Los judíos sefardíes, tras su expulsión de la Península Ibérica, fueron condenados al exilio y desarrollaron una nostalgia colectiva del “otro” ausente que perviviría durante generaciones y daría lugar a una tolerancia muy respetuosa con la diferencia. Hoy día, varios siglos después de aquel éxodo, al revisar la identidad del judío sefardí podemos plantearnos las siguientes preguntas: ¿Qué es lo sefardí? ¿Qué lugar ocupa? ¿Es tan sólo la referencia a un origen? ¿Es una cuestión de raíces, de historia o acaso se trata también de una identidad de carácter político y cultural que uno puede adoptar? En la época de la globalización, ¿qué significado tiene la identidad sefardí en Oriente Medio?
Mi padre nació en Jerusalén en 1905, al igual que su padre, su abuelo y su bisabuelo. Así pues, él constituía la cuarta generación nacida en la Tierra de Israel. Sus antepasados emigraron a Palestina a principios del siglo XIX, procedentes de la ciudad de Salónica, bajo el gobierno del Imperio Otomano y con una población que en su mayoría era greco-ortodoxa. A pesar de que mi padre no tenía relación alguna con España, se definía como judío sefardí, y a esa identidad sefardí dedicó el último tercio de su vida, durante el cual publicó doce libros acerca de la comunidad judía sefardí en Jerusalén.
Esa identidad no sólo le servía para diferenciarse del judío asquenazí, sino que lo ligaba a España, donde veía el origen de su identidad. El ladino era la lengua en la que hablaba con su familia, y creía que en ella pervivían los genes de la auténtica lengua española. Todo lo que ocurría en España le interesaba. Durante la guerra civil española solía encontrarse con el cónsul del gobierno de la República en Jerusalén, para consolarlo por la caída de la democracia en España. A veces, para divertir a sus hijos y nietos, se ponía a bailar flamenco. Y cuando tenía sesenta años, se armó de valor y salió por primera vez de su patria para conocer España, una visita que le causó un gran placer.
Expongo el caso de mi padre como ejemplo de esa identidad sefardí virtual que adoptaron muchos judíos, tanto aquéllos que vivieron durante siglos en países musulmanes (en el norte de África, en Oriente Medio y en el Imperio Otomano) como aquéllos que residían en países cristianos, como Italia, Holanda, Reino Unido, Alemania o Bulgaria.
Y la pregunta que surge es: ¿Cómo el recuerdo de España puede mantenerse como si fuera un preciado recuerdo de Jerusalén? ¿Por qué unos judíos que fueron cruelmente expulsados, no de su patria histórica sino de un lugar de exilio como era la España de finales de la Edad Media, y que después emigraron a otros países, ya fueran cristianos o musulmanes, se han empeñado en mantener durante más de cuatro siglos esa identidad sefardí? Es como si dijeran a quienes los expulsaron: “Habéis conseguido desterrarnos físicamente de España, pero nunca lograréis arrancar de nosotros la identidad que nos creamos aquí”.
A ello hay que añadir otro hecho singular. Los judíos expulsados de España en 1492 probablemente no eran más de 200.000, y la mayor parte se fue a Portugal y solamente un tercio de ellos se dispersó por los países de la cuenca mediterránea; pues bien, estos pocos judíos llevaron su identidad sefardí a las comunidades en las que fueron acogidos. Así, judíos que nunca habían tenido nada que ver con España adoptaron la identidad de los desterrados sefardíes, justo lo contrario de lo que solía suceder, ya que eran los que llegaban los que adoptaban generalmente la identidad de quienes los acogían. Por tanto, es normal preguntarse qué era aquello tan preciado e importante en la identidad sefardí que hacía que no sólo los desterrados de España se negaran a renunciar a ella y la transmitieran a sus descendientes a través de tantas generaciones, sino que incluso los judíos sin relación alguna con España la desearan con tanta fuerza, y convirtieran así su identidad judía local en una identidad sefardí virtual. Sin duda, resulta extraño cuando lo lógico habría sido que los judíos se hubieran desprendido de la identidad sefardí, la identidad de una tierra que los había expulsado con crueldad y que les había dado dos opciones: la conversión al cristianismo o el destierro. Pero entonces, ¿por qué mantuvieron el nombre de Sefarad como si fuera una piedra preciosa en el entramado de su identidad?
Y ahora planteo otra pregunta más que también afecta a los musulmanes, los cuales en 1502 se enfrentaron en España al mismo dilema: conversión o destierro. Es cierto que los musulmanes expulsados de España no se denominaban a sí mismos árabes españoles, pero siglos después de la Reconquista siguen conservando un recuerdo dulce de entonces, además de la fantasía de volver a Al-Andalus, como si fuera un paraíso perdido del que fueron injustamente expulsados.
