La travesía perpetua: sobre los viajes transformadores y el camino de regreso a casa

Berj Dekramanjian

Investigador en Pre-doctoral DemoSoc y doctorando en la Agencia de Gestión de Ayudas Universitarias
y de Investigación (AGAUR)

En cuanto que armenio criado en Líbano, la identidad de Berj Dekramanjian está compuesta, en parte, por el constante recordatorio de su enorme deuda contraída, simplemente, por existir. Su bisabuelo materno, Aram, decidió dejar atrás a su familia de Antep, entonces una ciudad del Imperio otomano. Pese a que todos esperaban que continuara con el negocio de su padre, que recorría los pueblos arreglando y abrillantando los utensilios de cocina hechos de cobre y latón, Aram, lleno de extravagantes esperanzas por hallar una vida mejor, decidió echarse a la mar, sin haberla contemplado ni pisado jamás en su vida. Por su parte, la decisión de Berj Dekramanjian de abandonar su pueblo libanés, situado en el valle de la Bekaa, obedecía a ese mismo anhelo de encontrar un futuro mejor, pues su tierra sufría constantes agitaciones y altercados políticos que culminaron con terribles refriegas en las calles de Beirut. Después de vivir en Tallin y Maastricht, finalmente acabó en Barcelona, la ciudad que ahora constituye su hogar. En este viaje perpetuo, siente una dicha inexplicable al pensar que ha dejado fragmentos de sí mismo a cada paso del camino recorrido hasta ahora.

«El verdadero viaje no consiste en contemplar nuevos paisajes, sino en adquirir unos nuevos ojos».

Marcel Proust


Hace unos nueve años, a finales del mes de mayo, me encontré sentado en un banco del parque del barrio de Balat, en Estambul, mirando hacia el Cuerno de Oro y el cielo donde se distinguía el paso de los aviones con la puesta de sol de fondo. Era la típica estampa de Estambul: me encontraba rodeado del perenne canturreo de la ciudad, salpicado de cláxones, gritos de niños e intercambios de impresiones, tan triviales como acaloradas, de los grupos de hombres reunidos alrededor de sendas columnas de humo. Al parecer, ese momento se me ha quedado grabado para siempre en la memoria. Por entonces, procesar los nuevos sonidos y las imágenes parecía la distracción más convincente que podía ofrecerme a mí mismo mientras me asfixiaba bajo el peso implacable de mi soledad. Por primera vez, estaba experimentando lo que, en un previsible futuro, debería llamar hogar.

No pude captar la magnitud de ese momento del ser, independientemente de su novedad o intensidad. No podía haber imaginado las tres veces que reviví ese momento, durante mis primeros días en Tallin, Maastricht y, por último, Barcelona, la ciudad que ahora es mi hogar. Pero no pasaría mucho tiempo antes de poder racionalizar esa aberración como una condición previa e inevitable que me ha sido transmitida por una larga sucesión de peregrinos que se reían sin parar de la frustración de estar atrapados en un solo cuerpo.

Mi presencia en Estambul era extraña. Creo firmemente que nuestras vidas, por muy profundamente subjetivas que se nos antojen, están formadas por una serie de acontecimientos predeterminados por una probabilidad de incidencia que imponen en ellos los acontecimientos precedentes. El hecho es que yo era un producto de una tragedia anterior a mi nacimiento que debería haberme bastado para impedir mi presencia en esa ciudad fascinante. En cuanto que perteneciente a la etnia armenia, mi identidad, cuando me crie en Líbano, se formó, en parte, por el constante recordatorio de mi enorme deuda contraída, simplemente, por existir. En muchas ocasiones, a veces de lo más triviales, me recordaron las escasas oportunidades que se abrían ante mi futuro, y mi decisión de «volver» fue recibida con un perplejo silencio por parte de todos aquellos que me rodeaban. La decisión que ahora, al echar la vista atrás, me parece inevitable, requirió una gran confianza enmascarada y una terquedad muy difícil de justificar.

