La memoria femenina de los años de plomo

Rajaa Berrada

Fathi Université Hassan II, Casablanca

De la década de 1960 a la de 1980, Marruecos vivió un período en el que el régimen autoritario del rey Hassan II practicó la tortura contra todos los opositores. Ha recibido la denominación de “años de plomo”. Durante dicho periodo, las mujeres fueron víctimas de atroces torturas que supusieron la pérdida de su condición de ciudadanas libres, la confiscación de su identidad femenina y su detención. Una de esas mujeres, Fatna El Bouih, ha escrito el relato de su cautiverio, el primer testimonio ofrecido por una presa política de los años de plomo. El título de dicho relato, Une femme nommée Rachid (Una mujer llamada Rachid), pone de relieve la primera violencia ejercida contra ella, la despersonalización, ya que la despojaron de su nombre y, por lo tanto, de su identidad. Más allá de ofrecer un testimonio solidario, el hecho de escribir este relato es saludable en la medida en que teje el hilo de la memoria que nos permite recordar la actividad militante de unas mujeres y hombres que, mediante la escritura, cumplieron con el deber de mantener viva la memoria histórica y emanciparse políticamente de los años de plomo, en los que se institucionalizó la violencia represiva como único diálogo con los disidentes.


Contexto político y definiciones de la reclusión

El Marruecos de los “años de plomo”

La expresión “los años de plomo” designa una tragedia basada en tres elementos fundamentales: un determinado eje espacio-temporal, una acción política y unos personajes: los verdugos y las víctimas.

Los personajes-víctimas son militantes de la izquierda marroquí que actuaban en las ciudades marroquíes, sobre todo en la Universidad de Rabat, distribuyendo panfletos, organizando huelgas estudiantiles, ocupándose de la distribución de revistas comprometidas, como Souffles, infiltrándose en los sindicatos, influyendo en las manifestaciones culturales…

En el Marruecos de esa época se cometían graves violaciones de los derechos humanos por parte de un régimen que, pese a una fachada “multipartidista”, aplicaba una política sistemática de violenta represión contra cualquier oposición, con su corolario de feroz arbitrariedad y brutalidad, que se traducía en detenciones arbitrarias, torturas sistemáticas, desapariciones, secuestros de miembros de las familias… Ese período de tortura practicada por un régimen autoritario contra todos los opositores del rey Hassan II duró más de veinte años (aproximadamente de 1960 a 1980), con hitos históricos como la represión de la Unión Socialista de Fuerzas Populares en 1963 (el caso Ben Barka), los hechos de Casablanca de 1965, dos golpes de estado en 1971 y 1972, los procesos de marxistas-leninistas en 1973-1977, los disturbios de Casablanca en 1981, o la revuelta de Marrakech en 1984. Si este período ha quedado impreso en la memoria con unos puntos de referencia espaciales, también ha grabado en ella nombres que despiertan horror y tristeza, como Tazmamart, Derby Moulay Cherif, Dar el Mokry, Kalaat Mdgouna y el complejo El Korbes. El tiempo y el lugar fueron las dos unidades de esta tragedia, en la que la acción consistía en procesos amañados que imponían penas por conspiraciones imaginarias, así como horribles castigos contra quienes habían decidido convertirse en aliados del pueblo y defensores de la libertad y la democracia; en resumen, idealistas pertenecientes al movimiento marxista-leninista. Esos años de plomo se basaron en un doble mecanismo: el ilegalismo y sus normas.             .

El concepto de ilegalismo empezó a imponerse en 1975 gracias a Michel Foucault y su libro Vigilar y castigar: “La penalización sería entonces una forma de gestionar los ilegalismos, trazar unos límites de tolerancia, dar campo libre a unos, presionar a otros, de excluir a una parte, dar alguna utilidad a otra, neutralizar a estos, aprovecharse de aquellos…”

