La estabilidad de Egipto cuestionada

Las recientes revueltas, inéditas, muestran el malestar hacia el régimen. Para evitar más protestas, es necesario un giro de la política económica y securitaria, lo que parece improbable.

Ricard González

Después de muchos meses alejado de los titulares y de las portadas de la prensa internacional, Egipto volvió a hacerse un espacio entre las noticias más destacadas de la actualidad a finales de septiembre de 2019. La razón fue el estallido de unas protestas antigubernamentales inéditas por su volumen durante los cinco últimos años de férreo control del espacio público por parte del régimen liderado por el mariscal Abdelfatah al Sisi. El gobierno fue capaz de sofocar las protestas rápidamente a través de una intensa campaña de represión, pero este incidente ha servido para cuestionar la imagen de estabilidad que el régimen se ha esforzado en proyectar después del convulso periodo posrevolucionario para atraer el apoyo de las cancillerías occidentales. ¿Será Egipto un país estable y seguro el próximo lustro?

Las inesperadas manifestaciones tuvieron lugar la noche del viernes 20 de septiembre, y fueron convocadas por Mohamed Ali, un constructor y actor amateur egipcio, exiliado en Cataluña desde el pasado verano, cuyos videos de denuncia de la corrupción en la cúpula del ejército colgados en las redes sociales se convirtieron en virales. En las horas anteriores a las protestas, la mayoría de analistas se habían mostrado escépticos sobre la capacidad de convocatoria de un oscuro empresario que trabajó durante 15 años con el ejército antes de convertirse en disidente y que era un completo desconocido un mes antes. Por si acaso, las fuerzas de seguridad se desplegaron por el centro de El Cairo y, muy especialmente, en los aledaños de la Plaza Tahrir. A pesar de todo, aquella noche sí hubo protestas y, minutos después, ya circulaban como la pólvora por las redes sociales videos filmados con teléfonos móviles en los que se veían grupos de jóvenes coreando eslóganes contra el régimen y su presidente. La cadena Al Yazira, hostil al gobierno egipcio, llegó a realizar un especial esa misma noche, reproduciendo una y otra vez las imágenes de las concentraciones anti-Sisi.

Según los testimonios de periodistas y activistas presentes, los actos contestatarios, en apariencia espontáneos nunca reunieron a grandes multitudes, sino más bien a centenares, o a lo sumo unos pocos miles de personas, en los diversos puntos donde tuvieron lugar. Los principales actos se produjeron en las inmediaciones de la plaza Tahrir, el centro de Alejandría y de Suez, así como en las ciudades de Mansura, Mahalla al Kubra y Damietta. Quizás las más sorprendentes fueron las concentraciones cerca de Tahrir, pues era un área tomada por las fuerzas de seguridad. Después de varios minutos, la policía dispersó a los concentrados y realizó decenas de arrestos. En los otros lugares, donde la presencia policial era menor, las manifestaciones se prolongaron más tiempo. Ahora bien, de madrugada la policía ya había recuperado el control del espacio público.

Envalentonado por su éxito, Ali realizó desde su exilio en Cataluña una nueva convocatoria de manifestaciones para la semana siguiente, el 27 de septiembre. No obstante, esta vez apenas hubo algún conato de protesta en barrios periféricos de El Cairo como Helwan o Warraq. El despliegue de las fuerzas de seguridad fue imponente en todo el país. Ese mismo día, el régimen exhibió músculo en una concentración de apoyo al mariscal Al Sisi organizada en el barrio cairota de Nasser City y en la que participaron miles de personas.

La jornada estuvo precedida por una amplia campaña de intimidación y de arrestos que no se limitó a las personas que acudieron a las manifestaciones, lo que probablemente disuadió la organización de nuevas protestas. Entre los detenidos, estaban la abogada y activista alejandrina Mahienur el Masry, así como Abdelaziz al Huseini, líder del partido opositor Karama, de tendencia nasserista.

Además, la policía llevó a cabo controles indiscriminados en las calles, que incluían la confiscación de teléfonos móviles para visionar el contenido de los mensajes y conversaciones intercambiados en las redes sociales. En caso de encontrar material contrario al régimen, incluidos los videos de Ali, la policía procedía a arrestar al propietario del aparato. Según la ONG Comisión Egipcia para los Derechos y las Libertades, al menos 4.300 personas fueron arrestadas los días posteriores a las protestas.

