la Revolución. Este Consejo, que aspiraba a funcionar casi como un gobierno paralelo, se erigía en portavoz de la revolución y exigía participar en el proceso de toma de decisiones para alcanzar sus objetivos, a saber, la libertad, la democracia, la ruptura con el antiguo régimen y la preparación de elecciones pluralistas, libres y transparentes, entre otras peticiones. Asimismo, la entidad pretendía ratificar las leyes y aprobar las designaciones de ministros, embajadores y altos cargos del gobierno.

Era una especie de poder paralelo. Sus miembros llegaron incluso a pedir al presidente temporal de la república la promulgación de un decreto-ley que oficializara la existencia del Consejo y concretara sus misiones y prerrogativas. Si hubieran logrado su objetivo, hubiéramos tenido dos instancias al frente del país: un Estado cuya legitimidad se basaría en el artículo 57 de la Carta Magna y un casi gobierno también oficial. Esto hubiera sido una amenaza para el Estado y la sociedad. Con el fin de reforzar la presión sobre el gobierno provisional, el Consejo de Protección de la Revolución contactó con personalidades nacionales que habían hecho la primera revolución tunecina, la que trajo la independencia del país en 1956, como Ahmed Mestiri, Ahmed ben Salah y Mustafá Filali, todos ellos antiguos ministros y colaboradores de Habib Burguiba, para que se sumaran a su acción.

Para hacer frente a la situación, que amenazaba su propia existencia, el gobierno provisional tuvo que resignarse a una solución inédita: pedir a los miembros del Consejo de Protección de la Revolución que integraran la Alta Comisión para la Reforma Política. La idea era que los miembros del Consejo garantizaran el marco político de la Alta Comisión, el eslabón débil de la cadena. Así que tuvimos que renegociar el decreto-ley que formaba a la Alta Comisión, para convertirla en una Alta Instancia para la Realización de los Objetivos de la Revolución, la Reforma Política y la Transición Democrática. Se discutía largo y tendido cada palabra, cada coma. Basta con leer el decreto-ley para percibir la complejidad de la tarea, que requirió un ejercicio de equilibrismo político entre las exigencias de distintas tendencias políticas e ideológicas que convivían en el seno de la nueva Alta Instancia.

La publicación del decreto-ley en el Diario Oficial de la República Tunecina (JORT), el 8 de febrero, no terminó con los problemas. El 17 de marzo, el presidente interino de la República abrió, a petición mía, los trabajos de la Alta Instancia. Le acompañé hasta el coche y, al regresar, había estallado una verdadera tormenta. Las divergencias no eran por el orden del día de la sesión, sino por la representatividad de la instancia. En un principio, se decidió convocar comicios presidenciales para el 24 de julio. Es más, la comisión de expertos ya había elaborado una ley electoral provisional para poder respetar el plazo. Sin embargo, esa agenda se puso en entredicho, por lo que hubo que cambiar de rumbo y pasar a la elección de una Asamblea Constituyente, dado que el pueblo exigía una nueva Constitución.

En consecuencia, había que elaborar una nueva ley electoral. Ésta se preparó y presentó ante la Alta Instancia. La tormenta de la que hablaba hace un momento estalló por la propia composición de la instancia, donde las regiones y los jóvenes, las principales fuerzas de la revolución,estaban pobremente representadas o casi ausentes. Las discusiones también giraban en torno a las cuotas de representación de las organizaciones y los partidos. Como profesor de Derecho, yo no estaba acostumbrado a unos ambientes tan explosivos. Presencié escenas que nunca imaginé que llegaría a ver.

No obstante, la pedagogía del docente, así como la voluntad de salir adelante de los miembros de la instancia, acabaron reduciendo la tensión. Tras tres sesiones de agrias discusiones, logramos ampliar la Alta Instancia a las regiones y a los jóvenes, elevar la representación de cada partido a tres miembros y la de la UGTT a cinco. Me encontré, pues, frente a 155 personas, un miniparlamento, en definitiva. Lo que no era poca cosa. Algunos miembros actuaban movidos por una mentalidad partidista y, tras 23 años de dictadura, exclusión y represión, no estaban acostumbrados al debate democrático. Finalmente, la Alta Instancia es la síntesis de dos legitimidades: una revolucionaria (representada por partidos, organizaciones…) y otra institucional (encarnada por el poder provisional, la administración…).

Hasta la fecha, las deliberaciones están dominadas por las exigencias de la revolución y las de la legalidad institucional. Frente a las dificultades a las que nos enfrentamos a diario, lo que hemos podido hacer en muy poco tiempo, parece un milagro. En menos de tres semanas conseguimos que se promulgara una ley para los primeros comicios libres, pluralistas y transparentes en el país, un decreto-ley para la constitución de la Alta Instancia independiente para las elecciones, un decreto-ley para la elección de la Asamblea Constituyente, etcétera.

La adopción de la paridad entre hombres y mujeres en las listas electorales y la privación de candidatura de los dirigentes del antiguo partido que ocupaba el poder durante el régimen de Ben Ali, la Reagrupación Constitucional Democrática (hoy disuelto), todo ello fue objeto de violentas discusiones en el seno de la Alta Instancia y también con el gobierno. Sin embargo, tras cuatro votaciones sucesivas, el texto finalmente se adoptó casi por unanimidad. Todos estos debates y negociaciones nos muestran cómo se encaran, en la revolución tunecina, dos legitimidades (revolucionaria e institucional) y dos sistemas (uno nuevo traído por la revolución y una voluntad de ruptura con el antiguo que busca perdurar). En la revolución no había liderazgo, programa ni agenda.

Era una revolución espontánea de la sociedad civil. No obstante, tiene un mensaje, unos eslóganes, valores y reivindicaciones que también son los nuestros y que todos hemos escuchado: la libertad, la democracia, el Estado de derecho, las elecciones libres y transparentes y, por encima de todo, la integridad de los responsables. Este último punto es muy importante. Y es que, en la celebración del quinto aniversario de la muerte del primer presidente tunecino, Burguiba, vimos cómo los ciudadanos recordaban que el padre de la nación era un hombre político con las manos limpias, a diferencia de su sucesor, que fue un corrupto. Más allá del debate en torno a las ideas y los programas políticos, el rigor moral y la integridad personal hoy se consideran cualidades importantes de las que deberían valerse los futuros dirigentes del país.

Dicho esto, el enfrentamiento entre el orden anterior y el nuevo sistema que pugna por entrar en escena no debería transformarse en una caza de brujas. No se trata de confeccionar listas negras y someter a los antiguos dirigentes del país al veredicto popular. Los casos de abusos de poder o de corrupción deberán tratarse uno por uno. Sin duda, esta etapa transitoria está marcada por una crisis de confianza y la sospecha generalizada, puesto que, tras 23 años de dictadura y mentira del Estado, el pueblo ha llegado al punto de no creerse lo que dicen los políticos. Por encima de partidos e instituciones, de las leyes y la Constitución, no debemos perder nunca de vista que el verdadero garante de la perennidad de la revolución tunecina es la sociedad civil, que debe permanecer alerta y fuerte para hacer naufragar cualquier intento de instaurar una nueva dictadura.