La revolución silenciosa. Las leyes de la familia, muro infranqueable para la igualdad de género

Maria Dolors Massana

Periodista y escritora, presidenta de Periodistas Sin Fronteras

«Queremos derechos iguales a los de los hombres», éste es el grito de protesta ahogado de millares de musulmanas que en privado, y cuando se les presenta la oportunidad también en público, dan a conocer al mundo. Un grito que se oye cada vez más a menudo y se proclama con más fuerza. Son voces que aparecen en las páginas de periódicos y revistas de forma abierta. Es el caso de la profesora egipcia Nawal El Saadawi y de la argelina Salima Ghezali. Y el de muchas otras mujeres que se han hecho un nombre gracias a su lucha contra tantas injusticias, entre las que la inferioridad de las mujeres frente a los hombres representa una más en sus países. Las demandas de las mujeres se propagan como un reguero de pólvora en lugares muy apartados de los nuestros donde, por desgracia, son escasas y privilegiadas, incluso hoy día, las mujeres que tienen acceso a los estudios universitarios. Sus demandas están en la calle e incluso han llegado recientemente a nuestro país, como en el caso del Congreso Internacional sobre Feminismo Islámico celebrado en Barcelona el 24 de octubre de 2005. Pero no fue un hecho único. Hubo otros foros en Beijing, Estambul, Damasco e incluso en Córdoba en 2002.

En realidad, este movimiento inició su crecimiento en los años noventa, siguiendo la estela del movimiento de las mujeres iraníes que surgió en la antigua república persa, tras una larga década inaugurada con la instauración de la sharia a través de la república teocrática fundada por el imán Jomeini en 1979, ya que la igualdad de género supone para los ayatolás un ataque directo contra el islam y se considera un concepto occidental. Como hemos dicho, a mediados de los años noventa el régimen teocrático comenzó a entender que había fracasado en su intento de controlar a los estudiantes, los artistas, los intelectuales seculares y, por supuesto, las mujeres. Pero la resistencia siguió creciendo, sobre todo a través de los movimientos feministas académicos, pese a que la toma de decisiones estaba fuertemente dividida entre dos alternativas: el feminismo islámico y el feminismo occidental. Según el iraní Shahrzad Mojab, profesor de la Universidad de Toronto (Canadá), algunos partidarios de la primera tendencia la comparan a lo que fue en Occidente la «Teoría de la Liberación». En palabras de Mojab, muchas «activistas académicas y feministas defienden la tesis de que la experiencia de la República Islámica iraní ha demostrado que la teocracia islámica refuerza, en realidad, el sistema patriarcal tradicional».

En pleno siglo XXI no existe explicación para el hecho de que en Irán (con unas contradicciones tan flagrantes como tener diputadas en el Parlamento) o en Arabia Saudí, Nigeria y otros países musulmanes todavía se lapide a las adúlteras como en tiempos de Cristo —mientras sólo se castiga a los hombres por lo mismo con cuatro azotes— y no se castiguen los llamados «delitos de honor» cuando se juzga que la víctima que ha deshonrado a su familia es una mujer. Sin perder de vista estas realidades, el llamado «feminismo islámico» no haría más que justificar la desigualdad de relaciones entre géneros, para limitarnos a decirlo con buenas palabras. Si me centro en el movimiento feminista en Irán es porque en este país existen unas condiciones específicas que hacen que varias generaciones de mujeres hayan conocido un régimen despótico, tiránico y socialmente injusto como el del sha, pero al mismo tiempo secular y oficialmente abierto para la vida de la mujer, que convive con otras mujeres que únicamente han conocido la imposición de la sharia o ley islámica y sus severas restricciones para la mujer respecto a costumbres familiares, tradiciones y derechos sociales. Existía también la misma situación, aunque en menor grado, en Turquía y Túnez gracias a las revoluciones secularizadoras de Kemal Atatürk y Habib Burguiba o en Argelia, donde la guerra de independencia de Francia unió en la lucha contra la nación colonizadora a hombres y mujeres sin distinción de género después de 132 largos años de culturización occidental para las clases altas de la sociedad.

Sin embargo, las huellas dejadas por estos hechos en dichos países no supusieron una pérdida de libertad tan brutal como lo fue para la mujer iraní con la llegada de la revolución de Jomeini. En realidad, quienes se llevaron la peor parte fueron las argelinas, que sufrieron un espectacular retroceso. Primeramente por parte de sus propios camaradas en la lucha, los muyahidines del Frente de Liberación Nacional, que volvieron a encerrarlas en sus casas al instaurar una legislación familiar fuertemente restrictiva. Y últimamente, a partir de 1990, con la oleada de fundamentalismo islámico desatada con la victoria electoral del Frente de Salvación Islámica del jeque Abasi Madani, declarado ilegal después del corrupto y desacreditado gobierno militar argelino. Ésta es la razón de que yo haya mantenido siempre que la próxima revolución feminista vendrá de la mano de estas mujeres iraníes que ya están muy comprometidas con el movimiento intelectual y con organizaciones activistas en lucha por una reinterpretación de la historia del islam con miras a extraer del Corán sus aspectos más igualitarios, casi emancipadores (ya en su tiempo, el siglo VII), frente a la aniquilación de este espíritu por parte de los líderes de ciertas sociedades ancladas en las costumbres y tradiciones más misóginas de la última Edad Media. Estas mujeres, que también conocen a fondo el Corán, reclaman el derecho a pensar de forma independiente y a reinterpretar tanto el ijtihad o tradición como la sharia o ley islámica. La expansión de estos movimientos feministas reformistas en Irán nos lleva a pensar que la revolución de los ayatolás ha conducido, en efecto, a la pujante aparición de la conciencia de su género entre las mujeres del mundo musulmán.

