La Década Perdida

Joan Roura

Periodista, Televisió de Catalunya

El primer decenio del siglo XXI en el contexto internacional ha estado marcado por los intentos de recolonización de Oriente Medio por parte de las potencias occidentales, que han mantenido a países como Irak, Líbano, Irán, Palestina o Israel en una permanente inestabilidad social y política. El motivo es evidente: estos países disponen de recursos indispensables para la economía internacional y su situación geoestratégica es clave. Las injerencias militares occidentales han provocado el asentamiento de gobiernos teocráticos contrarios a reformas democráticas, como en el caso de Irán; el fortalecimiento de grupos de resistencia como Hamás o Hezbolá y la expansión de grupos religiosos fundamentalistas como Al-Qaeda. A todas estas realidades se añade el interminable conflicto entre Israel y Palestina, perpetuado por la alianza entre Israel y la coalición occidental formada por el Cuarteto.

Cuando me propusieron escribir un artículo sobre la primera década del siglo XXI en Oriente Medio, lo primero que recordé es la frase que se atribuye al mulá Omar. Sitiado en Kandahar (Afganistán) en otoño de 2001, tras el fatídico 11-S, el jefe de los talibanes habría dicho: «Vosotros tenéis los relojes, pero nosotros disponemos del tiempo». Los relojes, obviamente, serían innecesarios si no existiera el tiempo. Las máquinas no sustituyen a las ideas. El ruido, ya sea en forma de cañones o declaraciones, no hace política.

Ésta ha sido la década del ruido, las aventuras ideológicas, las guerras regionales. Desde Palestina hasta Afganistán, pasando por Irak y el Líbano; desde Camp David II y la segunda Intimada hasta el programa nuclear iraní y las manifestaciones políticas para democratizar la región o, mejor dicho, para recolonizarla. La década más mortífera a pesar de las grandes promesas. Los diez años de titulares periodísticos más sensacionales, o mejor dicho más sensacionalistas, pero sin ningún cambio real sobre el terreno. De Gaza a Kandahar. De Riad a Beirut. Centenares de miles de muertos, casi todos civiles. Decenas de guerras no declaradas. Pero ninguna mejora para los 500 millones de personas que las han sufrido.

En resumen, en Oriente Medio no hay ni una sola democracia más. Las únicas elecciones libres, por sufragio universal, examinadas internacionalmente como ningunas otras en el mundo; es decir, las elecciones palestinas de enero de 2006, fueron anuladas «de facto» por la llamada comunidad internacional porque los ciudadanos convocados a las urnas no habían votado lo que quería Israel y concedieron el poder al Movimiento de Resistencia Islámica, conocido con el acrónimo de Hamás. Un voto de rabia contra un proceso de paz en quiebra.

En Irak, en el momento de escribir este artículo, siete meses después de las elecciones legislativas, todavía no existe un gobierno. Amnistía Internacional denuncia que la tortura es sistemática y generalizada en sus prisiones y comisarías. Los atentados continúan después de la retirada de las tropas de combate norteamericanas. La influencia del régimen teocrático iraní es cada vez más decisiva.

Washington ha recolocado sus tropas en Afganistán, pero Hamid Karzai, antiguo colaborador de la CIA y presidente considerado pro-occidental, reventó las urnas en 2009 para renovar su mandato. Ahora busca un acuerdo con los talibanes mientras su hermano controla el negocio más rentable, el tráfico de opio, según varios periodistas locales que se juegan la vida para denunciar la situación.

En Irán, los ayatolás conservadores que están en el poder se alegran de la situación en el país vecino. La caída y ejecución de Saddam Hussein les ha abierto la puerta de Irak, mayoritariamente chiita, a través de partidos religiosos locales que gozan de una gran hegemonía. Los fracasos norteamericanos en la región hacen que se sientan más fuertes. En 2009 forzaron un segundo mandato de su candidato iraní, el presidente Mahmud Ahmadineyad, que ganó unas elecciones fraudulentas a costa de miles de demócratas que han pagado las protestas con la cárcel o el patíbulo.

En el Líbano, Hezbolá continúa armándose a pesar del despliegue de 14000 soldados de la ONU, de los cuales un millar son españoles, y cuya misión es evitar este rearme. Hezbolá, aliado incombustible de Teherán, avergonzó al ejército israelí en la guerra de 2006 y se hace cada vez más fuerte. Incluso el gobierno libanés de Saad Hariri, considerado pro-occidental, necesita a esta organización para evitar una nueva guerra civil.

