La poesía amorosa de san Juan de la Cruz nunca describe el aspecto exterior de la amada, ya que ello supondría un elemento de separación en una poesía que aspira, precisamente, a la fusión de identidades. El trance de amor transformante entre los amados constituye, así, la unión suprema con Dios. Estos rasgos están muy presentes en la tradición poética sufí, que rescata la figura femenina de una antigua leyenda beduina, Laylà, para describir la unión de los amantes. Laylà, que significa “noche”, anticipa a la amada sanjuanística que busca a su amado en medio de las tinieblas. Así, la Noche oscura de san Juan se aleja del neoplatonismo europeo, que rechaza el amor carnal, para continuar la tradición erótico-mística del sufismo, mucho más próximo en su concepto de unión amorosa como ascensión hacia el conocimiento absoluto.
A Clara Janés, por su Ópalo de fuego.
A Ahmad Taherí, bienvenido a la hispanidad.
San Juan de la Cruz tiende un velo de misterio sobre las señas de identidad de sus protagonistas poéticas[1]. No sólo les borra el rostro, sino también el nombre: cuando comienzan su urgente camino de amor —pensemos en el Cántico espiritual y en la Noche oscura— estas amantes no nos entregan más distintivos ontológicos que su propia pasión amorosa, de elevadísima temperatura emocional. No sabemos si la dueña de aquella voz que gime «¿Adónde te escondiste, Amado?», o de aquella otra que se desliza por la escala para la estremecedora cita nocturna, es una rubia de ojos claros al gusto renacentista o una morena de ojos de paloma, labios como hilo de carmesí y estilizada nariz que se recorta contra el Monte Líbano, como la Sulamita del Cantar de los Cantares. Jewish is beautiful, parecería firmar el antiguo poeta del epitalamio bíblico que tanto privilegiara el Reformador como paradigma poético. Pero en el momento de pintar las facciones de sus ardientes hembras poéticas, san Juan da la espalda no sólo a Petrarca y Garcilaso, sino a su libro de cabecera, los Cantares salomónicos.
Ignoramos igualmente si el nombre de estas féminas, tan intrépidas en amores, pudiera haber sido Elisa, Celia, Dorotea o Laura. (Y no añado a mi listado hipotético el apelativo de la desdeñosa «Galatea» porque nada es más ajeno a estas mujeres enamoradas que la indiferencia afectiva de la célebre ninfa marítima asociada a la evanescente espuma del mar.) San Juan escamotea, pues, todo posible distintivo óntico que nos hubiese permitido hacernos una idea precisa de cómo son —y de quiénes son— sus alter-ego femeninos.
Nada más acertado. La corporeidad invisible de sus protagonistas conviene a su condición de emblemas del alma descorporeizada en trance de unión teopática. En otro lugar me he ocupado de las consecuencias de este enorme hallazgo poético[2]: al borrar rostros y nombres, el poeta reescribe de manera inesperada sus fuentes literarias, tanto las neoplatónicas como las bíblicas, con consecuencias muy importantes para sus propósitos comunicativos: lo que quiere compartir es un trance suprarracional y supralingüístico vivido más allá de las coordenadas opresivas del espacio-tiempo. Imposible que insistiera en señas de identidad separadoras quien habla de la fusión de identidades en el trance del amor transformante.
Hay, con todo, un nombre que conviene a la protagonista de la Noche oscura. Nuestra hembra incógnita se hubiese podido llamar Laylà. Incorpórea e intangible como su contrapartida, la protagonista del «Cántico», la emisora de los versos, emprende su huida rodeada de las tinieblas de la noche, y va a quedar paulatina, cuidadosamente identificada, a lo largo del poema, con la noche misma que ampara su «éxtasis» o salida espiritual de su yo interior. La noche es el símbolo del locus de la unión teopática en el poema de la Noche oscura, tan breve como prodigioso: a ello habremos de volver en detalle. Por el momento cabe recordar que el espacio simbólico de la transformación en uno con el «Amor que mueve el sol y las demás estrellas» corresponde siempre al yo interior, al ápice profundo del alma. El místico accede a conocerse a sí mismo de veras y descubre que su identidad es infinita porque comparte el prodigioso abismo de la naturaleza divina. In interiore hominis habitat veritas, aleccionaba desde antiguo san Agustín, y el Maestro Eckhardt lo secundaba con aquella atrevida proposición «¿Para qué genuflexión, se está dentro de uno?»[3]. Enseguida veremos cómo en el poema de la Noche oscura san Juan identifica el espacio sagrado de la scintilla del alma precisamente con la noche. Y, por consiguiente, con la hembra enamorada que sirve de metáfora al alma extática, que se irá convirtiendo frente a nuestro ojos en la noche iniciática de lo incognoscible, que obnubila la razón y los sentidos. La protagonista en fuga, paradójicamente tan sensual y tan proclive a las caricias, vendrá, pues, a ser, en un sentido muy profundo, la noche mística.
La emisora de los versos no es, sin embargo, la primera mujer literaria que personifica tanto la experiencia del amor humano como la del amor divino bajo el disfraz metafórico de la noche. Ahí está Laylà, la amada de Machnún, símbolo del amor imposible en la tradición literaria preislámica, que los sufíes convirtieron en emblema del amor transformante en Dios. La reescritura mística de esta amada profana se sirvió precisamente de su nombre, enormemente sugestivo: es que Laylà significa en árabe layl o «noche». Veremos enseguida cómo la envolvente oquedad nocturna, que borra imágenes y bultos, es, en su total indeterminación, símil perfecto de una experiencia espiritual sin límites.
Pero importa recordar que antes de constituir el emblema del locus del alma en unión mística, Laylà también fue mujer. Sigamos sus huellas por los desiertos ardientes de la Arabia del siglo VII.
