La Gran Guerra en Oriente Próximo y norte de África
Entender los cambios políticos, económicos y demográficos desencadenados por la guerra es crucial para poder interpretar la historia de la región.
Mustafa Aksakal
Los investigadores de Oriente Próximo y el norte de África conocen de sobra los cambios trascendentales desencadenados por los acontecimientos de la Primera Guerra mundial. Cuando se considera la cantidad de Estados nuevos y movimientos políticos que surgieron en el periodo que siguió a la guerra, parece justo describir el proceso, en palabras de James Gelvin, como “el acontecimiento político más importante de la historia del Oriente Próximo moderno”. No cabe duda de que la Primera Guerra mundial modeló las sociedades y las políticas de la región durante muchos años. Sin embargo, ha quedado demostrado que ha bastado apenas un siglo para alcanzar un acuerdo acerca de qué fue lo que ocurrió durante la guerra.
En consecuencia, el proceso de hacer la historia del conflicto asumiendo su herencia ha quedado incompleto. Tal vez no debería extrañar que, desde los planes de estudio de la escuela a la universidad, y desde la cultura popular al ámbito de la memoria pública, la historia del “acontecimiento político más importante” haya seguido estando extremadamente politizada. Por supuesto, la historia y la interpretación histórica siempre son objeto de controversia, y no hay muchas razones para pensar que los relatos de la Primera Guerra mundial en Oriente Próximo y el Norte de África son buenos candidatos a dejar de serlo en un futuro próximo.
Aunque no haya sido difícil convencer a los investigadores de Oriente Próximo del papel central desempeñado por la guerra, solo últimamente se ha empezado a valorar el conflicto en profundidad. La oleada de nuevos trabajos no es producto de la conmemoración de su centenario, sino más bien de las nuevas preguntas que los historiadores han estado dispuestos a indagar ahora que, gracias a las nuevas fuentes y archivos, y a los nuevos vientos políticos, tienen las condiciones para hacerlo. Las recientes investigaciones sobre las políticas de los Estados, la vida civil, las minorías étnicas y religiosas, los soldados, los niños, la agricultura y el medio ambiente, así como las artes y la literatura, unidas a la memoria de la guerra, tendrán muchas cosas nuevas que contarnos acerca de la formación del moderno Oriente Próximo.
Hasta ahora dichos estudios se han centrado principalmente en el Oriente Próximo y el Egipto otomanos, mientras que se han publicado pocos trabajos sobre el Magreb, Irán, Afganistán y Asia Central. La guerra de 1914-1918 fue diferente de los conflictos geográficamente limitados del imperio Otomano en Tripolitania (Libia) en 1911 y en los Balcanes en 1912-1913, y de todas sus guerras modernas desde el siglo XVIII. La Primera Guerra mundial afectó a todas las regiones del imperio y a la totalidad de su población civil, desde el mar Negro hasta el mar Rojo. A lo largo de cuatro años, el Estado reclutó a un número cada vez mayor de hombres para el ejército y los batallones de trabajo.
Mientras la maquinaria militar del Estado devoraba a una generación de hombres y adolescentes, la retaguardia también se convirtió en un campo de batalla en el que hombres, mujeres y niños luchaban contra el hambre, las langostas, las enfermedades y las políticas de recaudación del Estado. Desde el principio del conflicto, el Estado tuvo que hacer grandes esfuerzos para proporcionar a sus tropas alimento, ropa y equipamiento, dadas las graves dificultades de transporte y logística y la escasez de carbón, para que siguiesen avanzando.
Un cálculo reciente establece el número de muertes militares y civiles en Egipto, Irán y el imperio Otomano durante el periodo 1914-1923 en aproximadamente cinco millones. De una población total de 21 millones en territorio otomano, se movilizó a unos tres millones. De ellos, más de 770.000 reclutas murieron en combate y por enfermedad, medio millón desertó, y unos 250.000 fueron capturados y hechos prisioneros. Si bien estas cifras son útiles para darnos una idea de la magnitud del impacto de la guerra, también suelen tener el efecto de insensibilizarnos ante los horrores que pretenden describir.
Nuevas investigaciones pueden ayudarnos a ir más allá de los números y las etiquetas y avanzar hacia una comprensión más completa de la guerra y de sus múltiples herencias. El clima emocional del imperio Otomano en vísperas de la conflagración desempeñó un papel decisivo no solo en el proceso de decisión de entrar en guerra que tuvo lugar entre agosto y noviembre de 1914, sino también en las vías y los métodos de esta. En Estambul y Anatolia, donde se había asentado la mayoría de los refugiados otomanos de los Balcanes, el Cáucaso y Crimea, la percepción predominante del imperio era la de que un Estado, un pueblo y una fe estaban siendo atacados; impresión que era alimentada por un esfuerzo coordinado por parte de las asociaciones y publicaciones tanto estatales como no estatales.
