¿La democracia? Por supuesto que hablaba árabe

Ihsane el Kadi

En la ciudad donde nací no hay una revolución todas las noches. Nací en Trípoli, en 1959, durante la revolución argelina. En el momento en que escribo estas líneas, unos aviones caza bombardean a los manifestantes en la capital libia. Estoy conmocionado, frente a Al Yazira, en mi casa en Argel. Me convertí en adulto en un movimiento por las libertades democráticas, la “primavera bereber” de 1980. En mi país, el pluralismo político llegó 10 años más tarde y el pluralismo lingüístico esperó 20 años.

¿Derribar a tres dictadores árabes en dos meses con menos de 500 muertos? No pensé en pedir ese deseo la noche del pasado 31 de diciembre. Hubiese votado por cero muertos ya que un deseo no compromete a nada. Pero las grandes democracias nos han insinuado tantas veces que Túnez no podía ser Praga y que El Cairo no era Budapest que casi hemos renunciado a hacerles entender que se equivocaban. Los árabes son capaces de hacer una revolución sin armas. Y de hacer conquistas democráticas por lo bajo. ¿Por qué hoy y no después de la caída del muro de Berlín?

Debido a la trayectoria sangrienta de la transición democrática argelina. Los dictadores árabes se han aprovechado de ello durante 10 años. Hosni Mubarak lo decía en televisión, y eso provocó un incidente diplomático con Argel en la década de los noventa: “¿Queréis una democracia occidental? ¿Queréis que Egipto se convierta en Argelia?”. Osama bin Laden ofreció en septiembre de 2001 otros 10 años de gracia a los autócratas de la región. Aportó otra legitimidad, tras la represión del islamismo político, a los poderes establecidos: el combate contra el terrorismo internacional. Islámico, por supuesto.

A continuación, Bush hijo enterró en Irak a una generación de reivindicaciones de reformas políticas en el mundo árabe. “La democracia no es un germen endógeno de las sociedades islámicas”, ese es el fundamento ideológico del periodo. Unas élites en el mundo árabe, desgastadas y “seducidas” por “la comodidad global”, acabaron por dejar que se dijera y por pensarlo. Nicolas Sarkozy lo repitió otra vez cuando el presidente Buteflika reformó la Constitución argelina para suprimir la limitación de los mandatos presidenciales. “En Argel, si no está Buteflika, están los talibanes”. La tragedia libia restablece la cínica verdad del presidio árabe. Los regímenes se han mantenido en él durante décadas por la brutalidad de su sistema de represión. Por encima de todo.

El Túnez de Ben Ali, sin embargo, se citaba como modelo, en Barcelona, capital del Mediterráneo, Roma o París. El Egipto de Mubarak era un ejemplo de moderación. Continuará. La revolución árabe, desde Sidi Buzid hasta Bengasi, nos dice algo que ya sé desde 1980. Los pueblos retoman la palabra confiscada y sacan lecciones de su historia. Hoy, el riesgo de un vuelco islamista radical que haga abortar las revoluciones democráticas es nulo en Túnez, en El Cairo, en Ammán, en Rabat y en Argel. Los pueblos vieron y aprendieron. Túnez, avenida Habib Burguiba, jueves 20 de enero.

Ben Ali estaba huido desde hacía cinco días. Tarik, sindicalista educado en la UGTT, me conduce a marchas forzadas hasta la librería El Kitab. En primera fila del escaparate, dos libros paralizan a los transeúntes, La régente de Carthage, de Nicolas Beau y Catherine Graciet y Je ne partirai pas, de Taufiq Ben Brik. Dos “bombas” literarias impensables en ese lugar. La revolución está ahí, en dos libros en venta libre que hablan de la dictadura. Es sublime. Expresa la universalidad de la búsqueda de justicia y de libertad en los hombres. Se desarrolla en el mundo árabe. Estoy feliz. Incluso ante las imágenes de un Trípoli devastado.