Las visiones oculares y oníricas del ser humano conforman una dualidad entre lo oculto y lo presente que constituye la base de la estética sufí. Aparece así la experiencia de la revelación, que impone un discurso más allá de la racionalidad, fundado en la metáfora. Ésta es, en efecto, un modo de videncia que, al igual que en el surrealismo, rebasa los límites de la apariencia para acceder al significado verdadero. La poesía constituye, pues, una forma de pensamiento subjetivo e interior que ayuda al ser humano a llegar al mundo interior de las cosas. Así, las escrituras sufí y surrealista, aparentemente tan alejadas, son experiencias de acceso a lo absoluto basadas en el mito y el símbolo, es decir, en la parte más profunda e inconsciente del ser humano.
Tal vez contemplar le comunique a quien contempla
lo que no es dicho por ninguna expresión
ni se contiene en ninguna interpretación.
Al-Niffari
1
Si partimos de la idea de que a Dios no se lo conoce más que por Dios, o de que a Dios sólo lo conoce Dios, el conocimiento que tiene el ser humano de Dios necesitará siempre superarse a sí mismo y renovarse para seguir estando al nivel de lo que pretende conocerse: el carácter ilimitado de Dios, su infinitud. Siendo Dios un misterio continuo, conocerlo será obligadamente un descubrimiento continuo. Existe, pues, algo oculto que permanece siendo oculto, que existe por sí y para sí mismo, y a lo que no puede dársele forma definitiva, porque está más allá de todo conocimiento. El lenguaje, por tanto, no puede abarcarlo; puede transmitir una idea sobre ello, o una experiencia sobre su visión y comprensión, pero su transmisión será indirecta en cualquier caso, es decir, a través de la imagen, el símbolo, el signo y la alusión.
No obstante, puesto que el ser humano no es una simple cosa, ni simple historia, sino que lleva dentro de él algo que va más lejos de él mismo, su identidad se hallará dentro de lo oculto. El ser humano es producto de la historia, pero por ser oculto rebasa la historia. Eso oculto es al mismo tiempo una presencia absoluta: es manifiesta, visible a través de manifestaciones que no son sino señales de lo oculto. Lo oculto es, además, distinto de aquello a lo que llamamos lo desconocido, pues lo desconocido es susceptible de ser conocido en sí mismo, mientras que lo oculto no puede ser agotado por el conocimiento, o éste no llega a abarcarlo por completo. Todo lo que conocemos de lo oculto son imágenes, pero él, en sí mismo, permanece oculto.
2
Lo oculto / presencia es el campo en el que se mueven las visiones ocular y onírica humanas. Es el campo de la revelación (kaxf) sobre la que se erige la estética sufí. Dicha estética tiene dos fundamentos: el primero, que el intento de descubrir lo oculto no conduce sino a una mayor necesidad de intentarlo, puesto que el ser humano sólo alcanza a conocer el umbral de lo que permanece siendo desconocido y lo invita a conocerlo. Es como si conforme más conociera fuese más ignorante y se incrementara aún más el deseo de indagar en lo oculto. El segundo fundamento consiste en que la experiencia de la revelación impone, para ser expresada, un discurso que escape a la vez de las cadenas de la racionalidad y de la lógica, y de las cadenas del habitual sentido común, además de liberarse de la teología doctrinaria y de las normas de la ley religiosa. Es algo indecible, indescriptible. Es de otro nivel.
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Añadamos a esto que la estética del sufismo se funda también en la contradicción, lo cual quiere decir que todo se expresa a sí mismo en su contrario, la muerte en la vida, la vida en la muerte, el día en la noche, la noche en el día. Los extremos se juntan así en una completa unidad: el movimiento y el reposo, la realidad y la imaginación, lo extraño y lo familiar, lo claro y lo oscuro, lo interior y lo exterior. El sufí une lo interior y lo exterior, el sujeto y el objeto, la realidad oculta y la realidad luminosa, para alcanzar un estado de consciencia superior, que no se manifiesta a un individuo concreto sino a todo individuo. Esta unidad entre el mundo visible y el mundo invisible es la unidad de los contrarios y uno de los fundamentos estéticos de la escritura sufí. De este modo, vemos que la estética del sufismo empuja al ser humano a avanzar continuamente más allá de lo limitado, de lo conocido. En este avance es preciso que se renueve sin cesar para estar siempre presente, para estar dispuesto en todo momento a caminar hacia lo desconocido.
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¿Qué vía emplea el sufismo para la revelación? La respuesta está en que el sufismo discierne, en el nivel cognoscitivo, entre la razón y el corazón. La primera sirve para conocer el mundo externo, el mundo de los fenómenos, y el segundo para el conocimiento de lo interior, del mundo verdadero. Distingue, por consiguiente, entre el mundo de la ley religiosa y el mundo de la verdad. La razón tiene su propio método: el análisis, la argumentación. Y el corazón tiene también su propio método: la intuición, la iluminación y el gusto. Así pues, el sufismo rechaza la metodología racionalista. Pero no sólo rechaza su metodología, sino también el sistema de vida fundado en sus valores, con la intención de insertarse mejor en lo indelimitable e infinito.
El sufismo, en cuanto actitud, perturba el orden del mundo exterior y sus instrumentos de conocimiento y, en cuanto expresión, altera el orden habitual del lenguaje. Esto quiere decir que el sufí no establece relaciones racionales entre sí mismo, la naturaleza y las cosas de la naturaleza, pues considera a ésta como un conjunto de símbolos, imágenes y alusiones, y las relaciones que entabla con todo ello son cordiales (del corazón), en el sentido sufí del término.
La revelación es manifestada o expresada con un lenguaje que sobreviene como emanación, dictado o expresión teopática, en ausencia casi total de la censura de la razón, aunque, a pesar de esto, en la experiencia de la escritura sufí no hay nada gratuito, pues siempre queda una entusiasta voluntad de revelación. Dicha experiencia se manifiesta a veces en expresiones, términos e imágenes que aquellos que las ven desde fuera, o con los ojos de la norma religiosa, denominan desviación o charlatanería. Es una experiencia que rebasa lo parcial para llegar a lo total y supera la dualidad materia-espíritu y exterior-interior, en pos de una unidad en la que la iluminación se une con la acción y el éxtasis con la práctica viva.
La escritura sufí es una experiencia que no ofrece ideas filosóficas abstractas, sino estados y atmósferas. Es una escritura que no narra, ni enseña, sino que despierta las cosas y hace estallar sus misterios. Según esta estética, la poesía es como una brisa esparcida por el mundo, en la que la creatividad es una emanación que difunde la vida en todas las cosas y en la que se disuelven los límites entre el yo y el otro, entre el sujeto y el objeto, armonizándose los extremos.