La antigua historia beduina describe cómo Laylà y Qays, los «Romeo y Julieta» de la literatura islámica, se aman desde su tierna infancia. Una versión de la leyenda dice que los padres de la niña impiden los amores porque Qays celebraba a su enamorada en indiscretos versos febriles. Otra versión más prosaica sugiere que Laylà tenía otro pretendiente de rango social y económico superior, que se convierte en el favorito de sus padres. Cuando Qays pide la mano de Laylà, ésta le es denegada. El joven, desesperado, se retira entonces al desierto, donde le sirven de compañía tan sólo las fieras y los poemas despechados que su voz enloquecida echa sin cesar al viento. Aquí deja de ser Qays para convertirse en Machnún o «loco». Literalmente, en «enduendado», ya que la raíz trilítera árabe asocia el nombre de nuestro famoso protagonista con el yinn, «duende» que se mete por las venas y se apodera del ser, como el que solía visitar a Federico García Lorca en trance poético. Así que Qays pasa a ser «Machnún Laylà», es decir, el «enduendado, o «enloquecido, de Laylà». “Melibeo soy”, exclamaría Calisto siglos después en la célebre tragicomedia La Celestina, de Fernando Rojas. Advirtamos que el joven beduino pasa a asumir el nombre de su amada. Ha comenzado la transformación en uno de la pareja, insinuada por la usurpación del onomástico. Todo ello sería muy útil a los místicos del islam en su reelaboración de la historia de amor, tan desdichada como sugerente.
Los padres de Laylà la obligan a contraer matrimonio con el pretendiente acaudalado, que en algunas versiones de la leyenda se llama Ward. Pero cuando al fin enviuda, acude al desierto en busca de su enloquecido amante, que aún la sigue reclamando con el manantial inagotable de sus versos. Pero —extraordinaria sorpresa— Machnún ya no quiere verla. Es que Laylà, transmutada en poesía y en idea inmaterial, habita en su corazón para siempre. Su presencia física ya no es necesaria, como habrían de saber los castos poetas del amor neoplatónico, que se tenían bien sabida la antigua lección de Lucrecio: la carne es separadora. Ya en el siglo VII Machnún sabía que tenía que rechazar el cuerpo de Laylà que venía en su busca: el «dulce peso rosa» que el enamoradísimo Pedro Salinas se vio a su vez precisado a traducir en poesía incorpórea para salvarlo del tiempo. Otro tanto intuyó aquel otro cantor de lo inefable que fue Juan Ramón Jiménez: «Ante mí estás, sí, / mas me olvido de ti / pensando en ti». El cuerpo se rinde a estas alturas porque sólo desmaterializados pueden los amantes fundirse en uno y entrar en la transparencia, en la fecundísima Nada ontológica que no es otra cosa que la totalidad plena del ser. Y que ya para Machnún fue la Noche, layl o Laylà de la razón y de los sentidos, a los que renunció por amor. En su Diván del ópalo de fuego, Clara Janés imagina las palabras del «enduendado»: «Apártate, amada, / no distraigas la imagen que de ti cobijo»[4].
La amada corpórea es, pues, un impedimento para la inextricable unión de amor que ha conseguido Machnún en su ensimismamiento psíquico, merced al cual ha asumido para siempre la imagen de Laylà en su proteico corazón enamorado. Ella, que ya no tiene por qué vivir, muere en el desierto. Y él exhala su último suspiro sobre su tumba: los cuerpos se rinden y se transmutan en ceniza, pero el amor vive para siempre en el interior de sus almas inmortales, que han devenido una merced a su perfecta transformación en el amor.
Fueron muchos los poetas preislámicosque cantaron al amor obsesionado por una mujer intangible: al nombre legendario de Machnún habría que añadir los de Yaml y Kuayyir, que celebraron en sus versos a sus amadas Buayna y Azza. Estas antiguas parejas de amantes, sobre cuya existencia real se tienen, sin embargo, serias reservas, encarnan el amor casto de renuncia física. Se dice que los más propensos a practicar este refinadísimo amor imposible eran los miembros de la tribu de los Bau Udra, y de ahí el apelativo udri para significar este amor puro, por oposición al amor carnal o ibahi.
La fortuna de los versos del poeta beduino Machnún —a quien sin embargo Juan Vernet considera un «falsario del siglo VII»[5]— ha sido inmensa. Debemos a Ibn Qutayba (m. 889) el recuento más temprano de la leyenda, que elabora en su Kitab al-shir wa l-shuara. Pero la célebre historia de amor sobrepasa las fronteras de la lírica árabe para ser ampliada por autores persas y turcos como Nizam (siglo XI), quien dio forma orgánica coherente a la leyenda en su romance épico titulado Laylà y Machnún. Lo habrían de imitar Amr Jusraw Dihlaw, Yam, Yunus Emré y Fuzul (siglo XIV), entre otros.
Pero la reescritura mística de la leyenda beduina es la que más nos interesa aquí. La figura del enloquecido Machnún, al perder la razón y sumirse en la contemplación de su imposible Laylà, habría de servir como emblema a numerosos poetas sufíes que cantaron al amor divino, igualmente suprarracional. Los paralelos entre ambos discursos amorosos —el erótico/contemplativo de Machnún y el extático del místico auténtico— son en efecto muy cercanos. Desconsolado por la búsqueda infructuosa de Laylà «real» de carne y hueso, se ha transformado en uno con ella para siempre allá en el hondón infranqueable de su espíritu inmortal. Así lo entendió el poeta persa Yam (m. 1492), en cuya reescritura de la leyenda el deseo real de Machnún no es la unión con Laylà sino la unión con Dios. Ibn Arabí había preludiado la misma lección en su Taryuman al-Ashwaq o Intérprete de los deseos. En su célebre poemario erótico-místico nos explica que su corazón es capaz de adquirir cualquier forma, cabe decir, que el espejo pulido de su alma refleja simbólicamente cualquiera de las manifestaciones de la Divinidad, sin atarse a ninguna. El poeta añade como coda a sus versos magisteriales de amor transformante: «De esto nos dan ejemplo Bisr, el amante de Hind, y su hermana, y Qays y Lubnà y Mayya y Gaylan». Embriagados por un amor que va más allá de los sentidos, Qays y estos legendarios enamorados islámicos perdieron la conciencia de sí mismos, dando una suprema lección de desasimiento a los místicos auténticos.
