¿Cómo podemos encontrar el equilibrio entre crítica y empatía cuando analizamos sociedades distantes de la nuestra? Es evidente que la percepción del otro viene determinada por nuestros propios valores, y en ese sentido el autor considera paternalistas aquellas posturas que, a fin de evitar etiquetas racistas, tratan de mostrarse dóciles ante los ideales y la cultura de los pueblos no europeos. Para él, eso les impide distinguir entre el bien y el mal. La realidad es, pues, subjetiva por definición, y dependemos de la opinión y la experiencia personal del periodista.
En términos generales, lo que la gente lee en la prensa y ve en la televisión forma parte en gran medida de su educación. Mis ideas nacen de mis treinta y cinco años de experiencia informando sobre asuntos del Mediterráneo occidental para el Financial Times y la BBC, trabajando como consultor para empresas occidentales y organizando seminarios sobre la región. También deben mucho a mi interés personal desde hace largo tiempo en la historia, el cual, a comienzos de la década de 1970, me llevó a escribir una tesis sobre los primeros años del dominio colonial francés en Argelia. Los recientes trastornos políticos acaecidos en Europa oriental, Oriente Próximo y Argelia me han alentado a cuestionar, más que nunca, toda una serie de ideas preconcebidas.
La imagen del otro se halla profundamente arraigada en toda cultura. Ello se refleja en las diversas lenguas que hablamos; por ejemplo, la expresión española «no hay moros en la costa» (es decir, «no hay peligro») no es sino una de tantas expresiones coloquiales cuyo origen y contenido se hallan profundamente arraigados en la historia. Los estereotipos y clichés tan apreciados por los medios de comunicación constituyen una expresión popular de la imagen del otro que forma parte de nuestra educación. Los medios occidentales frecuentemente recurren a ellos, y lo mismo hacen los medios de los países de la ribera sur del Mediterráneo.
Puede definirse el periodismo como la producción de conocimiento general, la asimilación rápida de datos e ideas. El adjetivo rápido es la clave para comprender qué es lo que se espera de un periodista. Éste no tiene tiempo para ser un experto en el sentido académico. Su cualificación esencial es la de producir el número de palabras correcto (en la jerga televisiva, el «metraje» correcto) en el momento preciso. Su habilidad para decir algunas cosas de forma inteligible y amena constituye otra cualificación esencial. Sólo se le puede juzgar, pues, por la relación entre la realidad «objetiva» y lo que él o ella escribe. La aparición de Internet y de los blogs ha venido a añadir un nuevo elemento a lo que ya era un tema complejo.
La realidad es subjetiva por definición, un compuesto de cientos de experiencias individuales, ninguna de las cuales podrá compartir el lector o el espectador por muy perfecta que sea la transmisión. A partir de ahí –podríamos muy bien preguntarnos–, dado que no es posible transmitir la realidad de una forma precisa, ¿para qué molestarse? Si lo que se espera de ti es una buena historia, que así sea. En cualquier caso, ¿qué es la verdad? Bueno, pues la verdad es tu propia experiencia, tu propia opinión, transmitida de la forma más inteligente posible. El lector no tiene derecho a esperar que te conviertas en otro.
Mis raíces familiares residen en el cristianismo, el islam y el judaísmo; mis raíces culturales, también en las tres, pero configuradas por una educación francesa e inglesa. Todos estos factores conforman mi visión del Mediterráneo. No soy creyente, pero respeto las ideas religiosas. Sin embargo, dudé a la hora de dar a los movimientos islámicos radicales –cuya importancia percibí a finales de la década de 1970 gracias a un informe en profundidad sobre el surgimiento de una red fundamentalista en la Túnez rural– la relevancia que merecían debido a que muchas personas a las que respetaba tildaban mi opinión de disparatada. A comienzos de la década de 1980 traté de convencer al que entonces era mi jefe para tomar lecciones de árabe (yo había aprendido a escribir el árabe de adolescente). Mi petición fue rechazada sobre la base de que un periodista que cubría la información de países árabes no tenía por qué hablar su lengua; y en lo que se refería al norte de África, bastaba con el francés. Jamás he compartido, pues, el punto de vista que relegaba arbitrariamente a millones de otros seres humanos a una categoría artificial, la de «Oriente», en la que se considera que las leyes ordinarias de la naturaleza humana se ven reemplazadas por otras leyes especiales de carácter oriental, muchas de ellas encarnadas en una entidad misteriosa y amenazadora llamada islam. Siempre me ha sorprendido el número de «expertos» que se creen con derecho a comentar las sociedades del norte de África y Oriente Próximo sin hablar ni una palabra de árabe, y no digamos de bereber.
Los estereotipos pierden muy pronto su contenido cuando uno habla con las personas normales y corrientes. Las aspiraciones de la gente del norte de África y, en sentido más amplio, del mundo árabe no son distintas de las de otros lugares. El sentido común y el juicio político perspicaz –y no sólo sobre los asuntos nacionales– se encuentran en las fábricas y en los campos no menos que en las oficinas de muchos altos funcionarios. Este hecho, sin embargo, corre el peligro de no calar en la opinión pública occidental, ya que los clichés sobre terrorismo e islam podrían alentar una mentalidad que interprete el mundo en términos de un choque de civilizaciones.