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En la escritura sufí se disuelven el yo y el no-yo en un movimiento dialéctico que transforma al propio ser humano en una dinámica de conocimiento profundo de la existencia y de fusión con sus misterios. De ahí que esta escritura parezca ir más lejos que el lenguaje literario. Es como si fuera un lenguaje que captura lo que hay más allá de la naturaleza, o un rito secreto más allá del lenguaje. Por eso, esta escritura parece esperar lo inesperado, parece un deseo que no se sacia al realizar lo deseado, sino que al realizarlo se intensifica aún más la sed y la ansiedad. Cuando entramos en el horizonte de esta escritura nos preguntamos si el lenguaje es aquí escucha o tacto, verdadera revelación o inmersión. Y es que todo en ella parece símbolo, sueño, alusión. La noche, en esta escritura, no es la noche como tal sino más bien una alusión a otra luz, lo mismo que la muerte no es la muerte sino otra vida más bien.
Todo esto se evidencia en la locución teopática (xath), que es un copioso flujo alumbrado en un continente desconocido del ser humano, combatido y reprimido especialmente por «la razón» religiosa. Lo curioso es que esta «razón», que cree en los genios y en mundos y seres invisibles, no cree, sin embargo, en la existencia en el cuerpo de un mundo que no es visto ni conocido por la razón. El xath es el descubrimiento de este inmenso continente lleno de lo sorprendente y deslumbrante, de lo infinito. Es, por ello, una fuerza explosiva que destruye las distintas formas de pensamiento acostumbrado y las habituales formas de expresión y escritura. Es una especie de trasgresión con la que el ser humano reconoce la naturaleza interior e invisible y va más allá de la lógica y sus valores. No obstante, la razón normativa religiosa entiende que lo trascendente en la naturaleza, en lo metafísico y en el ser humano se detiene en la revelación profética y que es privativo de ella. De ahí que la escritura tenga que permanecer dentro de las fronteras de lo conocido y lo evidente, o de lo contrario entraría en competencia con la profecía y llegaría posiblemente a desmentirla. Esto nos lleva a afirmar que la estética del texto sufí, al igual que la del texto surrealista, se basa fundamentalmente en la metáfora (mayaz). Ambos son textos eminentemente no normativos: el primero trasgrede la normativa religiosa y el segundo la normativa institucional, cultural y social. Y, en tanto que la metáfora es suposición, no ofrece ninguna respuesta taxativa, sino que es, en sí misma, un ámbito de fricción de las contradicciones semánticas. La metáfora no genera, pues, más que nuevas preguntas. Desde el punto de vista cognoscitivo es un factor de inquietud y turbación, no de certeza y sosiego. Esto explica por qué la metáfora es combatida, en el seno de la cultura árabe, dentro del ámbito religioso sobre todo. Hay una tendencia todavía dominante que, o bien rechaza la hermenéutica, es decir, la metáfora, entendiendo el texto religioso de manera literal, o bien la admite, pero con condiciones que no dan lugar a la aparición de ninguna respuesta que contravenga la norma religiosa. En ambos casos el texto posee una prioridad que debe ser aceptada. Y la hermenéutica no es, según esta tendencia, más que la confirmación de todo lo que se corresponde con lo que el texto ofrece de manera directa y literal. La hermenéutica es aquí una especie de operación analítica para confirmar el texto y su contenido, no para preguntarse en torno a él, ni para interpretarlo de modo que contradiga la evidencia literal y la norma religiosa.
La poética de la metáfora radica en su no referencialidad, es decir, en su condición de invención, como si fuese siempre un comienzo y careciera de pasado. En tanto que energía generadora de interrogantes renueva al ser humano, ya que renueva el pensamiento, el lenguaje y la relación con las cosas. Es una dinámica de negación de la existencia presente buscando otra existencia. Toda metáfora (mayaz) es tránsito (tayauz): de la misma manera que en la metáfora el lenguaje va más allá de sí mismo, la realidad expresada por el lenguaje va más allá de sí misma, a través también del lenguaje. Así, la metáfora nos pone en relación con la otra dimensión de las cosas, con su dimensión invisible.
Así las cosas, la metáfora exige, naturalmente, una lectura dinámica paralela a su dinamismo, es decir, una lectura siempre renovada. La lectura que insiste en la comprensión del texto sólo de manera literal o externa se contradice con la propia naturaleza del lenguaje, puesto que la literalidad mata el lenguaje, tanto en forma como en significado, a parte de que también aniquila al ser humano y su pensamiento. En este nivel podemos afirmar que el texto es su interpretación. Dicho de otro modo, no existe metáfora, o no existe interpretación, de aquel texto con el que se pretenda llegar cognoscitivamente a certezas definitivas, como sucede con los textos religiosos, científicos y matemáticos. Las personas religiosas son las más acérrimas enemigas de la metáfora. Se interesan por lo que ellos llaman la verdad y la predican como algo absolutamente claro. Mas la metáfora es imaginaria, lo que significa, en la óptica de estas personas religiosas, que es inútil y carente de sentido.
Sin embargo, para los sufíes y para los surrealistas la metáfora no es sólo cuestión de estilo, es también videncia. En la escritura árabe se explicó la causa de la metáfora diciendo que cuando el alma se encuentra con un discurso de significado incompleto, que es lo característico de la metáfora, desea que se complete. Si se encuentra ante un discurso de significado completo, como sucede en la escritura no metafórica, ese deseo se apaga (al-Yuryani)[1]. Al igual que lo conocido genera un deseo hacia lo desconocido, la metáfora genera el deseo de lograr el sentido completo, de salir de lo finito a lo infinito. Esto significa que la escritura se constituye en el sufismo, y en el surrealismo, sobre un lenguaje suscitador del deseo de búsqueda, de preguntar, de conocer lo desconocido y entrar en la dinámica de lo infinito. Atiende, así, a la infinitud en el conocimiento y en la expresión.
6
Tratar sobre la metáfora nos lleva a tratar sobre la forma. Y la forma a su vez nos envía a la profunda significación que posee la experiencia de la escritura tanto sufí como surrealista. Ella es la que descubre a Dios (el significado), o la que elimina el velo existente entre nosotros y Él, pudiendo así verlo y unirnos a Él. Sin embargo, el desvelamiento (kaxf) no significa aquí intensificar el brillo del significado, y tampoco hacerlo venir de un estado de ocultación a un estado de presencia, sino atenuar la intensidad de su manifestación para que pueda ser visto. Conforme el destello y la radiación solares son más intensos, menos podemos fijar en el sol la mirada, es decir, el sol se oculta a la vista. En este sentido, podemos entender el aserto sufí de que «De la intensa manifestación procede la ocultación». La forma es, pues, como una fina y transparente nube que vela, posibilitando el que se la mire y «manifestándose» a quien mira.
La aparición del significado es ocultación, ya que el hecho de que el significado aparezca bajo una forma conlleva que su luz ha sido velada, pues la forma es limitación de lo ilimitado. Además, el significado (Dios) no está oculto como para que digamos que se hace presente o se manifiesta, no, su presencia es permanente y absoluta. Cuando lo vemos bajo una forma no lo vemos a él, sino que lo que vemos es nuestra propia forma en él. Y es que la forma es de quien mira, no de lo mirado. El significado se oculta al manifestarse y se manifiesta al ocultarse. Aunque no se oculta con nada externo a él, sino con su propia luz. La ocultación es, como hemos dicho, resultado de una intensa manifestación: su luz es deslumbrante, imposibilita fijar en ella la vista, y hasta mirarla.