También el persa Rumi ve concretamente cómo el contemplativo debe abrazar la «noche» metafórica que conduce a la intuición de la unidad esencial de Dios: «Toma a Laylà sobre tu pecho, oh Machnún: / la noche es el aposento del tawd [unidad de Dios], y el día es idolatría (shikr) y multiplicidad»[6]. Rumi emplea, como muchos de sus correligionarios, un juego de palabras con el nombre femenino de Laylà, y, al hacerlo, no hace otra cosa que abrazar, simultáneamente, la noche oscura de su propia alma. El cuerpo amado se le volatiliza en medio del abrazo y se le torna invisible: es un abrazo simultáneamente carnal y místico. Rumi anticipa, como tendremos ocasión de ver, las apasionadas caricias nocturnas de los amantes sanjuanísticos, en especial el momento en que el Amado se reclina sobre el pecho de la amada. Salta a la vista que los sufíes cantaban el leit motiv de la noche mística —como siglos más tarde haría san Juan de la Cruz— bajo la cobertura del amor humano.
Pero el persa no está solo en su codificación de la Laylà mística. También el anónimo autor del Libro de la certeza asocia el nombre de esta Beatriz o Julieta musulmana con dicha noche espiritual: «… en la poesía y en las leyendas árabes la amada suele llamarse Laylà (noche), porque la noche es un símbolo de la belleza perfecta pasiva […]. El deseo del amante […] viene a representar […] su aspiración a la Verdad Última»[7].
Los espirituales del islam se sirvieron del nombre nocturno de la amada de Machnún con tanta insistencia porque habían codificado la «noche» como símbolo místico a lo largo de muchos siglos. Ya dejé dicho que la noche envolvente desvanece los contornos y es símil del Todo infinito en el que se funden las identidades borradas. Estamos ante una «noche luminosa», ante un «mediodía oscuro», como cantaron en verso estos antiguos contemplativos: la oscuridad es aquí exceso de luz que implica el conocimiento trascendente de Dios que no se obtiene por la razón discursiva. Estamos ante un auténtico clisé literario del sufismo: difícil pensar que lo inventara aisladamente el Reformador del Carmelo.
Miguel Asín Palacios fue el primero en reconocer la presencia del símil de la noche entre los sufíes al asociar la «noche oscura» del alma juancruciana a la de Ibn Abbad de Ronda y Abul-l-Hasan al-Shadili en su ensayo «Un precursor hispano-musulmán de san Juan de la Cruz»[8] y en su libro póstumo Shadilíes y alumbrados[9]. Los místicos musulmanes medievales elaboraron, en efecto, el símbolo nocturno obsesivamente a lo largo de muchos siglos, haciéndolo suyo y dotándolo de intrincados matices inmediatamente reconocibles como islámicos y no trazables —como admite Asín— a fuentes occidentales neoplatónicas. En estudio aparte[10] he actualizado las investigaciones pioneras del maestro con numerosos casos adicionales. También me he ocupado de contrastar el símil nocturno sufí con la tribulationis nox de las Moralia de san Gregorio, con la divina caligo o «tiniebla luminosa» del Pseudo-Dionisio, y aun con la oscuridad simbólica de san Gregorio de Nisa: las alegorías de los espirituales europeos, no cabe duda, resultan pálidas e imprecisas ante el pormenorizado símbolo islámico, que fue parte del discurso codificado de una escuela mística que lo reiteró durante muchos siglos. Cuando un sufí cantaba a la noche del encuentro amoroso, sus compañeros de vía mística eran capaces de decodificar en el acto el sentido oculto apretadamente místico del símbolo. Como decía Lahiyi, el comentador de Shabistari: «Una simple alusión [a la noche] basta».
De igual manera, les bastaba también una simple alusión a aquella Noche que fue la amada de Machnún. Con su simbólico nombre nocturno, Laylà se convirtió en auténtico heraldo de la experiencia mística: abrazar a Laylà era, en el lenguaje codificado de los sufíes, abrazar la noche oscura de la unión con Dios. Veamos si otro tanto sucede con la protagonista poética de la Noche oscura de san Juan de la Cruz. Acompañémosla en su precipitada fuga y veamos si podemos ceder a la tentación de la «delicia del cristianar» que decía Pedro Salinas para bautizarla con el nombre místico de Laylà[11]:
En una noche oscura
con ansias, en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.
La protagonista poemática, cuya voz femenina nos remite, al igual que el «Cántico», a coordenadas literarias orientales, nos da noticia de su agitado estado emocional, tan ajeno al de las damas inaccesibles que fueron el norte del amor neoplatónico de tantos rendidos poetas del Renacimiento. Se encuentra «con ansias» e inflamada en amores. Sincera admisión. Casi escuchamos su respiración entrecortada de auténtica enamorada en trance de gestionar un final clandestino pero feliz para la pasión que la consume. También nos dice la incógnita dama que su aventura se inicia en una noche cerrada: en un punto simultáneamente temporal —la noche oscura— y espacial —en la zona protectora de las tinieblas totales[12]. La primera —e importantísima— palabra que inaugura la «Noche» nos remite, al igual que en el caso del «Cántico», a una preocupación espacial. (No dice el poeta que la acción ocurre «de noche» sino «en una noche.») Ya sabemos que san Juan suele metaforizar su estado alterado de conciencia en términos de su ingreso en un espacio novedoso y rarificado: «Entréme donde no supe, / y quedéme no sabiendo, / toda ciencia trascendiendo». El Reformado dialoga consigo mismo en su propia obra y reescribe sus motivos simbólicos más importantes una y otra vez. Parecería que la pregunta ansiosa que inaugura el «Cántico» —¿Adónde te escondiste, Amado…?— se sigue contestando en este primer verso de la «Noche»: «En una noche oscura…». Y es que el espacio-tiempo de la noche tendrá una importancia radical para la intelección profunda del poema. A este punto temporal simbólico y a este espacio sagrado habremos de volver, porque en él se fundirán en uno los misteriosos protagonistas poemáticos. Más aún: ellos serán, como tendremos ocasión de ver, la noche misma —Laylà— que abrazan y que los envuelve protectora. Pero no nos adelantemos. Limitémonos por el momento a advertir que la oscuridad de la noche contrasta fuertemente con la luz súbita de las llamas que inflaman el ardiente corazón de la fémina en fuga. San Juan pinta desde el principio del poema un claroscuro contrastante que será también altamente significativo para la comprensión del poema.