Cuando leí la maravillosa novela de Antonio Muñoz Molina Sefarad, en la que el autor utiliza el nombre hebreo que los judíos dieron a España como una metáfora de la pérdida y el anhelo, descubrí para mi sorpresa que en el término “Sefarad” se oculta también un significado para los cristianos españoles, ya que según Muñoz Molina queda en su identidad nacional un gen, no se sabe si cultural, existencial o moral, que conserva aquello que dejaron los judíos y musulmanes expulsados de España hace varios siglos.
¿Cómo podríamos interpretar este fenómeno? Es decir, ¿por qué una persona como yo se define en el fondo como judío sefardí, a pesar de ser israelí, absolutamente laico, de cultura occidental, quinta generación en un tierra cuya identidad es fundamentalmente israelí, y que además no tiene ninguna relación con España, ni por la lengua ni por la cultura? En las muchas novelas que he escrito aparecen en papeles cruciales personajes claramente sefardíes, como es el caso de los protagonistas de la novela El señor Mani, en la que se cuenta la historia de cinco generaciones de una familia sefardí a lo largo de los dos últimos siglos y donde en cada generación destaca un protagonista, un señor Mani, que representa una opción histórica y política que al final no se materializa. Otro ejemplo se encuentra en mi primera novela, El amante, donde aparece Veducha, una anciana sefardí que vive en Jerusalén y que sale de un coma tras la guerra de Yom Kipur. Lo mismo ocurre en Moljo: la historia de un judío sefardí de Jerusalén que tras la muerte de su mujer, de origen alemán, pasa un año entero metido en extrañas aventuras con el fin de encontrar una nueva mujer. Y, por último, conviene destacar la novela Viaje al fin del milenio, que transcurre en el año mil de la era cristiana y donde se describe el debate en torno a la cuestión de la bigamia que por entonces mantienen judíos sefardíes y asquenazíes.
Intentemos descifrar los componentes de lo que denominamos sefardí, término que se aplica a judíos nacidos dentro o fuera de Israel, personas sin relación familiar con España y en los que apenas queda ya rastro alguno de los elementos más folclóricos de lo sefardí: el ladino, determinadas comidas, canciones, etc.
En mi opinión, la identidad sefardí contiene tres elementos, visibles o no: lo cristiano, lo musulmán y lo judío. Con ello hago referencia a la fuerte y maravillosa simbiosis cultural –auténtica o no– que se dio en la llamada Edad Dorada, en los primeros siglos del primer milenio. De esa época hay textos muy importantes sobre el entendimiento que hubo entre estas tres culturas. Y por eso, cuando los cristianos dominaron por completo España, que se convirtió en un territorio fervientemente católico, todavía quedaba en la identidad sefardí el recuerdo de la simbiosis entre lo cristiano, lo musulmán y lo judío, y ese recuerdo era tan intenso que, incluso tras la expulsión de los judíos y los musulmanes pervivió en España, y quizá eso explique la crueldad con que la Inquisición quiso purificar el territorio de cualquier creencia herética o simplemente no cristiana.
Por esta razón, los judíos que abandonaron España y se marcharon a tierras musulmanas, en el norte de África, conservaban el recuerdo de lo cristiano aunque ya no convivían con la cultura cristiana. Lo mismo ocurrió a los judíos que se fueron a tierras cristianas, como Italia, el sur de Francia u Holanda. En ellos el componente árabe, musulmán, seguía latiendo a pesar de no estar ya en contacto con musulmán o árabe alguno.
En definitiva, es como si en la identidad sefardí se hubiera mantenido una habilidad especial para englobar al “otro” incluso cuando este otro ya no está presente. La conciencia del “otro” pasó a ser un elemento fundamental, enriquecedor y fructífero dentro de la identidad sefardí, incluso si la realidad del “otro” se volvía confusa y acababa fundiéndose en la propia. Ello dio lugar a que los sefardíes desarrollaran una mayor tolerancia y conciencia de la pluralidad. La tristeza o nostalgia por el “otro” que ya no está pasó de generación en generación, siglos después de la expulsión de España, y es algo que se puede percibir en las canciones en ladino, esa lengua judeo-española cuya existencia ha alimentado la identidad sefardí.
La existencia oculta e inconsciente del “otro” ausente en la identidad del judío sefardí, ya sea este otro musulmán, que también sería expulsado de España, o converso (judío o musulmán) que permaneció en la Península, hacen al sefardí más proclive a la melancolía, pero sobre todo más tolerante. Y es que podemos afirmar con total seguridad que resulta difícil encontrar casos de fanatismo religioso en las comunidades sefardíes. El fanatismo religioso nació entre los asquenazíes en el centro y el Este de Europa, que tuvieron que enfrentarse al odio de los cristianos, tanto católicos como protestantes, pero también como respuesta al fenómeno de laicización que se estaba produciendo en muchos sectores judíos en la Edad Moderna. En cambio, en las sociedades tradicionales sefardíes ese fenómeno no se produjo.