Desde esta perspectiva, la forma es una luz que se condensa por la omnipotencia y voluntad del significado (Dios) para preparar con ella el conocimiento de su esencia, sus atributos y sus nombres. La forma es definición del significado (Dios), porque el significado está oculto debido a su extrema sutileza y es imperceptible e incognoscible. Y por ser veladura la forma, ésta nos remite al mismo tiempo a la luz del significado y a la oscuridad del universo. La forma-universo es una nube que tapa el sol del significado, pero también es a la vez un camino hacia él. Es lo manifiesto que señala hacia lo oculto. Por ello, quien se contenta con mirar hacia la forma dentro de los límites de la apariencia sensible verá el significado cual oscuridad y quedará ligado a la oscuridad, mientras que quien rebasa esos límites y penetra en su interior verá el significado en su verdadera luz y en su verdadero ser.
En este nivel, la forma es la salvación del universo sensible, ya que cuando despunta la luz del significado dicho universo se quema y desaparece. Cuando aparece lo sutil desaparece lo denso. A esto mismo responde la orden dada por Dios a Moisés cuando le pidió que, para verlo, mirase hacia la montaña, pero la montaña no pudo fijarse debido a la escasez de luz manifestada: el ser humano no puede ver el significado (Dios) dentro del mundo sensible más que a través de la forma, es decir, a través de la densidad de lo sensorial. La forma es, por tanto, el lugar de los atributos y las densidades. Por el atributo se conoce la esencia, y por lo denso se conoce lo sutil.
7
Ibn Arabí considera que el mundo espiritual se manifiesta en formas sensibles, y dice sobre los genios[2], por ejemplo:
“Cuando un genio aparece bajo una forma sensible es atrapado por la vista, ya que no puede escapar de esa forma mientras permanezca la vista mirándolo a él concretamente, si bien esto es así desde el punto de vista del ser humano. Si el perceptor lo atrapa y sigue mirándolo sin que el genio tenga lugar donde ocultarse, ese ente espiritual le muestra una forma bajo la que se esconde a modo de cortina. Luego, el observador imagina que aquella forma se mueve en una dirección determinada y la sigue con la vista, pero, por seguirla con la mirada, el ente espiritual escapa y se oculta. Al ocultarse, la forma desaparece de la mirada del observador que la perseguía visualmente, puesto que dicha forma es respecto al ente espiritual como la luz que se expande por todas partes respecto a una lámpara, de manera que si se esconde el cuerpo de la lámpara desaparece la luz, que es justo lo que sucede con la citada forma del genio. Quien sabe esto y desea capturar ese ente espiritual, no sigue la forma del mismo con la mirada. Éste es uno de los secretos divinos que no se conocen más que por información procedente de Dios. La forma no es sino la esencia del ente espiritual, más aún, es él mismo, aunque la forma se encuentre en mil lugares, o en todos los lugares, o tenga diferentes figuras. Cuando se elimina una de esas formas y muere en apariencia, el ente espiritual se traslada de la vida de este mundo al limbo (barzaj), de la misma manera que nos trasladamos nosotros también al morir, y no se dirá nada de él en este bajo mundo como de nosotros. Esas formas sensibles en las que se manifiestan los entes espirituales se denominan cuerpos”.
Podemos entender la forma como sombra. En la tradición religiosa, Dios tiende sombras sobre la tierra. Es muy conocido el hadiz de que «La soberanía (sultán) es la sombra de Dios en la tierra», ya que, según Ibn Arabí, «se manifiesta con todas las formas de los nombres divinos que tienen incidencia en el mundo terrenal, y el Trono es la sombra de Dios en el más allá»[3]. La sombra depende de la forma, de la que ella emana sensitiva y espiritualmente. La sensación es limitada, determina y empobrece, de ahí que la sombra espiritual de la forma espiritual sea más potente y rica que la sensación.
Las criaturas poseen también sombras que corporeizan a Dios. En este sentido, esas sombras son las que pueblan el mundo. La idea de la sombra se explica con la separación de Muhammad de su Creador: al separarse, el lugar de la separación fue llenado con su sombra, puesto que en el mundo no existe el vacío[4]; su separación es por la luz, y él es por la manifestación, ya que, cuando la luz le dio de frente a Muhammad, se extendió su sombra llenando el lugar en que se había separado. La sombra indica que todavía sigue unido a su Creador. Muhammad es así visible para aquel hacia el que se separó, es decir, para el ser humano, y está presente ante aquel de quien se separó, es decir, el Creador. De ahí que sea cierta la aseveración de que Muhammad está en todas partes.
Podemos entender la forma cual producto de la relación entre agente y paciente, siendo aquí el agente equivalente al padre, que es el espíritu, y el paciente a la madre, que es la naturaleza, o sea, el lugar de las transformaciones. El padre está, por tanto, en lo alto, y la madre, debajo. En la unión física humana entre el padre y la madre, la unión es la forma de la fusión espiritual generatriz que se produce entre el cálamo y la tabla guardada [en el cielo] (el lugar y el ámbito de la escritura), o entre el Intelecto Primero y el Alma Universal; si observamos el símbolo del escritor (el Intelecto Primero) y el propósito de la escritura (ofrecer conocimiento = el coito en la unión física) se nos aclara el significado de la expresión «Dios creó a Adán según su forma» [hadiz profético] y el sentido de la expresión divina [coránica] relativa a la creación de las cosas con el ¡Sé! (kun). La letra kaf y la letra nun de esta palabra son el Intelecto Primero y el Alma Universal, es decir, dos premisas unidas por un nexo oculto en la voz kn, que es, como dice Ibn Arabí, la letra waw [u] omitida para que se encuentren las dos consonantes. De ambas premisas de kun se deduce una especie de conclusión: la forma. Entre el cálamo y la tabla se produce un coito significante que genera un signo sensible: las letras. Así se entiende el dicho del imán al-Sádiq[5] de que Dios creó primero las letras: el signo sensible depositado en la tabla es el agua del conocimiento (= la creación), simbolizado por el agua que fluye en el útero. Los significados depositados en las letras son como los espíritus depositados en los cuerpos de los hijos.
Asimismo, cuando el padre y la madre (el hombre y la mujer) se encuentran, el cálamo se esconde y echa invisiblemente el semen en el útero, porque es secreto. Desde este punto de vista, el coito es igualmente secreto. La forma es el resultante de relaciones, sea en el mundo físico o en el de las palabras, es decir, es cierta transformación. En el mundo de la palabra, el hablante es el padre, y el oyente la madre, siendo el lenguaje el nexo que los liga (coito) y el resultado de la comprensión por parte del oyente, el hijo: la nueva forma o la transformación. En el mundo de la unión física humana, el padre es el que transforma y la madre la transformada, mientras que el coito es el acto de la transformación y el hijo el resultado de dicho acto.
La percepción de las formas no es sino un modo de transgredir el hábito de la percepción visual. Así lo ilustra el relato acerca de la glorificación a Dios realizada por las piedrecillas que tenía el profeta Muhammad en su mano. Las piedrecillas glorifican a Dios desde que fueron creadas por Él, pero el oírlas es algo extraordinario en relación con la audición, aunque no en relación con las piedrecillas[6].