No se nos dice nada, como adelanté, de la identidad de la protagonista: ni sabemos su nombre ni tenemos noticia de su aspecto físico. Por el momento, sin embargo, vemos —o, mejor, adivinamos entre las sombras de la noche— a la emisora de los versos, que se desliza con sigilo (como otrora la Tisbe de Ovidio o la Esposa de los Cantares) a un encuentro que sospechamos secreto. El poeta repite en la «Noche» un verbo muy caro a su universo poético: «salí». En el «Cántico», la protagonista salía «clamando»; aquí, aunque con las mismas «ansias» de su contrapartida anterior, sale «sin ser notada». Pero cuando una fémina sanjuanista emprende su camino, el lector tiene que estar alerta, ya que las protagonistas poemáticas del santo no suelen llevar a cabo desplazamientos normales en los que se superen distancias sucesivas. Se trata más bien de caminos circulares anulados u ontológicamente inexistentes. Ya tendremos ocasión de ver si la «Noche» es o no es excepción a esta regla: a esta estremecedora, fecundísima regla que nos suele colocar en el umbral de la experiencia mística.
Un lector atento no puede evitar ponerse en guardia ante la mención lapidaria que inaugura el poema —«En una noche oscura»—, mención que será martilleada una y otra vez de manera ominosa a lo largo de las liras subsiguientes. Tanta insistencia es sospechosa. San Juan nos desliza la idea de que, de alguna manera, el hecho de que los amantes se reúnan precisamente de noche es extraordinariamente importante.
José Nieto señala que la noche no parece simbólica en el contexto del poema porque san Juan aluda a «una» noche concreta, y no a «la» noche[13]. Sin embargo, creo que la repetición insistente del punto temporal nocturno en el que se da la unión amorosa es demasiado reiterada como para no levantar recelo en el lector. Todos recordaremos que Jean Baruzi y, con él, Dámaso Alonso, proponen que la noche juancruciana es una noche simbólica, con la que el poeta intuye instintivamente el abismo nocturno de la experiencia trascendente. Estamos de acuerdo en lo fundamental: la noche sanjuanística, a la que se comienza aludiendo en el poema como un simple punto del calendario en el que se da una cita amorosa, termina por devenir un símbolo extraordinariamente complejo. La noche y sus tinieblas envolventes, a las que se alude de manera obsesiva, van enriqueciendo y aun minando lentamente la escueta historia de amor carnal, que no puede quedar sólo en eso (aunque tampoco deja nunca de ser eso).
Pero esta noche que muchos estudiosos no dudan en calificar de simbólica es bastante más compleja de lo que la crítica había visto hasta ahora. Baruzi sospechó que la noche era un símbolo intuido ex nihilo por el poeta. Su supuesta «originalidad» dejó perplejo al ilustre francés, que prefirió dejar de lado el problema de la filiación literaria del misterioso símil: «No es preciso invocar tradición alguna para que podamos seguir al poeta»[14]. Ya hoy no tenemos la incertidumbre que tuvo Jean Baruzi en 1924. La noche, precisamente como símbolo de un hito en el camino místico, ha quedado codificada en la literatura espiritual anterior al santo, minuciosa, apretadamente codificada, como hemos visto, sobre todo por los místicos del islam. El hecho escapó al maestro francés, y aun a Dámaso Alonso, pero hoy hemos de admitir que la riquísima contextualidad literaria del término ensancha desde el principio el campo semántico del poema, que sería leído, no lo olvidemos, en contextos conventuales. Pero no perdamos de vista a nuestra ansiosa enamorada, que continúa su camino furtivo en la segunda estrofa de la Noche oscura:
A oscuras y segura,
por la secreta escala disfrazada,
¡oh dichosa ventura!
a oscuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.
La protagonista poemática repite la frase «a oscuras» para subrayar las tinieblas que la envuelven y que sin embargo le dan una paradójica seguridad. Se desliza subrepticiamente por una escala que parecería, a todas luces, ser provisional y clandestina —«instrumento portátil y arrimadizo»[15]— como aquella que usara Calisto para alcanzar el huerto y la persona de Melibea. Esta escala por la cual la protagonista desciende en lugar de ascender ha sido para José Nieto una de las claves internas del poema que delata su condición erótica y no mística: los contemplativos suelen, según el estudioso, aludir a subidas del espíritu por escalas ascensionales, nunca a descensos al plano horizontal de la tierra por estas mismas escalas. No estoy tan segura. En primer lugar, si la amada hubiese subido por la escala a un hipotético encuentro amoroso en lo alto del huerto, tampoco por ello hubiera estado garantizada la implicación mística del poema exento, ya que numerosos amantes de la literatura renacentista —Calisto es tan sólo el caso más obvio— acceden a las alturas por una escala a la cita galante y eso no hace que sus textos adquieran una dimensión contemplativa automática. En segundo lugar, los místicos se sirven tanto del símbolo del ascenso como del símbolo del descenso para señalizar su encuentro con el absoluto: ahí está la tantas veces citada advertencia agustiniana Noli foras ire, in te ipsum redi, in interiore hominis habitat veritas. Los versos no apuntan, pues, hacia un rechazo de un proceso místico interiorizado por el hecho de que la amada descienda por una escala en lugar de ascender por ella. (Ya veremos que, por el contrario, conviene al conjunto del poema exento este descenso y no un hipotético ascenso.) Si nos atenemos a la contextualidad literaria de san Juan, el caso es aún más claro: el hecho de que la protagonista descienda en lugar de subir es sospechosamente indicativo de una bajada hacia la hondura del espíritu, hacia el amor, que —sea de naturaleza humana o divina— siempre se experimenta en el interior del alma.