Si nos abstenemos de analizar las sociedades musulmanas a la luz de nuestros propios valores, en realidad no estamos mostrando respeto, sino condescendencia. Y aún diría más: resulta angustioso ver el modo en que algunos progresistas occidentales evitan decir cualquier cosa que pueda ser tildada de «racista». Esto les ha hecho incapaces de distinguir entre lo correcto y lo incorrecto, y les ha reducido a actitudes sumamente condescendientes para con los pueblos no europeos y sus culturas, a los que se dan todas las excusas posibles de una forma tal que en la práctica los degrada e infantiliza.
Los trabajos académicos han sido siempre una inspiración para mí, pero en los últimos años me ha intrigado por qué los académicos desprecian tanto a los periodistas por dar prioridad a la rapidez por encima de la precisión, por su tendencia al sensacionalismo, la trivialización y la excesiva simplificación. Se acusa a los periodistas de hacer generalizaciones burdas, aunque llamativas, de jugársela y hacer juicios rápidos, y de implicarse en el drama de los acontecimientos. De hecho, en ocasiones los académicos incluso parecen estar celosos del tamaño de la audiencia a la que llegan los periodistas. Personalmente no lamento nada de todo eso. No lamento jugármela, aunque me equivoque. No lamento dejarme atrapar por el drama de los acontecimientos. Es poco probable que nadie que no se haya visto atrapado de ese modo pueda entender esa extraordinaria maraña de contradicciones y profundas pasiones que llamamos Argelia; y otros observadores han experimentado experiencias parecidas con respecto a Líbano, Irak y Palestina. Debo decir que me dejan mudo de asombro las libertades que se toman algunos académicos cuando ellos mismos se rebajan a hacer de periodistas. Mis peores temores se han visto confirmados al observar a esos mismos académicos –cuya explicación del sistema de gobierno argelino a lo largo de dos décadas se ha visto fatalmente desmentida por los acontecimientos recientes– continuar presentando su versión de la Verdad. Marruecos ofrece también algunas lecciones interesantes. ¿Cuántas veces se ha desdeñado su monarquía afirmando que estaba a punto de caer? Otros argumentan asimismo que la monarquía habrá de conducir por fuerza a la democracia, aunque personalmente yo soy escéptico en ese sentido.
Me parece bien que se culpe a los periodistas de dar una imagen simplista y alarmista del islam; pero ¿no es esa acaso la misma información que emana de los académicos, quienes deberían saber más? Una visión condescendiente del islam podría muy bien, si no se controla, convertirse en un choque de civilizaciones. Tales teorías resultan tanto más peligrosas cuanto que la hostilidad hacia el mundo musulmán se está reavivando por los conflictos violentos que sacuden a los países del Mediterráneo y de Oriente Próximo. Las secuelas de esos conflictos afectan a la vida de millones de musulmanes que viven en Europa, muchos de los cuales proceden del Magreb. El terrorismo se ha convertido en un mantra que impide a numerosos europeos pensar lúcidamente. Muchos líderes políticos y barones mediáticos de Francia, Reino Unido, España, Italia y Estados Unidos son responsables de dar un enfoque sensacionalista a las cosas en lugar de explicarlas. Y sus colegas del sur tampoco han sido de gran ayuda.
No cabe duda, sin embargo, de que las lealtades nacionales y confesionales se hallan mucho más estrechamente relacionadas, por no decir enmarañadas, en África del Norte y Oriente Próximo que en la mayoría de los países occidentales, y de que nos equivocamos al suponer que los países musulmanes seguirán fielmente los pasos de Occidente en una supuesta ruta lineal de «modernización». Las cosas son mucho más complejas.
La ideología de todos los movimientos progresistas de la Europa medieval y moderna, incluyendo la que creó la América angloparlante, se expresaba en términos religiosos. Pero de lo que no hay duda es de que hoy en día el islam está más cerca de un sistema total que afecta a todas las formas de humanidad de lo que lo han estado el cristianismo y el judaísmo durante muchos siglos. El Occidente ilustrado puede decidir si tiene o no religión, si acepta o rechaza su herencia religiosa. El islam no comprende ni otorga esa posibilidad más de lo que lo hacía el cristianismo en los días en que, también él, condenaba a muerte a los herejes, ateos y blasfemos. La tradición occidental de escepticismo tiene su propio valor esencial, que es el de examinar y, si es necesario, atacar todos los valores existentes. Una vez hecha esta generalización, permítaseme que me apresure a matizarla. Las maneras generales, aunque no las políticas, de la moderna Túnez probablemente están más cerca de las de la Europa meridional que de las de Arabia Saudí. Muchos palestinos comparten los mismos valores que los israelíes, mientras que otros países como Marruecos son el resultado de una compleja e idiosincrásica mezcla que desafía cualquier intento de clasificación simplista.