Muhammad posee dos cualidades: el conocimiento y la acción. Con la acción otorga las formas, que son de dos clases: las manifiestas sensibles, como los cuerpos, las figuras y los colores a ellas ligados, y las ocultas espirituales, que son las que se encuentran en las ciencias, los conceptos y las voluntades. La cualidad del conocimiento viene a ser aquí el padre, porque es agente, en tanto que la cualidad de la acción es la madre, por ser paciente. De ambas cualidades surgen las formas. Por consiguiente, la forma es símbolo de conocimiento, no de identidad, ni de existencia. Con la forma, el ser humano corporiza el significado en su alma, corporización que facilita la expresión de dicho significado a una facultad que está en la imaginación. Ibn Arabí dice que
“la corporización de la forma empuja al ser humano a sostener la mirada hasta aprehender todo el significado de la misma. Si el significado entra en el molde de la forma y de la figura, es deseado por los sentidos y se abre a la contemplación y al disfrute, lo que conduce a la realización de lo dispuesto por dicha figura y lo corporizado por dicha forma”[7].
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Digamos que la forma es la aproximación de lo lejano o, incluso, lo cercano que mantiene alejado al significado. Pero lo cercano no se encuentra sólo en la claridad, sino que está también en lo oculto y en la lejanía. Lo infinito resulta de esta dialéctica integradora entre revelación y ocultación, entre forma y significado, entre cercanía y lejanía. Es como si el pensamiento comenzara siempre por esta línea separadora entre significado y forma, que es como la línea que separa la luz de la sombra. No obstante, el ser humano se encuentra siempre atraído hacia el significado o la luz. Y es que la visión «se define» pero «no existe». La visión no es, pues, sino el umbral de algo que hay más allá de ella: lo oculto. En el cenit de la visión, el ser humano comprueba que su sed hacia lo que aún no ha visto se incrementa. La visión es una dinámica de infinitudes: el punto de llegada nos descubre la lejanía y la sed más que la cercanía y la saciedad. Y la cercanía es un relámpago en el que la lejanía parece todavía más lejana. Lo más cercano es la muerte: la muerte que anula la vida terrenal y establece la otra vida, la cual es muerte respecto a la sombra-mundo terrenal, aunque vida respecto a la luz-más allá. Ausentarse de la sombra es estar presente en la luz. La muerte es luz: es la existencia verdadera. El pasado es la luz, el presente es el estadio intermedio-forma, y el futuro es la muerte: la vida eterna. Mas el pasado no es aquí un punto que pasó o cesó, sino una raíz, un origen ante el ser humano. En este sentido, el pasado es un futuro que vino, el presente un futuro que viene y el futuro un futuro que vendrá. El tiempo es ese movimiento de la sombra-luz que mide la existencia escondida-evidente. Y la existencia no es sino el movimiento permanente de la dialéctica entre lo escondido y lo evidente, entre lo evidente y lo escondido (lo manifiesto-lo oculto, lo oculto-lo manifiesto).
El propio ser humano es un estadio intermedio (barzaj), un puente entre la sombra y la luz, cuya existencia se vertebra en torno al tránsito hacia la luz. Vive de su eterno deseo de tránsito. Es como si existiera entre dos límites: no puede vivir sin algo oculto ante él que le descubra su limitación, ni tampoco puede ir hacia la vida sin una forma que al verla le descubra lo que lo une con lo oculto. Lo oculto es lo que rebasa al ser humano, pero al mismo tiempo es lo que lo rodea, abriga y dinamiza. Es aquel horizonte que sólo existe cuando se camina hacia él. Al caminar, lo oculto se acerca, mas se acerca para parecer aún más alejado, para que el ser humano parezca tan limitado como si todavía no hubiera sido creado. Ahí radica su ardiente deseo de morir, es decir, de nacer.
Lo único que despierta, moviliza y empuja al ser humano a superar sus límites es lo que es semejante a él. Y la semejanza que une al ser humano y a Dios es, justamente, la forma. La forma es, atribuida a Dios, algo desconocido e inalcanzable para el conocimiento y, atribuida al ser humano, algo conocido que recibe luz de lo desconocido. La forma suscita nuestro deseo, pero escapa a nuestra percepción. No hay unión entre el ser humano y la forma, entre algo y su semejante, sino entre el ser humano y lo que lo transciende, entre lo limitado y lo ilimitado, entre lo evidente y lo oculto que permanece oculto. El ser humano no se une más que con lo desconocido que permanece desconocido. Tal unión es como la caída de una gota de agua en un río sin fin, no la unión de un límite con otro, ni de un cuerpo con otro, ni de una cosa con otra. Cuando el ser humano percibe la forma que le es semejante se encamina hacia la percepción del significado, o sea, hacia la unión con lo que no se le asemeja. Ha de vincularse a un límite para poder alcanzar lo ilimitado. El ser humano es de tierra, de la que no se separa más que para unirse a ella. Descubrir el significado es descubrir, en el universo, lo que se asemeja al ser humano: la fragilidad y el cambio. Es como si el ser humano no lograse la eternidad más que destruyendo el tiempo, como si no habitara más que en el lugar que abandona.
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Ibn Arabí analiza la relación existente entre significado y forma desde el punto de vista de las letras, y observa que la letra kaf de la palabra al-kawn (ser) es sombra de la palabra kun (¡sé!), porque esta última palabra es una esencia (dat) cuya sombra es el ser, y que la letra waw en la palabra huwa [él, ello, Él]). Cuando escribimos la letra waw como la pronunciamos («w-a-w»), Ibn Arabí piensa “que la primera waw es la waw de la ipseidad (huwía: esencia, identidad) y que la segunda waw es la de kawn (ser), en tanto que la letra alif (a) interpuesta es el velo de la unicidad (ahadía)”[8].