La emisora de los versos nos da otro dato inquietante: va disfrazada y «en celada». No sólo va «en celo» —encelada— sino oculta. La celada alude a la pieza antigua de armadura con la que se protegía la cabeza y también, por extensión, a una emboscada o actividad secreta que se hace a hurtadillas. Las máscaras tras las que se oculta nuestra misteriosa protagonista no hacen otra cosa, como nos recuerda Nietzsche, que apuntar hacia los abismos insondables de su identidad verdadera con más fuerza. El lector sospecha que en algún momento habrá de saber algo más del ser auténtico de esta fémina, que por ahora se nos escamotea. Anticipamos que justamente todo el poema va a girar en torno a este encuentro jubiloso consigo misma, con la culminación última de su identidad. Amar —ya hemos insistido en ello— no es otra cosa que acceder plenamente a nuestro propio ser. Ya veremos si a esta mujer incógnita le es dado descubrir su identidad real bajo el patronímico de Laylà.
Pero dejemos la palabra una vez más a nuestra enamorada juancruciana:
En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.
La protagonista nos anuncia ahora que la noche es, en efecto, tan oscura, que «nadie me veía / ni yo miraba cosa». Nadie puede ver a la fémina furtiva en trance de huida, pero —esto es lo más notable— ella también ha quedado completamente a oscuras en su camino amoroso, que emprende de nocte et nullo vidente. La protagonista admite que «no ve cosa»: camina a ciegas. Maravillosa intuición: la amada experimenta la noche en su falta absoluta y volitiva de luz, esa noche misma que la envuelve de manera protectora. Comienza a convertirse en Laylà. Pero ¿adónde se dirige? Extraordinario problema, ya que lo que le sirve de guía en su camino es nada menos que una luz que arde en lo hondo de su corazón. Aquel que, en la primera lira, estuvo, asimismo, «inflamado» de amores. Una interpretación «desde esta ladera», como decía Dámaso Alonso, nos llevaría a la conclusión de que la hembra huidiza sabe bien, allá en su psique profunda, dónde será la cita nocturna con el amado que la espera. Pero si leemos el poema con lógica implacable, advertimos que su metafórica antorcha de guía es una luz que arde en su interior, y ¿hacia dónde va a poder dirigir esta luz sino hacia ella misma?
De súbito comenzamos a sospechar que estamos haciendo con nuestra sigilosa viajera un camino que no se cumple, que no se camina de veras, porque revierte hacia ella misma: hacia la luminaria que habita en su pecho y que sólo la puede dirigir hacia su interioridad y no fuera de ella. Es lícito sospechar que acaso bajaba hacia ella misma, hacia esa luz que la habrá de conducir en la noche y con la que acaba de establecer contacto gozoso. «Ya por aquí no hay camino», señala san Juan en el grabado mismo de la Subida del Monte Carmelo con el que pretende explicitar el poema en cuestión. Pero ya nos lo había sugerido en los versos, con más cautela pero a la vez con más fuerza poética. Los contextos literarios del misticismo universal (y, sobre todo, islámico) se activan sigilosamente y comienzan a operar en el poema por derecho propio. La misteriosa amante aún celebra la capacidad lumínica de su interior, que la lleva por un misterioso camino circular y redundante:
Aquesta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía,
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.
La luz de su corazón la guía, paradójicamente, «más cierto que la luz del mediodía» en las tinieblas contrastantes de la noche oscura. La protagonista oscila entre su ceguera total para las cosas exteriores y esta luz interior que celebra y que la va conduciendo con una certeza envidiable. Parecería que mira, pues, con un solo ojo simbólico e iluminado. Es importante la pista espiritual del poeta: el corazón encendido es el ojo del corazón capaz de reflejar a Dios como en inmaculado espejo. La imagen de este ojo auto-contemplativo con el cual contemplamos a Dios y a nosotros mismos en Dios es palmaria en la literatura espiritual de todos los tiempos, desde Platón hasta san Agustín y los sufíes[16]. San Juan nos da otra clave magnífica: estamos a oscuras en todo sentido. No podemos ver hacia dónde vamos con tanta alegría y propósito, ni exactamente con quién será el encuentro tan deseado. Parecería que comenzamos a vivir con nuestra protagonista la célebre « noche de los sentidos»: estas tinieblas alcanzan no sólo nuestro campo visual, sino también nuestras propias facultades intelectivas, ya que no acertamos a conocer de cierto la nueva realidad en la que la protagonista poemática se dispone a entrar. Sólo sabemos que es impenetrablemente oscura, como las tinieblas que obnubilaron la facultad racional y los sentidos de Machnún cuando renunció a su Laylà de carne y hueso. Ya sabemos que la tenía dentro de su corazón, fecundamente anochecido.
Las pistas están dadas: todo parece persuadirnos de que la « Noche» está celebrando un estado alterado de conciencia. Es lícito intuir que el Reformador dialoga aquí con el resto de su obra, en la que nos advierte una y otra vez que a Dios no se le puede percibir nunca ni por los sentidos ni por la razón: se trata de una luz indecible que pone a oscuras —que anochece— nuestro entendimiento. Participamos, junto a la emisora de los versos, de la esencia misma de la noche oscura en la que se mueve en su enigmático camino circular: el poeta místico ha apagado nuestro campo visual y nuestras capacidades cognoscitivas.