Para el mundo musulmán, y más especialmente para la región árabe dentro de él, la historia moderna ha sido cruel. Ha debilitado sobremanera, cuando no ha destruido, los mitos políticos que durante siglos sustentaron a sus élites y a sus gentes. Por muy populares que esas ideas puedan ser hoy, dudo mucho de que la explicación a los problemas que afronta el mundo árabe ofrecida por los partidarios del islam fundamentalista resista la prueba del tiempo mejor que la ideología del panarabismo, tan popular en las décadas de 1950 y 1960, o la teoría, tan en boga tras el aumento de los precios del petróleo en 1973, según la cual los estados árabes tenían intereses comunes que trascendían los vínculos que cada uno de ellos deseara establecer con sus vecinos, ya fueran árabes o europeos.
En el lapso de una generación se han derrumbado tres mitos políticos. Primero, el de la inevitabilidad de la unificación del mundo árabe. Lo que ocurrió en Alemania e Italia en el siglo xix no se ha repetido en el mundo árabe, aunque muchos esperaban que así fuera. Egipto lo intentó y fracasó, y lo mismo le ocurrió a Saddam Hussein. Probablemente también el credo fundamentalista fracasará en este aspecto.
El segundo mito que hoy yace en ruinas es el del carácter «artificial» de las fronteras árabes. En este caso, lo que el futuro depare a Irak revestirá especial relevancia para otros países de la región.
Un tercer mito derruido es el de los «intereses comunes» que unen a los países árabes. Los trabajadores emigrantes –sean palestinos, yemeníes, tunecinos o egipcios– que han trabajado en Arabia Saudí y en Libia han podido experimentar en su propia carne el grado de amor fraternal que pueden esperar de sus semejantes árabes y musulmanes. Cuando muchos estados árabes seculares observan los libros –con una interpretación extremadamente conservadora del Corán– que, durante una generación y debido a haber sido generosamente subvencionados por la largueza saudí, han inundado su propio territorio, se preguntan cuál es la naturaleza de los intereses comunes que les unen a los guardianes de La Meca y Medina. Los líderes árabes se enfrentan hoy a retos muy complejos.
A este desmoronamiento de mitos políticos debe añadirse la necesidad de llevar a cabo importantes reformas económicas a fin de acelerar el ritmo de crecimiento económico, de frenar el ritmo de crecimiento demográfico y de fomentar un mayor grado de alfabetización, todo lo cual debe emprenderse en un momento en el que la inmensa mayoría de su población tiene acceso a cierta idea de Europa occidental, a través de las imágenes de la televisión, pero no a su realidad física.
Sigo siendo escéptico con respecto a la cuestión de si la realización de un proceso de rápida democratización política es una condición previa para resolver tales problemas. Pero lo soy menos con respecto a la cuestión de la libertad de expresión. Si los intelectuales árabes no son capaces de hablar libremente o se les impide hacerlo, no estarán en condiciones de discutir las ideas propagadas por quienes utilizan el islam para cuestionar el orden establecido. Por la misma razón, dicho orden se negará a sí mismo una poderosa arma de autodefensa y legitimación. La escasez de nuevos libros publicados en el mundo árabe, la fuerte censura de prensa y televisión, y el predominio de un nivel de educación frecuentemente bajo, no hacen presagiar un buen futuro, y menos aún cuando China y la India están ascendiendo con tanta rapidez.
El desprecio que la mayoría de los fundamentalistas sienten por aquellos de sus hermanos que son librepensadores y que han recibido una educación occidental en medicina, literatura o ciencias sociales se vio trágicamente ilustrado por la cadena de asesinatos producidos en Argelia en la década de 1990. Destacados fundamentalistas como el tunecino Rachid Ghannouchi rechazan a tales personas tildándolas de «secularistas […] brujos del faraón […] hombres cultos que pusieron […] su talento al servicio de un régimen opresor […]», gentes que deben «afrontar la responsabilidad de su decisión». Tales palabras apelan y aprueban el asesinato, pero no tardan en encontrar eco en los países donde los intelectuales han sido, durante siglos, sirvientes del estado, y rara vez sus críticos. También recae una gran responsabilidad en los historiadores árabes, que deben atreverse a estudiar la historia de sus respectivos países y contarla con mayor objetividad que hasta ahora, y a cambiar la práctica profundamente arraigada de presentar los acontecimientos del pasado y el presente de la manera que invariablemente más conviene al líder de turno.
