La mirada sobre el Otro cuenta con una larga tradición en el Mediterráneo. Primero los historiadores y geógrafos grecolatinos; más tarde, los viajeros árabes y, finalmente, los escritores y viajeros románticos europeos, dejaron sus observaciones fantásticas, realistas o morales sobre las tierras que rodean el mar Mediterráneo mucho antes de que el peso del «mediterraneísmo» cayese de forma casi exclusiva sobre las espaldas de la antropología académica. Desde los inicios de la disciplina, a finales del siglo XIX, los mitos y las descripciones del Mediterráneo han sido —y son aún hoy— una fuente de reflexión y de comparación, hasta el punto de convertirse en un espacio clásico en los estudios antropológicos a partir de la segunda mitad del siglo XX.
Resulta difícil describir una cultura sin tener en cuenta la alteridad, dado que los diversos grupos humanos poseen especificidades culturales propias. En la valorización de una cultura se tiende a desarrollar un carácter etnocéntrico, de acuerdo con el concepto clásico de centro-periferia en relación con el sistema o posición dominante. En el interior de una civilización pueden cohabitar varias culturas, pero siempre existirán unas pautas que den una cohesión «civilizadora». Estas pueden consistir en paridades de tipo religioso, jurídico, político o económico.
El Mediterráneo es una cuna comparativa de civilizaciones que, en un radio bastante extenso, han desarrollado nuevos periplos, aportando especialmente su cultura y su recuerdo, en órdenes diversos, muchas veces expresados por elementos estéticos y también por mitos, leyendas y rituales.
De las diversas disciplinas existentes, es posible que sea la antropología social y cultural la que ha intentado liberar el concepto de civilización de cualquier juicio de valor. Los antropólogos no suelen confrontar civilización y cultura desde que Edward B. Taylor, en 1871, convirtiese estos conceptos en sinónimos en su estudio clásico Civilización primitiva: «La palabra cultura o civilización, tomada en su sentido etnográfico más extenso, designa el conjunto complejo que comprende, al mismo tiempo, las ciencias, las creencias, las artes, la moral, las leyes, las costumbres y otras facultades y hábitos adquiridos por el hombre en estado social».
Las sociedades antiguas de Grecia y Roma, los mitos clásicos y bíblicos han sido fuente de estudio y de conocimiento para los pioneros de la antropología. A mediados del siglo XIX, el Mediterráneo se convierte en un laboratorio que, gracias a sus ejemplos de larga duración, permite a juristas como Bachofen y Maine —apasionados del derecho comparado y grandes conocedores de la filología clásica— desarrollar sus teorías evolucionistas de organización social. El filósofo finés Edward Westermarck, por su parte, que en The Origin and Development of the Moral Ideas (1906-1908) fomenta una ciencia de las ideas morales, rompe con el subjetivismo e intenta definir un espacio cultural común por medio de analogías culturales. Aspecto este que será criticado por el sociólogo francés E. Durkheim, precursor del funcionalismo, que encontraba estas analogías demasiado naturalistas. Durkheim desarrollará la teoría de las sociedades segmentarias, mientras que el británico J. G. Frazer profundizará, sin moverse de su gabinete, en temas de la mitología comparada a partir de múltiples textos. Paralelamente a los fundamentos de la antropología, se irán construyendo, especialmente en las universidades anglosajonas, conceptos como parentesco, organización social, mito, magia y religión.
La expansión de la etnografía y la antropología social entre 1950 y 1990 enriqueció el conocimiento sobre aspectos hasta entonces desconocidos del cambio cultural, la difusión de los elementos culturales, su distribución geográfica y ecológica, así como la «apropiación» y la «aculturación». Para la antropología, la cultura es el proceso y resultado de la transformación que las actividades humanas operan sobre la naturaleza, desde el trabajo y la técnica hasta las artes y las ideologías. Sin olvidar la importancia de los valores aglutinantes del grupo, así como las relaciones concretas entre sus miembros y un elemento físico determinado: su medio natural o artificial. En el campo comunicativo, Edmund Leach (1978) señala asimismo que «si queremos comprender las normas éticas de una sociedad debemos estudiar la estética». Porque si, en sus orígenes, los detalles de las costumbres pueden ser accidentes históricos, para los individuos vivos de una sociedad estos detalles nunca pueden ser irrelevantes, forman parte del sistema total de comunicación interpersonal dentro del grupo.