En el primer verso, la «noche» de san Juan se nos antojaba un punto simultáneamente espacial —zona tenebrosa y protegida— y temporal —la alta hora del encuentro clandestino—. Ahora parecería que la protagonista puede de veras afirmar: «la noche oscura c’est moi»: es mi espacio interior sin confines limitantes y sin tiempo sucesivo; mi hondón del alma devenido infinito merced del encuentro indecible, necesariamente a oscuras de la razón y las trágicas coordenadas espacio-tiempo.
La agudización del sentido del tacto, que hace la «Noche» el poema más sensual del Renacimiento español, le sirve también al poeta para indicarnos que la fusión de los amantes está ocurriendo, paradójicamente, a unos niveles donde la corporeidad comienza a perderse. La protagonista poética no ve: eso ya lo sabemos porque se mueve a tientas en la noche y acaricia un rostro incógnito. Su amante parecería estar igualmente a ciegas en las cerradas tinieblas nocturnas, ya que nunca nos dice si su valiente dama es rubia o si sus cabellos rizados y oscuros recuerdan en cambio un rebaño de cabras que suben al monte de Galaad, ni si sus pechos floridos semejan cabritos mellizos que pacen entre azucenas. Tan sólo se nos insinúa que, en el proceso de caer dormido, debe hacer sentido las caricias de su hembra, sin verla. Pero hay más: el varón requerido de amores no sólo no puede ver porque es de noche sino porque, como dejamos dicho, al cerrar los ojos, reafirma la oquedad —el tenebroso black hole— de su campo visual. El dato tiene todavía otras implicaciones. En el momento más apasionado del amor, el Amado abandona el cuerpo: duerme, pasando a otro nivel de conciencia donde tendrá, por fuerza, que haber quedado insensible a las caricias de su amada. Asombra el hecho de que el amante, tan afanosamente buscado, se entregue pasivamente al sueño en la primera imagen que nos ofrece de sí mismo. Pero es que su dormir —su sumirse en la noche y su escapar del cuerpo— podría tener un sentido simbólico más significativo en el contexto del poema.
Porque ¿dónde el misterioso enamorado pierde su campo visual y entrega su conciencia? «Allí» —nos dice su pareja—: «en mi pecho florido». Magnífico indicio. Porque era precisamente allí donde ella se sentía inflamada de amores, allí donde resplandecía la antorcha lumínica que la guiaba hacia ella misma, allí donde esta guía de luz se transmutaba en aquella otra guía que era la noche fecunda. Cabe evocar una vez más los versos de Rumi: «Toma a Laylà [la Noche] contra tu corazón, oh Machnún. / La Noche es la cámara secreta del tawd [Unidad de Dios], / y el día es idolatría y multiplicidad». En el espacio central de la psique profunda de la emisora de los versos de san Juan, como en el corazón simbólico de este Machnún «a lo divino» del poeta persa, todo parecería confluir y transformarse gozosamente en uno: el corazón inflamado de luz, la noche oscura, el camino inexistente y, ahora, el amante mismo que se recuesta en este espacio privilegiado y proteico que no es otra cosa que ella misma. La apoteosis transformante nos vuelve a remitir al verso petrarquista, que va quedando imbuido de un sentido cada vez más hondo: «amada en el Amado transformada».
Pero san Juan guarda importantes diferencias con el casto poeta florentino: mientras Petrarca renuncia físicamente a su amada, san Juan, como el Machnún de la versión mística de Rumi, no renuncia al cuerpo amado sino que se funde con él en erótico abrazo, sólo que en medio mismo del abrazo la presencia física tangible se le volatiliza en experiencia espiritual quintaesenciada. Abrazar a Laylà es abrazar simultáneamente la noche oscura del alma: los dos abrazos se funden en uno sin que, curiosamente, ninguno pierda su fuerza evocadora en los versos. Estamos frente a una importante novedad en lo que atañe al discurso neoplatónico: el amor aquí es a la vez erótico y místico. No hay que renunciar al cuerpo, porque esa corporeidad gozosa es la puerta para el Amor trascendido que se experimenta más allá de los sentidos. Sorprendentemente, los místicos sufíes y, con ellos, san Juan de la Cruz han ido más lejos que el heroico «enduendado» que renunció a Laylà en el desierto de la Arabia beduina, más lejos que Petrarca y todos los pudorosos poetas que cerraron filas con el dolce stil nuovo. Todos ellos contemplaron con mirada inmisericorde las nupcias humanas, que en san Juan y los sufíes parecen bendecirse porque conducen al abrazo sobrehumano.
A estas alturas del poema, el camino nocturno se ha vuelto a cerrar una vez más: la protagonista tenía razón al celebrar tanto la noche porque en ella —y de muchas maneras simultáneas— ha encontrado el amor. Y, al hacerlo, se ha encontrado a sí misma, ya que es precisamente en su más honda mismidad donde confluye todo: la luz, la oscuridad, el amor. Una vez más, la noche c’est moi. La amada ha tirado por el suelo su máscara metafórica y debajo de su disfraz surge esplendorosa su verdadera identidad. Era Noche —Laylà— de sobretonos divinales. Los amantes se han fundido en una noche oscura que es paradójicamente «blanca y santa», por usurpar una vez más la voz poética de Clara Janés. Tales prodigios ontológicos no suelen acontecer a una simple hembra en el contexto del amor humano.
Y la amada aún canta:
El aire del almena
cuando yo sus cabellos esparcía
con su mano serena
en mi cuello hería
y todos mis sentidos suspendía.