La historia ofrece aquí una explicación a este estado de cosas, en particular del papel que los ulemas, los doctores de la ley, han desempeñado tradicionalmente. El historiador Emmanuel Sivan pinta un vívido retrato de este papel en su obra Mitos políticos árabes.[1] Debido a que quedaron traumatizados por los encarnizados conflictos internos que siguieron a la muerte del profeta Mahoma, los ulemas llegaron a la conclusión de que la obediencia al soberano de turno, en tanto éste fuera musulmán e independientemente de lo tiránico e impío que pudiera ser, resultaba preferible a la anarquía. El resultado no fue alentador entonces, ni lo es hoy día. Como señalaba el historiador Hassan Hanafi en 1978: «La dependencia del poder por parte de los intelectuales es una vieja costumbre en nuestra región. De manera similar al de la Edad Media, el pensamiento árabe contemporáneo sólo inspira a los déspotas cuando se halla completamente sometido a ellos […] El sultán ordena, y los ulemas le dan su bendición. El emir hace la ley, y el cadí juzga en consecuencia. Este servilismo no es sólo el resultado de restricciones externas, sino que más bien está interiorizado en la fe y en las opiniones. Así, engendra un sentimiento de impotencia, una ausencia de voluntad o de iniciativa intelectual, junto con una ausencia de comentarios originales sobre la realidad, independientemente del orden instituido por los dictadores».[2]
Los pensadores fundamentalistas no comparten ese pesimismo, pero cualquiera que esté familiarizado con sus escritos no puede por menos que concluir que hay cuatro principios que parecen guiarles. En primer lugar, el estado debe ser fuerte e intervenir en todos los niveles de la vida pública; en segundo término, acogen favorablemente el uso de la tecnología moderna, pero, dado que están ansiosos por combatir a lo que ellos consideran los corruptos valores occidentales, mantendrían un estrecho control de la televisión, la educación y las actividades de ocio; en tercer lugar, rechazan la democracia, que para ellos se construye sobre leyes humanas y en contra de las leyes divinas que las inspiran, si bien le siguen el juego a aquélla básicamente para denunciar a los líderes existentes; y en cuarto término, mediante la imposición de la ley de la sharia se restringiría drásticamente el papel público y los derechos de las mujeres.
Hace una generación, el historiador Antoine Maqdisi escribía: «Como intelectual árabe que actúa en el contexto actual, si mi objetivo es instituir el socialismo, debo basarme en Marx antes que en Avicena. Si quiero debatir la relación entre racionalismo científico y método científico, debo leer a Descartes antes que las obras de un filósofo del siglo ix como al-Kindi. Pero si quisiera trabajar en la relación entre razón y Sagradas Escrituras, o en los vínculos entre fe y ciencia, entonces tendría sentido buscar inspiración y guía en la teología del islam medieval».[3] De ello concluyo que los árabes deberían dirigir sus esfuerzos al estudio de otras culturas distintas de la suya. Un cuarto de siglo después, sin embargo –y en palabras del psicoanalista argelino Mahfoud Boucebsi, asesinado en 1993–, estamos asistiendo a un intento «de dejar la ciencia al margen en nombre del islam».
Cualesquiera que sean los defectos de Europa a lo largo de los siglos, lo cierto es que el mundo islámico tenía un lugar en el ámbito de la erudición y el mito occidentales. En los siglos xix y xx, el conocimiento del islam, verdadero o falso, formó parte del armazón del poder colonial, lo cual por sí solo no invalida necesariamente las obras que éste produjo.
Más o menos en el último siglo se asumieron en los países islámicos toda una serie de conceptos e instituciones occidentales identificados como cruciales para la perspectiva moderna. Pero gran parte del malestar actual de la región se debe al fracaso a la hora de encontrar maneras de nacionalizar conceptos tan esencialmente seculares como los de democracia, liberalismo y socialismo. La gran cuestión subyacente es si una cultura puede hacerse moderna sin internalizar la genealogía de la modernidad, es decir, sin pasar por la revolución epistemológica de la que surgió la ciencia occidental. El escritor mexicano Octavio Paz hace un diagnóstico comparable de los infortunios de las democracias latinoamericanas, que continúan fracasando debido a que han adoptado formas democráticas sin la «corriente intelectual crítica y moderna» de la que surgió la democracia occidental.
Obviamente, habría sido de ayuda que algunos observadores europeos no hubieran sostenido, tras la caída del muro de Berlín, que en las revoluciones de Europa oriental el cristianismo había hallado su propio resurgimiento. La cultura cristiana se veía, pues, como un tema europeo unificador. Si Europa se define en términos quizás no de creencia cristiana, pero sí de herencia cristiana, la tentación de subrayar lo más claramente posible la frontera entre ella misma y el mundo del islam puede resultar inevitable. Tal definición podría ser útil a la hora de definir en términos generales el proyecto político europeo, pero hay que examinar las consecuencias de dicha elección. Muchos europeos llegarán a la conclusión de que el islam es ajeno a los valores occidentales judeocristianos, y se sentirán tentados de ver a cualquier estado musulmán como enemigo. Aún más preocupante es el precio que los europeos corremos el riesgo de tener que pagar, el de hacer sentir a todo musulmán que viva en Europa que no es, en el mejor de los casos, más que un extraño tolerado. Los recientes acontecimientos producidos en Francia e Inglaterra sugieren que tales temores no carecen de fundamento. El debate acerca de si Turquía podría ser aceptada un día en la Unión Europea ha sacado a la luz en igual medida la estupidez, la ignorancia de la historia y los prejuicios de muchos europeos.
