Coedición con Estudios de Política Exterior
Ideas políticas

Israel: la extrema derecha y los ultraortodoxos en posición dominante

Alain Dieckhoff
Director de investigación del Centro Nacional para la Investigación Científica (CNRS), director del Centro de Investigación Internacional, Sciences Po Paris. Autor de Israël-Palestine: une guerre sans fin ? (Arman Colin, 2022).
El primer ministro, Benjamin Netanyahu, y el ministro de Seguridad Nacional y jefe de Fuerza Judía, Itamar Ben Gvir, se saludan después de prestar juramento en
el Parlamento. Jerusalén, diciembre de Amir Levy/Getty Images.

Los israelíes acudieron de nuevo a las urnas el pa­sado 1 de noviembre. Era la quinta vez, desde abril de 2019, que elegían a sus diputados. Los tres primeros escrutinios (abril de 2019, septiembre de 2019, marzo de 2020) terminaron en un punto muerto total, con el Likud y sus aliados en igualdad de condiciones con su oponente de centroizquierda Yesh Atid (Hay un fu­turo) y sus socios. Las elecciones de marzo de 2021 fueron más fructíferas ya que Yahir Lapid, líder de Yesh Atid, logró la hazaña de formar una coalición an­ti-Netanyahu que podía contar con 62 diputados (de 120). Pero esta coalición fue frágil desde el principio, ya que reunía el número récord de ocho partidos, que iban desde la izquierda progresista hasta la derecha religiosa, pasando por la formación de habla rusa Is­rael Beitenu y el partido islamista Raam (Lista Árabe Unida). La deserción gradual de los miembros electos de la derecha religiosa debilitó la base parlamentaria de la coalición y, en última instancia, condujo a nuevas elecciones.

Esta vez el resultado fue claro. El Likud ganó clara­mente con 32 escaños, mientras que Yesh Atid obtuvo 24. El primero también tenía una gran ventaja: su capa­cidad para formar una coalición estable era mucho ma­yor. De hecho, pudo reunir a su alrededor a los partidos ultraortodoxos, Shas (11 escaños) y Judaísmo Unido de la Torah (siete escaños), y sobre todo la coalición del Sionismo Religioso que, con 14 escaños hizo una en­trada notable en la Knesset. Benjamin Netanyahu, con 64 diputados, se convierte de nuevo en primer ministro y dispone de una mayoría ideológicamente compacta frente a una oposición dividida donde la izquierda es muy débil (cuatro diputados por el Partido Laborista, cinco por la lista en torno al Partido Comunista anclado en la minoría árabe de Israel).

Aunque se ha confirmado que la ultraortodoxia es una fuerza a tener en cuenta (18 escaños), la verdadera novedad es el resultado de la lista Sionismo Religioso. Esta coalición no representa la “corriente clásica” del sionismo religioso, que no ha obtenido ni un solo dipu­tado en 2022, sino una corriente mucho más radical, la de los militantes ultranacionalistas, muy presentes en las colonias más ideológicas de Cisjordania.

Dos hombres simbolizan la orientación tan extre­mista del nuevo gobierno. El primero es Itamar Ben Gvir, líder de Fuerza Judía (uno de los dos miembros de la coalicion del Sionismo Religioso). Este abogado de 47 años era un militante activo del partido Kach li­derado por el rabino de origen estadounidense Meir Kahane. Este último, miembro electo de la Knesset en­tre 1984 y 1988, abogó por una política abiertamente racista hacia los árabes. Ben Gvir siguió el camino de su mentor al exaltar la memoria de Baruch Goldstein quien, en febrero de 1994, asesinó a 29 palestinos en la tumba de los Patriarcas en Hebrón, con el objetivo de hacer descarrilar el proceso de paz, que había comen­zado en septiembre de 1993. Residente en Givat Haa­vot, colonia enclavada en el corazón de Hebrón, Itamar Ben Gvir es un activista impenitente que multiplica las provocaciones pavoneándose por los barrios árabes de Jerusalén Este y apareciendo junto a las milicias de au­todefensa judías.

El segundo hombre es Bezalel Smotrich, líder del Partido Sionista Religioso (el segundo componente de la coalición). Su vida está totalmente identificada con la colonización judía. Nacido en el sur de los Altos del Golán, creció en Beit El (al norte de Ramala) y dirigió la escuela talmúdica en Kedumim (cerca de Nablus). Es un nacionalista fanático a quien los servicios de seguri­dad israelíes consideraban un terrorista (aunque nunca fue procesado por este cargo). Ha defendido constan­temente la colonización judía como una obligación casi religiosa a la vez que niega a los palestinos cualquier de­recho a la autodeterminación.