En cambio, no llevaría mucho esfuerzo convencer a un joven como yo, hijo de armenios que abandonaron, en la segunda mitad del siglo XIX, la tierra que yo, entonces, decidí honrar. No era muy distinto de mi bisabuelo materno, Aram, que a los dieciocho años decidió dejar atrás a su familia en Antep, por entonces una ciudad del Imperio otomano. Pese a que todos esperaban que continuara con el negocio de su padre, que recorría los pueblos arreglando y abrillantando los utensilios de cocina hechos de cobre y latón, Aram, lleno de extravagantes esperanzas de hallar una vida mejor, decidió echarse a la mar, sin haberla contemplado ni pisado jamás en su vida.

Como la suya, mi decisión de abandonar el hogar del valle de la Bekaa estaba lleno de esperanza por un futuro mejor. Por entonces, yo ya había presenciado más de una docena de asesinatos políticos, la guerra de Julio de 2006 y una serie de incesantes altercados políticos que culminaron con terribles refriegas en las calles de Beirut. Era joven, un poco arrogante, y quería alzarme contra todo aquello. Creía firmemente que los feudos políticos, así como las fronteras y divisiones nacionales, eran algo superficial. Cuando empecé a trabajar en Greenpeace en Estambul, por un período que, en principio, creí que duraría un año, tuve ocasión de consagrarme a mi deber humanístico para fomentar la convivencia entre los Kani Bozuks1 y los Vayri Kazans,2 así como dedicar mi tiempo y mi interés a los ríos, los bosques y el mar Mediterráneo, que eclipsa a todos ellos. Así, esperaba que altísimas expectativas fueran recompensadas por el destino, ya que, en mi intento de escapar a la tensión política, el primer día entré en mi nueva oficina con los ojos llorosos por los gases antidisturbios de la policía, pues mi trabajo valiente y esperanzador empezó al mismo tiempo que las protestas del Parque Taksim Gezi, en que los ecologistas se opusieron a la construcción de un centro comercial en 2013.

Mi bisabuelo, que también sufrió las tormentas políticas de su época y adolecía, ciertamente, de una mayor habilidad para atraer la desgracia que yo, compartía, pese a su profundo arraigo al lugar donde nació, mis perspectivas esperanzadoras con respecto al viaje. Sopesó las alternativas y, finalmente, decidió irse, escapando así de lo que, finalmente, culminó en la destrucción sistemática de la comunidad que había dejado atrás. Sin embargo, el destino hizo que las esperanzas de mi bisabuelo se toparan con algo «peor» de cuanto hubiera podido imaginar. Su periplo lo llevaría a Siria, Egipto y Yemen, y lo obligaría a un alto brutal al llegar a las costas de la India. Apresado como cautivo, le afeitaron la mitad de la cabeza y lo obligaron a realizar trabajos forzados. Así, trabajó hasta el límite de sus fuerzas y, finalmente, llegó a ser reconocido por su destreza para hacer pan antes de ser liberado. Entonces, Aram decidió regresar y, de paso por Jafa y Sidón, acabó instalándose en Alepo.

Los acontecimientos importantes que nos cambian la vida nunca suelen ajustarse a nuestras expectativas. Trazamos nuestros planes y ambiciones de riqueza, basados en lecciones que hemos aprendido en nuestro entorno. Aventurarse en mundos desconocidos nos abre las puertas para aprender aquello que, en un principio, éramos demasiado ignorantes para preguntar. La exploración nos conforma, y sus lecciones arraigan tan profundamente en nosotros que, poco a poco, van nublando nuestra capacidad de imaginar una época en que no formaban parte de nuestra naturaleza y disposición.

Mi desarrollo en Estambul se extendió durante mucho más tiempo del que imaginé en un principio. Aunque tuve discusiones acaloradas de las que disfruté mucho y participé en numerosas campañas medioambientales, estoy dispuesto a admitir que incluso el haber llegado a convencer a algunos negacionistas y haber bloqueado un importante puerto de carbón en el mar de Mármara no llegaron a tener la importancia esperada. Pero ahora, al mirar atrás y recordar mi vida en Estambul, los recuerdos más cálidos no se reducen a esos grandes acontecimientos. Mi huella, ciertamente, puede haber sido insignificante en la gran rueda del mundo, pero yo, como individuo, cambié mucho más de lo que nunca podría haber llegado a imaginar.