La reclusión

El relato de la reclusión designa, para nosotros, una obra escrita que puede adoptar formas de expresión distintas pero que reflejan –todas ellas– una experiencia del confinamiento que pretende controlar a los sujetos según un principio de localización “obligada” y de adscripción a un lugar. Dicha asignación se convierte en un espacio-tiempo definido, pero no definitivo, en suspenso, situado entre la movilidad y la coerción, donde se toma al sujeto como rehén. La reclusión forma parte de una forma de violencia directa que apunta al sujeto, limitando su movilidad física. Obliga al cuerpo a perder la libertad y, por lo tanto, obliga al sujeto a pensar con sumisión. En ese sentido, el confinamiento y la prisión se caracterizan por una doble estigmatización: el dominio del cuerpo y la separación del cuerpo social. ¿Qué decir, entonces, de la reclusión de las mujeres, cuyo cuerpo, según las representaciones patriarcales, no podía transgredir la ley ni participar en los movimientos de protesta y denuncia de un régimen político custodiado por hombres?

El cuerpo dominado

La reclusión se consuma, en primer lugar, en el terreno material: cuerpo dominado y torturado por los agentes de la autoridad y adscrito a un espacio reducido, abyecto y vigilado. El cautiverio marca el cuerpo. La reclusión que emana de la ley penal debe grabarse y encarnarse en/dentro del cuerpo. Este dominio del cuerpo –ese cuerpo que es la superficie sobre la que se graba lo social traducido a ley: reglas, códigos, normas y saberes que dejan huellas indelebles en la carne (esposas, ojos vendados, boca amordazada, aislamiento en la celda)– traduce el juego del poder que se ejerce a través de las instituciones.

El cuerpo marcado

Las distintas técnicas y procedimientos para marcar el cuerpo en la cárcel (por ejemplo, el confinamiento marca el cuerpo de la mujer presa, pero ya antes del ingreso en prisión también lo marcan la toma de huellas digitales, los registros, la obligación de desnudarse, etc.) comportan la pérdida de la condición de ciudadano o ciudadana libre y de la identidad, y engendran humillación y percepciones erróneas de la mujer frente al Otro y frente a sí misma. A partir de entonces, se ve a sí misma como una paria y ya no como una mujer. Estos mecanismos se utilizan para diseñar la “tecnología política del cuerpo”, que produce docilidad, obediencia y sumisión. Tras el control del cuerpo llega la represión psicológica, en la que el silencio y el aislamiento censuran la palabra y alteran el relato.

Debido a las palabras que profirió (como militante de izquierdas), Fatna El Bouih es condenada al silencio y al control de cualquier expresión verbal. Entonces, gracias a escribir en secreto un diario, el cuerpo encarcelado sobrevive y resiste. El hecho de escribir ese relato, día a día, impide a la prisionera morir en y por culpa de la cárcel. Las mujeres se sirven de varias estrategias para recuperar su identidad: tatuajes, huelgas de hambre, maquillaje, etc. A través del arte (el dibujo, la pintura, el punto…) o la escritura, las reclusas expresan a menudo el vínculo que perciben entre la opresión y el cuerpo. Así, a través de esas diferentes formas de expresión, la autora intenta que nos demos cuenta de que existe una doble visión del cuerpo de las mujeres: visto como peligro y peligroso, y visto como victimizado y agresor. Ese cuerpo de las mujeres ha amenazado el orden establecido, establecido por los hombres.

La mujer encarcelada escribe para entablar una relación con el Otro, con el cuerpo social. Pero no está sola en la cárcel; habla y da testimonio de la presencia de otras seis compañeras. En efecto, seis mujeres más formaban parte de esa expedición al corazón del infierno carcelario, dos de las cuales compartían la misma celda que ella. Así pues, durante los años de la represión, la tortura también se conjugó en femenino. Las presas tenían como carceleros a unos hombres que redoblaban la ferocidad de su comportamiento ante la resistencia y ​​determinación que ellas ofrecían. Un velo de pudor y silencio cubrió el dolor de esas marroquíes que se entregaron en cuerpo y alma a la acción y que tuvieron que sufrir maltratos de género: “La sobreabundancia repentina de la menstruación mientras las interrogaban brutalmente. La violación o el continuo acoso sexual al que se veían sometidas las reclusas. O esa mujer violada que intentaba desesperadamente ocultar su embarazo y que acabó dando a luz ante los ojos de su verdugo y probable violador…”, explica Fatna El Bouih en una entrevista concedida a Tel Quel, número 1166.