Después de la Segunda Guerra Mundial aparecerá una pléyade de «mediterraneístas» —término utilizado en el sentido peyorativo, al igual que «orientalista»— que siguen la metodología del trabajo de campo y buscan sus objetos de estudio en zonas de montaña, en pequeñas poblaciones campesinas ibéricas, italianas y griegas o en el interior tribal del Magreb o de Oriente Próximo, intentando encontrar un cierto exotismo en sociedades, al fin y al cabo, no tan distintas de las suyas.
Esta área diversa y compleja ha sido considerada a menudo como un «exótico próximo», especialmente desde las universidades anglosajonas, y se ha convertido en un escenario privilegiado para debatir los grandes temas que preocupaban a los investigadores; por ejemplo, las diversas corrientes civilizadoras: políticas, religiosas, étnicas, cosmopolitas —unas veces compartidas, otras rechazadas—, así como una serie de resistencias prontamente enraizadas en un clima y en una geografía suave y, al mismo tiempo, abrupta. Todos estos aspectos y muchos otros han contribuido a modelar este espacio, el cual, a pesar de la diversidad y el individualismo, presenta un cierto «aire de familia», como señalaba, entre otros, Julian Pitt-Rivers.
Con la aparición de las primeras síntesis regionales (Davis, 1977) que jalonan las investigaciones del período fundador de los estudios antropológicos mediterráneos, se manifestarán los grandes temas y las representaciones más recurrentes del ethos mediterráneo (linaje, patronazgo, venganza, honor, etc.). La tendencia intentará demostrar la primacía relativa de la unidad sobre la diversidad, aunque este aspecto haya sido después fuertemente contestado. Entre los primeros trabajos de carácter compartido, encontramos los ensayos reunidos por Pitt-Rivers y John George Peristiany entre los años sesenta y setenta, que intentan dar un contenido a esa noción de sociedad mediterránea poniendo en evidencia, más allá de la diversidad real de las sociedades y culturas, la existencia de formas de organización social emparentadas y con valores compartidos. Contrariamente a estos, nos encontramos con los trabajos del antropólogo británico Ernest Gellner (1981), donde presenta las oposiciones «en espejo» entre el cristianismo de la Europa del sur y el islam de África del norte. Esta misma idea de refracción se encuentra también presente en los estudios de Eric Wolf o de la francesa Germaine Tillion. Sin embargo, las sacudidas culturales, económicas, políticas y sociales tras la independencia de los estados magrebíes han modificado el carácter de las investigaciones en África del norte mucho más allá de los aspectos indicados, relativizando de nuevo las diferencias.
A pesar de que, tal como manifiesta Davis (2000), los trabajos de distintos antropólogos anglosajones han redundado en una mejor comprensión de los países del Magreb, incluso para tener en cuenta sus políticas estatales, gran parte de los estudios impulsados desde los estados coloniales, así como algunos de los llevados a cabo por los antropólogos «académicos», han sido fuertemente contestados en los años ochenta por antropólogos autóctonos, pues aportan una visión a menudo occidentalocéntrica. Esa actitud continúa vigente actualmente con la globalización de la economía y la búsqueda identitaria de los países del sur y el este mediterráneos, que, a su vez, suelen intuir en las aproximaciones europeas un nuevo colonialismo en sentido único e instrumental.
Si bien es cierto que una parte de la antropología se desarrolló de la mano del colonialismo, no es esta una disciplina a la que puedan atribuírsele, sin más, las barbaridades coloniales: la doctrina política o la economía, por ejemplo, tuvieron mucho más peso que la propia antropología, la cual, por lo menos, aportó un importante corpus que hoy sirve para conocer elementos de otras culturas que ninguna otra disciplina habría aportado. En cualquier caso, la antropología también ha contribuido a plantear reivindicaciones en un plano de igualdad por parte de las culturas sometidas o periféricas. No estamos hablando solamente de colonialismo; podemos aplicar la misma idea al Estado-nación homogeneizador: «civilizador». Es cierto que si bien las zonas del sur europeo (España, Portugal, Italia, Grecia o los Balcanes), escogidas también como objeto de estudio, podían huir de las connotaciones colonialistas de las que se acusaba a los antropólogos anglosajones, tampoco se libraban en aquel momento de ser consideradas, a priori, como «primitivas».
