El pasado 27 de abril de 2022, la filósofa estadounidense Judith Butler recibió el Premio Internacional Cataluña por sus aportaciones en el campo de la no violencia. Butler, una de las teóricas fundacionales de la teoría queer, está considerada una de las voces actuales más influyentes en la teoría política contemporánea. Butler es autora, entre otras, de las obras El género en disputa: el feminismo y la subversión de la identidad (1990) y Cuerpos que importan: sobre los límites discursivos del sexo (1993), donde desafió las nociones convencionales de género y desarrolló su teoría de la performatividad de género. Es una reconocida activista que ha participado en numerosos movimientos sociales en favor de los derechos LGTBQI y asesora sobre varios temas políticos contemporáneos desde varios organismos, como el Jewish Voice for Peace o el Center for Constitutional Rights de Nueva York.
Estimado jurado, al honrarme a mí con este premio, honráis también a mis aliados, a mis interlocutores y a todos los que han hecho posible mi trabajo, los que han hecho posible mi presencia hoy aquí.1 Porque si hay una razón por la cual estoy aquí es porque este lugar me ha cambiado, y se ha abierto a mí. También honráis los campos de la filosofía y la literatura, la teoría crítica, la teoría queer, los estudios feministas, los estudios trans, el psicoanálisis, la ética y la política. Honráis también la idea de la universidad porosa cuyas paredes no se cierran al mundo, la universidad como entidad no corporativa, sino anticorporativa, la idea de la universidad como un umbral del pensamiento público y la transformación social. Por todo ello, os doy las gracias.
Como ya sabéis, vivimos inmersos en un enorme dolor cotidiano ante la guerra de Putin contra el pueblo ucraniano; cada día llegan nuevas noticias de destrucción terrible. Y, como ya sabemos, la destrucción de la guerra conlleva la pérdida de vidas y de medios de vida, la destrucción de ciudades y la contaminación del suelo, así como el aumento acelerado de los refugiados en el mundo. El número de personas desplazadas por la fuerza en todo el planeta se estima actualmente en más de 82 millones. Mientras pensamos juntos en el futuro de este mundo, debemos reimaginar las ciudades santuario, el silo, el refugio y las fronteras fuera del marco de la prisión y el encierro. Creo que deberíamos desmantelar los campos de detención para ofrecer un apoyo duradero a las comunidades autogobernadas, que incluya asistencia sanitaria, ritos de paso, refugio y vías para encontrar trabajo y sensación de arraigo. Para muchas personas que viven en la frontera, esta se ha convertido en un lugar de abandono y sumisión a los poderes carcelarios, un lugar no deseado para vivir, un lugar donde no vivir, en medio de una transición inamovible, una forma de vida suspendida en el límite del mundo. ¿Cuáles son las obligaciones globales de proporcionar refugio, arraigo, alimentación, atención sanitaria y estatus legal en todos los pueblos del mundo? Quizá la guerra, las pandemias, la destrucción climática y los desplazamientos forzados han convertido todo eso en la cuestión ética fundamental de nuestra época. ¿Cómo podemos apoyar a las instituciones que rechazan la idea de que la migración es un crimen y no una libertad universal que debe honrarse en cada frontera, que rechazan la idea de la frontera como lugar donde el racismo se reproduce tenazmente? Al tiempo que aplaudimos al pueblo polaco por abrir las puertas a sus vecinos ucranianos, debemos oponernos, asimismo, a las formas perniciosas de racismo y nacionalismo que siguen vigentes en las fronteras de tantos países del mundo, incluido el mío, Estados Unidos, y que hace imposible que un número cada vez mayor de personas vivan su propia vida.
La guerra de Putin se produce en el marco de una pandemia que aún no ha terminado y se ha llevado la vida y la salud de casi seis millones y medio de personas. Nos enfrentamos de nuevo a una enorme aflicción, una sensación de pérdida ambiental por aquellos que no conocimos, una sensación de pérdida desgarradora por aquellos que sí conocimos. El Covid- 19 es una enfermedad del mundo interconectado; dejemos, pues, que sea una ocasión de abrazar esa interconexión, esa interdependencia, para construir una solidaridad global para la justicia y la igualdad económica y social, y para la libertad de vivir en un mundo justo y habitable. También vivimos otro dolor: el dolor climático. Es el dolor que sentimos no solo cuando se producen vertidos de petróleo, sino en relación con un mundo que pierde biodiversidad y las condiciones para la vida misma, humana y no humana. Sabemos qué significa la pérdida de seres queridos, e incluso conocemos el proceso del duelo, de la lucha, y sabemos que requiere tiempo. Pero también conocemos los encuentros que hacen posible la supervivencia, que nos provocan ganas de vivir, Porque el deseo de vivir solo se produce cuando vivir significa «vivir con los demás», cuando formamos parte de una comunidad o una sociedad que nos lleva más allá de nosotros mismos y nos adentra en el mundo. Ahora no hay modo alguno de vivir sin dolor, pero tampoco hay modo de vivir sin los demás, sin los vínculos que nos unen, sin las relaciones que transforman nuestras vidas y satisfacen nuestra imaginación y nuestro activismo.