El cuerpo recluido/excluido

Tras la reclusión secreta, la escisión del cuerpo social se materializa a través de un arsenal de mecanismos administrativos radicados en la prisión, la cual marca la brecha radical construida en torno a la separación del bien y el mal. Así, esas mujeres se encontraron no solo aisladas del mundo, sino también separadas de sus compañeros de lucha, que habían borrado la brecha entre el mundo de las mujeres y el de los hombres. El espacio carcelario se revela como un reflejo de la realidad social, ya que se halla sometido también a las mismas distribuciones geográficas en función del género. Solo la tortura acerca a unos y otras por encima de las brechas, pero con unas amenazas específicas.

“Hombres y mujeres éramos iguales ante la tortura. Sufríamos los mismos maltratos, la misma degradación, con el añadido de las amenazas de violación”, recuerda Fatna El Bouih. De todos modos, hay que insistir en que el número de mujeres encarceladas por delito de opinión era inferior al de hombres. Lo que nos llama la atención y nos lleva a hacernos algunas preguntas acerca de este fenómeno. ¿Este hecho expresa una realidad social que aleja a las mujeres de la política y les recomienda sumisión y renuncia? ¿O es que las mujeres reciben la consideración de ciudadanas aparte que no pueden tener credibilidad en el campo político, reservado a los hombres?

Género/reclusión/violencia

La literatura carcelaria floreció a partir de la década de 1980 tras la liberación de los presos políticos. Pero esos relatos, escritos en árabe y francés, esos poemas, esas novelas y, más tarde, el arte –como el cine, que ha dejado constancia de los años de cárcel– abrieron el camino para reconstruir la memoria, recuperando la experiencia de los presos y la de sus compañeros. Estas obras sobre la vida en la cárcel culminaron con la liberación definitiva de los sobrevivientes de Tazmamart3.

¿La represión ejercida por el cautiverio es igual para los hombres que para las mujeres? En otras palabras, ¿la violencia del Estado hizo distinciones entre hombres y mujeres? Y si es así, ¿cómo? ¿La violencia puede ser distinta para cada sexo? ¿Esa violencia la han vivido de un modo especial las mujeres a corto y largo plazo? ¿Los efectos de este tipo de violencia en la vida de las mujeres tienen unas especificidades manifiestas? ¿Cómo ha tratado la sociedad a las mujeres víctimas de la violencia política? ¿Las ha apoyado, castigado, reconocido o rechazado? A todas estas preguntas ha intentado dar respuesta el relato de Fatna El Bouih con el testimonio de su propia experiencia.

La obra de Fatna El Bouih, Una mujer llamada Rachid, es la traducción de la narración escrita en árabe titulada Relato de las tinieblas. Es el primer testimonio de una presa política durante los años de plomo. Ya de entrada, el título destaca la primera violencia ejercida contra ella y otras reclusas, consistente en la despersonalización. Los policías dieron a las detenidas nombres de hombres para humillarlas y despojarlas de su memoria femenina, marcada por sus nombres de mujer. Así, para Fatna El Bouih, Rachid se convertirá en su cárcel, puesto que excluye su especificidad femenina. Esta despersonalización se agrava por el hecho de tener que llevar un número de identificación. Rachid número 45 será su identidad carcelaria, que durará siete años, de 1970 a 1977.

El relato estuvo precedido por una serie de artículos sobre “la tortura en femenino”, en los que la autora explicaba la violencia sufrida durante los “años de plomo”. En una entrevista concedida a la Gazette de Marruecos el 16 de mayo de 2015, afirma que su intención es mantener viva la memoria. Dice: “Lo que más me fastidia de este período es que al final poca gente sabe que entre «nuestros» presos políticos también había mujeres. Algunos se acuerdan de Saida Menbhi, muerta en prisión en noviembre de 1978, cuando hacia una huelga de hambre que reveló al mundo entero un nuevo fenómeno: la aparición de mujeres jóvenes en la escena política árabe, considerada hasta entonces exclusivamente masculina.” Una mujer llamada Rachid –relato personal, relato memorialístico– detalla los lugares donde se practicaba la tortura: comisarías, sobre todo Derb Moulay Cherif (7 meses), y cárceles, como las de Casablanca, Mequínez, El Alou, Rabat y Kenitra.

