Aunque una mujer nazca en un país desarrollado, en el seno de una familia respetuosa que la eduque para llegar a ser lo que se proponga, es seguro que, desde pequeña, se educará en una socialización diferencial. Esta consiste en educar de forma distinta a los niños y las niñas, de modo que los primeros reciben mensajes que los impulsan a arriesgarse, ser valientes y asumir puestos de liderazgo, mientras que la educación de las niñas se enfoca en los cuidados, la reproducción y el ámbito de lo privado. Una vez que es consciente de ello, la mujer puede luchar por salir de su zona de confort y asumir un liderazgo que no tiene por qué responder a los estereotipos masculinos autoritarios, sino que puede estar basado en valores como los cuidados, la solidaridad y el apoyo a otras mujeres. De ese modo, poco a poco, cada vez habrá más referentes de liderazgo femenino que inspirarán a las nuevas generaciones del Mediterráneo.
Desde que era muy pequeña y vi por primera vez en la televisión las noticias sobre las desigualdades abismales que existen entre países, clases y géneros, y el terrible impacto que nuestra forma de vida actual está causando en nuestro planeta, supe que no podía ignorar estos problemas. Quería dedicar mi vida a hacer un cambio positivo, a luchar por la justicia social y por la protección de nuestro medio ambiente. Pero yo solo era una niña, ¿qué podía hacer? En esa época aún no había referentes como Malala o Greta Thunberg, así que era muy difícil imaginar que alguien escucharía a una niña como yo.
Decidí formarme en algo que me permitiera contribuir a este cambio positivo a través de mi profesión. Pronto me di cuenta de que ningún país de forma unilateral puede resolver estos grandes problemas. El mundo está dominado por intereses privados y rivalidades, no somos capaces de ver que vamos todos en el mismo barco, y si no cooperamos por unos objetivos comunes, difícilmente podremos mantenerlo a flote. Por eso estudié Ciencias Políticas y Cooperación Internacional al Desarrollo. Yo sabía que el modelo de desarrollo actual no tenía sentido. Explotar los recursos naturales como si fueran ilimitados mientras contaminamos nuestro aire, nuestras tierras, mares y ríos con toneladas de microplásticos y químicos tóxicos no solo está destruyendo nuestros ecosistemas y creando una crisis climática y de biodiversidad (estamos ante una sexta extinción masiva), sino que, además, nos está costando nuestra propia salud y calidad de vida.
Por todo ello, no es de extrañar que me sintiera como en casa cuando empecé a trabajar en Med- Waves (antiguo SCP/RAC), el Centro Regional de Actividades para el Consumo y la Producción Sostenibles del PNUE/Plan de Acción por el Mediterráneo. Trabajamos con los países mediterráneos para promover el cambio hacia patrones de consumo y producción sostenibles, respondiendo así al mandato de la Convención de Barcelona para proteger el medio marino y la región costera del Mediterráneo. Al fin y al cabo, como dice el dicho, «más vale prevenir que curar». Y es que mucho más efectivo que limpiar toda la contaminación que creamos continuamente y va a parar al mar, sería dejar de generarla en primer lugar. Esto parece una utopía, pero está cada vez más cerca de ser una realidad gracias a conceptos como el de la economía circular, en la que se eliminan los residuos y la contaminación desde el diseño, se mantienen los productos y materiales en uso el máximo tiempo posible y se regeneran los ecosistemas naturales (por ejemplo, devolviendo los nutrientes de la materia orgánica a la naturaleza a través del compost). La transición ecológica en el Mediterráneo, además de aplicar la economía circular, ha de basarse en energías renovables y tener en cuenta la justicia social. De esta forma, abordaremos al mismo tiempo la triple crisis ambiental que estamos viviendo (de cambio climático, pérdida de biodiversidad y de contaminación) y las crisis sociales y económicas, cuyo impacto sufren sobre todo las mujeres y los jóvenes.
Mi trabajo dentro del Centro, concretamente, es cómo técnica de proyectos en el área de Políticas, donde ayudamos a los responsables políticos de la región mediterránea de todos los niveles (del local al nacional) a estimular entornos que favorezcan la implantación de economías verdes, circulares, sin residuos, bajas en carbono y no tóxicas.
También estoy orgullosa de formar parte del grupo de trabajo de género del Centro, que tiene por objetivo analizar todas las actividades y procesos actuales en el Centro y diseñar una estrategia para asegurar que todas nuestras acciones y procesos contribuyan a reducir las desigualdades de género en el Mediterráneo. Pese a que hace menos de un año que se ha formado y aún estamos en los inicios de esta misión, me reconforta ver que cada vez más organizaciones como la nuestra están tomando en cuenta este aspecto de la igualdad de género de forma transversal en sus programas, y no se queda simplemente en discursos bonitos o en alguna actividad puntual para mujeres.