La creciente influencia de los movimientos fundamentalistas islámicos y la difusión de sus actividades en Europa ha incrementado –en ausencia de reformas políticas y económicas serias en muchos países árabes– el peligro de que un islam resentido y retrógrado pueda convertirse en la excepción del siglo xxi. Tampoco ha ayudado mucho que Europa elogie tan a menudo la democracia sólo para olvidar sus audaces palabras cuando percibe que están en juego sus intereses. Es cierto que mucha actividad diplomática podría calificarse de doble moral, pero la mera hipocresía de ciertas actitudes no augura nada bueno para el futuro del debate racional.
No ayuda en nada al conocimiento europeo de las tierras musulmanas que circundan el Mediterráneo la casi total ausencia –aparte de Turquía– de un solo ejemplo de pluralismo coronado por el éxito. Los pueblos de esos países observan cómo muchos de sus gobiernos malversan la propiedad pública, muestran escaso respeto por el estado de derecho y los derechos humanos básicos, y a menudo exhiben un notable grado de incompetencia económica. Observan con enfado la sucesión de humillaciones sufridas por sus semejantes musulmanes, no sólo, y hasta hace poco, en Palestina, sino también en Irak, Bosnia y Azerbaiyán. Sin embargo, la cosa no termina ahí, puesto que rara vez podemos leer artículos en Occidente sobre logros económicos y sociales en países árabes.
Paralelamente, la información sobre los países del Sur en los medios de comunicación occidentales suele ser con demasiada frecuencia propensa a los clichés. La incapacidad de muchos observadores para distanciarse de los acontecimientos y verificar los datos, y la facilidad con la que realizan juicios morales, resultan extremadamente «reductoras» de una realidad de por sí compleja. Anatematizar es fácil, como lo es condenar la violencia. Realizar un análisis serio constituye una tarea más ardua.
¿Por qué los árabes expresan tan a menudo cólera contra Occidente? Sería aconsejable que nos recordáramos a nosotros mismos, ante todo, que la idea de que religión y política deben separarse es relativamente nueva. Se remonta a Spinoza, Locke y Jefferson. La idea de que son realidades distintas, en cambio, se remonta ya a los orígenes del cristianismo. Hoy, en términos generales, se ha impuesto el secularismo, al menos en Europa occidental. La práctica del islam no ha conocido esa distinción, y deberíamos ser cautos a la hora de formular los problemas planteados por la relación entre religión y política a través de algo surgido de los principios y la experiencia cristianos, y no universales.
Hay muchas tradiciones religiosas, aparte de las que resultan familiares en Europa occidental y Norteamérica, en las que religión y política se perciben de manera diferente; y, por tanto, en las que los problemas y las posibles soluciones podrían muy bien ser distintos de los que conocemos. La mayoría de esas tradiciones se limitan a una región, o una cultura, o un pueblo. Sin embargo, hay una que, en su distribución mundial, su constante vitalidad y sus aspiraciones universales, puede compararse al cristianismo, y es el islam.
Históricamente, el islam es una de las grandes religiones del mundo. Ha llevado consuelo a cientos de millones de personas, ha enseñado a gentes de diferentes razas y credos a vivir juntos con una razonable tolerancia, y ha inspirado una gran civilización. Pero la tolerancia no es una virtud exclusivamente islámica. Ni tampoco ha sido siempre un rasgo característico del islam, especialmente frente a la población de raza negra. Pese a ello, sigue siendo cierto que un vistazo al grueso de los medios de comunicación occidentales y, para el caso, de los medios árabes, no llevaría al lector a apreciar la riqueza y diversidad de la contribución del islam a la historia de la civilización occidental.
Pero no deberíamos exagerar el alcance de la cólera musulmana. El mundo musulmán no es unánime en su rechazo a Occidente, ni las regiones musulmanas del tercer mundo han sido las más apasionadas y extremas en su hostilidad. Sigue habiendo un significativo número de musulmanes con quienes compartimos ciertas creencias y aspiraciones básicas culturales y morales, así como sociales y políticas.
La lucha entre los sistemas rivales, cristiano y musulmán, ha durado unos catorce siglos. Ataques, contraataques, yihads, cruzadas, conquistas y reconquistas: la lista sería interminable. Pero los conflictos no han interrumpido los intercambios culturales y comerciales, de los que ha habido muchos: desde Córdoba y Toledo hace mil años hasta Alejandría a comienzos de siglo y la actual Casablanca, pasando por Estambul y Túnez en los siglos xvi y xvii, dichos intercambios han aportado frutos ricos y diversos.
Contrariamente a lo que ofrece la moderna historiografía occidental, la complejidad de esas relaciones apenas se encuentra en los libros escritos por historiadores árabes. Las propias cruzadas se contemplan como un momento decisivo en las relaciones entre los mundos musulmán y cristiano, cosa que no son. Emmanuel Sivan describe demasiado bien cómo, durante generaciones, los historiadores árabes favorecieron una interpretación de las cruzadas que las explicaba como simples precursoras de la ocupación francesa e inglesa de Argelia y Egipto en el siglo xix. Pero cualquiera que fuese la combinación de razones ofrecidas para las acciones de los cruzados, lo cierto es que esos guardianes de la historia árabe jamás atribuyeron a quienes llevaron el mensaje del islam hasta Poitiers y Samarcanda otros motivos que no fueran los más nobles. Así, se anatematiza al cristianismo, al tiempo que se santifica al islam. Sea el que fuere el motivo predominante que tales historiadores ofrecen de las acciones cristianas, las de los musulmanes son siempre más puras. El conflicto se presenta en términos asimétricos. El bando islámico actúa siempre a la defensiva.
