Actualmente, existen varias razones por las que Israel debe recordar que es parte integral, desde el punto de vista geográfico e histórico, del Mediterráneo. La continua hostilidad de la mayoría de los países mediterráneos hacia Israel, la inmensa dependencia de este respecto a Estados Unidos y la creciente modernización tecnológica en todo el mundo han convertido la identidad israelí actual en típicamente occidental, y los ojos de sus habitantes no miran hacia los países de la cuenca del Mediterráneo, sino hacia Europa Occidental y Norteamérica como modelos de inspiración y ejemplos a imitar. Los israelíes deberían recordar su historia y tener presente que la identidad mediterránea es una identidad espléndida. En la cuenca mediterránea nacieron y se desarrollaron las grandes civilizaciones. No es posible que los judíos, que fueron huéspedes activos e implicados lo mismo en el mundo islámico que en el mundo cristiano, no vayan a contribuir ahora decisivamente también en la identidad mediterránea que incluye su identidad judía histórica.
En el año 70 d. C., con la destrucción del Templo de Jerusalén a manos del Imperio romano y la supresión de la poca autonomía de la que gozaban entonces los judíos en la Tierra de Israel, el pueblo judío contaba con entre cuatro y cinco millones de almas. Se trataba de una cifra muy respetable, en un mundo antiguo en el que había, según se estima, unos setenta millones de personas.
Pero no todos los judíos vivían entonces en la Tierra de Israel. Ya desde el siglo V a. C. habían empezado a dispersarse por toda la cuenca del Mediterráneo y por algunas zonas al norte de este. Aproximadamente la mitad del pueblo judío se había diseminado voluntariamente por varios territorios habitados por distintos pueblos. Comenzando con el exilio a Babilonia –el actual Irak–, la dispersión de los judíos continuó hacia Asia Menor, las islas griegas, Egipto, Libia y otros lugares del norte de África. También en Roma vivían judíos, lo mismo que en Grecia y en la Península Ibérica. Por todo lo largo y ancho del Imperio romano e incluso más allá de los límites de este se fueron estableciendo los judíos en países que no eran el suyo, a pesar de lo cual conservaban su compleja y genuina identidad, una especial y problemática combinación de religión y nacionalidad.
Fue, sin embargo, con la destrucción del Segundo Templo y la pérdida de los últimos vestigios de independencia, cuando el número de judíos empezó a descender porque, debido al endurecimiento de las exigencias religiosas, tuvieron que buscarse unas profesiones más nómadas, relacionadas sobre todo con la alfabetización que exigía la oración y el estudio. Y así fue como, con la expulsión de los judíos de Sefarad en 1497, descendió ya drásticamente el número de judíos en el mundo por debajo de un millón, de los cuales la mayoría vivía en el mundo musulmán o en países de la cuenca del Mediterráneo como Italia, España, Grecia y el sur de Francia. A finales del primer milenio, aproximadamente un noventa por ciento de los judíos vivían en el mundo islámico y solamente un diez por ciento en el mundo cristiano.
Para resumir esta breve introducción, diremos que durante más de dos mil años (si consideramos que los inicios del pueblo judío o del pueblo de Israel tuvieron lugar alrededor del año 1000 a. C.), es decir, durante el periodo más importante de la historia del pueblo judío, este se caracterizó por ser un pueblo principalmente mediterráneo.
Un cambio significativo se produjo con el inicio de la Edad Moderna, cuando la Europa cristiana empezó a consolidarse y a desarrollarse mientras el mundo musulmán se veía envuelto en una especie de sopor cultural y parálisis tecnológica. Por ello, gracias a este despertar de la civilización moderna, científica, económica y social en Europa, la mayoría de los judíos consiguieron, al no estar vinculados a la tierra, encontrar un lugar adecuado en el seno de los pueblos europeos y, especialmente, entre los pueblos de la Europa del Este. Esto llevó también a que su número creciera significativamente, de manera que en vísperas de la Segunda Guerra Mundial la balanza demográfica se había inclinado en dirección contraria. Así, el noventa por ciento de los judíos, que entonces sumaban unos dieciocho millones de almas, vivían en el mundo cristiano y solamente el diez por ciento de ellos habitaban en el mundo musulmán.