En Israel gobierna la derecha de Benyamin Netanyahu con el apoyo imprescindible de los partidos más radicales de la historia del país. Algunos proponen abiertamente la segregación, el apartheid. Otros sugieren incluso la aniquilación de los palestinos. Mientras tanto, la Unión Europea y Estados Unidos amplían los acuerdos comerciales apelando a otra hija de la década, la nasciturus Hoja de Ruta, un papel colonial que pretende poner al mismo nivel a los ocupantes israelíes y los ocupados palestinos. Los autores son Estados Unidos, la ONU, la Unión Europea y Rusia.

Políticas de photoshop

Como paradigma gráfico de todas estas políticas de ficción, destaca la mentira que publicó en forma de fotografía el diario más leído en Egipto, claramente progubernamental, Al Ahram. De una manera infantil pero sintomática, el diario publicó una instantánea de la supuesta última esperanza de paz entre israelíes y palestinos: la cumbre de Washington de septiembre de 2010, en la que el presidente Obama consiguió reunir al primer ministro israelí y al presidente palestino bajo los auspicios del rey jordano Abdalá II y el rais egipcio, Hosni Mubarak. En la fotografía real, Mubarak aparecía en tercer término. Pero el photoshop permitió que unos agradecidos periodistas situaran a este presidente vitalicio incluso por delante del anfitrión.

Esta anécdota constituye todo un símbolo, grosero pero real, de la carrera que se ha establecido por fingir que se quiere reconducir el retroceso del proceso de paz, el cual ha causado daños difíciles de reparar durante la primera mitad de la década. La política de gestos, imagen y trucos de cámara no podrá cambiar la percepción de los pueblos de Oriente Medio, que ven en esta década un retorno a las épocas coloniales.

Más allá de la literatura, hay tres fotografías que terminaron con las esperanzas albergadas en la región después de la Guerra Fría, en los años 90. Las presentamos cronológicamente ordenadas. No son comparables, pero sí reales, y han demolido las esperanzas de paz a corto, quizás incluso a medio plazo.

Foto 1

Empezamos por la verbena del siglo y del milenio. Trasladémonos a Jerusalén, en septiembre de 2000. Ariel Sharon, jefe de la oposición conservadora israelí, aprovecha el fracaso de la cumbre de Camp David II, auspiciada por Bill Clinton, entre el primer ministro israelí Ehud Barak y el presidente palestino, Yasir Arafat, para sentenciar un proceso de paz en el cual él mismo había dicho reiteradamente que no creía. Sharon enciende el nacionalismo judeoisraelí y desafía las aspiraciones nacionales palestinas al visitar la Explanada de las Mezquitas, para los judíos el Monte del Templo, en plena crisis. Tenía ganadas las elecciones a tres meses vista. El estallido  de la Segunda Intifada al día siguiente de la visita facilitó su discurso electoral, muy simple. En palabras que él mismo dijo a este periodista: «No es posible un acuerdo con los palestinos. O ganamos nosotros o ganan ellos.»

Foto 2

La fe en la guerra, en ganarla aterrorizando el enemigo. Aquí llega la segunda fotografía. Ese día murieron aproximadamente el mismo número de personas que en Palestina durante la revuelta, pero en un solo día y en la capital de Occidente, Nueva York. En plena ofensiva indiscriminada de Israel contra los palestinos, y de los islamistas palestinos contra Israel mediante ataques suicidas, aparece en el prime time mundial otro personaje que busca promocionarse a expensas de los muertos. Osama Bin Laden entra en los comedores de todas las casas a través de los ataques más mediáticos de todos los tiempos. Es el 11 de septiembre de 2001. Todo el mundo recuerda qué estaba haciendo aquel día a las nueve de la mañana, hora de Nueva York.