Poco a poco, me integré en un grupo de gente que intentaba mejorar el mundo y superar sus propios retos. Aprendí una lengua nueva en seis meses, no en una escuela, sino gracias a que me hallaba permanentemente rodeado de personas tan curiosas y parlanchinas como yo. Aprendí que tener un amigo a quien poder confiar tu vida no es una mera expresión vacía de significado, y que la lealtad se mide no por la aprobación ciega, sino arriesgando tu propio bienestar para proteger aquello que consideras más preciado.

El dolor que asocié a mi identidad resultó ser una fracción de un mundo que aún me quedaba por descubrir. Mis raíces cobraron una nueva vida, pues tuve la misma intuición que las antiguas letras armenias, escritas en paredes que no se consideraban dignas de aparecer en ningún mapa. Pude escuchar distintas versiones de cantos que había aprendido en la escuela, y supe que todas las letras eran igual de bellas. Asumí que contaría la historia de un pasado colectivo, pero nunca pensé que, realmente, tendría la oportunidad de escuchar a alguien que había descubierto el suyo hacía muy poco, como su abuelo, un cripto armenio huérfano que tuvo que guardar el secreto de su identidad para protegerse a sí mismo y a su familia.

Por muy emocionante que resulte la historia de Aram, en realidad hace muy poco que la conozco. Sin embargo, pasé mi infancia cautivado por los relatos de otro viajero, mi abuelo paterno, Puzant, que él mismo se encargó de contarme. La intensidad de sus historias, la vívida descripción de los numerosos contextos mezclados con la indómita imaginación de la que yo, un joven y curioso oyente, hacía gala, cultivó una fascinación que, desde entonces, siempre he tratado de satisfacer. Pero en Estambul ya poseía ciertos conocimientos, así como la experiencia que solo puede reunirse con la práctica. Ya era capaz de caminar por los terrenos más escarpados. Mi año previsto, que finalmente se alargó a tres, me había brindado la oportunidad de ensanchar mis horizontes para que estos, a su vez, se adaptaran a mis ambiciones.

Nacido en la generación posterior a las atrocidades de las que Aram intentó huir, Puzant nació y pasó su primera infancia en un refugio para comunidades migrantes de Alepo, Siria. La educación, por entonces, no era una prioridad en la familia, de modo que a los siete años empezó a trabajar ayudando a los obreros por cualquier miseria que le ofrecían. A los pocos años decidió tomar su propio camino como un hombre hecho y derecho y, como por entonces Siria estaba bajo mandato francés, decidió probar fortuna en la legión extranjera. No se le asignó ningún deber de combate, pero participó en varias misiones en Francia y el sur de Italia, e incluso llegó a los desiertos de Libia y Argelia en calidad de mecánico. Al regresar, contó orgulloso sus aventuras y cómo su afición por las fiestas nocturnas lo salvó de las incursiones aéreas y de una muerte segura.

Siempre he pensado que un periplo como el de mi abuelo me resultaría inalcanzable, que su valentía y confianza frente a la evidente incertidumbre, así como la inflexibilidad de sus principios en los escenarios más exóticos se debieron a su extraordinaria predisposición. Sin embargo, teniendo en cuenta la fuerza de su carácter, y dejando a un lado las connotaciones del turismo y los viajes en la actualidad, encontré cierta alegría en el viaje en cuanto que oportunidad para convertirnos en una versión mejorada de nosotros mismos a través de las pruebas, las dificultades y los incesantes acertijos diarios que este nos exige resolver, simplemente para continuar con el día a día. Finalmente, también debo a mi viaje inicial las alas que me dio y el peso de la indecisión ante la incertidumbre que me quitó de los hombros. Ya sé lo que son las preocupaciones monetarias, he aprendido a evitar las situaciones y a los individuos peligrosos y me he mudado seis veces para compartir espacios con personas distintas, con una gran variedad de opiniones acerca del modo en que querían vivir sus vidas.

Llegó un momento en que, en Estambul, cada vez me notaba más inquieto, y con más anhelo de nuevas aventuras. Ya era tiempo de dejar atrás rostros e imágenes familiares y seguir adelante atesorando los recuerdos de esa época. Así, decidí explorar mi interés por la psicología académica, y para ello no pude elegir mejor sitio que Estonia. Las calles medievales de Tallin y sus oscuros y mágicos bosques y pantanos, la actitud sobria y franca tan arraigada en la cultura y el silencioso pero riguroso clima helado me resultaban tan extraños como para cualquier hombre del levante mediterráneo. Me enorgullecí de las rarezas del entorno que me rodeaba y traté de estimar el número de personas que, habiendo nacido donde yo había nacido, habían elegido estar donde yo me encontraba en ese momento.