Estos organismos recogían y divulgaban información referente a las atrocidades cometidas por los cristianos y las potencias cristianas contra los musulmanes otomanos. Las noticias aparecieron casi inmediatamente a continuación de la Revolución de los Jóvenes Turcos de 1908 y la derogación de las leyes de censura hamidianas, y se multiplicaron con las guerras de 1911 y 1923-1913. La imagen del imperio Otomano como una simple víctima del imperialismo occidental europeo, sin una reflexión seria sobre su propia política, prevaleció a lo largo de todo el siglo XX. En los territorios árabes del imperio, en Siria, medio millón de civiles (una de cada ocho personas), murieron de hambre durante la guerra. Los factores que confluyeron para desencadenar la hambruna son bien conocidos.
La política de confiscación de grano y de reclutamiento de hombres en edad de trabajar por parte del Estado otomano, el bloqueo naval anglofrancés de la costa siria, la destrucción a gran escala de la superficie agrícola por las langostas, el acaparamiento de las reservas de grano disponibles y la especulación con ellas por parte de los comerciantes, y la economía de producción de seda en vez de alimentos de la cordillera del Líbano, todo contribuyó a producir el desastre. No obstante, todavía sabemos muy poco de cada uno de estos factores, y menos aún de cómo actuaron recíprocamente para configurar el proceso en conjunto.
El hambre forjó las identidades nacionales sobre todo en Líbano, donde la hambruna de la guerra se ha rememorado con intensa angustia en libros de memorias, en la literatura y en el cine. Si bien la investigación de la carestía en Siria atrae actualmente a estudiosos de Oriente Próximo, apenas ha tenido repercusión en la historiografía internacional sobre la guerra, más allá de los especialistas. Para los investigadores interesados en difundir por el mundo nuestra visión de la Primera Guerra mundial, un paso importante podría ser comparar los bloqueos navales de Alemania y Siria y su respectivo impacto.
En los imperios alemán y austrohúngaro, la malnutrición y el hambre también se llevaron cientos de miles de vidas y amenazaron la estabilidad imperial. En junio de 1916, el jerife Husein de La Meca se separó del imperio Otomano y cerró un acuerdo con Gran Bretaña en lo que se conoce como la Gran Revuelta Árabe, famosa por la película Lawrence de Arabia. Si bien no fueron la única causa de la conducta de Husein, la hambruna imperante y la incapacidad de Estambul para abastecer de alimentos a los territorios árabes desempeñaron un papel de primer orden. Aprisionado entre los británicos de Egipto y los de Basora, después de 1916 Husein no podía esperar mucho de Estambul. El hambre se convirtió en parte de la vida en todo el imperio; en Arabia y en Siria, pero también en Egipto y en Anatolia occidental y, por supuesto, en Anatolia oriental.
La deportación de armenios a Siria significó, de hecho, la deportación de una población vulnerable a una región ya falta de alimentos. La zona del imperio que seguía produciéndolos en cantidades significativas era la provincia de Aydin, en Anatolia occidental, pero desde allí no era posible distribuirlos a todos los territorios, ni por tierra ni por mar. Es sorprendente que, después de las guerras del Líbano y de los Balcanes, el ejército Otomano fuese capaz de combatir cuatro largos años durante la Primera Guerra mundial hasta que firmó el armisticio el 30 de octubre de 1918. A este siguió la ocupación aliada de Estambul, la capital otomana, y el reagrupamiento del derrotado ejército en Anatolia bajo el mando de Mustafá Kemal, el héroe de Galípoli.
Las fuerzas de la resistencia anatólica lograron derrotar a los ejércitos griego y franco-armenio y anular el Tratado de Sèvres de 1920, abriendo el camino para el Tratado de Lausana y el establecimiento de la República Turca en octubre de 1923. En los territorios árabes del imperio Otomano, en los que Francia e Inglaterra estaban implantando un dominio colonial bajo los auspicios de la recién creada Sociedad de Naciones, surgió un movimiento a favor de la independencia relacionado con el anterior, pero mucho más débil. En julio de 1919 el Congreso General Sirio adoptó una serie de resoluciones que proclamaban su derecho a la independencia política. El congreso rechazó cualquier referencia al control francés sobre Siria, que se uniría a Palestina, pero accedió a que Estados Unidos interviniese si era necesario.
En todo caso, el orden posbélico en Oriente Próximo no se construyó de la nada, sino sobre los cambios políticos, económicos y demográficos a largo plazo desencadenados por la guerra. Entender esos cambios será crucial para cualquier interpretación de la historia de la región hasta nuestros días.