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Co-edition with Estudios de Política Exterior
La transición española y las revueltas árabes
Para evitar la resistencia de sectores inmovilistas, es necesario clarificar la naturaleza del nuevo Estado y acelerar los cambios. Sobre todo no hay que cultivar el olvido del pasado.
Antoni Segura
Tras la guerra civil española (1936-1939), la dictadura controló el país mediante la represión. Solo tras la muerte del dictador, en 1975, empezó la transición, aunque los cambios económicos, sociales y políticos se habían iniciado antes. En los años sesenta, el crecimiento económico consolidó unas clases medias que incrementaron los niveles de consumo y el acceso a la educación. La mecanización de la agricultura y el crecimiento industrial provocaron una fuerte emigración desde el campo hacia las regiones industriales y hacia Europa, que cambió la distribución regional de la población y el porcentaje de población activa agraria (23% en 1970) fue superado por el de la población ocupada en los sectores secundario (38%) y terciario (39%). Los cambios tuvieron consecuencias políticas.
El sistema político y sindical de la Segunda República fue sustituido por uno nuevo que, desde la clandestinidad, aspiraba a homologarse con los países europeos democráticos. El crecimiento económico y la oposición clandestina aproximaban a la sociedad española a sus referentes europeos, mientras el turismo y la emigración ilustraban la distancia que la separaba de ellos. En 1975, amplios sectores de la sociedad se oponían a la dictadura, pero la oposición no tenía fuerza suficiente para derrocar al régimen con un movimiento de masas, como sucedería más tarde en Europa del Este.
La dictadura había perdido apoyo social, incluso en el ejército había pequeños núcleos disidentes, pero no hasta el extremo de poder ser derribada por una revolución. El futuro político pasaba por los herederos más lúcidos de la dictadura y por los sectores más pragmáticos de la oposición. La transición acabó siendo el pacto no escrito entre unos y otros, que supuso la ruptura con el régimen totalitario anterior y propició el Estado de derecho y democrático. La transición se hizo, pues, a partir de la legalidad vigente (aprobación en referéndum del Proyecto de Ley para la reforma política en diciembre de 1976) y sin cuestionar el régimen monárquico heredado del franquismo. La reforma pactada estableció un nuevo marco jurídico que culminó con las elecciones democráticas de junio de 1977 y la aprobación en referéndum, en diciembre de 1978, de una Constitución consensuada entre los diferentes partidos.
El proceso legislativo fue muy rápido para impedir la reacción de los sectores más inmovilistas. Los cambios más esenciales se concentran entre julio de 1976, nombramiento de Adolfo Suárez como presidente del gobierno, y las elecciones de 1977, que ganó el partido del gobierno, la Unión del Centro Democrático. La transición política española se cita, a menudo, como modelo para otros procesos posteriores. Es un referente, pero no un modelo a seguir porque, por principio, ningún proceso de transición es equiparable a otro, pues las circunstancias históricas, las fuerzas políticas y sociales son siempre diferentes. Además, cada país tiene su propia tradición histórica, cultural y política, que adquieren un peso determinante en el proceso de transición.
Diferencias estructurales en los países árabes
Desde Occidente, se tiende a ver a los países árabes como un conjunto homogéneo, percepción reafirmada por la ola de revueltas de 2011, donde se dan algunos elementos comunes: rechazo de los regímenes autoritarios; exigencia de elecciones libres y democráticas; jóvenes preparados, incluso con estudios universitarios, pero sin horizonte de futuro, condenados a la emigración, el paro y la indigencia. El Informe sobre Desarrollo Humano Árabe 2009 evidenció el déficit democrático en estos países y la conculcación de los derechos humanos y el Estado de derecho. Las supuestas reformas nunca “han modificado las estructuras básicas del poder en los Estados árabes, donde el ejecutivo [o el monarca] es aún el poder dominante y no tiene obligación alguna de rendir cuentas”. Además, allí donde no llegan las redes de influencia, el clientelismo o el amaño de elecciones, llega la represión.
