Hasta ahora, los procesos de diálogo que se han llevado a cabo en el Mediterráneo parten de un estado de apertura al otro. Para que esto sea posible en el sigo XXI, en medio de los numerosos conflictos que sufre la región, debemos mirar atrás y conocer mejor nuestro pasado histórico. Sólo así comprenderemos la inutilidad de los esfuerzos bélicos, que no han dejado de producirse en las orillas mediterráneas desde la Antigüedad. Al final de esta época, hacia el siglo VII, el Mare Nostrum empezó a convertirse en la arena de un largo debate doctrinal entre religiones, que era al mismo tiempo económico y social. Así nació el moderno Mediterráneo, como un territorio de batalla semiótica que inaugura un nuevo proceso histórico hacia el siglo X, marcado por la incorporación de nuevas civilizaciones hoy totalmente integradas en la región.
Las consideraciones sobre el encuentro de culturas en el Mediterráneo que quisiera proponer a continuación alcanzan una precisa significación desde el observatorio de la historia. No es fácil, sin embargo, fijar el punto de partida de este problema, sobre todo porque la mayoría de las interpretaciones se centran en los sucesos acaecidos en los últimos doscientos años, en la convicción de que la situación actual en el mundo mediterráneo es el resultado de las relaciones internacionales creadas tras la expedición de Napoleón Bonaparte a Egipto junto a un numeroso grupo de eruditos al frente de los cuales se encontraba Jean-Baptiste Fourier, cuyo colaborador, Jacques-Joseph Champollion-Figeac, fue pronto eclipsado por su afortunado hermano Jean-François Champollion y por el agudo Vivant Denon, autor del célebre Voyage dans la Basse et la Haute Égypte. En esta convicción, a la que nadie puede escapar del todo, las consideraciones que propongo aquí se pueden tomar como una advertencia: prestándome al debate actual sobre la multiculturalidad, propuesto entre otros por Charles Taylor, en mi condición de medievalista quisiera considerar de cerca algunos puntos de vista de sociólogos, politólogos y economistas sobre el futuro del Mediterráneo. Como medievalista, considero los procesos históricos a muy largo plazo, en la medida en que mi campo de investigación incide a menudo en fenómenos que se desarrollan durante varios siglos. Cuando Fernand Braudel esbozó la primera variante de esta idea, el período elegido (el siglo XVI durante el reinado de Felipe II de España) era una época caracterizada por el choque entre las diversas culturas del Mediterráneo. La conclusión de ese sombrío período de guerras navales y sangrientos saqueos (Lepanto sólo fue uno entre muchos) nos invita a modificar los planteamientos, y dirigirlos hacia lo que en ese mismo siglo XVI algunos intelectuales proponían mediante un esforzado desarrollo de la imaginación moral. Con Montaigne, Shakespeare y Cervantes se buscaba lo que me gustaría calificar aquí como la“sabiduría de la incertidumbre”.
El diálogo comienza allí donde se le concede la voz (y parte de la razón) al otro. Todos los auténticos procesos de aculturación mediterráneos parten de ese estado de “escucha”abierta hacia la voz de los otros, lo cual explica que historiadores como Herodoto, al mirar el mundo de los escitas, coincidan con la actitud de Averroes o Maimónides cuando buscaban un puente de conexión con las culturas cristianas.
Pero, ¿en qué consiste esta actitud de “apertura”? ¿Tiene algo que ver con el relato homérico del viaje de Ulises de regreso a Ítaca? Hay un admirable apólogo que nos viene del fondo de los tiempos: el de Pirro, rey de la Magna Grecia. No me refiero en esta ocasión a su celebridad como artífice de las llamadas «guerras pírricas», donde el vencedor deviene un vencido, sino a la leyenda según la cual él convirtió su vida en un rodeo; una leyenda con la que Hans Blumenberg interpretó la indecisa actitud de la humanidad ante la naturaleza. Me gustaría imaginar que las posibilidades futuras de todas las culturas que conviven en el Mediterráneo en la actualidad coinciden en dar vueltas en torno a una verdad oculta en numerosas formulaciones imaginarias, y que así como los mitos griegos encontraron un elemento común tras el grave colapso que siguió a la Edad del Bronce (fijada para siempre en nuestra memoria en el relato de la «guerra de Troya»), las modernas reflexiones de los historiadores puedan encontrar una luz de esperanza en medio de la turbación de los últimos acontecimientos mundiales, muchos de los cuales aún tienen su hogar nativo en las orillas del Mediterráneo (pensamos tan sólo en Kosovo, Macedonia o Palestina). Me complace pensar que la función del pensamiento histórico en el siglo XXI conecta mucho más con el espíritu de la reposada levedad del pensamiento mítico que con el ligero peso del dogma.
¿Por qué creo que una renovación en el discurso histórico ayudaría a mejorar las relaciones culturales entre los países del Mediterráneo? Porque la elaboración del pasado da muestras claras de la inutilidad de los esfuerzos bélicos. Porque cuanto más se conoce el pasado, más lejana es la ansiedad de imponer unas ideas por la fuerza de las armas. Al final de la Antigüedad Clásica se puso de manifiesto esta situación fundamental de las culturas mediterráneas, recién salidas del agónico proyecto de restauración imperial promovido por Justiniano. El resultado fue contrario al buscado por el elegante (y soberbio) emperador romano, pues más que restaurar el orden imperial, aceleró el proceso de liberación de numerosas comunidades agrícolas y facilitó la ulterior integración de las tribus bereberes en el islam.