Las manifestaciones simbolizan, o bien la forma (sura), o bien el hiya (el ella). Ella es Él, pero Él no es ella: la forma es el significado, pero el significado no es la forma. Ibn Arabí dice que el «él» (huwa) no es el «ella» (hiya), y que cuando sí lo es sólo lo es al crear la forma ideal, con lo que es «él» en acto y «ella» en potencia, siendo la letra ha’ el elemento que une al «él» con el «ella», lo mismo que la causa que une dos premisas. Sólo estaba el «él» sin nada que lo acompañara, pero leemos en uno de los diálogos con Dios del mismo Ibn Arabí lo siguiente: «¡Oh, Él, cuando los elementos que nos forman nos apartaron a un estado de ausencia […] pedimos ayuda y ayudaste, pedimos inspiración e inspiraste, pedimos el conocimiento sobre cómo entrar en ello, y lo diste, así que nos levantamos en un mar sin riveras en el arca de Muhammad […]. Aturdidos, solicitamos el perdón y, entonces, Él exclamó: «¡Siervos míos!, me pedisteis una estancia en la que no me ve nadie más que Yo. Estoy en la Nube (ama) y nada hay conmigo y, puesto que no hay nada conmigo, Yo estoy en tu ser. Este mar en el que estás es tu nube, por lo que si cruzaras tu nube llegarías a mi Nube, aunque nunca cruzarás tu nube y no llegarás hasta Mí. Tú sólo estás en tu nube. Esta nube es el “Él” que tú posees, pues la forma te exige aquello en lo que tú estás”. Y dije: “¡Oh, Él es el Él, ¿qué hago en el Él?”. A lo que respondió: “Ahógate en Él…”»[9]. El «él» como tal carece de existencia; tampoco el «ella» como tal tiene existencia, ni la letra ha’ como tal posee existencia […]; pero la ha’ mueve tanto al «él» como al «ella», encontrándose ambos gracias a la letra ha’ y creándose así la existencia. De ahí que este encuentro se exprese con dos letras, las letras kaf-nun: “Cuando queremos algo, nos basta decirle: «!Sé!» (kun), y es [Corán, 16, 40]. El algo [del pasaje coránico citado] es el «ella», «cuando queremos» es el «él», «decirle» es el ha’ y kun la causa que los une. La kaf de kun es el «él» y la nun de kun es el «ella»”. E Ibn Arabí añade: “Y puesto que la letra waw es elevada y alta, la convertimos en marido, con lo que el «él» es el marido; y al ser el «ella» elevada en lo que a su influencia respecta y baja para la kasra [vocal i, que se escribe debajo de la letra], le dimos la letra ya’ y la convertimos en la familia, de modo que la ha’ ocupa el lugar del Mensaje [divino] (al-risala) y el «él» el lugar de Gabriel [ángel transmisor del Mensaje]. Entonces aparecieron las normas, las leyes, las estancias y los secretos de esta bendita unión”[10].
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De esta manera, la escritura sufí nos ayuda a comprender tres cuestiones relativas a la escritura en general, que están detrás de la transformación de la escritura poética árabe. La primera, que la poesía no es un juego léxico que toma las palabras como materiales decorativos u ornamentales sin carga emotiva o filosófica fuera de la que posee el puro juego libre. Al contrario, la poesía es algo que va más allá del simple juego formal. Es pasión y acción a la vez. Es la dinámica del sentir y pensar del ser humano al comprender las cosas y al establecer relaciones con ellas. Es un modo de consciencia y, por tanto, es necesariamente un modo de pensamiento. Y al igual que en el poema se encuentran los extremos desde el punto de vista de la materia o del significado, también se encuentran, por convergencia, el sentimiento y el pensamiento. La segunda, que aquello que denominamos realidad exterior, o material, o física, no es más que un aspecto de la existencia, concretamente el aspecto más limitado de la misma. A lo que llamamos vida o existencia es algo mucho más amplio. Por eso, los poetas que reducen su interés y su expresión al primer aspecto, no se ocupan al final más que de lo que está a la vista de todos y no expresan más que lo que todo el mundo sabe. Su actitud es la de un naturalismo que no ve en el árbol el movimiento interior de su raíz, su savia y su crecimiento, sino sólo las ramas, las hojas y las frutas. Aunque lo que hay detrás de la naturaleza es otra parte de la naturaleza.
La tercera cuestión nos dice que aquello a lo que llamamos verdad no se encuentra en el mundo de los fenómenos inmediatos más que bajo su forma científico-positivista. La verdad es, por contra, un misterio oculto dentro de las cosas, escondido en su mundo interior. El ser humano puede llegar hasta él, mas únicamente por medio de métodos cognoscitivos específicos, que no sean positivistas ni «científicos». Frente a lo visible en el mundo se erige lo invisible, y frente a lo objetivo se erige lo subjetivo.
No obstante, para superar el juego formal, la realidad externa, la apariencia física inmediata, se requiere un cambio radical en los métodos de conocimiento que logre la liberación total a través de liberar lo que la institución religiosa, política y social asfixia, reprime o margina: la dinámica del mundo subjetivo-interior, con sus emociones, deseos y sueños, con su inconsciente, con sus instintos, aspiraciones y represiones, y con todo lo que la cultura del cuerpo reclama al superar a la cultura del «espíritu» y, en especial, sus formas religiosas.
Si la cultura de lo externo, según la institución religiosa, política y social, es limitada y fácil de definir, la cultura de lo interior es ilimitada e imposible de definir. Y si el lenguaje que expresa la primera cultura es limitado como ella, y definible, el lenguaje que expresa la segunda es ilimitado y escapa a toda definición. Así, pues, llamamos al primero de ambos lenguajes lógico, directo y claro, y al segundo, emocional, oscuro y metafórico. El primero contabiliza las cosas y las representa, mientras que el segundo las despierta y enriquece.
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La escritura sufí es una experiencia de acceso a lo absoluto, cosa que, por otra parte, se observa en los más grandes creadores de todas las épocas. El mito y el símbolo son dos formas de encaminarse hacia profundidades más vastas y de buscar el significado más fiable. La vuelta al mito es una especie de vuelta al inconsciente colectivo, a aquello que rebasa al individuo, es un retorno a la memoria humana y sus leyendas, al pasado entendido como una forma de inconsciente. Todo lo cual es un símbolo que supera lo relativo en pos de lo absoluto. En la expresión poética del lenguaje, las ideas no aparecen por sí mismas, como en la filosofía, sino en sus relaciones con otras ideas.
El símbolo, o el mito, es el punto de encuentro entre lo exterior y lo interior, entre lo visible y lo invisible. Uno y otro son, pues, un punto de irradiación, un centro dinámico que se expande en todas direcciones. Y, al mismo tiempo, ambos expresan diferentes niveles de la realidad en su totalidad. Esto permite al poeta no sólo revelar lo que desconocemos, sino también recrear lo que nos es conocido, al vincularlo a la dinámica de lo desconocido y lo infinito. La poesía es así, en este nivel, conocimiento.
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Mas ¿qué es el símbolo según la lengua árabe? Símbolo (ramz) significa alusión (ixara), y la alusión es uno de los procedimientos de la significación (dalala). Para el pensador y literato al-Yáhiz, la designación no se produce sólo por vocablos, sino también por alusión. El símbolo es, pues, una significación rápida, oculta e indirecta. Qudama b. Yáafar trataba sobre el símbolo de este modo:
“El hablante emplea el símbolo en su discurso cuando desea ocultar algo a la generalidad de la gente y comunicárselo sólo a algunas personas; para ello, le da a la palabra o a la letra nombre de pájaro, de fiera, o de cualquier otra especie, o bien de una de las letras del alifato, y se pone al corriente de ello a quien desea transmitírselo, con lo que dicha expresión será comprensible para ambos, pero simbólica para las demás personas. En los libros de los antiguos sabios y filósofos vienen muchos símbolos, siendo de todos ellos Platón quien más los empleó. En el Corán hay símbolos de cosas de gran valor e inmensa importancia que encierran el conocimiento de lo que será [en el futuro]… Esas cosas se simbolizan con las letras del alifato y con otros elementos, como el higo, la aceituna, el alba, las antigüedades, la tarde, el sol, habiendo sido puestos al tanto de dichos símbolos los imanes depositarios del conocimiento del Corán”[11]
Respecto a la alusión, Qudama b. Yáafar dice que es abreviación, indicando que el símbolo es también abreviación. Y define así la alusión: «que pocos vocablos (lafz qalil) incluyan muchos significados (ma‘anin kazira), sugiriéndolos o insinuándolos»[12]. Según esta definición, el símbolo es una sugerencia significante. E Ibn Raxiq, al desarrollar el concepto de símbolo / alusión, señalaba que la alusión (ixara) es, en toda clase de discurso verbal, una sugerencia significante (lamha dalla), una abreviación, una insinuación (talwih) conocida sintéticamente y cuyo significado está lejos de lo que la expresión verbal evidencia[13].