Cuerpo-memoria de la violencia

La identidad individual

Antes de la condena y la cárcel, la estancia durante siete meses en un centro de tortura, Derb Moulay Cherif, representó la negación más violenta de su identidad de mujer. Negación, tortura física y psicológica que se le grabaron en la memoria. El relato que las narra en orden cronológico no es más que una “excursión” por la historia de ese período sombrío del país a través de la experiencia vivida por la autora y sus compañeras de cárcel. Este relato, guiado por el yo de la narradora-autora, asume a menudo el nosotras colectivo de las mujeres que compartieron la opresión.

La prisión, que “debilita a los débiles”, “desequilibra a los desequilibrados” y deconstruye a los seres, la emprende primero con el cuerpo. Sus verdugos la llaman Rachid, negándole así simbólicamente su sexo con el fin de debilitarla y desestabilizarla. Por otra parte, el hecho de no reconocer el cuerpo de las mujeres encarceladas entrañó una serie de prohibiciones: prohibido adquirir compresas durante la menstruación, ducharse, llevar ropa de mujer. Las presas tenían la obligación de llevar uniformes de color beis demasiado pequeños o demasiado grandes. Todo estaba pensado para responder a una estrategia de humillación y pérdida de la identidad.

Se supone que el cuerpo es el espacio de lo íntimo y personal, que constituye el punto en el que se articulan el individuo y el grupo, la naturaleza y la cultura, el deber y la libertad. Todo esto se ve cuestionado por el travestismo impuesto por los verdugos, que las obliga a convertirse en hombres.

En las sociedades conservadoras, se considera que el cuerpo de la mujer es más delicado, frágil, pasivo, hormonal, etc. que el del hombre. Se recurre a argumentos biológicos y científicos para justificar la dominación sufrida por las mujeres desde los primeros días de su educación. Esas ideas sobre el cuerpo, muy generalizadas, legitimaron de algún modo a unos poderes que, al servicio de objetivos políticos y simbólicos, incitaron a los verdugos a “trabajar” interrogando y torturando a mujeres, sin respetar su espacio privado.

La identidad personal

Torturado, encerrado, humillado, en algunos casos violado o amenazado de violación, cacheado por los guardias hasta en los órganos más íntimos, el cuerpo de la mujer encarcelada se convierte no solo en objeto de dolor y sufrimiento, sino que también se transforma en el receptáculo de todos los rechazos y negaciones. La negación empieza por la confiscación de su identidad. Tradicionalmente, la dimensión social de nuestra identidad se deriva de un sentimiento de pertenencia a grupos sociales más o menos numerosos, a los que nuestra genealogía nos ha adscrito objetivamente. Los grupos de pertenencia son variables cultural e históricamente: clanes, tribus, clases sociales, naciones, regiones, ciudades, barrios, pueblos, comunidades religiosas, comunidades étnicas… El sentimiento de pertenencia suele ser multidimensional: grupo social, grupo religioso, grupo sexual, grupo étnico, grupo profesional…

En este relato de Fatna El Bouih, la primera negación consiste en romper con el grupo sexual: Fatna se verá reducida a un número y se llamará Rachid. Todas las presas políticas también llevarán nombres masculinos. Por lo tanto, los torturadores provocarán dudas sobre la identidad sexual. ¿Qué pasa cuando la identificación con la imagen corporal se desmorona precisamente en relación con el sexo del sujeto? ¿Qué pasa cuando el espejo se vuelve borroso?

En el caso de la reclusión, la melancolía, la depresión y la esquizofrenia participan en algunas configuraciones de lo informe. Ahora bien, las “manifestaciones clínicas de lo informe” tienen un halo mórbido, ya que participan en el deterioro corporal e inducen a la desintegración. Es evidente que, si el cuerpo puede construirse/reconstruirse, también puede desmoronarse. En ese sentido, vemos que las transformaciones físicas provocan auténtico espanto, ya que se percibe que la unidad del cuerpo ha mermado, se ha desmoronado incluso y se dirige aceleradamente a la desintegración. Esta situación puede llevar a la reclusa a identificarse con un muerto viviente y a convertirse en un ser inanimado.