La dicotomía que vive la mujer musulmana en general entre las tradiciones impuestas desde la cuna por madres, tías y abuelas y la modernidad que encuentran en la universidad, la calle, el cine, la televisión, internet, etc., les presenta un difícil obstáculo, sobre todo para las que hacen de la religión la razón de ser de su vida. Las leyes familiares —verdaderos códigos civiles de esas sociedades que rigen la vida de todo buen musulmán desde la cuna a la sepultura— no reflejan realmente aquellos principios del Corán que prometen justicia para mujeres y niños. El libro sagrado, por ejemplo, prohibía el asesinato de las niñas recién nacidas, establecía el derecho de herencia para la madre, hija y viuda —totalmente desprotegida hasta entonces—, aun cuando este derecho le reconoce únicamente la mitad de lo que correspondería al varón, mantiene el derecho del hombre a la poligamia, el matrimonio jul y permite «castigar» a las esposas (no matarlas) en caso de que no se comporten de acuerdo con la tradición. Esos códigos, que adoptan diferentes nombres en cada sitio (ley familiar en Argelia, mudawana en Marruecos, majalla en Túnez), son objeto de discusión en todas las asociaciones de mujeres del Magreb y en otros países de Oriente Medio. En Argelia, que tiene el código de familia más restrictivo de todo el norte de África, la discriminación por género sigue siendo fuerte en relación con el matrimonio y el divorcio, la custodia de los hijos, el deber de «obedecer» al marido por encima de todo y, como en tiempos pasados, al padre y hermanos y, más tarde, al cuñado o al hijo. Lo mismo ocurre en Marruecos, aunque en menor grado desde que Mohamed VI modificó por real decreto la mudawana en aspectos como extender el límite de edad en que las chicas pueden ser casadas por sus familias, eliminar la figura del «tutor», que era necesaria en el compromiso matrimonial, o aligerar las condiciones del divorcio.

Con todo, cuando los casos llegan a los tribunales, chocan con un muro casi infranqueable formado por «jueces varones» que, con su mentalidad retrógrada, hacen un uso totalmente restrictivo de la aplicación de esas nuevas leyes que favorecen ciertos aspectos relacionados con la mujer. El último avance promovido por el gobierno fue la ordenación, en mayo —contraria a las tradiciones más que al islam—, de cincuenta mujeres como mourchidates o predicadoras, que podrán celebrar ceremonias religiosas, pero no dirigir la oración del viernes, día sagrado de los musulmanes. Esto forma parte de la lucha de Mohamed VI, monarca joven más abierto que su padre, Hassan II, en relación con los extremismos islámicos, si bien en general, en nombre del derecho a la diferencia y del respeto a la sharia, los países de fe musulmana siguen manteniendo a la mujer discriminada y sometida al hombre. Dicho esto, es evidente que ni todas las mujeres que visten tejanos y camiseta están liberadas, ni las que se cubren con el hijab o chador están oprimidas. Muchas actúan movidas por un sentimiento de libertad, un símbolo de una identidad a menudo desdeñada (me refiero a las que viven en Occidente) y, en sus países de origen, por unas convicciones personales tan respetables como otras, cualesquiera.

Tal vez a nosotras, mujeres que se consideran emancipadas pero que en realidad no lo están, nos cueste entender que no se puede hacer una interpretación reduccionista de la situación de la mujer musulmana. La aplicación del islam es plural y diferente en cada sitio. Es imposible comparar, por ejemplo, la situación de la mujer en Arabia Saudí, donde ni siquiera tiene derecho a conducir un coche, con la de Pakistán, país rigurosamente musulmán que ha tenido dos veces a una mujer como primer ministro (Benazir Butho). Pese a ello, en ambos países, siguen disfrutando de impunidad en los tribunales los llamados «delitos de honor» contra las mujeres y, lo que es peor, es así porque no se informa nunca de esa clase de delitos, puesto que ocurren en el seno familiar.