De este modo, el símbolo se basa, en la lengua árabe, en la abreviación y el alejamiento del significado respecto a la evidencia de la expresión verbal. La poesía, por consiguiente, no explica, ni aclara, sino que, como decía al-Buhturi, «sugiere y se basta con aludir». Su comprensión necesita interpretación. Es, pues, oscura (gámid) por su propia naturaleza. Abu Ishaq al-Sabi lo expresaba así: «La más excelente poesía es la oscura, la que no te da su tema más que tras una larga demora»[14]. Y al-Yuryani anotaba:
“Implantado está en el carácter que si se logra algo después de haber sido solicitado, intensamente deseado o sufrido anhelándolo, su consecución resulta mucho más grata y preferida, ya que ocupa un lugar más sutil y sublime en el alma y ésta lo aprecia y lo ama mucho más”[15].
El propio al-Yuryani distinguió entre lo oscuro y lo complicado: «Lo complicado (al-mu‘aqqad) en la poesía y en el lenguaje no es vituperable porque requiera pensar la frase», sino porque su autor
“hace tropezar tu pensamiento a su antojo, siembra de espinas tu camino hacia el significado, convirtiendo en intrincada tu marcha hacia él, e incluso puede que divida tu pensamiento y disperse tu criterio hasta el punto de que no sepas de dónde vienes ni cómo buscas”[16].
Mallarmé no fue más allá de esto al hablar sobre la oscuridad de la poesía. En uno u otro caso, parece, pues, que la poesía, tal como la practican los grandes creadores, es una dinámica dirigida al conocimiento de lo ignoto, en la que la cultura del cuerpo se antepone a la cultura de la razón y en la que la espontaneidad (badaha) y la creatividad natural (fitra) se anteponen a la lógica y el análisis. Éste es, justamente, el fundamento sobre el que se erige la escritura surrealista.
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Podemos describir la experiencia de la escritura, la experiencia del yo que escribe, como una experiencia de muerte, en el sentido sufí de la expresión: la muerte respecto a la exterioridad social en todos sus niveles y relaciones para acceder a la vida de la interioridad cósmica. Por eso es necesario superar lo exterior, destruirlo. Es necesario superar el lenguaje de lo externo, deshacerlo. Uno de los síntomas de la decadencia de la escritura poética en el mundo moderno es, precisamente, la supremacía del lenguaje de lo externo, es decir, la supremacía de las definiciones y los términos convencionales.
Para superar el mundo de la exterioridad (al-záhir) tenemos que recurrir al mismo lenguaje: embriagándolo. Hemos de embriagar el lenguaje con la misma embriaguez de la experiencia. En verdad, cada escritor sufí tiene el objetivo primordial de descubrir un «lenguaje cósmico» que exprese la correspondencia existente entre lo infinito (el significado) y lo finito (la forma). Dicho lenguaje habla sin mediación de la razón. Rapta al lector y lo traslada al infinito. De la misma manera que «se embriaga» el sufí, se embriaga el lenguaje. El sufí crea al lenguaje una embriaguez especial dentro del horizonte de su propia embriaguez. Lo único que expresa la ebriedad del ser humano es un lenguaje asimismo ebrio. Por tanto, el lenguaje ha de salir también de sí mismo, lo mismo que el sufí sale de sí.
Ese lenguaje ebrio es el lenguaje metafórico (mayaz). Con él posibilitamos que lo que está en otro lugar, en lo oculto o en lo interior, pase (yayuz) a nuestro mundo exterior. Así nos permite dicho lenguaje poner lo infinito en lo finito, como decía Baudelaire. Lo oculto, lo infinito, lo desconocido, no es un punto al que, cuando arribamos, cesa ya el conocimiento; al contrario, lo oculto es dinámico, siempre que descubrimos algo de él se multiplica lo que demanda ser descubierto. Es imposible conocer lo oculto de manera definitiva. Por eso, el lenguaje, aunque alcance la embriaguez, no establece aquí relaciones «verdaderas», sino metafóricas, entre el yo y el otro, el yo y lo oculto, el yo y el universo.
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Según la experiencia sufí, la metáfora es un puente que une lo visible y lo invisible, lo conocido y lo oculto. Y puesto que el fin es revelar lo desconocido, la forma es, estrictamente hablando, pura creación. Por consiguiente, la forma no es mimética, producto de la comparación y la analogía, sino que nace de la aproximación y la reunión de dos mundos alejados entre sí que se hacen unidad. De ahí que la forma no sea un artificio, ni una técnica expresiva. Dicho de otro modo, no es elocuencia ni retórica, es primordial, brota de la misma dinámica de la que brota la intuición poética. La fuerza y la riqueza de la forma radican en la cualidad de las relaciones que crea o descubre entre esos dos mundos, unas relaciones que, a pesar de todo, no permiten la aprehensión racional de la forma, es decir, imposibilitan su domesticación y su acondicionamiento a la percepción sensible realista. La forma es realista, no obstante, en tanto revela lo original, lo esencial, aunque al mismo tiempo escapa a la realidad tangible al aludir a aquello que supera dicha realidad. De ahí que no sea descripción, sino luz penetrante y reveladora; un rumbo hacia lo desconocido. En este sentido, produce un choque y reclama una nueva sensibilidad. Lo cual nos lleva a entender cómo la poesía, en la experiencia sufí, no es literatura en el sentido habitual del término, sino un interrogante acerca del ser humano y la existencia, y deseo de cambiar el mundo de forma. Es, en resumen, una reformulación del ser humano y de la existencia. Y la forma, un hacer que sea, es decir, tránsito (tayauz) y cambio.
Esto nos lleva también a decir que, en el nivel de la expresión, el sueño, la videncia, la locución teopática (xath) y la locura, son, dentro de la experiencia poética sufí, otros medios-idiomas en los que ahonda el lenguaje para alcanzar un más rico, profundo y global desvelamiento del ser humano y la existencia. Todos estos medios de descubrimiento son una vía para captar verdades que no pueden ser captadas por la lógica o la razón. Esta última solo capta lo sensible, o sólo lo abstracto, por lo que las formas nacidas de ella son frías, ya que la razón separa lo visible de lo invisible, mientras que las formas de la metáfora sufí unifican lo sensible y lo abstracto, lo exterior y lo interior, lo conocido y lo desconocido. En la metáfora sufí, la forma no es una parte aislada de una frase o de una expresión dada, ni nace del deseo de ornato, persuasión o incitación, con lo que nos dejaría en la superficie de la realidad. No, la forma en la metáfora sufí es parte orgánica de un todo mayor: es personas, lugares, temas, acontecimientos, acciones. Nos pone en contacto con el símbolo y el mito, pues nace de esa dialéctica ascendente y descendente a la vez entre Dios y el ser humano, entre la realidad invisible y la visible. Por eso, es una forma cargada de sueño y elementos irracionales, como la magia, el delirio, la locura, la expresión teopática y el éxtasis.