El resultado es que “muy pocos árabes creen tener verdadera capacidad para cambiar las condiciones actuales en su país a través de la participación política”. Las revueltas de 2011 han sacudido el statu quo de forma irreversible, ya que han puesto de manifiesto que las nuevas generaciones han perdido el miedo a reclamar un futuro mejor. Unas generaciones surgidas de las cohortes superiores de los que en 2005 tenían menos de 15 años y que representaban el 33,7% de la población. En 2010, la media de edad de la población árabe era de 23,1 años. Tanto el PIB per cápita como la distribución de ingresos muestran profundas desigualdades internas –aunque menores en Egipto, Argelia, Yemen o Jordania, que en Mauritania, Túnez o Marruecos o, por supuesto, Qatar– y entre los distintos países. Así pues, la riqueza y su desigual distribución no son suficientes para explicar porqué en unos países ha habido revueltas y en otros no. Los factores económicos importan pero no determinan.
La población urbana es más elevada que en España en 1975, con la salvedad de Siria y Marruecos que presentan porcentajes similares. Dejando a un lado las economías petroleras, donde los hidrocarburos favorecieron el crecimiento de la población (inmigración), acabaron con el nomadismo y concentraron la población en las ciudades, en la mayoría de los casos, la fuerte emigración del campo a la ciudad explica el crecimiento de las ciudades en las últimas décadas. Solo en Egipto, la población rural supera el 50% y en Mauritania y Yemen llega prácticamente al 60% y 70%.
Diferencias todavía más grandes se dan en el porcentaje de población joven. En contra de lo que se supone, la población menor de 15 años es comparativamente baja –inferior al 30%– en países como Bahréin, Líbano, Túnez, Argelia, o incluso muy baja –menos del 25%– en Emiratos Árabes Unidos (EAU), Qatar y Kuwait. Por el contrario, es más elevada o muy alta –superior al 30% o 35%– en el resto de países y altísima –del 40 o más– en Mauritania y Yemen. En suma, tampoco la urbanización o la juventud de la población explican por sí solas la contestación de las calles árabes. Además, estas variables, así como la esperanza de vida –relativamente alta en la mayoría de países excepto en Yemen y Mauritania–, dependen de la etapa en que se sitúa la transición demográfica, de los niveles de mecanización de la agricultura –o la ausencia de actividades agrícolas–, de desarrollo industrial y de tercerización de la economía.
También las diferencias en el Índice de Desigualdad de Género son notables. Son valores muy altos comparados con los parámetros occidentales (excepciones relativas serían EAU, Kuwait o, incluso, Bahréin, Libia, Túnez), que implican una fuerte o muy fuerte discriminación de género. Así pues, las características económicas, demográficas y de discriminación de género rompen la supuesta homogeneidad de los países árabes, como también lo hace el índice más completo, el del PNUD o de desarrollo humano. En este caso, tampoco las diferencias explican el estallido de las revueltas, ya que han tenido lugar en países de desarrollo muy alto (Bahréin), alto (Libia y Túnez), medio (Egipto y Siria) y bajo (Yemen).
El índice de democracia resume la situación respecto a los derechos humanos, libertad de prensa y lucha contra la corrupción. Según este índice ningún país árabe puede considerarse como un régimen democrático. Todos son autoritarios con la excepción de Líbano, que es híbrido. Los peores niveles, en clara correlación con las revueltas, se dan en Arabia Saudí, Libia, Siria, EAU, Yemen, Túnez, Omán y Egipto. Los indicadores parciales son también negativos e indican una sistemática violación de los derechos humanos y una corrupción generalizada. Por lo que respecta a la libertad de prensa, los países árabes se sitúan en los últimos lugares sobre un total de 174.
Solo Kuwait, Líbano, EAU, y Qatar, que no en vano es la sede de Al Yazira, se encuentran por debajo de la media. Los regímenes utilizan la represión para impedir la libertad de prensa. Las situaciones más extremas se dan en países que han conocido revueltas o manifestaciones importantes. La esperanza de futuro está en los niveles de alfabetización de la población menor de 24 años, bastante o muy elevados, con las excepciones de Argelia, Siria, Egipto, Yemen y Marruecos.
Las revueltas
Las revueltas árabes pretenden acabar con la marginación política y social y con la represión, conquistar las libertades y garantizar los derechos humanos. Para ello se precisa un recambio de élites políticas y del marco jurídico-institucional, que todavía no se ha producido. Los dirigentes del antiguo régimen carecen de legitimidad para llevar a cabo las reformas. Los dirigentes de la oposición oficial, que con su participación electoral legitimaban el sistema, tienen escasa credibilidad.
