La imposible respuesta francesa a los atentados

El balance de la guerra contra el terrorismo ha demostrado ser desastroso. Por eso, frente a la amenaza del EI, es necesario más que nunca dar prioridad al enfoque político y diplomático.

Alain Gresh

Nunca en su historia había vivido Francia, en una sola noche, unos atentados tan mortíferos: 130 muertos, un centenar de heridos graves y otros tanto leves. Nunca había sufrido unos atentados suicidas. A diferencia del ataque contra el semanario Charlie Hebdo y contra la tienda kosher en enero de 2015, los objetivos de estas acciones fueron unos lugares públicos elegidos no por su carácter simbólico, sino porque estaban muy frecuentados los viernes por la noche y se podía causar en ellos un gran número de víctimas. El país se vio sumido en un estado de parálisis tanto por la magnitud del acontecimiento como por el hecho de que se tenía conciencia de que los atentados podían reproducirse en cualquier momento y en cualquier lugar del territorio. Todo el país se siente amenazado, el dolor de la población es inmenso, y también el miedo.

La reacción de las autoridades no se hizo esperar. Se declaró el estado de emergencia, y el Parlamento lo prolongó durante tres meses casi por unanimidad; se prohibieron las manifestaciones; se puso a más de 300 personas bajo arresto domiciliario, entre ellos militantes de la izquierda ecológica; se llevaron a cabo centenares de registros, la mayoría de ellos relacionados con personas vinculadas a bandas organizadas y a asuntos de drogas, en viviendas, en sedes de asociaciones y en mezquitas. Aunque la mayoría de la población las aprueba, estas medidas han suscitado críticas entre las organizaciones de derechos humanos. Sin embargo, como decía el titular del diario Le Monde del 3 de diciembre, “La excepción se va a convertir en la norma”.

Los partidos políticos han dado muestras de gran unanimidad, y el Frente Nacional se ha congratulado por la adopción de unas medidas que llevaba tiempo defendiendo, como la privación de la nacionalidad [francesa] a los ciudadanos que tengan una doble nacionalidad. Laurent Wauquiez, número tres del partido Los Republicanos, dirigido por Nicolas Sarkozy, ha reclamado una Ley Patriota (USA Patriot Act) a la francesa y el ingreso de las “4.000 personas fichadas por terrorismo” en “centros de internamiento”.

El presidente de la República, François Hollande, ha hablado en varias ocasiones de la guerra entre Francia y el grupo Estado Islámico (EI). Los medios de comunicación se han referido a un conflicto de civilizaciones o a una guerra por la civilización. El exprimer ministro, Dominique de Villepin, ha cuestionado este término, casi el único entre los dirigentes políticos: “El hecho [de que los terroristas hayan] usado kalashnikovs, granadas y un determinado número de municiones no les convierte en un ejército reconocido dentro del marco de un Estado. (…) ¿Cuáles son las consecuencias de esta idea? La primera es que los combatientes terroristas no se sienten responsables y piensan, ‘atacamos, somos guerreros’. La segunda es que legitimamos que están en guerra, que tienen objetivos de guerra y que quieren conquistar nuestro territorio, nuestras posiciones”. Y concluye: “Una guerra son dos Estados y dos ejércitos que se enfrentan”.

Sin restar importancia a la acción de los grupos que atacaron Francia y la necesidad de luchar contra ellos sin piedad, y sin quitársela tampoco al estado de una opinión pública traumatizada, no podemos dejar de señalar el paralelismo entre las reacciones de la clase política francesa y las de la Administración del expresidente americano, George W. Bush, tras el 11 de septiembre. Por una parte, las autoridades afirman que estos grupos radicales “nos” odian, no por lo que hacemos, sino por lo que somos: están resentidos con nuestro modo de vida, con nuestras libertades, con nuestra democracia; por tanto, estaríamos en una guerra de civilización sino de religión. Y, por otra, piensan que llevar la guerra a Irak y a Siria permitirá proteger el continente europeo. Ya en junio de 2009, el entonces primer ministro británico, Gordon Brown, declaraba, a propósito de la guerra en Afganistán: “La población percibe la importancia de ganar la lucha contra el terrorismo en Afganistán y en Pakistán, para que la guerra contra el terrorismo no llegue a las calles de nuestro país”. Un argumento que el primer ministro francés, Manuel Valls, retomó en enero de 2015, tras los atentados contra Charlie Hebdo y el supermercado kosher, para justificar la guerra en Irak ante el Parlamento: “Tenemos que actuar allí para protegernos aquí”.

Sin embargo, 15 años después de que el presidente Bush iniciase la guerra contra el terrorismo y 13 años después de la guerra de Irak de 2003, el balance de esta estrategia es desastroso. Nunca “la amenaza terrorista” ha parecido tan fuerte en el Viejo Continente; nunca tantos jóvenes (algunos de ellos mujeres) se han incorporado a las filas de una organización como el Estado Islámico; nunca tampoco ha parecido tan lejana cualquier solución de los conflictos en la región de Oriente Próximo, que debilitan a los Estados y crean un flujo de refugiados que desestabiliza no solo a Oriente Próximo (e hipoteca su futuro), sino también a Europa, que no sabe cómo acogerlos sin que aumente el peligro de los partidos populistas de extrema derecha, como el Frente Nacional en Francia.