Tal explicación de la historia resulta profundamente pesimista. Vale la pena señalar la fijación por las cruzadas que han exhibido muchos historiadores árabes como si ésta fuera realmente la cuestión más importante de la historia del mundo árabe y sus relaciones con Occidente. Debo añadir que sólo recientemente los intelectuales norteafricanos que conozco han empezado a prestar una seria atención al papel del Imperio Otomano en la Edad Moderna, en lugar de limitarse a despachar la Sublime Puerta como mera precursora de los colonizadores europeos decimonónicos del norte de África y Oriente Próximo.
En lo que respecta al estudio serio de las cruzadas, no podemos sino tomar nota del hecho de que la mayoría de los historiadores árabes modernos parecen haberse limitado a recoger lo que decían los políticos árabes de la época. Es aquí donde encontramos una de las claves del carácter perenne de los mitos en el mundo árabe moderno. Con demasiada frecuencia los intelectuales cantan las alabanzas de quienes ostentan el poder, cuando no se muestran directamente sometidos a él. Que esta arraigada y generalizada trahison des clercs se prolongue o no vendrá a decidir, en parte, cómo se configura el mundo árabe y qué imagen proyecta en el extranjero en los próximos años.
Desde hace largo tiempo ha habido en tierras musulmanas una creciente marea contraria a la supremacía de Occidente, un deseo de reafirmar los valores y la grandeza musulmanes. El musulmán ha sufrido sucesivas fases de derrota. La primera fue su pérdida de dominio en el mundo ante el progresivo poder de Rusia, Francia e Inglaterra. La segunda fue la socavación de su autoridad en su propio país mediante una invasión de leyes e ideas y modos de vida extranjeros, e incluso de gobernantes o colonos foráneos. La tercera, tal como a algunos musulmanes les gusta presentarla, es el desafío a la autoridad en su propia casa representado por las mujeres emancipadas, aunque en muchos territorios musulmanes el trato que se da a las mujeres sigue siendo lamentable. Algunos argumentarían que es en el ámbito de la sexualidad donde se habrá de librar la principal batalla en los años venideros.
Pero el caso es que apenas hay uniformidad en la reacción frente a los retos planteados por la modernización. Por no poner sino cuatro ejemplos, Turquía, Marruecos, Egipto y Argelia tienen historias muy distintas: sus economías se hallan en estados de desarrollo muy diferentes, y sus actitudes hacia las mujeres difieren considerablemente, al igual que sus políticas exteriores. Sin embargo –se sigue argumentando–, todos los reveses mencionados eran demasiados para resistirlos. Pues bien, la única conclusión sensata es que algunas sociedades parecen haberlos superado con más éxito que otras.
Quizás es que simplemente resultaba de lo más natural que esa cólera se dirigiera primordialmente contra el milenario enemigo y derivara su fuerza de antiguas creencias y lealtades. Que esa cólera adoptara la forma del antinorteamericanismo antes que la del antioccidentalismo es algo que no debería sorprendernos. Existía una visión negativa de Norteamérica emanada en particular de la escuela de pensamiento alemana que incluía a Rainer Maria Rilke, Martin Heidegger y Ernst Junger, para quienes Estados Unidos representaba el ejemplo último de civilización sin cultura. Se la consideraba rica y confortable; materialmente avanzada, pero sin alma y artificial; tecnológicamente compleja, pero carente de la espiritualidad y vitalidad del pueblo alemán y de otros pueblos «auténticos».
La versión soviética del marxismo que tanto predominó entre los intelectuales árabes durante toda una generación a partir de 1945 vino a reforzar tales puntos de vista. La mística del tercermundismo propagada por personajes como Gamal Abdel Nasser y Huari Bumedián hizo el resto. Puede que aquellas filosofías importadas ayudaran a dotar de expresión intelectual al antioccidentalismo o al antinorteamericanismo, pero no los originaron, ya que no logran explicar la presencia del antioccidentalismo generalizado que hizo a tanta gente en Oriente Próximo y el mundo islámico receptiva a tales ideas.