Además, cuando el espejo se desintegra precisamente en el punto donde se refleja el sexo, el sexo será lo que se percibirá como inanimado o informe. Corresponderá entonces a las teorías infantiles formular esa experiencia y, de ese modo, tratar de instaurar una nueva forma de permanencia en el sujeto, de tal manera que sentir que se es un cuerpo no sea una experiencia que nos confronte únicamente a la muerte, sino que signifique más bien un reconocimiento de lo vivo.

Como bien sabe la psicopatología, esta propensión a la negación es psíquicamente devastadora. No solo prohíbe los reajustes identitarios que serían necesarios para una adaptación viable de las prisioneras a la realidad de su nuevo contexto carcelario, sino que también afecta, a veces gravemente, a la conexión con lo real, y más directa y profundamente aún, a la conexión consigo mismo. Ello puede llegar a “patologizar” a veces gravemente a la prisionera, que cae en la depresión, la “sinistrosis” y la esquizofrenia.

La identidad social

El relato carcelario de Fatna El Bouih, que narra los sufrimientos y humillaciones de hombres y mujeres durante los años de plomo, hace hincapié en la participación de estas últimas en los distintos movimientos políticos, una participación invisible para la sociedad. La reclusión aisló tanto física como socialmente a esas mujeres militantes. El silencio envolvió la acción de las presas ya antes de su cautiverio; su confinamiento y la violencia de la que fueron víctimas nunca han sido reconocidas por el Estado ni por la sociedad.

Si la identidad personal se ve socavada, la identidad social, que garantiza el vínculo con la sociedad, entrará en crisis. Dejar atrás la familia, las asociaciones vecinales, asociaciones de ámbito más amplio –como las de estudiantes o los partidos políticos– lleva a un cuestionamiento total de sí mismo y del otro. Es una ruptura que, tanto si se vive inicialmente como un compromiso o como una maldición, deja huella. Solo que ese acto de ruptura es tan difícil de asumir que inmediatamente es objeto de una serie de reelaboraciones. De inmediato “se procesa” psíquicamente para ser a veces asumido y a veces negado. La ruptura o la crisis de la identidad social abocan a una serie de decepciones, que se viven de una manera brutal, ya que sobrevienen muy deprisa e independientemente de cualquier decisión individual o grupal. Esas decepciones contribuyen en gran medida a alimentar la propensión a reescribir la propia historia, es decir, a reconstruirse para no asumir en solitario una responsabilidad que se ha vuelto demasiado pesada.

Esa ruptura tan difícil de sobrellevar, esas decepciones abrumadoras que tan deprisa destruyen las vidas anteriormente soñadas… todo ello desencadenará en numerosas reclusas una crisis identitaria, desgarradora o aguda.

El Estado patriarcal y la violencia

Esas mujeres que se atrevieron a soñar con un mundo mejor en el que imperaran la justicia social, la democracia y la igualdad, se vieron castigadas por un Estado patriarcal por haberse atrevido a transgredir doblemente el orden establecido: como militantes, pero también como mujeres. El discurso vehiculado por la sociedad y aprovechado por el Estado para justificar leyes discriminatorias –un discurso que considera que las mujeres son seres débiles que necesitan la tutela y protección de su padre, marido, hermano, hijo u otro miembro masculino de la familia– queda en suspenso cuando entra en juego la violencia política del Estado. En efecto, como muy bien ha expresado Fatna El Bouih, los hombres y las mujeres eran iguales ante la tortura y ante la violencia del Estado.