Pitt-Rivers (2000) explica, de forma directa y no carente de un fino humor británico, el ambiente y la trayectoria que impulsaron aquellos pioneros estudios mediterráneos. Por otro lado, manifiesta cómo, para huir de la trampa que en aquella época —aunque también hoy en día— representaba la idea del nacionalismo moderno, ya en 1959, insistía en la necesidad de estudiar el Mediterráneo a nivel de comunidad local y evitar, de este modo, los estereotipos nacionales. Pensemos que, en aquel momento, se vivía en el Magreb el fin del colonialismo y la emergencia de los nuevos estados nacionales, y en España y Portugal, sin ir más lejos, las dictaduras franquista y salazarista. Precisamente como conocedor de la diversidad mediterránea, en la cual se pueden encontrar fuertes contrastes, Pitt-Rivers señala que ni él ni Peristiany concibieron nunca su trayectoria antropológica como un área cultural.
De manera bastante crítica, hace tres décadas, Michael Herzfeld (1987) reconocía que las imágenes del Mediterráneo eran, en la vertiente antropológica, la quintaesencia romántica para los turistas ingleses y americanos: comunidades supuestamente primitivas con un código de honor estereotipado y unas sociedades hospitalarias, distintas del mundo industrializado. El antropólogo portugués Joao de Pina-Cabral (1989), por su parte, afirmaba que las tesis de determinados autores «mediterraneístas», como las del norteamericano David Gilmore, en relación con la idea de que el norte y el sur mediterráneos compartían un medio ambiente similar, cuadraban particularmente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando los etnógrafos podían encontrar similitudes físicas y tecnológicas entre los pueblos rurales subdesarrollados italianos, griegos o españoles y los del sur del Mediterráneo, lo cual, por otra parte, ya no era tan evidente en los años ochenta.
No obstante, los cambios económicos, políticos y sociales que se observan tanto en el Magreb, tras la experiencia de los nuevos estados nacionales, como en el imparable proceso de periurbanización del paisaje mediterráneo, contribuyen a una nueva homogeneidad de la periferia urbana y emergen, desde los años setenta del pasado siglo, nuevas industrias y áreas residenciales que acogen los flujos de inmigrantes de las áreas rurales. Actualmente, más del ochenta por ciento de la población del Mediterráneo vive en ciudades de más de cien mil habitantes. El litoral mediterráneo sufre la presión de la urbanización, las infraestructuras y los cultivos, que transforman su morfología. Con la popularización del automóvil se da, además, en las últimas décadas, un proceso de ampliación de esa periferia urbana. Sin duda, el estilo de vida urbano vuelve a poner de manifiesto las típicas características climáticas y alimentarias que nos acercan a un cierto ethos mediterráneo en Casablanca, Valencia, Nápoles, Túnez o Agadir.
Todo ello invita a plantearse nuevas síntesis y visiones sobre la antropología del Mediterráneo. No se trata en ningún caso de buscar o encontrar lo más exótico, sino de que, dentro de la diversidad, incluso los temas más clásicos sean vistos en evolución: honor, género, sociedades segmentarias. No cabe duda, sin embargo, de que a lo largo de las dos últimas décadas los estudios sobre este mar interior se han dirigido también hacia nuevos objetos y temáticas: las migraciones internacionales; el turismo; los distintos conflictos de Oriente Medio; los Balcanes; la aparición de nuevos estados y la disolución de otros tras la caída de los estados comunistas; los estudios de género —con una visión más matizada que la del feminismo de los años setenta—; los estudios sobre lo religioso, donde toman mayor fuerza los rituales y los elementos que lo constituyen; el deporte como fenómeno social; la alimentación y la comensalía; la mutación de los valores; los estilos de vida —percibidos de forma más compleja, si cabe—; así como las posibilidades que ofrecen los países mediterráneos para poder abordar de manera novedosa conceptos de antropología política, replanteando aquellos que fueron abordados por los antropólogos «coloniales» y añadiendo los aspectos cualitativos simbólicos que difícilmente transmite la política.