La protagonista poética continúa acariciando al objeto de su deseo, que sigue sin poderle responder porque ha quedado dormido en su seno. Toma entonces su lugar un misterioso elemento —«el aire del almena»— que acaricia a su vez a la emisora de los versos, que ha quedado sola en el espacio del amor. Curiosamente, «el aire del almena» prodiga a la amante las mejores caricias —las que el Amado pudo haberle dado—: «con su mano serena / en mi cuello hería / y todos mis sentidos suspendía». Una vez más, la misteriosa mujer no ve su entorno oscurecido sino que se limita a percibir a través de su piel, que es una manera muy elocuente que tiene el poeta de recalcarnos que sigue a ciegas. Parecería que estamos en el paisaje onírico de un estado alterado de conciencia. Pero es que el «aire» —que el «ventalle» anticipa y subraya— es otro vocablo teológico cifrado que los lectores de cultura conventual de la época podrían haber reconocido con facilidad. Nos recuerda Dámaso Alonso que «en la críptica simbólica de San Juan de la Cruz, [el aire] alude a las más íntimas y sutiles operaciones de la Divinidad en los últimos trances de la unión perfecta…»[17]. La equivalencia es tan universal que la comparten por igual los místicos de Oriente con los de Occidente, que asocian a la Divinidad el aire, el pneuma, el logos creador, el hálito, el ósculo, la prana, el ruh de los sufíes, el rua de los hebreos. El viento metafórico implica, pues, el «despertar» del alma a su verdadera condición ontológica: una vez más, la amada de la «Noche» ha tirado el antifaz y se ha reconocido en su auténtico ser, nocturno e infinito. Las caricias las ha dado una mano invisible y trascendente: el cuerpo comienza a esfumarse delante de nuestros ojos, justamente en los versos más eróticos del poema.
Pero es que el aire acariciante surge «del almena». Acaso aquellos primeros lectores de la «Noche» sabrían también que todo vocablo asociado con «almena» o «castillo fortificado» en el contexto de un escrito espiritual admitía un sentido codificado. Los sufíes vertieron «a lo divino» estas fortalezas protectoras, anticipando por muchos siglos los castillos teresianos y los cercos sosegados del «Cántico» de san Juan. El castillo o isn significa para ellos protección alrededor del alma y, a la vez, condición nupcial[18]. Las «almenas» de la «Noche» significarían, pues, el espacio simbólico protegido del matrimonio espiritual, oreado de vientos divinales. Estos parapetos describen también un cerco o círculo alrededor de lo que protegen: estamos además ante el símil sagrado del infinito.
Las caricias que recibe la amada nocturna terminan por sacarla de sí: «y todos mis sentidos suspendía». Ha quedado transpuesta, fuera de sí, al margen mismo de sus exacerbadas capacidades sensoriales. Ha quedado fuera del cuerpo. Como aquella Laylà cuya amada corporeidad el enamoradísimo Machnún borrara para siempre de su presencia. Al perder su cuerpo, la hembra juancruciana queda identificada —una vez más— con su Amado, y se dispone a acompañarlo en esa fuga final de la carne:
Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
Qué bien hizo la protagonista poética en buscar a su Amado «en una noche oscura»: es que ella era la noche. Y sólo había de encontrar a su infinito Amor en sí misma, ya sin la máscara exterior —el disfraz de la celada— que ocultaba su verdadero ser. Porque también Él era, como ella, noche. Noche o layl simbólica de lo Incognoscible, sin límites y sin materia, infinita oquedad pura ante la que la razón y la vista corpórea quedan gloriosamente ensombrecidas. Por eso la afanosa amante encuentra al amado sumido a su vez, y desde el principio, en la noche oscura: con los ojos cerrados y con su campo visual tan apagado como el de su buscadora. Ella sigue acariciando, cegada por las tinieblas nocturnas —el intercambio de las almas a través de las miradas en sombras ha comenzado—, hasta que queda suspendida y rinde su corporeidad sobre el cuerpo inerte del amado. También su conciencia queda envuelta en sombras: ambos son uno en la sombra, en la noche oscura que ahora ha devenido simbólica justamente por su capacidad unitiva. Los amantes han alcanzado la noche de los sentidos y la noche de la conciencia racional. Han alcanzado la nada —sólo que alcanzar la Nada es alcanzar el Todo—. Cuando la amada dice «cesó todo», hay una larvada glorificación de ese vacío negro en el que se acaba de sumir. No es ni negativo ni amedrentador: es «amable más que la alborada» y la ha guiado, en efecto, «más cierto que la luz del mediodía». «Oh amiga que brillas, huésped del azabache»: Machnún celebró a su Laylà en este mismo sentido en los versos intuitivos de Clara Janés.
Misteriosamente, la noche cómplice de san Juan de la Cruz ha llevado a la protagonista de la «Noche» tanto al amor de los sentidos como al amor más allá de los sentidos. Pero, sobre todo, la ha llevado a sí misma, a descubrir que su ipseidad nocturna era no sólo compartida sino sin límites. Y precisamente en esta nota de luz termina la Noche oscura. La protagonista, en su radical abandono del ser, deja su «cuidado / entre las azucenas olvidado». Las azucenas ponen una nota de blancura resplandeciente al final de un poema que ha estado fundamentalmente sumido en la oscuridad, aunque ésta haya sido gloriosa. Es como si los amantes, al cerrar los ojos a la vida y la conciencia, al fin advinieran a la luz. El ser se rinde entre estas flores singulares: el poeta parecería decirnos que es «allí», en el pecho —que sólo ahora sabemos exactamente por qué tenía que ser «florido» como el lecho del «Cántico»—, donde encontramos la verdadera luz del estado de la unión transformante. Como nota curiosa recordemos aquí que la raíz trilítera árabe z-h-r vale tanto para «iluminación» como para «florecimiento»: los sufíes estaban más que de acuerdo con san Juan en que el corazón o pecho «florido» también tiene que estar, necesariamente, iluminado. También el budismo zen ilustra la iluminación mística en forma de un blanco loto que se está abriendo: no cabe duda de que la imagen de la iluminación con el florecimiento tiene un sabor marcadamente oriental. Sea san Juan consciente o no de esta antigua raigambre oriental de su simbología profunda, lo cierto es que ahora comprendemos mejor por qué la «noche» que se celebra en las primeras liras del poema tenía que ser lumínica. Es que conducía a la luz de la conciencia «florida» que se alcanza cuando se cierran los ojos a lo visible.