Tampoco logran explicar los puntos de vista, más pragmáticos, y los logros, mucho mayores, de un líder como Kemal Atatürk, fundador de la Turquía moderna, o los del primer presidente de Túnez, Habib Burguiba, dos líderes que gozaron del apoyo de la amplia mayoría de sus compatriotas. Acaso la explicación resida en la calidad extremadamente mediocre de los líderes del mundo árabe en este último medio siglo. La civilización occidental ha sido indudablemente imperialista, pero yo personalmente dudo de que en la expansión de Europa occidental haya una cualidad de delincuencia moral que no estuviera también presente en anteriores expansiones como las de los árabes, los mongoles o los otomanos. El historial árabe frente a muchos africanos negros no es mejor que el europeo. Quizás algunos países árabes hubieran preferido a los zares moscovitas. Uno se pregunta qué piensan los líderes árabes de la inmensa catástrofe medioambiental que arruina los territorios musulmanes que circundan el mar Caspio; o del interminable derramamiento de sangre que desde 1917 ha estado matando y mutilando regularmente a millones de sus hermanos en los países situados en el extremo meridional de Rusia; o de lo que ocurrió con Afganistán a partir de 1979 y frente a lo que hicieron tan poco por protestar; o de la actual suerte de Chechenia.
Lo que a mí me parece que constituye una de las causas básicas de la mencionada hostilidad es que el capitalismo y la democracia occidentales, con todos sus defectos, proporcionan una alternativa auténtica y atractiva a las formas de pensamiento y de vida tradicionales. Ciertamente los líderes fundamentalistas no se equivocan al considerar la civilización occidental como el mayor desafío al modo de vida que ellos desean conservar o que afirman querer restaurar para su pueblo. No es casualidad que los líderes tunecinos parezcan reaccionar de forma exagerada a lo que ellos perciben como la amenaza de un movimiento islámico radical recurriendo a medidas drásticas. Tras haber trazado, en su opinión, el rumbo hacia una casi europeización, y deseosos de revindicar un lugar de pleno derecho en lo que esperan que sea un espacio económico europeo ampliado; tras haber otorgado a sus mujeres más derechos que en ninguna otra parte del mundo musulmán, son perfectamente conscientes de lo que tienen que perder. Por la misma razón, su reacción exagerada podría anunciar problemas en los años venideros.
El respeto y la admiración por la civilización occidental mostrados desde mediados del siglo xix por las élites musulmanas ha dado paso en los últimos años al temor, en tanto la disparidad con aquélla se hizo evidente al extenderse el campo de batalla a la ciencia, la tecnología y las formas de gobierno. La creciente conciencia, entre los herederos de una civilización orgullosa y antigua, de haber sido adelantados, dominados y arrollados por aquellos a quienes se juzgaba inferiores, está cobrándose sus víctimas. La introducción de los métodos comerciales, financieros e industriales occidentales trajo una gran riqueza, pero con demasiada frecuencia dicha riqueza fue a parar a los miembros de las minorías occidentalizadas o coloniales. Las instituciones políticas transplantadas se juzgaron, no en función de sus originales, sino de sus imitaciones locales. La riqueza derivada del petróleo que acumuló una minoría desde 1973 ha producido un daño considerable, tanto más cuanto que algunos de los países que más se beneficiaron de ella habían contribuido muy poco, a lo largo de los siglos, a la brillante civilización de las tierras del islam. La riqueza petrolífera, aquí, como en el resto del mundo, es una fuerza que socava la energía y la creatividad de la sociedad.
Quienes pretenden manchar el nombre de cualquiera de sus intelectuales o científicos que trate de reconciliar las ideas modernas con los principios clave del islam tildándole de traidor a la verdadera fe están siguiendo un camino trillado: Moscú, Berlín y Roma antes de 1945; Madrid tras la victoria del general Franco, una victoria de la cruz alcanzada gracias al ardor de los fieros miembros de las tribus de las montañas del Rif, en el norte de Marruecos; y Praga y Pretoria un poco más tarde, por no hablar de unas cuantas capitales árabes importantes en la actualidad. No es probable que mañana las consecuencias sean distintas que ayer.
Puede que el instinto de las masas musulmanas no se equivoque a la hora de situar en Occidente la fuente última de los catastróficos cambios que deben afrontar; pero ¿hace eso inevitable un choque de civilizaciones? A fin de poder evitar ese resultado, es importante que nosotros en Occidente no nos dejemos inducir hacia una reacción, igualmente histórica, pero no menos irracional, contra el «rival». Esta batalla se está librando en Occidente, pero son demasiados quienes en sus relaciones con el mundo musulmán siguen mostrándose condescendientes con el «otro» de formas de las que no siempre son conscientes.
Deberíamos recordar que, mucho antes de la caída del muro de Berlín, los servicios de inteligencia estadounidenses y británicos hicieron oídos sordos al mensaje de un islam revolucionario que pretendía cambiar el mundo. Dos discursos predominantes, el de Occidente frente al comunismo y el de Israel frente al mundo árabe, impedían la conciencia de otro en el cual la mayor parte de Europa y América, junto con el bloque soviético y la intelligentsia secular de los países en desarrollo, estaban en el mismo bando. La lucha directa entre un islam revolucionario contrario a la Ilustración y el mundo postilustrado se inició algún tiempo antes de que terminara la guerra fría. Así, los revolucionarios iraníes no sólo vencieron al sha, que era pronorteamericano, sino también a sus homólogos izquierdistas; la Unión Soviética envió tropas a Afganistán a fin de proteger a su régimen de izquierdas frente a los rebeldes islámicos; y un grupo de fundamentalistas islámicos se apoderaron de la gran mezquita de La Meca.