Las raíces del descontento

Vista con perspectiva, la cobertura mediática de las protestas puede parecer exagerada. Los defensores del régimen no se cansaron de argumentar que el volumen de manifestantes era irrisorio en relación con la población del país árabe, que ya supera los 100 millones de habitantes. Sin embargo, la contestación en las calles, que no pedía reformas sino la dimisión de Al Sisi, fue relevante por dos razones. En primer lugar, porque no se habían registrado protestas de este calibre desde que el régimen puso fin a las manifestaciones organizadas por los Hermanos Musulmanes después del golpe de Estado de 2013, algunas de ellas saldadas con la muerte de decenas de personas tras abrir fuego contra la multitud. En segundo lugar, porque los manifestantes sabían que la probabilidad de ser arrestados, torturados brutalmente y sentenciados a largas penas de cárcel era alta, como ha sucedido con miles de personas en los últimos años. Y a pesar de ese elevado coste personal, varios miles lo asumieron, lo que sugiere que el descontento con el régimen Al Sisi es profundo y compartido por amplias capas de la población, desbordando el perímetro de una oposición muy debilitada. Ahora bien, como es habitual, la propaganda del régimen atribuyó las protestas a su enemigo predilecto: los Hermanos Musulmanes.

De acuerdo con numerosos testimonios, el perfil dominante entre los participantes era el de hombres muy jóvenes, algunos adolescentes, y la gran mayoría por debajo de los 30 años. Es decir, se trata de personas que cuando ocurrió la revolución de 2011 eran niños, y en el momento del golpe de Estado aún no se había despertado su conciencia política. En cambio, la generación que sí participó en la revuelta que forzó la caída de Hosni Mubarak se halla en la cárcel, exiliada o deprimida en sus casas. En conclusión, no parece que los actos contestatarios fueran guiados por la oposición.

En un país sin espacio alguno para un debate público real, con los medios de comunicación de masas controlados –o incluso poseídos– por los servicios de inteligencia, con decenas de miles de presos políticos, y en el que la simple realización de encuestas no autorizadas por el gobierno se castiga con largas penas de cárcel, no es fácil tomar el pulso a la opinión pública. Este asfixiante control de la sociedad por las fuerzas de seguridad e inteligencia explica una parte del malestar popular. Después de las protestas, incluso varias figuras cercanas al régimen, incluido el presidente del Parlamento, Ali Abdel Aal, sugirieron la necesidad de relajar la represión y ampliar el margen de maniobra de los partidos legales de oposición. Sus declaraciones llegaron días antes de que se filtrara a la prensa la intención de Al Sisi de congelar la actividad parlamentaria mientras los servicios de inteligencia reclutan nuevos cuadros para presentarlos en las próximas elecciones legislativas. Por tanto, la reacción del régimen va en la dirección opuesta a la apuntada por Abdel Aal: un control todavía más estricto de la escena política.

En todo caso, la más profunda raíz del malestar popular es probablemente la situación socioeconómica del país. La aplicación de un duro plan de ajuste estructural, pactado por el Fondo Monetario Internacional en 2016 a cambio de un paquete de ayudas valorado en 12.000 millones de dólares, ha empobrecido a la menguante clase media y ha aumentado las dificultades para sobrevivir de las clases más desfavorecidas. De acuerdo con un informe del propio gobierno, la pobreza ha aumentado en Egipto un 5% durante los dos últimos años hasta alcanzar a casi a un tercio de la población. Ahora bien, la cifra real podría ser aún mayor, ya que el estudio sitúa el umbral de la pobreza en unos ingresos bastante bajos –45 dólares al mes–, sobre todo si tenemos en cuenta que en 2017 la inflación llegó a superar durante algunos meses el 30% a causa de la brusca devaluación de la libra egipcia el año anterior. En este periodo, el gobierno recortó los subsidios a la electricidad, los transportes y la gasolina, entre otros, y aumentó los impuestos indirectos.

Aunque la factura ha sido onerosa para millones de egipcios, las medidas han conseguido su objetivo principal: mejorar los indicadores macroeconómicos del país. En 2018, el déficit público se situó en el 8% del PIB después de haber alcanzado el 13% en 2013, las reservas de divisas se han triplicado en solo dos años, la inflación ha caído por debajo del 5%, la tasa de paro oficial es de solo el 7,5%, y la previsión de crecimiento económico para este año es del 5,8%.