La coalición Sionismo Religioso representa una corriente radical, la de los militantes ultranacionalistas, muy presentes en las colonias más ideológicas de Cisjordania

Estos dos hombres han obtenido puestos a medi­da en el nuevo gobierno israelí. Ben Gvir es ministro de Seguridad Nacional, con amplios poderes de inter­vención sobre la policía. Smotrich es ministro de Ha­cienda, pero con competencias específicas en la admi­nistración civil de Cisjordania, es decir, la entidad que, dentro del gobierno militar, se encarga de la gestión administrativa del Área C (el 60% de Cisjordania bajo el control exclusivo de Israel). La orientación está cla­ra Se trata de facilitar aún más la colonización israelí, al tiempo que se reprimen con más firmeza las activi­dades “ilegales” de los palestinos (incluida la construc­ción de viviendas).

Pocas esperanzas en Cisjordania

Con un programa semejante, es muy probable que la situación en Cisjordania se deteriore. De hecho, es lo que ha ocurrido a lo largo de 2022 (durante el gobier­no de Lapid-Bennett). Entre enero de 2022 y enero de 2023, alrededor de 200 palestinos (combatientes y ci­viles) han muerto a manos del ejército o de los colonos israelíes. Durante el mismo período, también fueron asesinados 37 israelíes. Este aumento de la violencia está ligado a varios factores. Grupos de activistas pa­lestinos, formados por jóvenes, han ido surgiendo en determinadas localidades, como en la ciudad vieja de Nablús, o en campos de refugiados (Yenín, Aqabat Jabr cerca de Jericó…). Estos grupos son multiparti­distas y reúnen tanto a nacionalistas de Fatah como a islamistas (Hamás, Yihad Islámica). No temen atacar directamente al ejército y a los colonos. En un intento por frenar esta resistencia, el ejército israelí lanzó en la primavera de 2022 la operación “Romper la ola”. Pero, por ahora, a pesar de la movilización de importantes recursos, los resultados han sido dispares. La razón es sencilla: muchos palestinos surgidos de ambientes po­pulares no ven salida a la situación actual. Por un lado, la colonización israelí continúa sin cesar. Basta una ci­fra para demostrarlo: el crecimiento anual es del 3,5% en los asentamientos de Cisjordania (2% en Israel). Por otra parte, la Autoridad Nacional Palestina (ANP), liderada por un envejecido Mahmud Abbas (87 años), está inmersa en una inquietante trayectoria autoritaria que quedó brutalmente ilustrada con la muerte de Ni­zar Banat, opositor de la ANP, asesinado a golpes por los servicios de seguridad palestinos en junio de 2021. Su culpa: haber protestado con vehemencia contra el aplazamiento sine die de las elecciones presidenciales y legislativas previstas para la primavera de 2021, en las que Abbas y sus partidarios corrían el riesgo de una gran derrota. En este contexto de pocas esperanzas, la reactivación de la lucha armada por parte palestina no es realmente una sorpresa.

En Cisjordania, la colonización israelí no cesa mientras la Autoridad Palestina se hunde en una deriva autoritaria. En este contexto, la reactivación de la lucha armada en el lado palestino no es realmente una sorpresa

La normalización regional de Israel

El episodio de violencia actual subraya la persistente agudeza de la cuestión palestina, pero también, paradó­jicamente, su “marginación” geopolítica. De hecho, ha suscitado pocas protestas en las capitales árabes. Y por una buena razón: con los Acuerdos de Abraham del ve­rano de 2020, Israel se comprometió a normalizar sus relaciones con Emiratos Árabes Unidos y Baréin. Las consecuencias no se han hecho esperar: crecimiento constante del comercio, cooperación económica, flujos de turistas israelíes hacia Dubái, cooperación en segu­ridad… Los pactos de Abraham también han allanado el camino a un acercamiento con Sudán y, sobre todo, con Marruecos, con el que se han firmado diversos acuer­dos en materia de defensa (intercambio de información secreta, lucha contra el terrorismo, etc.). Estos pactos han contribuido a hacer casi públicos los lazos oficiosos entre Israel y Arabia Saudí, como demuestra la reunión en noviembre de 2020 entre Benjamín Netanyahu y el príncipe heredero Mohamed bin Salman en Neom, al noroeste del reino. Tras su reciente regreso al poder, Netanyahu tampoco ha ocultado su objetivo diplomáti­co número uno: establecer relaciones diplomáticas ofi­ciales con el reino saudí.