La modernidad llama a la puerta

En Marruecos hay más de diez asociaciones de mujeres que luchan por la igualdad entre géneros, ya sean independientes o estén asociadas con determinados partidos políticos. El número es similar en Argelia. Y lo mismo en Túnez, pese a ser el país con la legislación de este tipo más abierta de todos los países árabes. La escritora y periodista argelina Salima Ghezali declara: «El código familiar perjudica a las mujeres y a la sociedad», aunque añade: «La emancipación de las musulmanas debe proceder del islam».

A su vez, Nadia Yassine, portavoz del movimiento islamista marroquí Justicia y Espiritualidad, no se abstiene de afirmar: «La sumisión de la mujer al hombre es un fenómeno universal muy bien camuflado en ciertas culturas y extremo en otras como la mediterránea». Dice también que el islam ha dado derechos tanto a hombres como a mujeres, aunque añade inmediatamente que, por supuesto, «respetando las diferencias». Y entonces surge una pregunta: ¿es posible un islam tolerante y moderno? En palabras de Nawal El Saadawi, la famosa psiquiatra y escritora egipcia: «No, mientras no se retire el velo que cubre la mente de hombres… y mujeres». Para El Saadawi, «las musulmanas necesitan sobre todo tener acceso a la educación y a la información». De hecho, «Despertar las mentes» es el lema de la Asociación de Mujeres Árabes que ella fundó en 1999, declarada ilegal pocos meses después por el presidente del gobierno egipcio, Hosni Mubarak.

¿Islam tolerante o feminismo secular?

¿Es el feminismo islámico una alternativa al feminismo occidental? Verdad es que se trata de un concepto nacido en el mundo occidental, pero también que penetró profundamente en ciertas sociedades donde la emancipación de la mujer no choca con los mencionados principios islámicos, sino más bien con la interpretación sesgada que hacen de ellos los líderes políticos y religiosos de estas sociedades patriarcales, ancladas en tradiciones antiguas y hasta ancestrales, como si el tiempo se hubiera detenido en los arenales del desierto que vieron el nacimiento de Mahoma. En todo el mundo islámico, en Malasia, Pakistán, Indonesia, Nigeria, en todo el Oriente Medio y especialmente en el Magreb, las feministas liberales dirigen cada vez más sus esfuerzos a las asociaciones cívicas. Este movimiento de mujeres tiende a unificar los feminismos «secular» e «islámico». Según Fatima Sadiqi, profesora de la Universidad de Fez y fundadora del Centro de Estudios sobre la Mujer, «el movimiento feminista de Marruecos, que abarca ahora las comunidades secular y religiosa, es un ejemplo del poder del pensamiento social en una comunidad tradicional».

Por desgracia, la violencia contra la mujer tiene ámbito mundial (no hay que olvidar los asesinatos fruto de la violencia doméstica que sufrimos en nuestra propia casa) y guarda relación con una concepción patriarcal que ha ido echando raíces a lo largo de siglos y siglos de interpretaciones à la carte que las tres religiones monoteístas han hecho de los textos sagrados y de la tradición. Por suerte, tanto las feministas islámicas como las seculares intercambian y discuten puntos de vista en todo el mundo a través de esa prodigiosa herramienta que es internet y de una activa prensa regida por mujeres. La separación entre religión y política sigue siendo la manzana de la discordia de las feministas seculares dentro del mundo musulmán. Tal vez una reflexión de la profesora Nadia Naïr, de la Universidad de Abdelmalek Essaadi, de Tánger, explicaría en parte esta dicotomía. En relación con la controversia surgida en Francia sobre la permisividad del velo en las escuelas, manifestó recientemente que el cuerpo de la mujer es visto, a ambos lados del Mediterráneo, como un objeto de deseo: en el Sur se esconde y en el Norte se exhibe sin pudor alguno.

Dice Nadia: «El cuerpo de la mujer es el campo de batalla donde combaten las dos tendencias: una visión tradicionalista o conservadora y una visión moderna. Creo que el lema del movimiento feminista musulmán en Occidente, “Mi cuerpo es mío”, constituye un concepto digno de reflexión para todas las mujeres del mundo». Este mismo espíritu se encuentra arraigado en organizaciones feministas islámicas como Mujeres bajo Legislación Musulmana, con cuartel general en África, Oriente Medio o Asia, Estados Unidos y Europa, que se definen como grupos de solidaridad. La pluralidad de la denominación «bajo Legislación Musulmana» ilustra las diferentes situaciones que viven las mujeres según el país islámico al que pertenecen, como ya he observado al principio.

El hecho de conocer las diferentes interpretaciones que hacen las leyes de su religión debería permitirles acabar con ciertas prácticas presentadas como tradicionales y aceptadas con inexcusable fatalidad. Creo verdaderamente que las intelectuales musulmanas que poseen estudios y, sobre todo, que están integradas en el mundo del trabajo, pueden contribuir a la reinterpretación del Corán y a cambiar las leyes islámicas con el fin de crear sociedades musulmanas modernas donde la igualdad entre géneros no sea ofensiva y se acepte como un derecho humano inalienable.