Uno de los problemas del uso del término “guerra contra el terrorismo” es que tiende a despolitizar el debate en Francia y a presentar los enfrentamientos como una lucha entre el Bien y el Mal. Sin embargo, sobre el terreno, las cosas resultan más complejas. Europa y EE UU ayudan, concretamente, a la filial siria del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), que, no obstante, figura en sus listas de organizaciones terroristas. Y el régimen sirio, al que se considera, con toda la razón, el principal responsable del desastre sirio, a algunos les parece hoy en día un aliado aceptable frente al EI.

Como señala Antony Cordesman, experto estadounidense que se sitúa más bien a la derecha en el espectro político: “Es demasiado fácil llamar a la guerra contra el grupo Estado Islámico. Sin embargo, existen varias razones para ser muy prudentes antes de emprender esta senda. En primer lugar, el EI no es la única amenaza extremista islámica, y actúa en un entorno increíblemente volátil de tensiones confesionales en el seno del islam, como las que existen entre suníes y chiíes, y en el entorno regional del fracaso de las políticas laicas en el ámbito del gobierno y de la economía; este fracaso dio lugar a los grandes levantamientos que empezaron en 2011. La amenaza terrorista y extremista es mucho más importante que el EI, y al concentrarnos en este grupo –más que en la amenaza en un sentido más amplio– ignoramos la realidad que permanecerá y reaparecerá independientemente de lo que pase con el EI”. Por otra parte, el término “guerra” es rebatido por varios socios europeos de Francia, en Italia, en España y en Alemania.

Oriente Próximo y el Magreb viven un periodo de caos sin precedentes desde el final de la Primera Guerra mundial. Y Europa, una región vecina, sufre las consecuencias, que no pueden circunscribirse al reciente auge del EI. Los conflictos de la zona parecen un nudo gordiano que no es fácil cortar de un sablazo: los enfrentamientos en Irak entre el EI y las milicias chiíes; la participación de Irán en estos combates; la insurrección de los kurdos en Siria y en Turquía; la rivalidad entre Teherán y Riad; la guerra de Arabia Saudí y de sus aliados en Yemen, que favorece la extensión de la influencia de Al Qaeda y la creación de una rama del EI; los enfrentamientos entre las diferentes oposiciones sirias y el régimen; la intervención de Hezbolá en Siria; las guerras confesionales en las ondas entre televisiones religiosas suníes y chiíes; la continuación de la ocupación de Palestina; la insurrección en el Sinaí, etcétera. Por no hablar de Libia, Mali y Al Qaeda en el Magreb Islámico. ¿Se puede establecer una escala de “barbarie” entre los diferentes protagonistas? Los bombardeos de civiles por parte del ejército sirio son mucho más mortíferos que los abusos y los crímenes del EI sobre el terreno; la violencia de algunas milicias chiíes iraquíes no tiene nada que envidiar a la de Al Qaeda. ¿Cómo podemos sorprendernos entonces de que los intentos de París de crear una gran coalición contra el EI hayan fracasado?

Para empeorar las cosas, esta región, que vive una nueva explosión demográfica, está carcomida por los males que provocaron los levantamientos árabes de 2011, como el autoritarismo, la corrupción, el hundimiento de los sistemas de sanidad y de enseñanza, etcétera. Y los países occidentales muestran una vez más su inclinación a apoyar a los regímenes militares, como pone de manifiesto el acercamiento de Francia y de la Unión Europea al Egipto de Abdelfatah al Sisi. Y esto en un contexto en el que, desde hace medio siglo, Arabia Saudí ha exportado al mundo sus predicadores y su dinero para imponer el wahabismo –que durante mucho tiempo fue una simple “secta”– como interpretación dominante del islam.

Si bien estos conflictos tienen causas internas y la responsabilidad de los dirigentes locales no se puede obviar, no hay que olvidar que las intervenciones occidentales han contribuido a agravarlos, ya sean políticas –con el apoyo a regímenes autoritarios y corruptos–, o militares –ninguna región del mundo ha sufrido tantas intervenciones extranjeras desde 1945. Y el desgarrador problema palestino sigue siendo para las opiniones públicas de estos países el símbolo del “doble rasero” de las políticas occidentales.

Resulta ilusorio creer, o inducir a creer, que algunos bombardeos adicionales en Siria permitirán evitar más bombas en nuestros países, como tampoco impidió la intervención en Malí la toma de rehenes en el Hotel Radisson en Bamako el 20 de noviembre. Quince años de “guerra contra el terrorismo” han demostrado lo contrario. Como prueban las consultas sobre Siria entre las principales potencias concernidas, es más necesario que nunca dar prioridad al enfoque político y diplomático, a pesar de las reticencias de Francia, al igual que ha hecho EE UU con Irán en el tema nuclear. Y sin olvidar nunca que el problema palestino no se ha solucionado y sigue atormentando a la región.