Lo invisible, lo oculto, es lo más profundo en la experiencia sufí porque es el fundamento. De ahí que ocuparse de lo visible no sea más que ocuparse de la superficie o la cáscara. El alma no es superficie, es expansión sin fin en lo profundo y en el horizonte a la vez. El valor de la expresión dependerá, pues, del grado en que desvele dicha expansión y sus relaciones, es decir, de la medida en que revele la dimensión de infinitud que hay en el ser humano y en el mundo.
Esta eterna dinámica de desvelamiento de lo infinito conlleva la destrucción continua de las formas o, dicho de otro modo, éstas no permanecen fijas en una sola forma. La forma, al igual que la imagen, es pura creación, no se fabrica ni se toma. No es un traje, ni una envoltura, ni un recipiente: es espacio (fada’). Es el movimiento y el orden de nuestras ideas. Es la estructura de la relación existente entre las palabras. En resumen, lo externo no es lo que habla en la metáfora, sino lo interno, ni es la forma la que escribe, sino el significado. En la metáfora, el sufí es otro, es otro objetivo al tiempo que es él mismo. Por eso, no es él quien pronuncia el significado y lo escribe en la forma, sino que es el significado el que lo pronuncia a él y lo escribe. No es él quien piensa y escribe, sino que él es el pensado y el escrito: «On me pense»,dirá después Rimbaud.
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Con la fuerza de la metáfora y su lenguaje, el sufí crea su mundo «ideal», un mundo que se percibe y capta con la imaginación y se vive como el mundo de los acontecimientos propios de la intrahistoria. En la relación entre lo interior y lo exterior, entre lo oculto y lo manifiesto, es donde se origina la visión de los acontecimientos interiores más profundos. En dicha relación, que es muy parecida a un espejo de dos caras, se funde lo perceptible con lo imperceptible, de manera que la exterioridad unidimensional ya no es el único punto de referencia en el que se articula el hecho psicológico-espiritual. Esta relación deviene, entre los sufíes, la esencia misma de la imaginación creadora. Así pues, la imaginación creadora, que es el espacio recíproco en el que se cruzan lo perceptible y lo imperceptible, resume el macrocosmos, o sea, el cosmos entero, en el microcosmos del ser humano.
La imaginación creadora hace transparente el cuerpo, pues ella misma se convierte en ese «otro» mundo alcanzado por el conocimiento sufí. El cuerpo pasa a ser un elemento para la creación de la estructura imaginaria del lugar, una dimensión mística y lírica del interior que se refleja en el espacio exterior recreándolo según su propia forma. En este sentido, la poesía es la dimensión imaginaria que recrea el mundo exterior según la forma interior de su creador. El sufí desarrolla el macrocosmos en su cuerpo, que es el microcosmos, viviendo su cuerpo, transparente ya por efecto de la imaginación creadora, como el campo original y primigenio de lo posible.
El microcosmos (el cuerpo), vivido cual boceto formable, deviene anterioridad del lugar, del universo. Éste último conserva un vínculo íntimo con el lugar imaginario del cuerpo transparente. Y el cuerpo, vivido como fundamento y origen, reúne en su figura metafórica lo ideal y lo real. El ser humano es, en efecto, la unidad de lo ideal con lo real. Por ello, el cuerpo, entendido como campo de lo posible, es el lugar de las transmutaciones de lo perceptible. Este reflejarse de lo interior en lo exterior es justamente el traslado del conocimiento presencial: en este conocimiento, nacido de la percepción imaginaria, se descubren los «misterios» del universo, que son revelaciones cognoscitivas inalcanzables para el conocimiento positivista.
Para el sufí, el mundo de lo ideal no es un mundo imaginario o ilusorio, sino que se manifiesta, tal como es en verdad, cual mundo real enraizado en la médula misma del mundo fenoménico. En el mundo de lo ideal se materializa lo espiritual y se espiritualiza lo material, que sólo es visible con el ojo de la imaginación. Aquí, el sufí es «su mismidad» y «su otredad» a la vez. Desaparecen las contradicciones. El mundo perceptible se convierte en presencia del Uno. Lo verdadero se encuentra con lo metafórico, unificándose ambos en las formas imaginarias que expresan los acontecimientos interiores. La poética de la escritura sufí mana de esta unidad mística y se convierte en lenguaje erótico transformador. De este modo, el mundo y todo lo existente, es vivido como manifestaciones del Uno. Fuera del Uno no hay existencia. Dentro de tal unidad lo inmanente no es incompatible con lo trascendente. Esto es lo que entendemos por anulación de las contradicciones, o por «el punto supremo» de los surrealistas.
Se trata de un conocimiento totalmente libre de lo prefabricado y no sometido a valores racionalistas predefinidos. La percepción gnóstico-imaginaria es la percepción de las cosas en su integridad y en sus formas originales-auténticas. Es también el lugar en el que nace el conocimiento de lo indescriptible y se dice lo indecible. Esta percepción es más amplia que la positivista, puesto que esta última se encuentra aprisionada en los límites temporales matemáticos y en los de la espacialidad y la cantidad, por lo que no nos proporciona más que un conocimiento parcial y superficial de las cosas.
En la imaginación creadora, por tanto, se transmutan lo perceptible y lo imperceptible: el primero asciende, el segundo desciende. Esta es la dialéctica del encuentro entre el amor corporal y el amor espiritual de la que nace el amor sufí. Un amor que alcanza un grado de existencia y consciencia supremas: el amante se une al amado en un amor ilimitado. El sufí siente que se libera: sale fuera de su yo, fuera de los límites naturales y sensibles (sale de sí mismo para entrar, de manera mucho más extensa y profunda, en sí mismo).
La experiencia amorosa es, por consiguiente, una experiencia cognoscitiva (el amor es conocimiento) que revela al sufí los secretos de la existencia. Con el amor, el corazón se convierte en el ojo gracias al cual se contempla el Uno a sí mismo y, gracias también al amor, el pensamiento se convierte en luz que ilumina el ámbito de la visión interior. El amor es asimismo, igual que el conocimiento, un punto de partida para la experiencia, así como su camino y su meta. Creemos, por tanto, que la embriaguez producida por la religión del amor en el alma del sufí es una especie de sentimiento o de consciencia de lo cósmico. Es una consciencia iluminadora que nos muestra que el ser humano vive en otro nivel de la existencia (el de la Unidad de la Existencia), como si fuese miembro de una sociedad humana de otra clase. Añádase a ello un estado de embriaguez moral y gozosa elevación, y que la embriaguez es un estado indescriptible. Todo lo cual va unido, además, a la intuición de la permanencia y la eternidad. El sufismo es, en este nivel, «la religión del amor», como dice Ibn Arabí. Y cambia, por ello, el significado de lo que es la identidad.