El Holocausto de los judíos de Europa exterminó a un tercio del pueblo judío en el genocidio más cruel y demencial que jamás haya conocido la humanidad. Este exterminio no se llevó a cabo por cuestiones territoriales, religiosas, económicas o ideológicas, sino por un odio furibundo a la raza judía, a pesar de que los judíos jamás habían sido definidos como raza. Para fortuna del pueblo, algunos judíos perspicaces, clarividentes y con un gran sentido de la moral, la mayoría de ellos declaradamente laicos, fueron capaces de identificar cincuenta años antes del Holocausto la terrible tragedia que les esperaba, y así, por iniciativa de unos pocos, salieron a principios del siglo XX de la Europa que, con el tiempo, se convertiría en una trampa mortal para los suyos. Así, decidieron regresar a su lugar de origen, a Oriente Medio, para devolverse a sí mismos, en la Tierra de Israel, la patria de sus antiguos antepasados, la soberanía y la libertad. Gracias a ellos, tras el cruel genocidio perpetuado contra el pueblo judío, no quedaron en el mundo exclusivamente unos cuantos museos en los que se recordara a los millones de asesinados, sino también un país soberano e independiente en el que actualmente viven unos seis millones y medio de judíos libres.
Pero la separación de Europa no fue completa. La identidad de la mayoría de los judíos que llegaron a la Tierra de Israel antes del Holocausto, así como la de los que establecieron las bases y construyeron el Estado de Israel en 1948, se encontraba ligada, y aún sigue estándolo, por medio de un fortísimo vínculo, a la civilización europea y americana. Por otro lado, una parte considerable del judaísmo europeo tuvo el acierto de huir antes del Holocausto a América (antes de que sus puertas se cerraran a finales de los años veinte del siglo pasado), y también hizo suyos los valores europeos y se consideró a sí misma decididamente occidental.
A todo ello hay que añadir que el regreso de los judíos a su antigua patria produjo la inestabilidad de las comunidades judías que habían vivido hasta entonces en medio de una relativa paz y tranquilidad en el mundo musulmán. De manera que, con la creación del Estado de Israel en una parte de Palestina y la guerra que le impusieron por ello de inmediato siete países árabes con la intención de hacerlo desaparecer, la mayoría de los judíos decidieron o se vieron obligados a abandonar los países árabes: Irak, Siria, Yemen y Líbano, y lo mismo sucedió a muchos judíos que vivían en el norte de África. Estos judíos orientales y mediterráneos empezaron, pues, aunque no siempre lo han logrado, a integrarse en la identidad israelí occidental.
La continua hostilidad de la mayoría de los países mediterráneos hacia Israel, la inmensa dependencia de este respecto a Estados Unidos y la creciente modernización tecnológica en todo el mundo, han convertido la identidad israelí actual en típicamente occidental, y los ojos de sus habitantes no miran hacia los países de la cuenca del Mediterráneo, sino hacia Europa Occidental y Norteamérica como modelos de inspiración y ejemplos a imitar.
A pesar de todo ello, no hay que olvidar que Israel es parte integral, desde el punto de vista geográfico e histórico, del Mediterráneo. Por lo que, si desea asegurarse una existencia duradera en la zona que fue base y origen de la formación y crecimiento del pueblo de Israel, debe encontrar un camino de renovación profundizando en su identidad mediterránea, integrar elementos mediterráneos culturales, espirituales, económicos e históricos a su identidad occidental actual. Asimismo, el país debe fomentar unas vías creativas que aporten una contribución nueva a la identidad mediterránea de sus vecinos. Existen por lo menos cuatro razones para ello:
La primera se encuentra relacionada con la transformación de una parte esencial del sionismo de una identidad judía mítica a una identidad israelí histórica, según las conocidas palabras del gran estudioso de la filosofía judía, el profesor Gershom Scholem. Estas vienen a decir que la identidad judía, durante dos mil años de exilio, se construyó a base de textos y mitos que se encontraban, en su mayoría, más allá del tiempo y de un lugar físico específico. Los judíos iban de un lugar a otro lo mismo que alguien va cambiando de hotel. Veían los muchos países por los que vagaron, ya fuera por voluntad propia o por haber sido expulsados, por lo general, como meros lugares transitorios en los que residir hasta el momento en que pudieran, con la ayuda del poder de Dios, ser redimidos regresando a su patria histórica, la cual, sin que nadie sepa muy bien porqué, evitaban, entre tanto, en sus muchas idas y venidas.
La mayor parte de las veces no se interesaban por la historia de los pueblos entre los que vivían, sino que se limitaban a lo concerniente a sus derechos y obligaciones como minoría transitoria. El componente “patria” de la identidad de los judíos fue siempre débil para que no compitiera con la poderosa y exigente religión de su Dios, que se aferraba a su nacionalismo. Por ello, una nueva mirada a la historia en su antigua patria, dentro de una responsabilidad plena en todas las esferas de la vida, obliga a los israelíes a realizar un cambio sustancial identificándose con sus vecinos geográficos. Deberían aprender a conocer sus límites y su historia, para profundizar en las características del conjunto de la identidad mediterránea. Si Israel continúa desarrollando su identidad dialogando exclusivamente con la lejana Norteamérica o con Europa Occidental, no será capaz de implementar como es debido su regreso completo a la historia, y corre el peligro de sumirse de nuevo en los viejos mitos que lo volverán a llevar al abismo.