La emisora del poema entrega, pues, su conciencia entre unas misteriosas azucenas. Un sufí reconocería en seguida lo que quiere decir aquí san Juan: en el lenguaje secreto o trobar clus del misticismo musulmán, las azucenas son la flor del dejamiento —el fana— de los que han alcanzado la etapa mística última donde falla todo lenguaje. Para estos contemplativos, la azucena, «sin aliento con adoración», en palabras de Annemarie Schimmel[19], glorifica a Dios en silencio con las diez lenguas forzosamente mudas de sus pétalos. Si atendemos a estos posibles referentes literarios musulmanes, el grand final del poema quedaría subrayado y la elección de esta flor específica parecería más artística e intencional. Sospecho que más de un espiritual español contemporáneo de san Juan hubo de entender la equivalencia «secreta» (o acaso, para ellos, no tan «secreta») de la azucena como flor del dejamiento último en las manos de Dios, y gustar de estas liras finales con más conocimiento de causa que nosotros los lectores modernos.
Hemos pasado, pues, de la celebración del cuerpo a la súbita celebración de un nivel de existencia al margen del cuerpo. Como si nos dijera san Juan: perder la identidad en el Amado es ganarla de nuevo, infinitamente transformada. Para lograr tal grado de unión amorosa o theopoiesis hay que perder no sólo el cuerpo físico sino también la mismidad —el disfraz exterior—, ya que sólo así pueden los amantes simbólicos transformarse en uno en la noche unitiva. San Juan maneja un símbolo espléndido para el órgano de percepción mística u hondón del alma: el espacio de una negra oquedad que se nos antoja infinita porque no tiene límites que la circunscriban. En este sapientísimo «ojo del alma», que nos reclama ardientemente hacia la interiorización, se anegan todos los contrarios. Allí —y uso el deíctico con plena conciencia de ello— se está a oscuras y a la vez iluminado; se celebra el cuerpo y lo trasciende. La amada se encuentra a salvo del tiempo, porque es el tiempo mismo (la noche como punto del calendario), y del espacio, porque en esta zona de las tinieblas protectoras en la que se ha sumido no tiene que recorrer distancia alguna, ya que su meta es ella misma. Ella misma, en unión participativa e indecible con lo que más ama. Las liras ardientes de la Noche oscura nos permiten, pues, concluir que el nombre más adecuado para nuestra protagonista poética podría bien ser Laylà o «Noche». En esta noche sagrada la hembra sin rostro y sin onomástico salió en búsqueda de su Amado —arriesgada aventura que para ella terminó en ventura—. Es que un abismal descubrimiento ontológico la aguardaba: ella misma era la infinita Noche mística en la que buscó a su Amado y que a su vez era su Amado.
Notas
[1] Una versión más extensa de este artículo fue publicada en Beneito, Pablo (ed.), Mujeres de luz, la mística femenina lo femenino en la mística, Editorial Trotta, Madrid, 2001, pp. 235-267.
[2] Asedios a lo indecible. San Juan de la Cruz canta al éxtasis transformante, Trotta, Madrid, 1998.
[3] El verso es de Ernesto Cardenal (Telescopio de la noche oscura, Trotta, Madrid, 1993).
[4] Diván del ópalo de fuego (o la leyenda de Layla y Machnún). Prólogo de Luce López-Baralt, Editora Regional de Murcia, 1996. p. 21.
[5] Literatura árabe, Labor, Barcelona, 1972, p. 70.
[6] Apud A. Schimmel, The Triumphal Sun. A Study of the Works of Jalaloddin Rumi, East-West Publications, London-The Hague, 1978, p. 346.
[7] The Book of Certainty, Prólogo de Abu Makr Sarrach al-Din, Rider & Co., London, s.f., pp. 63-64. La traducción española es mía.
[8] Al-Andalus I (1933). pp. 1-79.
[9] Prologué la primera edición del libro, que apareció en la editorial Hiperión de Madrid en 1990.
[10] Cf. San Juan de la Cruz y el Islam, Hiperión, Madrid, 1989, y el citado Asedios a lo indecible.
[11] Cito según la edición de las Obras completas de san Juan de la Cruz que hice en colaboración con Eulogio Pacho (Alianza, Madrid, 1991).
[12] Así lo intuye Bernard Sesé en su lúcido ensayo «Estructura dramática de la Noche oscura. Tres aspectos del poema», en ACIS, vol. I: «La noche oscura viene, pues, a ser a la vez el lugar temporal y espacial de esta acción dramática» (p. 250).
[13] J. Nieto, San Juan de la Cruz, poeta del amor profano, Torre de la Botica-Swan, Madrid, 1988, pp. 51 ss.
[14] J. Baruzi, San Juan de la cruz y el problema de la experiencia mística, Junta de Castilla y León, Valladolid, 1992, p. 347.
[15] M.J. Mancho Duque, El símbolo de la noche en San Juan de la Cruz, Universidad de Salamanca., 1982, p. 174.
[16] Cf. L. Schrader, «Les yeux de l’âme et de l’esprit, métaphore de la littérature religieuse du Siècle d’Or», en A. Redondo (ed.), Le corps comme métaphor dans l’Espagne des XVIe et XVIIe siècles, Éditions de la Sorbonne, Paris, 1992, pp. 203-214.
[17] D. Alonso, “La poesía de San Juan de la Cruz”, Thesaurus, Boletín del Instituto Caro y Cuervo, tomo IV, 1948, p. 54.
[18] He actualizado mis estudios anteriores sobre los castillos teresianos en los ensayos «Teresa de Jesús y el Islam: el símil de los siete castillos concéntricos del alma» (en Beneito, Pablo (ed.), Mujeres de luz, la mística femenina lo femenino en la mística, Editorial Trotta, Madrid, 2001, pp. 53-75) y «Spanish Mysticism’s Debt to Islam: the Spiritual Symbology of St. Teresa of Avila» (en prensa, en edición bilingüe inglesa-persa, en las Actas del Congreso sobre Mullå Ía∂rå en Teherán).
[19] Dimensiones místicas del islam, Trotta, Madrid, 2001.