Al mismo tiempo, el Estado se sirvió de la violencia política para engatusar y domesticar a las militantes que se atrevieron a transgredir y desafiar el orden establecido. En otras palabras, como esas mujeres politizadas se atrevieron a comportarse “como hombres” al incorporarse a movimientos de izquierdas y dejar de comportarse como seres sumisos y dóciles (y, por lo tanto, como “mujeres”, según el concepto patriarcal), el Estado utilizó la violencia para debilitarlas, domesticarlas y devolverles su condición de “mujeres”. En consecuencia, los cuerpos de las reclusas fueron objeto de todo tipo de torturas: palizas, bofetadas, patadas en cualquier parte del cuerpo, sin excepción; asfixia con un trapo empapado de agua sucia o un producto químico; inmersión de la cabeza en agua, a menudo sucia, hasta el ahogo; electrocución y electrochoque en todo el cuerpo, incluidas las partes íntimas; lo que en árabe dialectal se llama tiyara, consistente en colgar a alguien de los pies; insultos, humillaciones y amenazas de muerte.

Esas mujeres lo vieron, oyeron y soportaron todo. No se “beneficiaron” de las protecciones del llamado “sexo débil” que el Estado patriarcal promete en su discurso y que solo reserva para las mujeres que considera oportunas. Algunas mujeres fueron torturadas ante sus hijos, y estos fueron, a su vez, torturados ante ellas. Algunas mujeres (presas) nos han contado historias terribles sobre cómo se sirvieron de sus hijos para torturarlas. Algunas mujeres (presas) nos han contado, por ejemplo, que cuando las arrestaron, las transportaban en helicóptero junto con sus hijos, y que sus verdugos las amenazaban con arrojar a sus hijos del helicóptero si no accedían a colaborar y darles información sobre sus padres, maridos, hermanos, tíos, etc.

La violación y el miedo a la violación eran, por lo tanto, parte integrante de la política de terror practicada sistemáticamente por el Estado. “Hombres y mujeres éramos iguales ante la tortura. Sufrimos los mismos maltratos, la misma degradación, con el añadido de las amenazas de violación”, recuerda Fatna El Bouih.

El relato carcelario y la construcción de la memoria

El primer objetivo de este relato carcelario femenino es luchar contra los múltiples estereotipos imperantes. El primero es el del papel de las mujeres en los distintos relatos históricos o en los testimonios escritos por reclusos. Tras la liberación de los presos políticos, se publicaron muchas obras que explicaban los años de plomo, pero sin hablar de las mujeres (compañeras). Esos relatos contaban la vida de los compañeros, pero nada decían de las compañeras. Está claro que, para ellos, las mujeres presas tenían que salir en el relato general, el testimonio asexuado. La autora lo confirma en una entrevista concedida a Narjiss Rerhaye y publicada por Matin el 6 de agosto de 2004.

“Al principio era un diario de prisión donde yo anotaba todo lo que les pasaba a las presas. Fue al día siguiente del traslado a la cárcel. Por supuesto, también anoté todo lo que habíamos sufrido como presas políticas. Pero decidí, a posteriori, publicar mi testimonio en un país en el que jurídicamente solo los hombres pueden ser testigos. Me di cuenta de que la historia escrita de este país es una historia de hombres. El testimonio se conjugaba en masculino, y la prisión por motivos políticos también. Como yo había vivido la participación de las mujeres en política, sabía que esa historia no era cierta. La mayoría de nosotras optamos por ese combate y cambiamos el concepto de la ocupación del espacio político por parte del sexo femenino. Fuimos protagonistas y dimos prueba de gran valor en los momentos más difíciles. Me quedé asombrada ante esa actuación, que aplaudo; mujeres jóvenes enfrentadas a la tortura, el miedo y todo tipo de humillaciones. Éramos siete chicas jóvenes que nos mantuvimos firmes hasta el final.

Dar testimonio o expresarse para conjurar la autoridad de un régimen. Una expresión que encarne el mal sufrido. Antes de nuestra generación, otras mujeres participaron en el combate y en el proceso de independencia, pero fueron ignoradas.”