A partir de entonces, he pasado casi dos años embarcado en mi propia expedición para poner a prueba los límites de mi abuelo. Después de abandonar Tallin, viví unos meses en el sur de Holanda y luego recorrí Riga, Baviera y Bélgica. Fue una época de descubrimiento, de ir tejiendo paisajes semana tras semana. Mi misión consistía en saciar la sed y saltar de una historia a otra, lo cual pude permitirme a costa del más terrible agotamiento.

Cuando recuerdo ahora esa época, no puedo evitar reflexionar sobre lo que me habría perdido de haber buscado algún tipo de estabilidad. Soy muy consciente de las historias que contribuí a crear en esos años repletos de días y de momentos, trazando así un verdadero arco que culminó con la aceptación del deber: dar forma a cuanto estaba por venir. Así como ya había aceptado previamente quién era y cómo llegué a serlo, mi cansancio me llevó a meditar y aceptar quién y qué no me había permitido ser.

Al final de su viaje, Aram se asentó en Alepo para convertirse en lo único en que podía convertirse: en panadero. Así pudo formar una familia y profundizar en lo más hondo de sí mismo. Puzant, a su vez, recicló sus conocimientos en tanques para establecerse en Líbano como mecánico especialista en camiones de transporte. Decidió llamar Zahle a su hogar, mi lugar de nacimiento, y construyó su vida con el objetivo de alejar a sus hijos del conflicto.

Aún acaricio la idea de que mis anhelos de viaje están ligados a una disposición hereditaria incontrolable, pero también soy consciente de que ese mismo anhelo es un escudo defensor muy agradable que evita cualquier pensamiento agitador de violencia cíclica, dificultades económicas y malestar interno que suelen alentar la movilidad humana. Ningún viajero puede esperar los peculiares incidentes que, seguramente, sucederán en su camino, ni las lecciones que aprenderá y que, con gran ardor, darán forma a esos incidentes. Además, sería ingenuo intentar controlar cuanto ocurre con aquello que dejamos atrás.

No hace mucho, me di cuenta de lo que significa el final de las respectivas historias de mis antepasados. He madurado lo suficiente para aceptar que volver a casa puede suponer no regresar. El lugar de nacimiento de Aram fue arrasado, mientras que el de Puzant se vio marcado por la agitación política y los continuos golpes de estado. En cuanto a mí, Líbano se ha visto sacudido por las crisis económicas y perseguido por los ecos de una explosión que arrasó una cuarta parte de Beirut en agosto de 2020.

Con mi llegada a Barcelona, finalmente ha llegado la hora de desvincularme de la historia de mis ancestros. Compartí con ellos el anhelo de atravesar la cáscara con que nos envuelve el destino. En el fondo, estoy seguro de que compartimos un momento que trasciende el tiempo, cuando decidimos desafiar el destino para resurgir en un lugar diferente. Todos nosotros, de algún modo, dejamos nuestro hogar como exiliados, y todos anhelábamos un pedazo de él que cambió mientras estábamos fuera y al que no pudimos regresar.

Ya han pasado cuatro años desde que llegué a Barcelona. En esta ciudad conocí a la persona que hizo que esos años quedaran atrás en un abrir y cerrar de ojos, a la vez que lograba enriquecerlos con numerosos recuerdos. El rumbo que ha tomado mi vida contempla mi curiosidad como amiga, y no como enemiga. Aunque ya casi me conozco de memoria los callejones del centro histórico, aún me siento exultante cada vez que tropiezo con algún rincón que me recuerda a Beirut. Me levanto cada mañana dispuesto a recibir la caricia del sol y llegar en bicicleta al trabajo mientras respiro la brisa del mar. Celebro cada oportunidad de expandir horizontes e irme por unos días, solo para regresar con alivio y recibir la bienvenida de mi pequeña casa de color naranja, mi hogar.

En mi viaje perpetuo, siento una dicha inexplicable al pensar que he dejado fragmentos de mí mismo a cada paso del camino que he tomado, y espero ansioso el tiempo en que mi pasado y mi futuro puedan fundirse, por fin.