Basta con echar un vistazo a los datos en la región mediterránea para darse cuenta de que el problema de la desigualdad entre géneros tiene consecuencias muy negativas, y afecta a todos los países en mayor o menor medida. Por ejemplo, las tasas de mujeres que participan en la actividad laboral (pagada, debería matizar) en la región del sur del Mediterráneo todavía se encuentran entre las más bajas del mundo, por debajo del 33% (SOED, 2020). Según el Banco Mundial, alcanzar la igualdad de género para la generación actual de mujeres en edad de trabajar en la región MENA (Oriente Medio y Norte de África) podría agregar hasta 3,1 billones de dólares (USD) a la riqueza regional. Pero los beneficios no serían solo económicos: las mujeres son parte de la solución a los problemas ambientales y sociales. La región no puede lograr una transición exitosa hacia una economía verde y circular sin la participación activa de la mitad de su población. Las mujeres trabajadoras, emprendedoras e investigadoras contribuyen a la innovación y la prosperidad económica. Su participación es crucial en el desarrollo de una economía sostenible e inclusiva en la región.
Desafortunadamente, las mujeres continúan enfrentándose a una multitud de barreras que les impiden desarrollar todo su potencial. Tal vez en los países del sur del Mediterráneo las barreras culturales y sociales tienen más peso y son más evidentes que en los países del norte, pero incluso en estos últimos existen barreras importantes para que las mujeres lleguen a puestos de liderazgo, como brechas en la contratación y las promociones internas, y una brecha salarial de género persistente.
Y es aquí donde llegamos al título de este artículo. Como ya hay unos cuantos informes con datos sobre la desigualdad de género, he considerado que en lugar de limitarme a hablar de en términos generales, tal vez sería útil compartir mi experiencia personal como mujer trabajando por la transición ecológica en el Mediterráneo. Por supuesto, la situación de cada mujer es diferente, así que seguramente muchas mujeres nunca habrán experimentado nada de lo que voy a explicar. Sin embargo, sí creo que puede ser una experiencia compartida por algunas de nosotras, y si este artículo puede ayudar a otras mujeres a identificar esta barrera e intentar ir superándola cada vez que surja, ya me consideraré satisfecha.
Cuando pienso en las barreras que he encontrado para llegar a cumplir mi objetivo de trabajar en algo que me apasiona, en este caso en la transición ecológica, creo que lo he tenido relativamente fácil comparado con otras mujeres. He tenido la suerte de crecer en una sociedad y una familia que apoyaba la igualdad de género y me animaba a estudiar y llegar a ser lo que yo quisiera, lo cual, de entrada, no es evidente para muchas mujeres. También es cierto que se trataba de una familia más bien humilde y no siempre tenían los recursos para apoyarme ni los «contactos» que tienen otras familias, pero de nuevo he tenido la suerte de nacer en un país rico y miembro de la Unión Europea que cuenta con un amplio programa de becas y ayudas, así que me bastó con sacar buenas notas y estar siempre a la búsqueda de estos programas para poder ir accediendo a oportunidades de estudio y programas de prácticas. Por último, otro factor que debo agradecer es tener un marido feminista, que insiste en repartir las tareas del hogar a partes iguales y me anima a desarrollar todo mi potencial cada vez que tiene ocasión. Ahora bien, esta vez no daré todo el mérito a la suerte, ya que mi criterio ha jugado un papel importante en este factor. Para mí era muy importante elegir, ante todo, una pareja que me respetara y me apoyara, y creo sinceramente que esta es una de las mejores decisiones que una mujer puede tomar para tener una buena calidad de vida.
Si esas son todas las barreras a las que no me he tenido que enfrentar como mujer, entonces ¿cuál ha sido mi mayor barrera? Esta es la primera pregunta que me hice al escuchar el título de esta publicación, y la respuesta que me vino a la mente me sorprendió: sí, me he tenido que enfrentar a algunas actitudes sexistas a lo largo de mi vida… Pero, a menudo, mi mayor barrera he sido yo misma. Y sospecho que esto ha sido por mi socialización como mujer.
He crecido en una sociedad en la que se educa a los chicos para ser valientes y tomar riesgos, se potencia en ellos el éxito y la producción, se les inculca el liderazgo desde pequeños. Mientras tanto, la socialización de las chicas se sigue enfocando mayormente a los cuidados y la reproducción; se les inculca el servicio a los demás, el ser discretas, encargarse del ámbito de lo privado. Esto está empezando a cambiar, pero se puede observar aún en la mayoría de películas y series que consumimos, en los juguetes que se venden y en las actitudes que muchos padres reproducen sin darse cuenta al tratar de forma diferente a sus hijos e hijas. Además, se bombardea constantemente a las mujeres con estándares inalcanzables de belleza y perfección que no se exigen a los hombres. A esto se le llama «socialización diferencial» y, por desgracia, es un factor primordial contra la igualdad de género.
El resultado es que muchas mujeres desarrollan una falta de confianza en sí mismas, y por más que obtengan muy buenos resultados en el ámbito académico, no tienen interés o no se ven capaces de ocupar puestos de liderazgo, como hacen sus homólogos masculinos.