De ello se desprende la segunda razón, que alimentaría su identidad mediterránea, y que consiste en reconciliarse con el mundo árabe, que desde el principio, y en realidad hasta hoy mismo, rechaza o por lo menos vacila en reconocer la existencia del Estado de Israel. La idea de los árabes, ya sean palestinos o de los países que lindan con Israel, es que los judíos son en realidad unos auténticos extranjeros en el área mediterránea y que solo el antisemitismo los empujó a buscar un lugar en Oriente Medio. Por ello, la aceptación de la identidad mediterránea y su cultivo es lo que demostrará a los árabes en realidad los judíos, durante la mayor parte de su historia, fueron pobladores de la zona del Mediterráneo. Allí crearon grandes obras: la Biblia, la Mishná, el Talmud y la Cábala surgieron en la Tierra de Israel y no en Europa. Lo que quiero decir con ello es que la identidad mediterránea es la identidad deseable para el Estado de Israel, que no debe ser ni occidental ni oriental, sino mediterráneo, un miembro legítimo y consolidado de la zona que es en realidad cuna de la cultura mundial.
De aquí deriva la tercera razón que lleva a fomentar la identidad mediterránea israelí, y es la que tiene que ver con el componente demográfico de los propios israelíes. A pesar de que a las puertas de la Segunda Guerra Mundial el noventa por ciento de los judíos residían en países cristianos y solamente un diez por ciento en países musulmanes, lo cierto es que debido al exterminio de la mayor parte de los judíos de Europa, y también debido a la emigración de muchos judíos europeos desde finales del siglo XIX y durante el siglo XX a América, hoy en Israel la presencia de estas dos comunidades judías es del cincuenta por ciento. Es decir, la mitad de los judíos de Israel provienen de Europa y la otra mitad, de los países árabes. Si añadimos el millón y medio de israelíes palestinos, nos encontramos con que, decididamente, la población de Israel de hoy es de origen mediterráneo. Por eso, a pesar de la envoltura identitaria occidental del Estado de Israel actual, entre la población de origen oriental, que por provenir de países más débiles se ve también más débilmente representada en la vida israelí, existe una añoranza, una voluntad y una necesidad de expresar su mediterraneidad en las manifestaciones culturales, religiosas e históricas de Israel. En consecuencia, el hecho de promover intencionadamente la faceta mediterránea de la identidad israelí podría ayudar a crear un mayor equilibrio, una mayor conciliación y avenencia entre sus componentes orientales y palestinos y sus componentes europeos occidentales.
La última razón está relacionada de forma general con el proceso de globalización por el que está pasando una gran parte del mundo y que crea por medio de la tecnología, la libre economía y las eficientes y velocísimas comunicaciones una especie de revestimiento identitario unificado y superficial. Quizá sea por eso por lo que se ha despertado un deseo voraz y renovado de hacer regresar las identidades nacionales específicas. Lo hemos visto en la desmembración de Yugoslavia en estados nación diferenciados; lo hemos visto en Checoslovaquia, y también entre los vascos y los catalanes en España, los escoceses en Gran Bretaña y en otros muchos lugares. No siempre ese proceso es aconsejable desde un punto de vista económico e incluso puede generar conflictos nuevos e innecesarios. Por ello, las organizaciones en una zona geográfica sobre una base histórico-cultural común podrían ser una respuesta adecuada a la rampante identidad global del mundo moderno, aunque por otro lado ello tampoco debería generar identidades demasiado locales que puedan despertar conflictos indeseados.
La identidad mediterránea es una identidad espléndida. Antigua y moderna. En la cuenca mediterránea nacieron y se desarrollaron las grandes civilizaciones: el cristianismo, el judaísmo, el Islam, así como la cultura grecorromana. Todas esas fuentes continúan vivas hasta el día de hoy y son, en muchos sentidos, de una gran importancia para el mundo. No es posible que los judíos, que fueron huéspedes activos e implicados lo mismo en el mundo islámico que en el mundo cristiano, no vayan a contribuir ahora decisivamente también en la identidad mediterránea que incluye su identidad judía histórica. Es, pues, un deber histórico de los israelíes para con la cuenca del Mediterráneo en la que quieren permanecer como residentes fijos tras haber superado tan duras y fatigosas migraciones hacerla parte de su identidad.