Para Fatna El Bouih, escribir este relato autobiográfico es una declaración pública. Durante el cautiverio, durante el aislamiento del cuerpo social, escribir un diario es en sí mismo una lucha por la vida y por la supervivencia en el ámbito íntimo y social. En efecto, en la cárcel el sujeto está anulado, despojado de su libertad de pensamiento. El sistema penitenciario quiere transformar su condición de sujeto en la de objeto: objeto de tortura y humillación, y objeto replegado en sus necesidades primarias. Empezar a escribir un diario implica un cambio radical y permite al sujeto expresarse. Aunque, en un principio, el sujeto no tiene ni idea de qué va a elegir como tema del relato, empieza a hablar y, poco a poco, al pulir la precisión de sus palabras, comenzará a situarse: hablar es precisamente situarse. Los pasajes del diario se convierten en una grafía en la que se transcribe la estructuración del sujeto, la subjetivación.

El estereotipo del relato se desmonta con la referencia a Las mil y una noches en las primeras páginas. Las mil y una noches es una historia de noche, una historia de amor y una historia de seducción. Fatna El Bouih le dará otro significado. La referencia mítica se verá absorbida por el miedo y el terror. Ahora bien, el miedo y el terror dan a la historia una resonancia trágica.

La elección del título de la narración, Una mujer llamada Rachid, hace hincapié en la confiscación de la identidad femenina. En efecto, dicha confiscación nace de un estereotipo que se desprende de la imagen que los hombres tienen de sí mismos y su virilidad. En consecuencia, la percepción de la mujer opuesta al régimen autoritario de la época y militante activa sobre el terreno solo se puede considerar como una usurpación de la virilidad consagrada por la ley.

El cuarto estereotipo reside en la imagen de la mujer política. El Estado, junto con sus instancias jurídicas y punitivas, no albergaba duda alguna acerca de las mujeres en general. De la presentación de esta obra hecha por Fatima Zryouil, cabe destacar las siguientes palabras: “¿Por qué un torturador no puede ni imaginarse que a una mujer se la puede detener por sus ideas? ¿Nos lo tendremos que explicar por la mentalidad dominante, masoquista y misógina? ¿O hay otros factores ocultos, como el temor suscitado por la resistencia de las mujeres en el ámbito político? Intentan sofocarla por todos los medios posibles.”

El quinto estereotipo está ligado a la publicación de lo escrito. En efecto, contar los años de plomo es una manera de contribuir a que el público se entere de lo sucedido y condenar la desinformación que rodeaba la prisión por delitos políticos en general y la de las mujeres en particular. Contarlos también equivale a condenar la tortura; reivindicar su abolición y luchar para acabar con ella.

Conclusión

La lectura de este relato carcelario lleva al lector a interrogarse sobre los objetivos explícitos e implícitos de las historias escritas en la cárcel por las mujeres en esta etapa política de Marruecos. En primer lugar, escribir durante el cautiverio representa una resistencia al aislamiento, una reconstrucción de uno mismo y del mundo que le rodea, porque en realidad de lo que se trata es de salvaguardar los vínculos sociales. Además, el derecho a la palabra es un acto saludable que facilita la resiliencia, la cual, según las explicaciones de Boris Cyrulnik, designa la capacidad de rehacer la propia vida y realizarse tras superar un choque traumático grave, de sobrevivir a grandes pruebas y salir de ellas fortificado pese a una importante destrucción interna, en parte irreversible, sufrida con motivo de la crisis. En nuestra opinión, ofrecer un testimonio público favorece el compromiso, lo promueve y desafía al sistema, que incluso cuando practica la violencia sigue virilizando sistemáticamente el relato carcelario.

Así pues, el derecho a escribir a lo largo del cautiverio se vive como un acto de resistencia; y a la decisión de publicar lo escrito tras la estancia en prisión se suma el deber de mantener viva la memoria. Es un gesto colectivo, no personal, con el que la autora se afirma como portavoz de las mujeres encarceladas y asume el deber de hablar y cuestionar el violento sistema penitenciario en general y la segregación discriminatoria del sistema penitenciario de las mujeres en particular.

Más allá del testimonio solidario, el hecho de escribir este relato es saludable en la medida en que teje el hilo de la memoria que nos permite recordar la actividad militante de unas mujeres y hombres que, mediante la escritura, cumplieron con el deber de mantener viva la memoria histórica y emanciparse políticamente de los años de plomo, en los que se institucionalizó la violencia represiva como único diálogo con los disidentes.