Aprovecho para matizar que no pretendo juzgar a las mujeres que no tienen interés en desarrollar su carrera profesional. Cualquier objetivo que nos permita sentirnos felices y satisfechas con nuestra vida es válido. Solo quiero invitar a reflexionar en torno a la pregunta siguiente: las veces que has rechazado oportunidades, ¿ha sido porque realmente no te interesaban o porque una voz te decía que tú no podrías hacerlo, que no ibas a estar a la altura?
Desafortunadamente, ese ha sido mi caso. Mientras veía cómo a la mayoría de mis compañeros hombres les encantaba hablar en público y no dudaban en intervenir en todas las reuniones, yo nunca me he sentido cómoda en el ámbito público. Siempre he preferido pasar desapercibida y evitar ser el centro de atención. De forma que, si por mí fuera, me pasaría la vida sin salir de mi zona de confort, redactando informes detrás de un ordenador. Por supuesto, esto se debe en parte a mi personalidad introvertida, y hay muchos hombres que se sentirán de la misma forma, al igual que hay muchas mujeres que no tienen ningún tipo de problema en ser el centro de atención. Pero sí que he observado que muchas mujeres caen en estos estereotipos de género sin darse cuenta, colocándose siempre en segunda fila para dejar sitio a sus compañeros masculinos en la primera fila de una reunión o una foto de grupo, por ejemplo.
Tampoco digo que esto sea algo malo necesariamente. Creo que esta humildad y este sentido del sacrificio desinteresado que se inculca a las mujeres son nociones positivas que, si se inculcaran por igual en mujeres y hombres, habrían llevado a una mejor gobernanza, e incluso evitado más de una guerra. Pero lo que me preocupa es que, si se educa así solo a una parte de la población —la femenina, en este caso—, esta dinámica se acaba convirtiendo en un estereotipo de género que lleva a la desigualdad, de forma que las mujeres suelen acabar en puestos de asistencia y muy difícilmente llegan a puestos de liderazgo con un mayor poder de decisión y autonomía.
Otro grave problema derivado de esta socialización diferenciada es el «síndrome del impostor», que aparece cuando experimentamos una falta de autoestima que nos lleva a dudar constantemente de nuestra capacidades. Este afecta tanto a mujeres como hombres, pero los estudios apuntan a que se da mucho más en las primeras. Así, estudios como el de la Universidad de Cornell de 2018 establecen que «los hombres sobrestiman sus capacidades y su rendimiento, mientras que las mujeres los subestiman».
En mi caso, puedo decir que a menudo he sido mi peor enemiga, cuestionando constantemente cada decisión, diciéndome que no valgo para cierto puesto, así que mejor no postular, que no voy a poder hacer cierta tarea tan bien como haría falta, de modo que la pospongo día tras día hasta que pierdo la oportunidad de hacerla.
Tan solo cuando he empezado a leer sobre el tema, y a ver que no es algo que me pasa solo a mí, sino a muchas mujeres, cuando he podido identificar estos pensamientos negativos para hacerles frente. Me di cuenta de que esta actitud limitante no me permitiría desarrollarme profesionalmente y cumplir, así, mi objetivo de contribuir a la sociedad con un impacto positivo. Por ello, intenté salir de mi zona de confort, por ejemplo, ofreciéndome para hablar en público en eventos, por mucho pánico que me diera.
También me ha ayudado mucho contar con mujeres en puestos de liderazgo que han actuado como referentes y me han demostrado que el concepto de «liderazgo» no tiene por qué obedecer al estereotipo de modelo masculino autoritario, sino que las mujeres tenemos muchísimo que aportar siendo nosotras mismas y apoyándonos unas a otras. Pienso en Ayshanie Medagangoda-Labé, ahora representante del PNUD en Nepal, y en Magali Outters, líder del equipo de Políticas en MedWaves, y no podría estarles más agradecida. Desde aquí, animo a las mujeres que se encuentren en la misma situación que yo y no encuentren referentes así en su trabajo, a que no duden en contactar con otras mujeres que las inspiren, aunque sea en otros ámbitos.
Para concluir, me gustaría aclarar que vencer esta barrera no está siendo un proceso fácil, de hecho, es algo a lo que me sigo enfrentando cada día. Cuando me invitaron a escribir este artículo, sin ir más lejos, lo primero que hice fue proponer a otra persona para que lo hiciera en mi lugar. Pero gracias a la insistencia del Instituto Europeo del Mediterráneo, y considerando que mi experiencia personal puede servir a otras mujeres, he conseguido, una vez más, ignorar esa voz que me dice que no podré hacerlo. Espero que cada vez más mujeres aprendan a identificar esa voz como el resultado de la socialización que nos han impuesto, que consigan desarrollar su pleno potencial y, sobre todo, que espero que todas nos aseguremos de que no se la inculcamos a las siguientes generaciones de mujeres. Estoy segura de que eso supondrá una gran contribución a una región mediterránea más próspera, saludable e inclusiva.