-Libia y Siria
En Libia, el derrocamiento del régimen de Muamar Gadafi ha permitido la formación de un Consejo Nacional de Transición (CNT), que ha obtenido el reconocimiento internacional. La intervención de la OTAN, solicitada por los rebeldes y amparada en la Resolución 1973 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, ha hecho posible el recambio de élites. ¿Por qué no se ha producido una intervención similar en Siria, donde el régimen de Bashar Al Assad, insensible a las sanciones económicas y ante la indiferencia internacional y la impotencia del Consejo de Seguridad, lleva meses masacrando a la población civil? Dejando a un lado la falsa cuestión del petróleo –Gadafi aseguraba su suministro sin problemas–, puede señalarse diversas causas: el poder militar de Siria es mucho mayor que el de Libia y la oposición no desea la intervención extranjera; Estados Unidos (y la UE) tiene ya demasiados frentes militares abiertos en escenarios lejanos y no siempre de vital importancia geoestratégica para la Casa Blanca; el régimen de Gadafi estaba aislado internacionalmente –incluso la Liga Árabe apoyó la zona de exclusión aérea– y limita con los países donde se iniciaron las revueltas –Túnez y Egipto–, pero Siria cuenta con aliados importantes, como Irán, Hezbolá y Hamás, en una región extremadamente inestable. Además Israel teme las consecuencias de las revueltas árabes y aún más un cambio convulso en Siria.
-Túnez
El 14 de enero Zine el Abidine Ben Ali huía del país y era reemplazado por un gobierno provisional donde Mohamed Ghanuchi, la cara liberal del régimen anterior, permaneció como primer ministro hasta el 27 de febrero. Como en España, apareció la disyuntiva entre “ruptura” total con el régimen anterior o una “reforma” que no excluya a los dirigentes no contaminados por la corrupción o la represión. En abril se creó un Consejo, formado por representantes de partidos políticos –posteriormente se retiraría Ennhada–, sindicatos, asociaciones profesionales, organizaciones de la sociedad civil e independientes, que debe llevar a cabo las reformas necesarias (ley electoral y sobre partidos políticos) para poder celebrar elecciones.
El temor mutuo entre laicos e islamistas, en un país donde es difícil prever los resultados de unos comicios libres, han pospuesto las elecciones hasta octubre. Los dirigentes de Ennahda subrayan su moderación, insisten en la compatibilidad entre islam y democracia y en su apuesta por el pluralismo y la no violencia, pero la desconfianza persiste antes las prisas electorales de los islamistas, sin duda los más organizados. Al mismo tiempo que se legaliza a todos los partidos políticos, se garantizan las libertades individuales y de expresión, se reforman las fuerzas de orden público y se erradica la corrupción, se debe hacer frente a los desafíos económicos: modelo económico y papel del Estado en la economía; mecanismos de transparencia, redistribución y eficacia productiva para favorecer la cohesión social y disminuir el paro y las desigualdades regionales; promover inversiones…
En suma, antes de las elecciones, las fuerzas políticas deben llegar a un acuerdo de mínimos sobre las bases del futuro Estado de derecho y democrático para evitar cualquier tentación involucionista o la imposición de una hegemonía poco representativa de las diversas sensibilidades políticas.
-Egipto
El 11 de febrero dimitía Mubarak, pero Egipto, como Túnez, ha entrado en una fase delicada de su transición. Los gobiernos provisionales están legitimados para organizar elecciones rápidas y en los dos países se han pospuesto. En Egipto, el ejército, espina dorsal del régimen pero menos homogéneo de lo que aparenta, se hizo cargo del poder a través del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas. La transición se desliza así hacia un terreno movedizo. Por una parte, están las exigencias de los manifestantes: acabar con la corrupción, el clientelismo y las desigualdades; derogar la ley de emergencia, vigente desde 1981 (fue derogada excepto para casos de terrorismo y narcotráfico); reformar el sistema judicial para cumplir el principio de separación de poderes; redactar una nueva Constitución que garantice la celebración de elecciones libres; reconocer los derechos individuales y la libertad de expresión.