Y todo esto me lleva a hablar de la mediterraneidad.
Cuando se plantea la cuestión de la identidad de Israel, surge la pregunta de si es un país occidental u oriental. El reproche fundamental de los árabes hacia Israel, si dejamos a un lado los conflictos territoriales, se refiere a la identidad del Estado judío. “En realidad, sois extranjeros en esta tierra”, nos increpan. “Vinisteis aquí como los Cruzados en su momento, fuisteis enviados por el imperialismo occidental con el objetivo de arruinarnos la vida y doblegarnos a vuestra identidad, y a fin de cuentas no llegasteis aquí por amor a “la vieja patria”, sino simplemente porque os echaron de Europa. Vuestros rostros siguen mirando sin cesar a Occidente, a Europa y a Estados Unidos; ésos son los verdaderos modelos que constituyen vuestra identidad, y por tanto nunca lograréis integraros en Oriente. Extranjeros sois y siempre lo seréis hasta que os expulsemos o Dios se harte de vosotros y os marchéis para dispersaros entre los pueblos del mundo, tal y como habéis hecho a lo largo de los últimos dos mil años”.
Para replicar a estos reproches, que a veces tienen más de una pizca de verdad, yo hablo de la identidad mediterránea, que es la identidad apropiada no sólo para Israel sino para toda la zona, y que constituye una respuesta a la aplastante globalización al estilo de Estados Unidos y, dentro de poco, de China, y cuyos inconvenientes en el ámbito económico estamos viendo ahora.
Israel no es un país europeo occidental ni tampoco de Oriente Medio, sino un país claramente mediterráneo. Desde luego, así es desde el punto de vista geográfico. La distancia entre Israel y Chipre o Grecia es menor que la que separa Israel de Irak, Arabia Saudí o Yemen. En ese sentido, los vecinos de Israel son: Egipto, Líbano, Siria, Turquía, Grecia, el sur de Italia, los países del Magreb y también España, que constituye la entrada al Mediterráneo desde Occidente. Ése es el corazón de la identidad israelí, y ahí es donde se integra como miembro de pleno derecho, en la cuna de las grandes civilizaciones griega, romana, judía, cristiana y musulmana. Por otra parte, la mitad de la población israelí procede de judíos originarios de países del Mediterráneo.
¿Cómo es la identidad mediterránea? En primer lugar, al ser un mar cerrado, el Mediterráneo aglutina en un mismo bloque a todos los países y pueblos que bañan sus orillas. Y es bastante homogéneo, es decir, sus costas y golfos se parecen bastante entre sí. Por tanto, pese a las diferencias culturales, étnicas, religiosas e históricas entre esos pueblos, hay un marco geográfico que los une. Un viajero que vaya desde la costa de Anatolia o desde Beirut a la costa de Grecia o de Sicilia no notará grandes diferencias a pesar de la diversidad entre las religiones, las etnias y la historia de los pueblos que dan al mar Mediterráneo. Pese al abismo que separa la civilización judía de la cultura pagana griega, todavía las une un mismo paisaje.
Pero, además, no cabe hablar sólo de un mismo entorno paisajístico sino también de una misma arqueología. Y se pueden ver restos arqueológicos del imperio romano tanto en Líbano como en Israel, Italia, Turquía o Túnez. Y eso genera en la persona que vive en el Mediterráneo una sensación de hogar, de sentirse como en casa en muchos de los países de la cuenca mediterránea.
Por consiguiente, la pluralidad mediterránea, bastante excepcional, aún se encuadra en un marco aglutinador no artificial sino natural, y por ello se puede hablar sin duda de la existencia de una identidad mediterránea. Dentro de ésta, el judío sefardí, que ha incorporado en su interior al “otro” oculto, ya sea cristiano, musulmán u otra cosa, puede servir como un elemento de unión más. Ésa es su función y su misión, más allá del ladino, los romances, las comidas o la forma de rezar y cantar en la sinagoga; se trata de una misión de carácter político y cultural, una misión de paz y defensa de la tolerancia, en primer lugar, hacia los árabes del Mediterráneo. Y ésa sería una misión con la que podría identificarse cualquier israelí, aunque no fuera de origen sefardí. Una vez más vuelvo a citar el maravilloso libro de Antonio Muñoz Molina, Sefarad, para referirme a Sefarad como un código que remite a unas raíces, pero también a una opción de identidad para las gentes del mar Mediterráneo.