Foto 3

Una bandera de Estados Unidos, barras y estrellas, cubre el rostro de la estatua dedicada a Saddam Hussein en la plaza Farduz de Bagdad. Estamos en abril de 2003. No era la estatua más grande del dictador, pero estaba delante de los hoteles (y las cámaras) de la mayoría de agencias y medios occidentales: el Sheraton y el Palestine. Bagdad quemaba por todas partes (saqueos, incendios, crímenes, violaciones), pero el mundo repetía lo que decía la Casa Blanca: que la guerra estaba ganada y se habían terminado los combates. Sin embargo, sólo acababan de empezar. Quedaban  centenares de miles de personas por morir. La mayoría, obviamente, eran civiles iraquíes. Como civiles eran la mayoría de muertos palestinos, y los que murieron en Nueva York. Pero éstos, al menos, tienen nombres y apellidos públicos. Memoriales. Y se los recuerda cada año en la Zona Cero, el 11 de septiembre, en directo en todo el mundo.

Cinismo sin fronteras

La barbarie del 11-S generó en Oriente Medio una oleada de solidaridad sin precedentes con Estados Unidos desde que Eisenhower impidiera la primera ocupación israelí del Sinaí en 1956. Teherán, Gaza, Damasco, el Magreb entero se pusieron de parte de las víctimas de Bin Laden. La invasión de Afganistán contra el régimen de los talibanes recibió el apoyo de Naciones Unidas. La legalizaron. La ruptura se produjo al año siguiente, en 2002, cuando se hizo evidente que la guerra de Afganistán sólo era el aperitivo del gran plato que se querían comer los neocons norteamericanos detrás del hombre que llevaron a la presidencia: George W. Bush. El menú principal era todo Oriente Medio, que cuenta con el 60% de los recursos petrolíferos mundiales.

Bush y sus ideólogos – Richard Perle, «el príncipe de las tinieblas», lobbista pro-israelí; y Paul Wolfowitz y Donald Rumsfeld desde el Pentágono – ya habían convertido a Estados Unidos en un imperio global, el gendarme del mundo. Estaba escrito en toda la literatura-ficción producida por el más famoso de los think tank conservadores, el Project for the New American Century, desde 1997, es decir, cuatro años antes de los atentados del 11-S.

¿Qué se proponían? La quimera de convertir a Washington en la Roma del siglo XXI. Todos estos ideólogos, procedentes de la administración Reagan, pretendían controlar el mundo a través del dominio de los recursos energéticos. Hacía falta, pues, conquistar Oriente Medio. Querían terminar el trabajo iniciado por Bush padre, que no se atrevió a ocupar Irak durante la primera guerra de 1991. Les hacía falta una excusa, y Bin Laden se la ofreció el 11-S. Pero sólo era eso: una excusa. Todo el mundo sabía que Saddam Hussein no tenía ningún vínculo con los islamistas de Al-Qaeda, no constituía ningún peligro para el mundo más que para los propios iraquíes, reprimidos por su régimen tiránico.

«Veámoslo de forma sencilla – dijo Wolfowitz en una conferencia en Singapur recién comenzada la ocupación de Irak. La diferencia más importante entre Corea del Norte e Irak es que, económicamente, en Irak no teníamos alternativa. El país nada en un mar de petróleo». Este cinismo sin fronteras, que ellos mismos intentaron camuflar bajo la denominación de «eje del mal», ha terminado por arruinar la credibilidad y las finanzas de Estados Unidos y, por extensión, de todo lo que denominamos Occidente. Hemos cambiado de siglo, pero lo que empezamos no será «el nuevo siglo americano».

La guerra de Irak fue una aventura innecesaria. Pero ha costado cerca de un billón de dólares, que ha pagado el erario público a las petroleras, el complejo militar-industrial y las empresas de seguridad privada – es decir, contratistas de mercenarios-. Todos ellos son poderes fácticos que facilitaron en su día a la Casa Blanca el cambio de los demócratas – Clinton, Gore – a los republicanos – Bush hijo, Cheney-. A pesar de todo, no han conseguido recolonizar Oriente Medio. No existe un poder que pueda mantener como vasallos a esos 500 millones de personas que reclaman un cambio. Es necesaria otra aproximación, más allá del neocolonialismo.