Estos últimos exigían que Arabia Saudí se aislara de Occidente, echara a la familia real y dejara de vender petróleo a Estados Unidos. Antes de que terminara la batalla, las mujeres presentes entre los insurgentes dispararon al rostro de sus camaradas varones muertos para impedir que se les reconociese. Era la primera quincena del nuevo año islámico, el año 1400, el alba del siglo xv del islam. El resto del mundo seguía operando según un calendario distinto.
Hoy el choque no se da tanto entre el islam, por una parte, y el cristianismo y el judaísmo, por la otra, como en el propio seno del mundo islámico. Será un asunto largo y sangriento, pero no van a ayudar en nada a un posible entendimiento las diatribas de un historiador hasta ahora respetado. A sus noventa años, Bernard Lewis habla de la lucha milenaria entre cristianismo e islam, y sostiene que los musulmanes han adoptado la emigración, junto con el terrorismo, como la última estrategia en su «lucha cósmica por el dominio del mundo». Y denuncia asimismo el hecho de que el papa Juan Pablo II pidiera perdón por las cruzadas en el año 2000 como una pérdida de la corrección política.
Qué irónico resulta oír a un erudito judío criticar al papa por haber pedio perdón a los musulmanes por una guerra santa contra éstos que comportó también una matanza de judíos; y ver como los teóricos de la invasión de Irak, muchos de ellos también judíos, aplaudían la idea de que las cruzadas no fueron tan terribles y adoptaran un horizonte temporal que hace imposible juzgar su guerra como un error.
Los líderes musulmanes, adopten una máscara secular o una más religiosa, olvidan con demasiada frecuencia que la estrecha censura de los medios de comunicación y de las artes que caracteriza a los regímenes que dirigen les ha impedido dialogar son su propio pueblo. Durante décadas, sus medios han cantado las alabanzas del nacionalismo árabe a expensas del sentimiento étnico y de la cultura. Si los líderes árabes permitieran a sus poetas, dramaturgos, místicos, pintores y músicos una mayor libertad, estos artistas encontrarían el modo de dialogar con Occidente. Por desgracia, muchos de ellos viven en el exilio o aislados en su propio país. El rostro oficial que el islam presenta ante Occidente suele ser más vociferante que espiritual.
Teniendo en mente estas necesidades, recurriré a Carl G. Jung a fin de hacer algunos comentarios a modo de conclusión. En 1922, en su obra Recuerdos, sueños, pensamientos, decía lo siguiente de Argelia y Túnez: «Se me ocurre que esta franja de territorio ha llevado ya el peso de tres civilizaciones: cartaginesa, romana y cristiana. Lo que hará la era tecnológica con el islam es algo que todavía está por ver».[4] Pasando a hablar del hombre europeo moderno, prosigue: «su observación le dice que desde la Edad Media, el tiempo y su sinónimo, el progreso, se han acercado sigilosamente a él y le han arrebatado algo de manera irrevocable. Con su equipaje ahora más ligero, prosigue su viaje, incrementando constantemente su velocidad, hacia unos objetivos nebulosos. Compensa la pérdida de gravedad y el correspondiente sentiment d’incomplétude con la ilusión de sus triunfos, como los barcos de vapor, ferrocarriles, aeroplanos y cohetes, que le despojan de su duración y le transportan a otra realidad de velocidades y aceleraciones explosivas». Casi un siglo después de que se escribieran estas palabras, muchos en Europa se hallan más confundidos de lo que están dispuestos a admitir, lo que hace que resulte aún más difícil para ellos dialogar con otra civilización.
Jung concluye que «la naturaleza emocional de esas gentes irreflexivas, que están tanto más próximas a la vida que nosotros, ejerce una fuerte y sugestiva influencia en aquellas capas históricas de nosotros mismos que simplemente hemos superado y dejado atrás, o que creemos que hemos superado. En realidad, nuestro culto al progreso corre el peligro de imponernos cada vez más sueños infantiles sobre el futuro cuanto más nos apremie para escapar del pasado». Hoy, a los europeos les gusta concebirse a sí mismos como racionales, y demasiados de ellos ven al «otro» como irracional, y eso cuando lo ven, a pesar de que afirman que buscan el diálogo. Tal comportamiento hará muy poco para fomentar un clima que lleve a un diálogo entre civilizaciones —y no digamos ya a una alianza de éstas— y a una mejor comprensión de las fuerzas que hoy están librando una batalla en todo el mundo musulmán mientras éste avanza lenta, pero, sin duda, inexorablemente, hacia la modernidad.
Notas
[1] Emmanuel Sivan, Mitos políticos árabes, Barcelona, Bellaterra, 1997.
[2] Hasan Hanafi, «Arab National Thought in the Balance», Disarat ‘Arabiyya, Beirut, marzo-abril 1978.
[3] Antoine Maqdisi, «On the Significance of the Heritage», Mawafiq, Beirut, septiembre-octubre 1970.
[4] Carl G. Jung, Recuerdos, sueños, pensamientos, Barcelona, Seix Barral, 2002.