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Según la categoría cultural dominante, la identidad es un ente cerrado respecto al cual el otro no existe más que en la medida en que se desprende de su propia identidad y se transforma y se funde en él. La identidad, o bien acerca al otro para confundirse con él, o bien lo rechaza para separarse de él. Esto hace del universo un depósito de escombros de mutuos rechazos y negaciones y crea, en lo humano, una falsa universalidad, una universalidad de señor y esclavo, de quien rechaza y es rechazado, y genera, en lo histórico, una universalidad del beneficio y una técnica consumista, y, en lo cultural, una universalidad uniformadora que abole la libertad y la creatividad. Para que salgamos de verdad al universo debemos salir de esta identidad. Y no conozco nada más profundo que nos ilumine en dicha salida que la experiencia sufí.
La identidad, según esta experiencia, es continua receptividad. El yo es un movimiento perpetuo en dirección al otro. Para que el yo alcance al otro ha de ir más allá de sí mismo. O digámoslo así: el yo viaja en dirección a su más profundo ser sólo en la medida en que viaja en dirección al otro y a su más profundo ser, dado que, en el otro, el yo encuentra su más perfecta presencia. El yo es, paradójicamente, el no-yo. Desde esta perspectiva, la identidad es como el amor: se crea continuamente. Por eso, el sufí dice «Yo no soy yo», cuando se encuentra en estado de máxima percepción de sí mismo. Que es lo que Rimbaud repite a su modo: «Yo es otro». O sea, es como si el sufí y Rimbaud dijesen al unísono: Yo soy, yo vivo, yo pienso, luego yo soy otro, yo no soy yo.
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La experiencia sufí nos enseña que la expresión que hace el ser de la verdad, o de lo que suponemos que es la verdad, no agota la verdad, es más, ni siquiera la dice, sólo la alude o simboliza. La verdad no está en lo que se dice, ni en lo que es posible decir, sino en lo que no se dice, en lo que no se puede expresar. La verdad está en lo enigmático, en lo oculto, en lo infinito. En este aspecto, la experiencia sufí continúa la antigua y arraigada tradición gnóstica que cree que el ser humano no puede, por suerte para él, conocer el misterio, el misterio del ser humano y del universo; dicha tradición empieza con Gilgamesh, el que «todo lo vio» y vio que la verdad no está en lo que vio y conoció, sino en lo que no pudo ver ni conocer, y pasa por la tradición hermética y los misterios de Eleusis. Tal vez sea esto lo que empuje al sufismo a la experiencia de los límites, a esforzarse en transformar el cuerpo mismo en una expansión dinámica, suspendiendo la acción de los sentidos, además de anular la razón, con el fin de alcanzar lo desconocido-infinito, lo cual será retomado por Rimbaud y, más tarde, por los surrealistas. El cuerpo se convierte así en un ente de éxtasis e iluminación, la materia se hace diáfana y desaparecen las barreras entre el ser humano y lo desconocido, o sea, «la verdadera vida oculta».
A través de la relación con eso que es desconocido e invisible, tanto el lenguaje y la vida como el yo y el otro parecen metáfora y dialéctica metafórica. De ahí que el yo sea el otro y que ya no sea el yo individual el que habla, sino el súper-yo, el yo universal escondido en el individuo. Y no es que ese gran instante creativo sea subjetivo, sino que el propio sujeto es el objeto, por cuanto que es el otro y el universo a la vez, o por cuanto que «el macrocosmos está incluido dentro de él». Que nombremos, que escribamos al nivel del cosmos, significa que exploremos lo esencial, lo luminoso, lo muy cercano y lo muy lejano, eso que yo llamo lo trascendente inmanente, «el macrocosmos». Dicho macrocosmos no es una abstracción, ni está separado. Está aquí y ahora, materializado en lo que Pascal llamó «la caña pensante» (el ser humano)[17]. Lo cósmico universal no es, en él, más que lo subjetivo particular vivido en su plenitud y especificidad. Desde este punto de vista, el universo es esta esfera-bóveda integradora en la que se abrazan las singularidades de la creación.
Notas
[1] Abd al-Qáhir al-Yuryani (m. 1078) es uno de los más grandes retóricos árabes clásicos, con obras como Asrar al-balága (Los secretos de la elocuencia) y Dalail al-i‘yaz (Pruebas de la inimitabilidad del Corán).
[2] La diferencia entre los genios, los ángeles y los humanos consiste, desde el punto de vista de la creación, en que los genios son «espíritus insuflados en vientos, los ángeles son espíritus insuflados en luces y los humanos son espíritus insuflados en aspectos de persona (axbah)» (Ibn Arabí, al-Futuhat al-makkía, v.II, de la edición de Beirut, Daral-Fikr, s.a 4v (versión española de María Marrade,
Ibn Arabí, Tratado del Amor, Barcelona, Edicomunicación, 1988).
[3] Ibíd, p.152
[4] Ibíd.
[5] Sexto imán chií, llamado Yáafar b. Muhammad al-Báquir al-Sádiq (el fidedigno), que nació y falleció en Medina y destacó por su decidido impulso de la escritura y la compilación de libros.
[6] Ibn Arabí, op. cit, p. 155.
[7] Ibn Arabí, Inxa’ al-dawa’ir [La producción de los círculos], La production des cercles, París, Éditions de l’Éclat, 1996, pp. 5-6
[8] Ibn Arabí, Kitab al-mim wa-l-waw wa-l-nun [Libro de las letras mim, waw y nun], en Rasail Ibn Arabí, Beirut, Dar Sadir, 1997, pp. 9-10.
[9] Ibn Arabí, Kitab al-ya’, [Libro de la letra ya], en Rasail Ibn Arabí, Beirut, Dar Sadir, 1997, p. 13.
[10] Ibn Arabí, Kitab al-ya’, op. cit., p. 11.
[11] Qudama b. Yáafar, Naqd al-nazr [Examen de la prosa], El Cairo, 1933, pp. 61-62.
[12] Qudama b. Yáafar, Naqd al-xi‘r [Examen de la poesía], Leiden, 1956, p. 90.
[13] Ibn Raxíq, al-‘Umda fi mahasin al-xi’r wa-adabi-hi wa-naqdi-h [El argumento principal, acerca de las bondades de la poesía, sus normas y su examen], Beirut, Dar al-Yil, s.a, p. 206.
[14] Cit. por Ibn al-Azir, Dia l-Din (Mosul, 1163-Bagdad, 1239), al-Mazal al-sa’ir [El modelo vigente], ii, Beirut, 1990, p. 414.
[15] Al-Yuryani, Asrar al-balaga [Secretos de la elocuencia], El Cairo, 1977, p. 118.
[16] Ibíd., p. 125.
[17] «El hombre no es más que una caña, la más endeble de la naturaleza, pero es una caña pensante…» (Pascal, Blaise, Pensamientos, Madrid, Alianza Editorial, 1996).