Obviamente, estos acercamientos en todos los sen­tidos entre Israel y los Estados árabes del Golfo también deben entenderse a través de su común oposición a Irán, a su intervencionismo total (Siria, Irak, Líbano, Yemen) y a su programa nuclear. La lección fundamental de los últimos años es que la cuestión palestina, aunque no esté resuelta, ya no impide la normalización regional de Israel. Ni siquiera fue un obstáculo para la conclusión, en octubre de 2022, de un acuerdo histórico entre Israel y Líbano –oficialmente todavía en guerra– sobre la de­limitación de la frontera marítima entre los dos países, que regula la explotación de petróleo y gas en alta mar. Esta integración de Israel en Oriente Medio es alenta­da en gran medida por Estados Unidos que la defiende desde hace 50 años, sea cual sea la administración. Es un objetivo prioritario, incluso si eso significa dejar en suspenso la cuestión palestina, ocupándose únicamente de gestionarla lo mejor posible. Pero, ¿quién sabe si la solución a esta cuestión llegará finalmente, después de la normalización interestatal?

Hacia un régimen cada vez menos liberal

Del nuevo gobierno israelí no solo hay que esperar que aumente la ofensiva en cuanto a la colonización, sino también en el plano interior, como muestra, por ejem­plo, la reforma de la justicia puesta en marcha.

El objetivo general es claramente limitar la inde­pendencia del poder judicial, y en particular del Tri­bunal Supremo que, en primera y última instancia, se ocupa de los recursos contra la Administración. El pri­mer proyecto de ley pretende modificar la designación de los jueces. Hasta ahora, han sido designados por una comisión de nueve personas en la que los juris­tas profesionales son mayoría. La reforma propuesta apuntaría a que la mayoría de los miembros de la comi­sión sean representantes políticos (ministros y diputa­dos). El riesgo evidente es el de una fuerte politización de los jueces, como demuestra el caso estadounidense, donde los jueces del Tribunal Supremo elegidos única­mente por el presidente, tienen claros tintes políticos. El segundo proyecto de ley tiene un alcance más pro­fundo: pretende privar al Tribunal Supremo de cual­quier poder de control sobre la “constitucionalidad de las leyes”.

Protesta contra la reforma de la justicia. Jerusalén, 13 de febrero de 2023. Mostafa Alkharouf/Anadolu Agency via Getty Images

Para entender lo que está en juego es necesario evo­car brevemente el papel actual del Tribunal. En 1992, la Knesset aprobó dos leyes fundamentales que prote­gen los derechos humanos sobre la base de la libertad y la dignidad individuales. Basándose en estos textos, el Tribunal Supremo inició lo que su entonces presidente, Aharon Barak, llamó una “revolución constitucional”: a partir de ahora el Tribunal tenía que evaluar si las le­yes ordinarias aprobadas por la Knesset respetaban los derechos humanos. Es este poder de control el que el nuevo gobierno pretende recuperar, y esto de dos ma­neras. Por un lado, cualquier descalificación de una ley requeriría a partir de ahora la unanimidad de los 15 ma­gistrados del Tribunal Supremo, objetivo difícilmente alcanzable. Por otro lado, se introduciría un mecanismo de “rodeo” que permitiría a la Knesset volver a votar una ley invalidada por el Tribunal Supremo.

Las reformas equivalen a dar plenos poderes al le­gislativo. En una democracia, el Parlamento desempeña un papel central, pero no tiene poderes absolutos. Para evitar la tiranía de la mayoría, el Estado debe defender los derechos humanos intangibles. Estos últimos a me­nudo están protegidos por constituciones, claramente situadas en la parte superior de las normas legales. Sin embargo, en Israel no existe una Constitución de pleno derecho. Por lo tanto, privar al Tribunal Supremo de su poder de control equivale a eliminar cualquier freno y contrapeso con respecto a la Knesset.

El objetivo de la reforma de la justicia es limitar la independencia del poder judicial, en especial del Tribunal Supremo

Por lo tanto hay razones para estar preocupados por las reformas propuestas que, de hecho, podrían con­ducir a Israel hacia un régimen cada vez menos liberal. Esta preocupación, que ha llevado a decenas de miles de personas a salir a las calles en señal de protesta, es to­davía más legítima ya que algunos ministros no ocultan su preferencia por un régimen más autoritario. Incluso Smotrich se presenta como favorable a la teocracia.

Sin ir tan lejos, es innegable que el nuevo gobierno pretende reforzar la dimensión judía del Estado. Esto podría pasar por una ley sobre el “estudio de la Torá” que la convertiría en un valor fundamental del Estado, así como por normativas más estrictas sobre los permi­sos para trabajar durante el Sabat.

Aunque habrá que ver en la práctica lo que realmen­te hará este gobierno definido por la extrema derecha, la “reacción conservadora” se ha afianzado en Israel./

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