Ahora bien, incluso el Banco Mundial, que ha aplaudido el plan de ajuste, reconoce que estas lustrosas cifras esconden una realidad más desalentadora. Por ejemplo, un 39% de los egipcios en edad de trabajar están desempleados. Además, los sueldos son tan bajos que tener un empleo no es sinónimo de poder escapar de la pobreza. Y es que el crecimiento económico se ha concentrado en sectores intensivos en capital, como el energético, que no generan un crecimiento inclusivo. Para mejorar el nivel de vida de millones de personas, el sector privado debería crecer más y generar millones de trabajos. Sin embargo, su desarrollo se ve impedido por la competencia desleal del boyante entramado empresarial del ejército, que no paga impuestos y a menudo se beneficia de la mano de obra gratuita de jóvenes reclutas que realizan el servicio militar.

¿A la espera del próximo estallido?

Ante este sombrío panorama marcado por la carestía, no es de extrañar que las revelaciones de Mohamed Ali sobre el lujo desmesurado en el que viven los generales egipcios gracias a sus prácticas corruptas desataran la indignación de buena parte de la población egipcia. Todo indica que la legitimidad del régimen está cada día más cuestionada y que solo una franja minoritaria de la población le mantiene su apoyo. No obstante, la naturaleza efímera de las protestas hace pensar que no existe a corto plazo un peligro existencial para la supervivencia de la dictadura militar.

Mohamed Ali no representa una alternativa al régimen actual, ni tiene la capacidad o los recursos para articular un robusto movimiento de oposición. El hecho de que los egipcios hayan creído en la veracidad de sus acusaciones no significa que vean en él un líder para el futuro. De hecho, es muy probable que este empresario de origen humilde, hecho a sí mismo y sin ningún tipo de experiencia política, desaparezca pronto de la escena política egipcia. Consciente del riesgo de caer en la irrelevancia, un mes después de las protestas, concedió una ronda de entrevistas a varios medios internacionales en los que anunciaba la preparación de nuevas acciones de protesta, si bien esta vez serían de una naturaleza diferente para evitar el elevado coste de la represión.

Más que el inicio de una revolución, las protestas representan una seria advertencia para el gobierno de cara al futuro. Tarde o temprano aparecerá una generación que no estará marcada por la desilusión de la revolución, ni por la represión traumática posterior al golpe de Estado. Y si no ve ninguna expectativa de un futuro mejor, volverá a salir a la calle. Pero la próxima vez no serán unos pocos miles, sino decenas o centenares de miles, por lo que el grado de violencia necesario para dispersarlos será mucho mayor. A largo plazo, la represión no puede ser el único sustento de un sistema político. El éxito, aunque efímero, de alguien con el perfil de Ali, un chico de barrio espabilado y bravucón, sin formación superior ni ideología conocida, puede ser un augurio sobre la naturaleza de la próxima revuelta, más violenta y menos ideologizada que la de 2011. De hecho, entre algunos intelectuales del país hace años que circula el temor de una “revolución del hambre” que podría desembocar en un baño de sangre y el caos frente un Estado en descomposición.

Hasta la llegada del próximo estallido, el régimen goza de algunos años para construir un país más próspero y menos autoritario, o al menos con algunas válvulas de escape institucionales para canalizar la frustración acumulada. Sin embargo, ello requeriría un giro de 180 grados en sus políticas tanto económicas como securitarias que lo hace altamente improbable. Un cambio de esta naturaleza ampliaría su base de apoyo entre la población, pero amenazaría con alienar los poderes fácticos sobre los que se ha sostenido. Si a todo ello añadimos un crecimiento demográfico sin freno, es difícil ser optimista respecto al futuro de Egipto. Quizás el régimen sea capaz de volver a recuperar pronto esa imagen de estabilidad que le permite recabar el apoyo de unos países occidentales asustados por el colapso del Estado y por una hipotética ola de migrantes hacia las costas europeas. Pero que nadie se engañe, será una estabilidad frágil y falsa, siempre a expensas de que, entre las rendijas del Estado policial, se cuelen de una forma u otra expresiones de la ira popular.