Los escritores del siglo VII percibieron y captaron esa nueva situación del hombre y sobre ella promovieron una nueva mirada hacia el valor de la tradición y la renovación, una mirada etimológica, que encontró en Isidoro de Sevilla su exponente más conocido. Isidoro buscó una solución armónica a un mundo en profunda transformación, pero la mayor parte de su planteamiento (heredado sin duda de Martianus Capella) fue olvidado cuando el cristianismo tuvo que aceptar la presencia del islam en el norte de África, Sicilia y la península Ibérica. Desde ese momento, el Mediterráneo se convirtió en la arena de un largo debate doctrinal, que era al mismo tiempo económico y social. Como jamás se había visto una polémica religiosa entre monoteísmos diferentes entre sí, las diversas comunidades adoptaron formas particulares ante el reto de tener que dialogar con una religión basada en el Corán.
Pero fue precisamente al perder la sabiduría de la incertidumbre y el consentimiento casi unánime de que el mundo quería olvidar el mensaje de los mitos clásicos, cuando las culturas mediterráneas articularon cuatro modelos de acceso a la divinidad única y verdadera: el cristianismo latino, cada vez más interesado en reformar su liturgia para posibilitar la integración de los francos y longobardos a su cuerpo doctrinal; el cristianismo griego, vuelto sobre la tradición helenística y preocupado por el lugar que debían ocupar los iconos; el judaísmo de la diáspora occidental, cuyos mensajes se perciben en la documentación de la Genizah desde El Cairo hasta Córdoba; y el islam, cuya rápida aceptación no fue obstáculo para una rica elaboración doctrinal desde Siria hasta España. El Mediterráneo se convirtió así en el territorio de una batalla semiótica, cuyo fin era la posesión de una verdad única, que ninguno de los cuatro modelos religiosos estaba dispuesto a conceder al oponente. Todos tenían el mismo derecho a ser escuchados por las comunidades campesinas y fue la capacidad de adaptación de los viejos mitos lo que creó las diferencias entre ellos.
Al comienzo de su autobiografía, Abd-Allah ibn Buluggin ibn Badis, el último rey zirí de Granada, aparece atormentado por la situación creada en el Mediterráneo ante la irrupción de los almorávides, una potencia militar de primer orden organizada en torno a los ribats y que volvió a considerar la yihad como una guerra santa, como en los años del Profeta. Consulta con los astros, con los poetas de su corte, con los médicos y con todos los sabios a su alcance, y no encuentra una explicación a la necesidad de crear un aparato estatal de carácter tributario y segmentado sobre el edificio cultural islámico. Pero después de la descripción de los años de su reinado, Abd Allah sigue sin saber cuál es el motivo de esta irrupción. Tampoco nosotros, sus lectores actuales, estamos seguros de aquel suceso. Unos años antes, algo parecido ocurrió en Sicilia cuando los normandos de Roberto Guiscardo ocuparon la isla y crearon un estado sobre la función guerrera. Estos dos modelos culturales que irrumpieron en el Mediterráneo a lo largo del siglo XI cambiaron el equilibrio que había regido esta región desde finales de la Antigüedad. Uno venía del norte e implicaba una mitología germánica y escandinava, donde la fuerza militar se consideraba un bien; otro procedía de las duras tierras del Sáhara meridional apenas romanizadas. El mundo inspirado en la utopía de Martianus Capella dejó de existir, y tuvo que idear formas para integrar esos procesos, que coincidieron en el tiempo (y desconozco de momento si en algo más) con el desplazamiento de las comunidades hebraicas del sur del Mediterráneo al norte, al valle del Ródano, Génova y Venecia.
La inquietud de Abd Allah, por clásica que sea, tiene pues otro sentido que la de Polibio o Agustín. La percepción del mundo vital mediterráneo a finales del siglo XI es diferente a la del pasado. Existe una escisión en el proceso histórico, que hoy solemos fijar hacia 1060, es decir, una treintena de años antes de las expediciones armadas que conocemos como Primera Cruzada y de la ocupación de Valencia por Rodrigo Díaz de Vivar (1096-1099).
Uno de los fracasos de la historiografía del siglo XX es no haber comprendido bien este fenómeno, ni la autonomía de la incorporación de nuevas civilizaciones en el mundo mediterráneo, como los normandos en Sicilia o los almorávides en España. La política de los papas inspirada en esos sucesos es, por su propia esencia, tributaria con ellos; y así la reforma gregoriana tejió un principio de distinción para momentos de cambios profundos.
En estos últimos tiempos se ha adquirido la costumbre de situar el origen del capitalismo en el mundo mediterráneo e incluso se ha llegado a censurar duramente el tópico que vincula este sistema económico con la ética calvinista y la cultura holandesa del siglo XVI. No seguiré ahora la polémica, baste indicar que, por lo que sabemos, el capitalismo alcanzó su clara definición a mediados del siglo XI, y eso fue el deus ex machina que dividió las comunidades mediterráneas entre sectores poco (o nada) proclives a esa forma económica y otras tendentes a aceptarlo como fundamento de su razón vital.
De todas las experiencias de esa época, la genovesa parece la más osada, la más épica en sus maneras y costumbres, como puso de manifiesto de forma precoz el cronista Caffaro (1099-1163). La convulsión provocada por este fenómeno motivó un cambio de conducta en las matrices culturales del pasado: el Mare Nostrum dejó paso al Mediterráneo, un mundo de horizontes abiertos, como gustaba decir Roberto Sabatino López. Conviene tenerlo en cuenta a la hora de reflexionar hoy en busca de una salida a los actuales enfrentamientos que, como la historia de aquel remoto paso nos dice, nunca conducen a nada bueno ni perdurable. El cambio auténtico es el diálogo y la concordia. Aprendamos a construirlo. Es el principal reto del nuevo milenio.