Hoy en día, sin duda, los antropólogos siguen las corrientes de una nueva antropología, abandonan las etnografías de comunidad generalistas y manifiestan un mayor énfasis por las problemáticas, sin perder de vista las etnografías locales, al mismo tiempo que se concede voz a los actores. La mayoría de estos profesionales se sienten más libres para aproximarse a los temas de manera interdisciplinar y, muchas veces, incluso, no les importa manifestar que se sienten implicados en aquello y con aquellos que estudian, produciendo trabajos que son al mismo tiempo emic y etic, es decir, que reflejan tanto el punto de vista de los propios actores como el del investigador.
El Mediterráneo se ve revisitado, reformulado, muchas veces por los antropólogos autóctonos, quienes, como ya comentaba hace una veintena de años John Davis (2000), tienen la ventaja de conocer ampliamente la lengua, haber vivido en la zona durante décadas, estar familiarizados con la historia y hallarse involucrados en los temas que estudian. De este modo, señala Davis que estos antropólogos «juegan en campo propio y ganan», planteando sus estudios desde una óptica crítica y abierta que redefine en términos nuevos las clásicas discusiones sobre tradición y modernidad, sobre unidad y diversidad. Más que nunca, el Mediterráneo se consolida hoy en día como un espacio en movimiento.
Si, por un lado, y hablando del auge de las antropologías autóctonas, Davis (2000) considera que este hecho contribuye a un mejor conocimiento de la región, por otro teme también que, lejos de llevarse a cabo una antropología comparada, los departamentos de antropología que han ido abriéndose y han de abrirse todavía —pensemos que en el Mediterráneo sur, donde, a pesar de la existencia de buenos profesionales, no se reconoce esta disciplina como área de conocimiento oficial— hagan que estos antropólogos se vean obligados a construir culturas locales dentro de universidades locales, perdiendo el impulso comparativo, necesario para el avance de la disciplina. Esta reflexión es útil, como también lo es la extensión del conocimiento local, ya que creemos que pensar la propia cultura y la cultura del Otro desde un punto de vista que introduzca visiones comparativas y perspectivas diversas no solo es positivo, sino totalmente necesario para abrir nuevos aires interpretativos; sin embargo, también podríamos preguntarnos si la visión desde universidades como la de Oxford no dejaban de constituir, también, un mirada local. En esa tesitura, como manifiestan Dionigi Albera y Mohamed Tozy (2005), podríamos concebir el Mediterráneo como un «escenario» donde los antropólogos de diversas tradiciones culturales y científicas tienen la posibilidad de explorar una nueva forma de identidad colectiva sin rechazar necesariamente las herencias e ignorar las interdependencias, pero siendo más exigentes y tolerantes con las propias miradas.
Quaderns de la Mediterrània, en su vocación de dar a conocer las culturas mediterráneas, recoge desde sus inicios diversas participaciones de jóvenes y no tan jóvenes antropólogos/as. Estos estudios se han desarrollado a partir del trabajo de campo en países mediterráneos, o basándose en el conocimiento milenario de sus culturas; son, todos ellos, reflexiones interdisciplinarias que nos acercan a ese espacio que se desenvuelve entre la unidad y la diversidad.
Bibliografía
Albera, D. and M. Tozy (eds.), Introduction. La Méditerranée des anthropologues, Paris, Mesonneuve & Larose, 2005.
Davis, J., People of the Mediterranean. An Essay in Comparative Social Anthropology, London, Routledge, 1977.
Davis, J., “Prólogo”, in M. À. Roque (ed.), Nueva antropología de las sociedades mediterráneas, Barcelona, Icaria Editorial, 2000.
Gellner, E., Muslim Society, Cambridge, Cambridge University Press, 1981.
Herzfeld, M., Anthropology through the LookingGlass. Critical Ethnography in the Margins of Europe, Cambridge, Cambridge University Press, 1987.
Pitt-Rivers, J., “Las culturas del Mediterráneo” in M. À. Roque (ed.), Nueva antropología de las sociedades mediterráneas, Barcelona, Icaria Editorial, 2000.
Roque, M. À., Antropología mediterránea: prácticas compartidas, Barcelona, Icaria Editorial, 2005.