La cuestión estriba en si primero se celebran las elecciones o se aprueban las enmiendas constitucionales que redacta un opaco comité con presencia de los Hermanos Musulmanes, que dudan entre la sharia y una democracia a la turca. Por otra, el peligro de una transición tutelada por el ejército y algunos de los dirigentes del régimen anterior, que porfían por mantener la alianza entre la cúpula militar y las élites civiles vinculadas a las grandes empresas públicas y privadas.
La hoja de ruta de la cúpula militar parece destinada a ralentizar las reformas con el fin de controlar la transición con el menor perjuicio para sus intereses, lo que podría derivar hacia una persistencia maquillada del régimen militar, la reaparición bajo nuevas formas del Partido Nacional Democrático de Mubarak y un nuevo escenario dominado socialmente por los Hermanos Musulmanes. Son los egipcios los que deben dilucidar cuanto antes su futuro, pero EE UU y la UE deben incentivar las reformas institucionales y del ejército.
-Marruecos
En Marruecos no se ha cuestionado tanto la figura del monarca como sus atribuciones y la necesidad de reformar la Constitución y de una mayor libertad de expresión. El sistema pluripartidista permite la alternancia en el gobierno, pero el rey nombra al primer ministro y a los principales ministros con independencia del Parlamento. Los niveles de corrupción son elevados y afectan al entorno mismo de la corona, cuyas empresas suponen una parte considerable del PIB en un país con notables desigualdades. En marzo, Mohamed VI nombró un Consejo Constitucional para que redactara la reforma.
Es, pues, una nueva Constitución otorgada por el rey y no emanada del Parlamento que es quien encarna la soberanía popular. El texto reduce las prerrogativas reales: el presidente del gobierno surge de la mayoría parlamentaria; el rey pierde su carácter “sagrado” pero es “inviolable”, ostenta el título de Comendador de los Creyentes, se ocupa de los asuntos religiosos, preside el consejo de ministros y controla las fuerzas armadas y la política exterior; se reconoce la libertad de culto aunque el islam es la religión del Estado; se refuerza el papel del Parlamento, que podrá iniciar reformas constitucionales, promulgar amnistías y formar comisiones de investigación; se crea un Consejo Nacional de Seguridad y el amazig pasa a ser lengua oficial junto con el árabe.
El 1 de julio la reforma fue aprobada en referéndum con una mayoría del Sí superior al 90%. Con todo, algunos sectores de la sociedad marroquí consideran insuficientes los cambios para alcanzar una democracia plena.
-Bahréin y Yemen
En Bahréin, base de la Quinta Flota de EE UU, los manifestantes reclamaban reformas democráticas y libertades en un país de mayoría chií controlado por la minoría suní de los Al Jalifa. La protesta fue violentamente reprimida con el apoyo de tropas enviadas por el Consejo de Cooperación del Golfo.
En Yemen, un país donde la población está fuertemente armada y donde el Estado es incapaz de controlar todo el territorio, se mezclan los conflictos tribales, la pulsión secesionista en el Sur y la presencia de Al Qaeda, con las exigencias de libertad y de dimisión de Ali Abdalá Saleh. En junio, un ataque de un grupo tribal rival contra el palacio presidencial hirió a Saleh que se trasladó a un hospital saudí. Desde entonces el país vive en la incertidumbre: Saleh amenaza con volver y las manifestaciones continúan.
Conclusión
La transición española es un referente para otros procesos de transición política, pero las circunstancias y el momento histórico de cada país son distintos. Cada proceso tiene su propia dinámica única –en los países árabes también, lo que, sin negarlo, relativiza el efecto contagio–, de tal manera que los cambios políticos e institucionales deberán adaptarse a las especificidades del momento y el lugar.
En todo caso, deben producirse con una cierta celeridad (cosa que no está sucediendo en Túnez y Egipto), especialmente, la depuración y la reforma de las fuerzas armadas, para evitar las resistencias de los sectores más inmovilistas. También debe clarificarse con prontitud la naturaleza del nuevo Estado y el papel del islam político. Y, sobre todo, no hay que cultivar el olvido del pasado, porque éste nos podría alcanzar de nuevo, y recordar que, en un proceso de transición, el único remedio posible contra los peligros que amenazan las libertades es más democracia.