La primera década del siglo XXI, de hecho, se podría considerar la última de la centuria pasada. Se dijo que el siglo XX había terminado con la caída del Muro de Berlín en 1989, pero no fue así. Asimismo, se habló del cambio producido en 2001 con los atentados del 11 de septiembre, pero  tampoco es cierto. El siglo, o cuando menos el equilibrio de poderes, está cambiando ahora mismo, con la respuesta voluntarista, ideológica, neocolonial que ha dejado sin fondos económicos – en Irak y en Afganistán – y sin argumentos políticos – en Oriente Próximo – a aquellos que pretendían  conquistar un mundo inabarcable por una sola potencia. Eran simplemente herederos de la Guerra Fría, y su quiebra se ha producido en Oriente Medio. En concreto en el núcleo de todos los problemas, en el epicentro de todas las  humillaciones, en el conflicto que genera una dinámica insostenible entre los fanáticos de la conquista y la resistencia. En ese pequeño espacio que se llamaba Palestina y ahora se llama Israel y Autoridad Palestina.

La Tercera Intifada    

La Tercera revuelta palestina ya ha empezado a la sombra del muro israelí, condenado por la ONU porque vulnera las fronteras de 1967 en Cisjordania, bajo dos centenares de asentamientos ilegales que pretenden proteger este cerco, al lado de los 300 000 colonos que residen allí (más de medio millón si sumamos a los de Jerusalén Este). Detrás de todo esto, rodeados por las bases de la ocupación, los palestinos protestan en silencio. Un silencio clamoroso en torno a la solución de los dos estados. Ya no es un tema de la calle. Cada vez se habla menos al respecto en los cafés de Ramala, en los comercios de Belén, por no hablar de los talleres de Nablus o las canteras de Hebrón. En Gaza hace mucho tiempo que no creen en ello. Otra vez los relojes y el tiempo. Los relojes iniciaron una cuenta atrás en Oslo. El proceso de paz, los dos estados eran posibles. El tiempo, a partir del segundo cero, parará los relojes y empezará a correr hacia el inicio del conflicto: 1948, 1947, 1946, a favor de los que quieren un solo estado binacional, del Mediterráneo al Jordán. Algunos de ellos están en Israel; en los territorios ocupados, son ya claramente la mayoría.

Los últimos líderes que tal vez creyeron en el proceso iniciado en Oslo en 1991 también han muerto. Y con ellos, el propio proceso. El primer caso fue el del primer ministro israelí, Yitzhak Rabin, asesinado por un colono judío en 1995, justo cuando al parecer había comprendido que la supervivencia de Israel como estado judío pasaba por aplicar las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU. Estas resoluciones exigían a Israel retirarse a las fronteras de 1967, al otro lado de las cuales se crearía un estado palestino viable que daría a Israel la aprobación del resto de estados árabes.

Después fue Arafat, presidente palestino, que murió al cabo de nueve años en un asedio salvaje del ejército israelí a su residencia de Ramala. Con él caía el último líder palestino, al menos hasta ahora, capaz de pactar una solución al conflicto basada en los dos estados. Dos años después, su partido histórico, Al Fatal, perdía las elecciones legislativas en favor de los islamistas de Hamás. Su sucesor, el actual presidente Mahmud Abbas, negocia sin mandato – puesto que ya ha expirado -, sin apoyo ni base popular, y con unos territorios palestinos divididos desde que Hamás rechazara su autoridad en Gaza en 2007.

No es extraño que el último episodio de este proceso de paz, que se ha iniciado en Washington a finales de verano de 2010, no tenga credibilidad popular ni mediática. Sólo hay que observar los protagonistas. Abbas no tiene ningún poder. Netanyahu no quiere ni puede parar la construcción de unos asentamientos que se han triplicado desde 1992. Y Obama, el mediador, se aferra a una solución improbable del conflicto palestino-israelí para conseguir minimizar los daños que sufrirá en las elecciones a medio plazo en Estados Unidos. Todo un Camp David III después del último intento demócrata de Bill Clinton en 2000, también fracasado. Sin embargo, los actores de hoy son aún más débiles. No en vano los primeros meses de conversaciones se han agotado con un tema que antes ni siquiera era discutible: Israel debe detener la construcción ilegal en los territorios palestinos ocupados. La moratoria de nueve meses terminó el 26 de septiembre de 2010. Desde entonces, Netanyahu no ha detenido a los colonos, Abbas amenaza con levantarse de la mesa y la administración Obama busca «soluciones constructivas» que permitan a Israel adoptar «decisiones dolorosas» ahora que hay una «nueva oportunidad para la paz». No han renovado ni siquiera el lenguaje. Es el de la década perdida. Los relojes se han parado. Pero el tiempo, obviamente, continúa corriendo.