Soy consciente de que hoy me honráis aquí por mis contribuciones a los llamados estudios de género. Recordemos, pues, que los estudios de género, incluidos los estudios feministas, queer y trans, están recibiendo ataques en Polonia, Hungría, Rusia, Brasil, Corea del Sur, Francia, Estados Unidos, Turquía o España por grupos que dicen defender la nación, o los valores tradicionales, al hombre, el matrimonio heterosexual, la diferencia de sexos o la misma civilización. ¿Qué es ese género? ¿Y por qué tanto miedo? ¿Acaso el género forma parte de la nueva política de identidad y nos aleja de un movimiento de izquierda más amplio? ¿O es precisamente un fantasma movilizado por los nuevos autócratas y por el neofascismo para apuntalar el poder patriarcal, el derecho a infligir violencia como un signo de verdadera virilidad? El género no es una cuestión secundaria ni una distracción. Cuando Putin y otros autócratas identifican el feminismo, los estudios LGTBQI y el género como un ataque a la seguridad nacional, a la identidad nacional, nos están diciendo que la nación depende de la desigualdad de género y de la violencia de género; que la desigualdad de las mujeres forma parte del estatus quo nacional, y que luchar contra la desigualdad, exigir el fin del feminicidio, es un ataque a la autoridad y al espíritu de la nación. Irán a la guerra para defender esos «valores tradicionales»; meterán a gente en la cárcel para suprimir sus puntos de vista; censurarán los libros que animen a la gente a repensar las vidas encarnadas que vivimos juntos. ¿Qué versión de la nación está amenazada por los que buscan la libertad, la igualdad y la justicia, el final de la guerra, los que persiguen un futuro no violento de transformación social? Exigir la igualdad, el fin de las violaciones y la violencia, el fin de la patologización de la juventud queer y trans, el fin de la censura de los estudios de género, el fin de la criminalización de las personas LGTBQI en todo el mundo, así como exigir la libertad de moverse y respirar en la calle de día o de noche sin miedo a la violencia o la prisión, son todas las exigencias básicas que debe asumir cualquier país que se defina como democrático. Circular por la calle sin miedo debería ser una libertad básica; reunirse o transitar por la calle con otros para deliberar, actuar, formar y ampliar un movimiento social son dos libertades básicas que deberíamos ejercer sin pedir permiso. De hecho, son libertades que solo podemos tomar y ejercer todos juntos; libertades que no nos pertenecen en cuanto que individuos, sino solo y siempre en cuanto que habitantes del mundo, viviendo y respirando unos con otros, con toda la dificultad, el terror, la emoción y las promesas.
Para salir indemnes de la pérdida, debemos reconocer las pérdidas que ya se han producido y las que se están produciendo mientras hablamos. Todos deberíamos ser dignos de lástima si dejáramos de existir en el mundo: todas nuestras vidas deberían reconocerse y conocerse y tratarse con dignidad, pero, para eso, necesitamos unas condiciones sociales y políticas en las que se nos permita vivir, donde las vidas de los subordinados y borrados lleguen a importar. Para oponernos a la injusticia, primero debemos nombrar y conocer las formas de injusticia, y ahora tenemos nuevas formas de autoritarismo y fascismo que hay que analizar con medios de conocimiento que nos hagan más sabios acerca de la mejor manera de intervenir, de detener esta guerra, de desmantelar esos poderes. Para poder cumplirlo, debemos seguir reuniéndonos, saber que incluso en nuestra soledad estamos poblados por los vivos y los muertos, incitados por la pérdida y las perspectivas de una comunidad en proceso. En este mundo compartido es donde nos damos aliento, vida, infraestructuras expansivas y afirmativas de cuidado, así como una forma de sentir que puede ponerse fin a la destrucción en curso.
En nuestro dolor y en nuestra lucha, nos encontramos los unos a los otros: yo os he encontrado a vosotros, y de algún modo, vosotros me habéis encontrado a mí. Pero todo ello, os estoy muy agradecida y os doy las gracias.